viernes, 16 de marzo de 2007
miércoles, 14 de marzo de 2007
violenciudad
Carlos Sánchez
Lo cierto es que nunca fui aficionado a las balas. Trabajaba en la Matanza, barrio en el que (legalmente) se aplicó la última pena de muerte en México. Se sigue aplicando, dentro y fuera de la milicia. A la sorda. Disfrazada.
Lijaba carros que después mis primos pintaban, y era religión tomar sodas y comer pan en las tardes. En esos días de los granos en el rostro, las ganas del mundo entero engulléndolo todo, el deseo de las miradas sobre mi nombre, la ausencia de la madre y el alcohol presente en el padre, hubo días de tirar cuetes y juntar balas. De correr feliz por la adrenalina del peligro.
El primer zumbido del plomo lo sentí al llegar a los catorce de existencia: el policía sacó su pistola y jaló del gatillo. Era la necesidad de asustarnos, de comunicarnos que el poderoso era él. Mis camaradas, igual que yo, sintieron el chorro caliente mojando sus pantalones. No paré de correr, hasta entrar en el callejón de la casa del Yoyo, allí la vida estaba controlada por mi adolescencia. Era invencible.
Al día siguiente el comentario y como héroe, me llegaba de los camaradas que presenciaron la escena: “eres una liebre, un coyote, el miedo no anda en burro”.
Y así las frases mientras erguía mi pecho.
La segunda ocasión fue la escuadra de un militar retirado del ejército: apuntó a la entrada del callejón por donde veníamos nosotros, yo iba adelante, fui el primero en asomarme al cañón y dar la media vuelta, gritando “trae pistola, trae pistola”. No me alcanzaron pero sí las oí zumbando por encima de mi cabeza.
Tuve la suerte de no encontrar con mi cuerpo el zumbido. Tuve la fortuna trágica (de no ser yo) de ver a los camaradas que caían inertes entre las piedras del barrio. Vivo para contarla, a la Gabo y sus ochenta cumplidos.
De lo que no me he podido salvar es de la paranoia de estos días. Ayer en el trayecto a mi casa, en el super Vocho, una caja de cartón de tamaño regular, impedía el tráfico, nadie se animaba a quitarla. Mi hijo que se llama Abigael y tiene setenta años menos que el Gabo, asomó su cabeza y dijo: ha de estar un policía muerto dentro de la caja”.
Tragué gordo, porque según yo que llevo a mi hijo a su juego de futbol, que le compro unos nachos y soda en el snack, que le cuento con mis labios besos de amor, él vive en similitud del paraíso de ese niño personaje de la película La vida es bella.
La violencia es inevitable, inocultable, y no sólo la de esas balas que se aparecen ahora para matar a policías, la violencia, más bien la divulgación de la violencia, es una ráfaga constante hacia la sociedad. Y no hay de otra, como lo señala el Meño Larios en su nota de antier, donde destaca los titulares de Expreso y El imparcial, medios que duramente compiten hoy con la i y Entorno, diarios que se han vuelto más rojos que el Bandido y su espectacular capacidad histriónica verbal en la radio.
Ningún ciudadano nos hemos podido salvar de la nota roja, porque es la que naturalmente se construye todos los días, con mayor énfasis estas últimas semanas.
Trabajar en la Matanza, crecer en las Pilas, fue una experiencia del encontronazo con las balas, los cuchillos, las piedras, las balas. Me resistí siempre a saber que es un modo de vida del que uno se acostumbra, he vivido en la búsqueda de otros escenarios, de otras cotidianeidades, de otras culturas donde la tolerancia sea rectora como oportunidad para seguir respirando.
Me doy de topes (nuevamente) con esta realidad violenta, en la que sé ahora distinguir las diferencias: antes veía la mano del hombre jalando los cabellos de su esposa, el cuchillo del padre perforando la piel de su hijo, el garrote de mi camarada en la cabeza de su hermano. Ahora son los dueños de los lujos, los de cadena en el cuello, los de al volante en el último modelo, los que mandan matar como si las mandaran cantar en cualquier cantina.
Son los años los que abren mis ojos para con sorpresa enterarme que el barrio no es un Macondo, un invento literario y es la ciudad y sus balas buscando policías y no, la que me llena de desesperanza.
Antes mi hijo comentaba los goles de su equipo predilecto, el túnel del Chelito a su contrincante, la reflexión de los comentaristas deportivos. Ahora cada que se me acerca me da miedo prever el tema que abordará porque si ayer fue la especulación sobre el policía dentro de la caja, antier fue su comentario sobre un “bato muerto y amarrado que encontraron rumbo a la Nuevo Hermosillo”.
