domingo, 25 de febrero de 2007

alfilo

por carlos sánchez

Me lo envió una amiga que vive en el norte. Lo acaricio ahora contra mi pecho. Luego lo alejo unos centímetros para que de mi voz escuches ese poema de la página veinticinco. Trepo en una azotea porque sé que te gusta estar cerca del cielo. Y es como estar cerca de vos.
Ayer recordaba esos días de caminar la ciudad, de mirar los gatos trepados en la orilla de las bardas malabareando el instinto. Nunca has visto derrapar un minino sobre las piedras del cerro. Preguntabas. Y respondías. Nunca podrás verlo, eso sólo me ocurrió una vez, cuando aquel gato dolorido perdió el equilibrio y dio volteretas como una bolsa impulsada por el viento.
Supe que el descontrol del gato lo provocó el infarto masivo que su amada sufrió después de que las llantas de una motocarro le aplastara las patas. Vi cómo en su desesperación lamía sus ojos. Sufrió el impacto de la muerte y de mi vista al toparme con sus ojos. Sentí el filo de su mirada como un cuchillo abriendo mis párpados.
Me lo contabas como niña divertida, con la emoción agitándote el pecho.
Veo ahora la portada de este libro, amarillo en color como esas puestas de sol que descubríamos por la tarde cuando caminábamos alrededor del manicomio.
Por qué te gusta tanto este lugar, te preguntaba. Y la respuesta la repetías mecánicamente. Porque adentro está la paz que no tenemos los que habitamos afuera. Oíamos gritos de alegría mientras las papas fritas llenaban nuestras manos, nuestras bocas.
Dibujo con palabras esos versos rayando las hojas de la página veinticinco:
Hasta más no poder estoy colmado / con cada cosa tuya. / Soy el sitio a donde llegas a diario a visitarte: / a encontrarte contigo...
Leo para tus oídos como si supiera que la paloma que aletea por encima de mi cabeza te hará llegar mi mensaje. Sé que si el deseo bombea ese tibio paseo por mi pecho y hacia el vientre, sabrás que estoy leyendo ahora para ti. Viviendo para ti. Respirando por ti.
Encontrarte fue dar de sopetón con la vida. Tus pasos con pantalones flojos me lo advirtieron. Es la holgura la evidencia de la sencilla razón de ser, lo que eres.
Tenías trenzas mal hechas. Y los labios descoloridos. Sabiendo que la elegancia no es lo tuyo vivías. Me lo enseñaste todo con tus pasos de tenis desabrochados, de pantalones roídos.
Tarareabas una canción y a intervalos repetías un verso que hablaba de niños besándose. Bailabas de improviso dejando marcas en la tierra. Tenías negras las uñas, porque ayer jugué con chapopote, decías.
Hay esas imágenes, esos recuerdos. Tostadas con chile en tus dientes. Una pelota de esponja y tres piedras para inventar el juego de las manos ágiles.
Doy vuelta a la página y leo en voz baja. La desesperación me traiciona y me pone en cobarde encabronamiento. No puedo llenar el cajón del olvido simulando que nada importa. Tengo el corazón tatuado con tus ojos. Y estos versos certeros golpean sin cesar:
Esta mañana / como tu voz y tu silencio eran / todo lo que escuchaba; como habías / dejado en mí una lumbre y un secreto, / quise escribirte las palabras / que escuchas que te leo. / Ya las conoces: son palabras tuyas.
Ay este Rubén Bonifaz Nuño me convoca al revolcón en la arena como ese verso de su pez. Alzo la luz de mi rostro para encontrar el azul nebuloso. El deseo inevitable es trepar, viajar, llegar. Donde estás es un brinco que no alcanzo.
Sentado en esta cornisa de azotea me va el sentido hacia la búsqueda otra vez. Porque qué tan niña siempre ardes a borbotones y ni el dormir te puede apagar.
Sé, conozco, entiendo las necesidades y el marcharte abrupto de tu barrio que es el mío. Para volver a ese sitio al que rodeábamos por la tarde. Sabías que esa sería tu casa. Te lo pregunté algunas veces. Vengo para con ellos porque me dan la paz, repetías mecánicamente. Ahora lo confiesas en silencio, con tu ausencia. Y ya nadie me trae razón de tus ojos, aquellos que olvidaste arrancar del corazón que ahora te reclama.
La venganza es para conmigo. Porque ya la historia de gatos volando como bolsa entre el viento no será más el motivo para recordarte. Quiero antes de usar el último verso repetir la frase aquella que me susurraste al oído por vez última: vos por favor no te vayas.
Y ante este libidinoso espanto crepuscular, hundiré en mis venas el verso filoso del poeta. Que sirva de arma en el parto de esta vida que lleva tu nombre.

viernes, 23 de febrero de 2007

Norteado: dícese de la persona que se norteó

por carlos sánchez

La libertad convoca al regocijo. Es una carcajada al principio. Y la constante durante esos minutos de observar y sentir los pinceles lúdicos.

Manuel “el Meño” Ballesteros, construye con su cuerpo una serie de cuadros donde predomina la crítica irónica a ese popularcito mundo del cantante norteño.

Es de Cumpas el personaje, y reitera el origen orgulloso de su identidad.

Descifrar el contexto de Norte Arte me parece ocioso. Convoco entonces para esta noche( y mañana sábado a las ocho de la noche en Teatro de la Ciudad) a los amantes de la danza contemporánea y de la onda grupera. A los interesados en esa mezcla de lo electrónico y lo acústico. Vengan a presenciar el éxito rotundo de “el Meño” y la celebración de esas cincuenta representaciones, que hoy serán cincuentaiuno y mañana cincuentaidós.