Nunca me gustaron las balas, pero tuve cercanía con ellas. La violencia tampoco he podido evitarla, la he consumido como un aderezo del pan en todos los días. Y cuando creí que esa violencia la escribiría en mis memorias, que sé ahora será sobre mis muertos tristes, la ciudad llena la boca de mi hijo que me abre los ojos: “aquí están otra vez las balas”.
Lo cierto es que nunca fui aficionado a las balas. Trabajaba en la Matanza, barrio en el que (legalmente) se aplicó la última pena de muerte en México. Se sigue aplicando, dentro y fuera de la milicia. A la sorda. Disfrazada.
Lijaba carros que después mis primos pintaban, y era religión tomar sodas y comer pan en las tardes. En esos días de los granos en el rostro, las ganas del mundo entero engulléndolo todo, el deseo de las miradas sobre mi nombre, la ausencia de la madre y el alcohol presente en el padre, hubo días de tirar cuetes y juntar balas. De correr feliz por la adrenalina del peligro.
El primer zumbido del plomo lo sentí al llegar a los catorce de existencia: el policía sacó su pistola y jaló del gatillo. Era la necesidad de asustarnos, de comunicarnos que el poderoso era él. Mis camaradas, igual que yo, sintieron el chorro caliente mojando sus pantalones. No paré de correr, hasta entrar en el callejón de la casa del Yoyo, allí la vida estaba controlada por mi adolescencia. Era invencible.
Al día siguiente el comentario y como héroe, me llegaba de los camaradas que presenciaron la escena: “eres una liebre, un coyote, el miedo no anda en burro”.
Y así las frases mientras erguía mi pecho.
La segunda ocasión fue la escuadra de un militar retirado del ejército: apuntó a la entrada del callejón por donde veníamos nosotros, yo iba adelante, fui el primero en asomarme al cañón y dar la media vuelta, gritando “trae pistola, trae pistola”. No me alcanzaron pero sí las oí zumbando por encima de mi cabeza.
Tuve la suerte de no encontrar con mi cuerpo el zumbido. Tuve la fortuna trágica (de no ser yo) de ver a los camaradas que caían inertes entre las piedras del barrio. Vivo para contarla, a la Gabo y sus ochenta cumplidos.
De lo que no me he podido salvar es de la paranoia de estos días. Ayer en el trayecto a mi casa, en el super Vocho, una caja de cartón de tamaño regular, impedía el tráfico, nadie se animaba a quitarla. Mi hijo que se llama Abigael y tiene setenta años menos que el Gabo, asomó su cabeza y dijo: ha de estar un policía muerto dentro de la caja”.
Tragué gordo, porque según yo que llevo a mi hijo a su juego de futbol, que le compro unos nachos y soda en el snack, que le cuento con mis labios besos de amor, él vive en similitud del paraíso de ese niño personaje de la película La vida es bella.
La violencia es inevitable, inocultable, y no sólo la de esas balas que se aparecen ahora para matar a policías, la violencia, más bien la divulgación de la violencia, es una ráfaga constante hacia la sociedad. Y no hay de otra, como lo señala el Meño Larios en su nota de antier, donde destaca los titulares de Expreso y El imparcial, medios que duramente compiten hoy con la i y Entorno, diarios que se han vuelto más rojos que el Bandido y su espectacular capacidad histriónica verbal en la radio.
Ningún ciudadano nos hemos podido salvar de la nota roja, porque es la que naturalmente se construye todos los días, con mayor énfasis estas últimas semanas.
Trabajar en la Matanza, crecer en las Pilas, fue una experiencia del encontronazo con las balas, los cuchillos, las piedras, las balas. Me resistí siempre a saber que es un modo de vida del que uno se acostumbra, he vivido en la búsqueda de otros escenarios, de otras cotidianeidades, de otras culturas donde la tolerancia sea rectora como oportunidad para seguir respirando.
Me doy de topes (nuevamente) con esta realidad violenta, en la que sé ahora distinguir las diferencias: antes veía la mano del hombre jalando los cabellos de su esposa, el cuchillo del padre perforando la piel de su hijo, el garrote de mi camarada en la cabeza de su hermano. Ahora son los dueños de los lujos, los de cadena en el cuello, los de al volante en el último modelo, los que mandan matar como si las mandaran cantar en cualquier cantina.
Son los años los que abren mis ojos para con sorpresa enterarme que el barrio no es un Macondo, un invento literario y es la ciudad y sus balas buscando policías y no, la que me llena de desesperanza.
Antes mi hijo comentaba los goles de su equipo predilecto, el túnel del Chelito a su contrincante, la reflexión de los comentaristas deportivos. Ahora cada que se me acerca me da miedo prever el tema que abordará porque si ayer fue la especulación sobre el policía dentro de la caja, antier fue su comentario sobre un “bato muerto y amarrado que encontraron rumbo a la Nuevo Hermosillo”.
Nunca me gustaron las balas, pero tuve cercanía con ellas. La violencia tampoco he podido evitarla, la he consumido como un aderezo del pan en todos los días. Y cuando creí que esa violencia la escribiría en mis memorias, que sé ahora será sobre mis muertos tristes, la ciudad llena la boca de mi hijo que me abre los ojos: “aquí están otra vez las balas”.
viernes, 9 de marzo de 2007
tequila / por carlos sánchez
Noventa mililitros de Orendáin. Es lo único que me queda. Tequila blanco. Tengo la desesperación de la ausencia de cocaína. Hace unos días estoy convertido en guía antidrogas para con jóvenes preparatorianos. Sé que sueltan sus carcajadas cuando concluyo mi charla. La exposición de motivos para que no busquen incentivos mentales, físicos.
Tengo la desesperación en el cuerpo. Como todos los domingos de ociosidad. He abortado un par de libros, un cuentario, y una novela que habla de los últimos días de Hemingway en la Habana. Me trepo a una literatura menos pretenciosa, a un J.M Servín que me cuenta a manera de diario sus días en el Bronx: Por amor al dólar. Me entretiene la mirada en el metro, ante el pordiosero que brincando sobre su única pierna, sortea su vida con un discurso impreso en un cartón sobre su pecho. Pide para seguir viviendo.
Días atrás conversaba con un par de periodistas, ellas argumentaban la importancia del estilo, hacían garras las líneas de una que otra dama que promueve la banalidad en sus textos. Tú eres muy buena, comentaba una a la otra. Es que el estilo, manita...
Escribo ahora y mi única aspiración es que los minutos como lápida de este domingo de desencuentro caigan como coito en el lunes. Que se termine ya esta tarde noche en la que Sabina pálido destapa por tenerla más larga todavía que un lunes sin trabajo.
Un trago al tequila blanco, pachita le decía mi padre, la cual jamás pudo abandonar; la encuentro ahora como aliciente para soltar los músculos de la quijada que me apresan el rostro.
Afuera son cinco años los que celebran de existencia a un amigo de mi hijo. Mi padre vuelve ahora que escucho risas y el contar del tiempo mientras una niña parte con el palo una piñata.
Llega a estas letras mi carnal el Noé, al que muchas veces le rompieron la cabeza con los palos, en esas piñatas del barrio donde los dulces eran su éxito. Mi padre lo jalaba de un brazo, Que no te metas cuando le están pegando, te digo, ya te pegaron otra vez. Caía la tarde y en ese cuarto minúsculo sobre un catre reposaban también nuestros cuerpos diminutos. Mi padre seguía con su pachita y las paredes llenas de un radio que narraba el juego de pelota.
De madrugada escuchaba al “Peludo” recorrer las calles del barrio con su amante de esa noche, a la que sin duda y como religión arrastraría de las greñas por el piso de su casa. Fui creciendo y a la par la sed de revancha. Hubo un día en el que al “Peludo” que se llamaba como yo, lo aterricé de un madrazo en la frente. Bajaba a la fuerza, de un taxi, a su dama de compañía, era de noche, no soporté ver el pie derecho de él estrellándose en la cara de ella. El golpe fue certero, la sangre brotó, No te metas, me dijo. La dama ya era una sola carrera. Mi sorpresa se disparó al día siguiente al descubrirlos abrazados, llenado de besos las banquetas de Las pilas, mi barrio.
Afuera hay tambores, concursos de baile, sigo con Sabina en mis oídos, y un trago del tequila, blanco, como para no dejar que este instante muera, porque tener a mi padre dentro es un regocijo, y a mi carnal, y la vida de mi hijo latiendo en su voz, que va y viene.
Es domingo y un chiflo funciona con el aire de la infancia. No tengo más estímulo que la ansiedad de mis dedos en el teclado. ¿Por qué no se aleja la necesidad de no existir?
Mañana habrá vida en mis ojos y las horas serán de prisa, porque la velocidad de la rutina es un refugio para este pecho desmadrado que ahora continúa hospedado en la protección del recuerdo, de los versos, del tequila.
Hoy amanecí conversando con un hijo que no es mi hijo. Ahora debe tener veinte años. Lo encontré con su madre soltera y en unos meses aprendí a amarlo. Pensé que lo había olvidado, pero hoy –domingo al fin- la nostalgia me lo trajo de nuevo.
Era inocente en su sonrisa, despreciado como ser indefenso, por el padre, similitud que alguna vez se escribió en mi historia.