La imaginación como creación no tiene límites, Manuel Ballesteros lo reitera, y a varios años ya desde esa primera ocasión de verlo montado en su personaje norteño, en ese espacio de la escuela de letras de la Unison, la capacidad de impresionar en el cuerpo del intérprete, permanece.

Es un remolino, un girasol deshojándose, una reata en domingo de rodeo, un sombrero al aire, un corazón estallando encima del escenario. Un corazón reventado de humor apasionado.

Cuando lo vi en torno a ese jardín de la escuela de letras, me maravilló la ruptura con lo convencional de la danza contemporánea (por lo menos de lo que estaba acostumbrado a ver en esas pocas ocasiones de asistir al teatro), y me dije: esto es danza para todos. Y celebrar el chiflido de esas camaradas que me hacían gozar las virtudes físicas de Manuel.

Hoy la capacidad histriónica en el autor es un extra y los recursos escénicos una granizada que no sabe escampar.

Verlo en ese instante previo al levante del telón y la tercera llamada, en ese ejercicio de calentamiento, con la capacidad honesta para contar el recuerdo de detalles en su carrera, me abrió la puerta de esa fábrica de emociones que es Manuel. Y fácil entonces que el espectador enganche con su propuesta.

¿A quién se le ocurre trepar a un conjunto norteño a un escenario para desarrollar una coreografía de danza contemporánea? A Manuel Ballesteros.

Y bajar del escenario micrófono en mano, involucrar a los presentes, jugar a la multitud que grita en pos de su ídolo. El bailarín, bailador, logra ese enganche porque sabe de la importancia del arte proponiendo la identificación del espectador con lo que ocurre en el escenario.

Besar al cielo norteño hermosillense, es lo que provoca ahora la existencia de este compromiso social al través de arte que sinónimo es de Manuel Ballesteros.

¿Qué si no la convicción de pretender este viaje por la vida haciendo lo que se desea es el camino hacia la felicidad? Y la única vía para que el artista transmita la neta de lo que le está latiendo en los ojos, el olfato, la mente obsesionada que conduce a contar con el ingenio, y en este caso con el cuerpo y la voz como complemento del vehículo hacia los asistentes.

Dicen los díceres que a Manuel le dijo un día don Cayetano su padre que si por qué no bailaba algo que se bailara. Desde ese entonces el Tololoche chicoteado marcó la pauta, en la interpretación de Los Gallitos, para que el joven enamorado de la danza, quien a confesión de Adriana Castaños, sabe que su cuerpo le quiere, complaciera la propuesta de su padre.

Muchos hemos sido los agradecidos con este trabajo tan directo, tan de todos, tan de encontrarnos al observarlo.

Esa noche de colgar la placa de las cincuenta representaciones, es sólo el acta de confirmación de que Manuel es desde ese día de inscribirse en la licenciatura en artes, opción danza, y hasta hoy y siempre, un reo de su cuerpo que vive en búsqueda permanente del cómo decir la vida. Nos la cuenta con ligereza y siempre con acidez lúdica señalando, como queriendo y no, lo descarnado que a veces es esto de jugar a respirar para vivir.

Hay también en esa alegría de los personajes que son “el Meño” la pedrada al mundito banal con el que convivimos todos los días.

Cómo dejar, pues, de celebrar la capacidad del cuerpo y la mente para treparse en el escenario y decirnos la neta mientras felices de contento acompañamos con los ojos el ritmo del bajo sexto y la acordeón.

Manuel nos ha convocado esa noche para celebrar que tiene luz en los ojos y ritmo en la sangre. Hemos bailado al son de la crítica sutil a “la importancia” de los que triunfan. Y de paso a esa actitud racista de los que fabrican las figuras del espectáculo.

Arte comprometido es aquel que pretende abrir los ojos a los consumidores del arte mismo. Arte por el arte es para mí la insignificancia de los que buscan el reflector.

Manuel padece la virtud del compromiso, y en esas horas de crear debe sufrir también los acontecimientos que le laceran en la cotidianeidad, porque de no ser así, el creador jamás podría convencer con su discurso.

El cuerpo del bailarín se le ha prestado a su ideología, y es éste el arma certera para señalar lo que le incomoda o con lo que no está de acuerdo.

Maravilla la lucidez espléndida. Qué ganas de golpear las palmas una vez más para incitar a “el Meño” personaje en Norte Arte que seduce prende enciende. Cantemos esas cincuenta representaciones. Y arriba el micrófono.