Lo bañaba, lo cambiaba, trabajaba para él. Tío era su manera de nombrarme. Me encantaba (me encanta) su sonrisa, y esa manera de llorarme a confesión de su necesidad de mis brazos cuidándolo. Soy ese niño que me abrazaba, que me abrazó hoy al despertar.
Dejo de escribir ahora que encuentro la imagen de mi padre con sus lentes empañados, él en silencio, porque las palabras le ahorcan la emoción. No puede hablar, sólo me mira. Es mi padre que como una daga me abre el cuello para que pueda respirar. Y seguir viviendo.
Tengo la desesperación en el cuerpo. Como todos los domingos de ociosidad. He abortado un par de libros, un cuentario, y una novela que habla de los últimos días de Hemingway en la Habana. Me trepo a una literatura menos pretenciosa, a un J.M Servín que me cuenta a manera de diario sus días en el Bronx: Por amor al dólar. Me entretiene la mirada en el metro, ante el pordiosero que brincando sobre su única pierna, sortea su vida con un discurso impreso en un cartón sobre su pecho. Pide para seguir viviendo.
Días atrás conversaba con un par de periodistas, ellas argumentaban la importancia del estilo, hacían garras las líneas de una que otra dama que promueve la banalidad en sus textos. Tú eres muy buena, comentaba una a la otra. Es que el estilo, manita...
Escribo ahora y mi única aspiración es que los minutos como lápida de este domingo de desencuentro caigan como coito en el lunes. Que se termine ya esta tarde noche en la que Sabina pálido destapa por tenerla más larga todavía que un lunes sin trabajo.
Un trago al tequila blanco, pachita le decía mi padre, la cual jamás pudo abandonar; la encuentro ahora como aliciente para soltar los músculos de la quijada que me apresan el rostro.
Afuera son cinco años los que celebran de existencia a un amigo de mi hijo. Mi padre vuelve ahora que escucho risas y el contar del tiempo mientras una niña parte con el palo una piñata.
Llega a estas letras mi carnal el Noé, al que muchas veces le rompieron la cabeza con los palos, en esas piñatas del barrio donde los dulces eran su éxito. Mi padre lo jalaba de un brazo, Que no te metas cuando le están pegando, te digo, ya te pegaron otra vez. Caía la tarde y en ese cuarto minúsculo sobre un catre reposaban también nuestros cuerpos diminutos. Mi padre seguía con su pachita y las paredes llenas de un radio que narraba el juego de pelota.
De madrugada escuchaba al “Peludo” recorrer las calles del barrio con su amante de esa noche, a la que sin duda y como religión arrastraría de las greñas por el piso de su casa. Fui creciendo y a la par la sed de revancha. Hubo un día en el que al “Peludo” que se llamaba como yo, lo aterricé de un madrazo en la frente. Bajaba a la fuerza, de un taxi, a su dama de compañía, era de noche, no soporté ver el pie derecho de él estrellándose en la cara de ella. El golpe fue certero, la sangre brotó, No te metas, me dijo. La dama ya era una sola carrera. Mi sorpresa se disparó al día siguiente al descubrirlos abrazados, llenado de besos las banquetas de Las pilas, mi barrio.
Afuera hay tambores, concursos de baile, sigo con Sabina en mis oídos, y un trago del tequila, blanco, como para no dejar que este instante muera, porque tener a mi padre dentro es un regocijo, y a mi carnal, y la vida de mi hijo latiendo en su voz, que va y viene.
Es domingo y un chiflo funciona con el aire de la infancia. No tengo más estímulo que la ansiedad de mis dedos en el teclado. ¿Por qué no se aleja la necesidad de no existir?
Mañana habrá vida en mis ojos y las horas serán de prisa, porque la velocidad de la rutina es un refugio para este pecho desmadrado que ahora continúa hospedado en la protección del recuerdo, de los versos, del tequila.
Hoy amanecí conversando con un hijo que no es mi hijo. Ahora debe tener veinte años. Lo encontré con su madre soltera y en unos meses aprendí a amarlo. Pensé que lo había olvidado, pero hoy –domingo al fin- la nostalgia me lo trajo de nuevo.
Era inocente en su sonrisa, despreciado como ser indefenso, por el padre, similitud que alguna vez se escribió en mi historia.
Lo bañaba, lo cambiaba, trabajaba para él. Tío era su manera de nombrarme. Me encantaba (me encanta) su sonrisa, y esa manera de llorarme a confesión de su necesidad de mis brazos cuidándolo. Soy ese niño que me abrazaba, que me abrazó hoy al despertar.
Dejo de escribir ahora que encuentro la imagen de mi padre con sus lentes empañados, él en silencio, porque las palabras le ahorcan la emoción. No puede hablar, sólo me mira. Es mi padre que como una daga me abre el cuello para que pueda respirar. Y seguir viviendo.