martes, 20 de febrero de 2007

Los perros que no ladran

por Carlos Sánchez

Miro la ciudad convertida en un perro callejero. Hace muchos años, cuando trabajaba en el taller pintando carros, un colega venido desde Veracruz, me encaró encabronadamente para reclamarme porqué en este lugar hay perros muertos por todas partes.
No recuerdo cuál fue mi respuesta, tal vez viajé con el pensamiento hacia otras ciudades del país y pude ver que en ellas no existen los perros muertos en las banquetas, en las calles, en los baldíos.
Hace años ya de eso. Esta mañana mientras caminaba hacia la escuela de mi hijo, he vuelto a encontrar la muerte en los perros. Uno tirado en la acera derecha, hinchado, a punto de reventar, otro sobre sus patas que con dificultad aún mueven su cuerpo hacia la muerte que certera le llegará en cualquier instante. Llegará para salvarle de ese trance agónico en el que se encuentra. En sus ojos vi la muerte, asechándome.
¿Por qué existen tantos perros muertos en la ciudad, o callejeros, por qué no hay hogar para ellos? Por cada cinco minutos de recorrido en una ruta de camión urbano, encontramos cinco perros, uno muerto y cuatro en agonía. La culpa la tienen los gobiernos, los políticos.
Cuando reporteaba para un semanario fenecido, y en eso de las campañas políticas, tuve el impulso de preguntarle al candidato en turno, ese que buscaba su reino y lo alcanzó, su opinión sobre los perros muertos. ¿Qué hará con ellos, en caso del legar a la gubernatura? Estuve a punto de hacer la pregunta. Me limitó la insensibilidad que intuí en el candidato y en los colegas de la fuente. Sin duda habrían encendido sus burlas en carcajadas. Nadie habría entendido la pregunta. Y tienen su razón: porque los perros de la calle, los muertos y los agónicos, son parte natural del paisaje citadino, si desaparecieran, la ciudad no sería la misma.
Siguen siendo, pues, los perros, la evidencia de la indiferencia. Son objetos perdidos por ahí, con la diferencia de la posibilidad de arrastrarse, o inflarse hasta reventar.
Se nos olvida, o nunca supimos, que alguna vez tuvieron alma, (mojadita, como diría el poeta), o que alguna vez desde su garganta surgió un ladrido de felicidad que llenó el callejón, el barrio, la ciudad misma de ruido como evidencia de vivir.
El desprecio social por los perros tal vez sea porque todos tenemos una cicatriz dibujando un par de colmillos. O el recuerdo de aquellos días de soltarnos el estómago la carrera que por suerte y un pelito le ganamos al hocico amenazante que ya sentíamos clavarse en nuestras piernas.
Motivos existen para que en la ciudad se cuelguen como trofeos los perros muertos. Es la mirada centrada en el ruido de nuestras tripas. Y nada importa más que apagar el ruido de éstas. Es la necesidad de llegar a la tienda y llenar el carrito de esos objetos que se perderán por ahí tarde que temprano. Es la urgencia por el reflector, la silla, el podercito para lucir ante los demás. Incidir en el destino de los ciudadanos, compatriotas, por el bien de la nación. Es la urgencia.
Los perros, ellos qué, perros nacieron, y son poco menos que nada. Expresa es la información del político sonriendo y prometiendo, de ocho es la nota de la mujer robando comida en el súper y sorprendida por el guardia de seguridad. Un perro muerto en la calle es un motivo más para la indiferencia.
Pocos locos voltean a ver los animales. Casi nulos los enamorados de esos dichosos cuadrúpedos que revolotean en la alfombra de la sala, en la sobre cama, en el sillón. Los más, similitud metáfora precisa, andarán por la periferia, oliéndose el cuerpo y hurgando entre las bolsas un pañal desechable. Y encontrarán un minuto más de existencia.
Hace un par de años regresé a esa escena donde mi colega el veracruzano reclamaba encabronadamente la existencia de los perros muertos en la calle. Vi la nota en un medio y sentí el deseo de ir a buscarlo. Decirle quise que no en todos los países es igual, que en Venezuela existe una casa que asiste a los perros de la calle. Que es Fernando Vallejo, escritor colombiano (autor de La Virgen de los sicarios) quien después de obtener un premio de cien mil dólares, los donó a esa casa de amor a los perros.
Mi colega el veracruzano no ha vuelto por mis pupilas. Me cuenta el Toño, dueño del taller donde trabajábamos en ese tiempo, que al Chapo lo vieron morir de soledad, en las calles de Tijuana, a donde se fue hace años a encontrar la vida. Y encontró la muerte, en las calles, como esos perros que tanto le colmaban, hasta llenarlo de impotencia,y rabia.

lunes, 19 de febrero de 2007

Borges desde los ojos de María Kodama

Por Harold Alvarado Tenorio

Hace treinta y cinco años vi por primera vez a María Kodama. Fue en el vestíbulo de uno de esos hoteles de la calle Laugavegur, de Reykjavik, donde hacía unos segundos Norman Thomas di Giovanni, el traductor norteamericano y entonces acompañante de Borges, acababa de arrebatármelo tras hacerme una foto, la única que conservo con el genio. María Kodama entraba al hotel y la recuerdo porque ya era la enigmática mujer que viajaría con Borges hasta el resto de sus días. Luego la vería en el ascensor del Hotel Palace de Madrid, a mediados de 1977, cuando presentaron la lujosa edición de Rosa y Azul y por último, hace unas semanas, en Buenos Aires, donde, en un café cercano a la nueva Biblioteca Nacional, conversamos sobre los veinte años de la muerte de su maestro y marido y de ella misma, convertida hoy, por los medios de comunicación, en una suerte de malevo de las orillas, a quien las editoriales y los abandonados por Borges detestan. Kodama es la única criatura borgiana de carne y hueso que le sobrevive, la otra fue Bioy Casares. Hablar con ella, ver y oír recordarle, es prueba de que la trasmigración de las almas de que habla el budismo, existe. Ella es su espejo y su memoria. Heredera testamentaria de su obra y su viuda, María Kodama nació en Buenos Aires el 10 de marzo de 1937, hija de un sintoísta japonés descendiente de samuráis, químico y fotógrafo llamado Yosaburo Kodama, y de la hija de un alemán y una católica española, la pianista Maria Antonia Schweitzer, de cuyo matrimonio, roto a los tres años, habría otro hijo, Jorge, casi desconocido. Yosaburo le llevaba treinta años a María Antonia y, aunque nunca vivieron juntos, parece haber visto los fines de semana a la niña, a quien contaba historias de los cuchilleros japoneses e inculcaba en ella los sentidos de la belleza, el honor, el deber, la responsabilidad y la lucidez suficientes para admitir que en este mundo podemos hacer de todo siempre que no nos mueva el temor. La vida de María Kodama se hace hoy en los aviones donde va y viene a conferencias y homenajes al gran escritor. Son centenares los lugares donde se ha escuchado su testimonio y también numerosas las distinciones que ha recibido. Como Presidenta de la Fundación Internacional jlb, ha organizado unos cuarenta homenajes a Borges, y en 2006 la Fundación organizó en Argentina sesenta y ocho eventos. Kodama, que quiso ser marino cuando niña, que practica la equitación y la natación, baila flamenco, rock, salsa, sirtaki y baidoushka, la danza de los carniceros griegos, decidió dedicarse a la literatura, según la mitología que ella misma ha creado, cuando descubrió en Borges la mágica relación que existe entre las palabras y los sentidos que ellas delatan. Mientras estudiaba inglés, a sus cinco años, su maestra le habría leído la versión de César y Cleopatra, de Bernard Shaw.
Por sus elucidaciones –me dice– entendí que aquel hombre, con su afán de poder y con una fuerza increíble, había logrado, precisamente por estas características, enamorar a aquella mujer, porque ella era igual que él y la podía ayudar. Después me leyó un poema que Borges había escrito a una mujer de la que él estaba enamorado. Las líneas que recuerdo son, más o menos: "Puedo ofrecerte mi soledad, el hambre de mi corazón. Estoy tratando de sobornarte con mi incertidumbre, con mi peligro, con mi derrota." Lo que me emocionó de ese poema es que pretendía llegar al mismo punto que César con Cleopatra, pero por el camino contrario. Me pregunté, desde mi mentalidad de niña, con cuál de esas dos personalidades podría jugar, con cuál podría tener una aproximación de amistad, y pensé que no sería Julio César, sino alguien como Borges.
–Pero le conoció físicamente más tarde.
–Sí, un amigo de mi padre, que admiraba a Borges, me llevó a oír una de sus conferencias cuando yo tenía como doce años. No recuerdo haber comprendido mayor cosa. Luego, cuando tuve dieciséis comencé a estudiar con él anglosajón e islandés, y el destino me deparó la maravillosa historia que ha sido mi vida.
–¿Cómo era Borges?
–Complejo e impredecible, de una inteligencia fascinante y una imaginación incontenible. Era genial en el sentido del creador, del poeta, porque además desde chico supo cual sería su destino, intuyó que a pesar de las vicisitudes y malas jugadas su destino era ser Borges. Era genial porque creó, a partir de esa insistencia en las múltiples variaciones que le sugería su saber del budismo, una prosodia y una sintaxis identificable para el siglo de Borges; como Darío lo hizo para el XX, creó la nueva forma de narrar en español, algo que sin duda tiene un sustrato en su temprano conocimiento de varias lenguas en las cuales escribieron los grandes narradores de su tiempo que él divulgó en Buenos Aires durante los años de entreguerras. Borges era muy divertido, lleno de vida, con una enorme curiosidad por todo. Tengo maravillosos recuerdos de la complicidad que nos unía, más allá de los momentos muy importantes en los que me dictaba su obra.
–Las diferencias de edades y la genialidad de Borges debieron hacer difícil su relación.
–No, ciertamente. Si ello hubiese sucedido me habría sorprendido desde cuando lo conocí. Primero fue una relación maestro discípula y siempre fue algo desenfadado. Yo le hablaba de manera natural y espontánea, hasta me atrevía a discutirle sobre autores y asuntos que no podía sostener entonces. Pero a medida que lo fui conociendo, a medida que fui descubriendo, digamos, sus misterios, él se divertía con mis ocurrencias y fue entendiendo mi carácter, nada obsecuente, como él mismo lo era, libre como un animal selvático, libre gracias a su genialidad. A su lado mi vida fue especial y maravillosa. Desde siempre he dedicado mi vida a la literatura y a estudiar y mi curiosidad por los libros sigue siendo enorme, como desde los días en que pude trabajar a su lado y pude crecer hasta donde ahora he llegado. Fue un viaje hacia la sabiduría, una experiencia que no puede repetirse, Borges no hubo sino uno.
–Borges dijo que su mayor virtud era el silencio.
–Quizás porque soy una persona muy callada, que gusta de la soledad, como sucede a los japoneses. Yo, cuando él estaba pensando, porque era lo que más hacía, cosa que había aprendido en Schopenhauer, eso de mejor pensar por sí propio que leer en otros para que entonces ellos piensen por uno, ni le interrumpía ni le molestaba. Tampoco él me invadía. Para que una relación de amor sea duradera y maravillosa, la base es el respeto por la identidad. Borges decía que soy como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor.
–¿De qué otras cosas gustaba?
–Gustaba de mi ludismo para vivir. Aun cuando creo que más lúdico era él. Borges era fanático de los Beatles, de los Rolling Stones, de Pink Floyd. Amaba la música que le daba fuerza, le gustaban los espirituales negros, muchas veces fuimos a Nueva Orleans a escuchar jazz, también le gustaban los blues y la milonga le gustaba muchísimo. Le gustaban los viejos tangos, que eran totalmente distintos a lo que él decía que había hecho Gardel con el tango, hacerlo llorón, sentimental, arruinarlo.
–Usted que trabajó con él por tantos años, ¿cómo era su ritmo de escritura, cuáles sus manías?
–No tenía un método definitivo, un día podía ser una cosa y otro otra. Nada rígido, como era su mismo pensamiento. Cuando tenía una idea para un poema o un cuento, era resultado casi siempre de días y noches de rumia. Hasta que de un momento a otro podía decir: esta idea nos servirá para un cuento o este para un poema. Y así podía suceder varios días hasta que decidía dictarlo después de haberlo elaborado en su memoria, y a medida que dictada iba corrigiendo y volvía sobre el texto una y otra vez. Pero lo notable era que luego de las varias correcciones se dedicaba a pensar el cuento y el poema hasta que le parecía satisfactorio. Borges tenía un orden de prioridades a la hora de corregir; primero uno le leía el texto y él hacía comentarios sobre la continuidad o no de los párrafos, todo lo iba estructurando en su memoria prodigiosa; siempre, antes de avanzar en un cuento, debía tener decidido el comienzo y el final.
–Usted ha prolongado de alguna manera las polémicas que Borges había generado cuando estaba vivo.
–Y habría que decir, que quizás sea cierto. Borges sigue vivo, lo extraño cuando viajo, en la forma como nos divertíamos, las bromas que gastábamos, la forma de llevar nuestras vidas. Cuando uno ha amado a la persona que otros siguen amando, hace que uno sienta el tibio calor del recuerdo y esa compañía es muy vigorosa y cierta. Borges sigue generando polémicas porque fue un hombre totalmente libre, crítico e irónico. Nunca medraba al opinar sobre algo o sobre alguien, siempre decía lo que pensaba de las cosas, no tenía obligaciones con nadie, ni aceptaba sobornos. Borges creía en el libre albedrío y así lo demostró a lo largo de su vida tomando las decisiones sin seguir a las mayorías ni a los poderosos. Ser libre para él era no traicionarse, ser uno mismo y eso le llevo a perder, incluso, el Premio Nobel.
–¿Por qué?
–Porque, como usted podrá recordar, en dos ocasiones burló las aspiraciones de Arthur Lundqvist, el académico sueco que prácticamente concedía el Nobel a los escritores de nuestra lengua. La primera, cuando Victoria Ocampo lo trajo hasta Buenos Aires, le organizó una cena en San Isidro y puso a Borges al lado del sueco, que con su tradicional apetito de gloria leyó a Borges uno de sus poemas y Borges le dijo que le parecía digno del inventor de la dinamita, y luego, cuando en Chile le ofrecieron aquel doctorado en la Universidad Católica siendo Pinochet el dictador y le llamaron para advertirle que si iba a recibirlo no recogería el Nóbel ese año, y Borges respondió que había dos cosas que un hombre no se puede permitir: ni amenazar ni ser amenazado, ni chantajear ni ser chantajeado. Fue muy genial porque le dije: "Borges ¿por qué no lo piensa?, puede decir que no se siente bien, que está mal." Y no olvido que tomándome por los hombres me preguntó: "¿Usted lo haría?" Y le respondí: "Usted sabe que no." Entonces dijo: "¿Por qué quiere que yo lo haga?" Lo cierto es que ese traductor y poeta sueco no quiso nunca a Borges. Recuerdo que Lundqvist tenía un emisario español que visitaba el mundo de habla hispana recibiendo elogios de cuanto candidato había en esos años, incluso creo que el emisario recibió algún Premio Nobel de manos del rey sueco.
Pero Borges también se reía mucho con ese asunto del Nóbel. Recuerdo que un día lo detuvo un señor en la calle y le dijo: "Maestro, voy a hacer una promesa a Dios para que se lo den este año." Y Borges respondió: "Dios lo libre de hacer eso, si es que Dios existe. Porque si me lo dan este año seré uno más en la ya larga lista, pero si no, me convierto en un mito escandinavo, en ese hombre que siempre se presentaba y no se lo daban; prefiero ser el mito escandinavo, el eterno aspirante."
–Se anuncia ahora la publicación del diario que Adolfo Bioy Casares llevó sobre su amistad con Borges por cuarenta años. Dicen que usted separó a Borges de Bioy.
–Nunca quise alejar a Borges de nadie, fue el comportamiento de sus amigos lo que alejó a Borges de ellos. Bioy, en ese diario que van a publicar muestra también cómo lo envidiaba, como lo utilizaba. Quizás sea cierto que le tuvo mucho afecto, pero también es cierto que era muy egoísta. Un día Borges me dijo: "Adolfito sólo viene o me invita a comer cuando quiere leer o que yo corrija cosas de él. Pero nunca me invita al campo." Yo le insistí: "Pero, Borges, a usted no le gusta el campo." Y él me contestó: "Eso no importa. El debe proponérmelo y yo, en todo caso, decir que no." Borges era tímido pero, como todas las personas introvertidas, muy observador de la personalidad y del alma del otro. ¿Por qué no iba yo a querer a sus amigos? Yo soy oriental y no soy celosa. Los celos son amor propio, no amor al otro.
–¿Qué más ama de la obra de Borges?
–La poesía. Contrario a lo que dice la gente, es un poeta extraordinario; recuerde por ejemplo estos versos de "El tango": "Gira en el hueco la amarilla rueda/ de caballos y leones, y oigo el eco/ de esos tangos de Arolas y de Greco/ que yo he visto bailar en la vereda,/ en un instante que hoy emerge aislado,/ sin antes ni después, contra el olvido,/ y que tiene el sabor de lo perdido,/ de lo perdido y lo recuperado."
–Porque sigue enterrado Borges en Ginebra, ¿no cree que sus cenizas nos pertenecen?
–Porque así fue el final. Un final que desconocíamos. Borges tenía una gira por Italia y aun cuando sabía que tenía cáncer, el médico dijo que podía viajar porque el cáncer en los viejos no es tan agresivo, y luego en Italia me dijo que volviésemos a Suiza, que no deseaba volver a Argentina. Traté de convencerlo del regreso, que podíamos volver en un avión sanitario, pero lo había afectado mucho aquel escándalo periodístico durante la enfermedad y la muerte del doctor Ricardo Balbín, en 1981, a quien fotografiaron cuando estaba en terapia intensiva y esas fotos aparecieron en carteles empapelando la ciudad. Su hijo sufrió un ataque al corazón cuando vio a su padre convertido en un afiche y en esa situación espantosa. Borges me dijo que no quería que su agonía fuera transformada en un espectáculo y su último suspiro vendido luego en un casete. Que quería morir conmigo, la persona que él quería, a su lado. También me dijo que quería morir normalmente, en su casa, como sus antepasados. Pero todo esto no quiere decir que no quisiera mucho a Buenos Aires.
–Hay quienes dicen que usted admiraba de joven furiosamente también a Cortázar y que una vez lo tuvo a su lado mientras iba con Borges y veía un cuadro de Goya, otro de sus amores.
–Sí, fue en Madrid, el año cuando usted estuvo con Borges toda esa tarde en la Plaza Mayor. Porque aun cuando habían invitado a Mújica Lainez, a Cortázar y a Borges para grabar unos programas de televisión, nunca se encontraron en el hotel. Creo que al otro día de su visita fuimos al Museo del Prado y cuando justamente estaba yo mirando el gigantesco perro semihundido que pintó en la Casa del Sordo vi a Cortázar y se lo dije a Borges. Él me preguntó si yo quería saludarle y le dije que si el quería yo quería. "Sí, claro... ¿por qué no?", me dijo. Y en ese mismo momento Cortázar vio a Borges, y entonces se acercó, y fue divino y maravilloso y único... uno de esos instantes irrepetibles que nos regala la vida. Cortázar le recordó que le había llevado su primer cuento, y destacó la generosidad de Borges con él. Y Borges rió y le dijo: "Bueno, no me equivoqué, fui profético."

sábado, 17 de febrero de 2007

charcos

Cuando escucho Guitarra negra un verso rebota en mis sienes: hoy dejaré las puertas y las ventanas de mi casa abiertas para siempre, me doy cuenta que de niño nunca tuve casa .
No había tiempo, ni oportunidad, para el abrazo del padre, el beso de la madre, era yo la inercia de un barco de papel en un día de lluvia agua abajo por la banqueta de la calle del barrio.
En mis ojos estaba la ciudad, la recorría vendiendo periódicos, limpiando calzado, lavando carros, formando mi soledad inevitable. Comía donde había, un día en casa de la abuela cuyo profesionalismo para el desamor era de gran manufactura, otro día en casa de la tía, la vecina, el súper mercado después de juntar monedas limpiando vidrios de los carros.
Luego vino lo del padre que sin serlo otorgó su apellido Sánchez y en él un destello perenne de amor. Hasta morir. Se fue de cáncer en el pecho. A veces viene y me habla de amor con su aliento alcohólico.
Jugaba, cierto, inventando la diversión a pesar de las voces que como consigna tenían reventarme el nombre de mi madre y su ausencia.
Vuelta la memoria hacia esos años, no tengo más que agradecer el accidente de la vida, el ser bastardo, la lejanía maternal. Agradezco porque ahora cuando la pretensión que frustra se aparece en mi vida, resolver es fácil: para estar donde estoy es bastante. Porque: ¿de qué puede adolecer alguien que nunca tuvo nada? Para estar donde estoy es bastante. Tengo el aire y la luz de mis ojos para acariciar la vida. Y un niño como estaca en el pecho, que no me abandona nunca. (c.s.)

amantes del instante

por carlos sánchez

Damián Alcázar intenta ubicar su mirada. Sobre el bulevar Rosales busca un taxi que lo lleve al centro Ecológico.
Está en Hermosillo de paso, y el personaje aquel vivido en Bajo California, tiene mucho de cierto: al actor le seducen los animales y el medio ambiente. A Claudia Olivares, su pareja, también. Ella es artesana: elabora prendas de metal con sus manos.
Damián con un sombrero de ala ancha, Claudia con una gorra de beisbolista, ambos encontrando la vida juegan a la adolescencia, la viven.
Que vienen de trabajar en un film sobre indocumentados, que lo rodaron en el desierto, en Sonoyta, y en parte de Nogales. Que les lacera la situación de los migrantes, las estadísticas de niños repatriados, la soberbia de los policías de migración.
Lo dicen en ese trayecto hacia el ecológico, dentro del bocho que el reportero dispuso como una ofrenda para el actor y la artesana.
Quitarse de encima al actor que es, no es fácil. A Damián a leguas lo reconocen , y por eso el saludo de efusiva admiración es constante. Y es la empleada del parque, el mesero en el restaurante, la reportera de espectáculos, el fotógrafo, el intendente del hotel, quienes manifiestan su contento por el encuentro.
Quién lo haya visto, confirmaría que la actitud de ese personaje de sacerdote comprometido con las causas de los jodidos, es de veras, por que la mirada de Damián no miente. Mucho hay de cierto en su convicción por estar con los torcidos. Quien lo hubiera escuchado argumentar que la miseria en el país es responsabilidad de los gobiernos, incluidos los más recientes, habría entendido la convicción del personaje actuando en la Ley de Herodes. Los conoce por lo que han hecho, sabe de las capacidades de esos políticos que brotan por todas partes, inextinguibles.
Las imágenes de ese recorrido por la flora y fauna entorno a los cerros, se agolpan, brotan como la infancia constante en Damián al observar las perfectas nalgas de Macaca mulata, una changuita cadenciosa que se paseaba dentro de su jaula.
La mira y el actor celebra: “esas son nalgas”. La changuita mueve su trasero festejando el piropo.
Dice Alcázar que ahora le seduce más el cine, y que el teatro es su origen. Las telenovelas ya no porque no se le gustaría participar en esas historias que nada aportan a la sociedad.
En su travesía entre animales y Palo verdes, Mezquites, Sahuaros, la manifestación de amor es constante: Alcázar y Olivares se comunican solamente en ese lenguaje. Se ponen de acuerdo para el próximo menú, el instante de partir, incluso las caricias a los reptiles, tigres, ratones y cucarachas, son al unísono. Y corrijo por el pudor que me provoca la mentira: a Claudia se le eriza la piel al observar el hogar de las cucarachas.
Y si antes Damián solicitó no disparar la cámara sobre su rostro, aduciendo que a él sólo las cámaras de cine le salen bien, minutos después pide a su compañeras que atrape para siempre el instante en una toma dentro del parque.
Son dos niños que se saltan el guión de la película, dos enamorados que tácitos escriben lo que el sentimiento les ordena. Por eso allí están, intentando detener el reloj y permanecer entre los olores de la zorra, el canto del perico, la fiereza dócil del tigre.
Aman a los animales, y la impotencia de la prisa le arranca a Damián la necesidad de regresar, de estar después con holgura, un mes o dos en Sonora, para recorrer el desierto, para tocar el mar, para trepar la sierra.
Yo también creía que Damián Ojeda, el personaje de Bajo california, artista plástico que con recursos de esqueletos de animales de mar construye la instalación como ofrenda y redención, era la actuación perfecta. Lo sigo creyendo, con la conclusión de que el actor vive la emoción de tener ante sus ojos el amor por la naturaleza.
Alacázar es más que la presencia en la vida por una película, la convicción de vivir haciendo lo que desea. Hay en él la naturaleza de la risa, la necesidad de la expresión, la urgencia también de continuar creyendo en los cuentos que la vida urbana le cuenta.
Sufre al personaje que ahora vive, al que hace unas horas no pudo dejar en la frontera, al que sin duda tendrá prendido para siempre. Es él un inmigrante más.
Claudia observa con actitud libertaria a su pareja, como lo citan esos versos escritos en el metal que porta en su muñeca, grabados por ella misma, tal vez con la intención de tener siempre presente el respeto a los demás, como religión que practica.
El recorrido por el centro Ecológico les mueve dentro, y desean regresar, por eso sacan cuentas sobre los tiempos. Es la profesión el inevitable abordaje del destino hacia otra ciudad, otro país, otro continente.
A Claudia y Damián les queda claro que lo único claro es el poder de vivir el instante. Lo ejercen hoy, en esta tarde amable en la que Hermosillo les otorga el viento y colores de sol apacible. Es también la aportación de la ciudad: para que regresen. Y celebrar la existencia del compromiso, el deseo de la infancia y adolescencia perenne en la artesana, en el actor.

Colofón

Mi compromiso con Damián (al informarle que escribiría sobre esa tarde encima del Volks Wagen con sus ruidos extremos) fue que le enviaría el texto antes de su publicación. Porque de carnales es conversar sin anteponer el reflector banal del espectáculo. Porque no sólo de provocar notas vive el artista. Porque él requiere ser uno más en el borlote que son los días: pasar desapercibido y habitar la cotidianeidad sin la estridencia de las miradas que admiran. Su respuesta fue una sonrisa.
Le envíe el texto como acordamos (incluida una escena de teatro de mi autoría, de la cual le adelanté la anécdota) y en menos de veinticuatro horas me llega la respuesta. La incluyo enseguida porque es ahora para mí la enseñanza de la humildad:
“Carlos..... me cae que hay riqueza en la mirada de mi nuevo amigo....le agradezco esas líneas y usted puede publicarlas cuando quiera pues es un espaldarazo a éste actor en ciernes ..... ya leeré con calma su obra y los comentarios derechos y transparentes le llegarán por este mismo medio. Un abrazo. Damián.

angosto

Veo los pájaros en el alambre. Las manos exigen como la tarde y el viento, capturar el instante. Para contártelo en una foto disparo sobre la luz violeta como el vestido de una niña meciendo su inocencia en el columpio del parque a mi costado.
Pienso que escribiré que estabas tú en las alas zumbando sobre mi cabeza.
Frente a mí las palmas gemelas, deben ser exactas en el tiempo, la estatura las hermana. Deben contarse cómo es la vida allá cerca del cielo. Mientras las veo y hasta allá a lo hondo el sol carcajeándose de mi mediocridad, me nace retroceder a la infancia, para abrazarme de la Celeste, la tía que no encuentro, de la que ya más de una vez me han dicho que ha muerto sin morir.
Qué debo decir para que sepas que sigo en esto de caminar como desesperado solo y excluido. Que sí intenté una vez más reunirme con los compas de ayer. Que sólo sirvió para reiterar la imposibilidad de la gente y el ruido.
Apenas ayer pateaba un balón y los pájaros nada importaban. Apenas ayer perseguía la importancia de un nombre con apellido.
Ahora me sabe el calor de la tarde a un café frío después de una eyaculación anticipada.
Que distintos son los colores de la madera si tus manos la sujetan mientras me trepas. Y el ritmo de esa canción sin tu coro no suena igual. De que poco sirve este abrir de ojos para sólo esperar el instante de cerrarlos de nuevo.
He dejado de contar las horas. Para qué sirve la paciencia, el saber antes que imaginar dosificaba la necesidad. Ahora sé la perversión de la resistencia, de ahogar el deseo prudente en la espera de salir a la ciudad para encontrarte. Qué poco valor construí en esos años sin tenerte. Tan poco que no me alcanza para encontrarte. (c.s.)

viernes, 16 de febrero de 2007

El niño y la virgen o el riesgo del maniqueo

por carlos sánchez

La venganza son los dedos que arrancan la lengua. Y es sólo la reacción-impulso de esa vida en disturbio producto de la violencia erótica.
La dramaturgia del Niño y la Virgen tiene sus virtudes. Deficiencias también las hay, como toda obra que pretenda contar la vida con libertad.
Desde la butaca y como espectador, pude ver al principio esas escenas débiles. Incluidas esas actuaciones deficientes. Porque demostrado está (una vez más) que no es la misma enseñar las técnicas de actuación que treparse al escenario y actuar.
Débil la presencia de Oscar Carrizoza, el cura; deficiente la presencia de Rosa María Cifuentes, Angélica, que según me han dicho es una maestra ejemplar. Ambos, la mayoría de escenas: inexpresivos.
La música a veces fuera de contexto, estridente, innecesaria. Y ni qué decir de esa atinada ruptura del director al llevar a los actores a las butacas, donde se convierte en exceso el alarido de los personajes que gritan su postura ante el caso que se juzga.
Juzgar: palabra que surge natural en este texto. No me la puedo guardar porque si algo me hace ruido, es el maniqueo. Juzgar. El autor de El niño y la Virgen, Jorge Celaya, se vuela la barda y en su afán de exponer la historia de vida de Pedrito, lleva al personaje Juliana, en voz y cuerpo de Adria Peña, a sobornar, chantajear, y lo más grave, a juzgar la vida de Angélica, la prostituta que le regaló hace mucho tiempo al niño que antes fue (¿sigue siendo?) Pedrito.
En el arte, cualquiera que sea su disciplina, pondero y agradezco, la actitud de mostrar, no de demostrar. En el texto de marras, el autor otorga a los personajes, en este caso a Juliana, el “poder” de juez, y es ésta quien reprocha el desprendimiento de Angélica de uno de sus hijos.
Supongo que la intención es la denuncia, el decir lo que ocurre con ese acontecimiento que se suscitó en Hermosillo en los 80. Evidenciar la crueldad de los curas y el poder que les da, una vez más, el maniqueo.
En la pugna del bien y el mal, sin dejar de lado la crueldad de la sociedad que lastima al niño discapacitado, transcurre esta puesta en escena. Son unos los que abogan por el loco de la calle que con sus dientes abrió el seno de Karla, a él lo santifican; son otros los que maldicen, y proponen incluso el linchamiento.
Mostrar las actitudes de las personas en este Hermosillito de los 80, vigente aún, creo son algunas de las virtudes de esta obra.
Al final de la obra, me sorprende la euforia del público, que al observar la pasarela de los actores, al estilo Holliwood, caminando una y otra vez para provocar aplausos, compró bien la oferta. Y los gritos, el aullido incluso de la pleitesía.
Es natural que el espectador se vuelque al aplauso, porque El niño y la Virgen propone la libertad en sus personajes, no se limita ante el qué dirán y Pedrito realmente es Pedrito, Arturo Velásquez sólo el individuo que presta su cuerpo.
Agradecidos quizá estemos del atrevimiento a entregarse en el escenario: Velásquez lo hace.
Por lo que a Osar Carrizoza respecta, será lindo verlo de nuevo dentro de los talleres, dando clases de vocalización, o tal vez debería asistir a un taller de actuación, donde le enseñen qué hacer con su cuerpo en un escenario mientras vive a un personaje. Las frases que emanan de él, son perfectas en cuanto a dicción, pero por lo menos a mí su actuación no me convence.
Rosa María Cifuentes, es igual: gesticula, se para en el escenario, no obstante el personaje que pretende hacernos sentir, yo no lo puedo creer.
Juliana sí es María Astorga, aunque el hábito que porta sea demasiado pulcro, tal vez con el correr de los días, el vestuario convenza más.
A Ella Quintero, sólo reiterarle que su trabajo es de altos vuelos. Entró en mi pecho hasta lacerar. A ella le creo incluso la mirada.
En Pedrito el actor atina su actitud, y llena de placer verlo en cada escena.
Bendito entonces el atrevimiento a reponer esta obra, que hace revivir esos años de mitificar el suceso del pezón en los dientes de Alfredito, el hijo de la María Astorga, que según se dice, regenteaba putas en lo que alguna vez fue la zona vieja de Hermosillo, en la San Benito actual.
Trato de entender el aplauso para mí fácil. Los hermosillenses tienen ganas de ver en escena la cotidianeidad, alejarse tal vez un poco de eso experimentos de los clásicos, o lo que es peor, soslayar un poco la comedia-farsa-fácil.
El aplauso fácil también puede ser producto de la amistad.

El desierto: una estación del infierno

por carlos sánchez

Víctor Ronquillo me agarra del cuello. Leo la primera línea y hasta no verte Jesús mío.
Confieso que el partido de la selección mexicana no pasó sin pena ni gloria, a pesar del insípido empate.
Me habla el camarada Froylán Campos para que le caiga a su casa. Y sufrir la vergüenza de los ratoncitos.
Me ruboriza no el empate, la deficiencia, la mediocridad de los tan inflados futboleros. Me pone al rojo vivo el tema de los homicidios en Juárez.
En el mueble donde está la tele, el Froy tiene una selecta biblioteca, el más pequeño de los títulos, por ejemplo (blasfemia) podría decir que es El seductor de la patria, de Enrique Serna.
En el medio tiempo evito los comentarios también insípidos de los conductores de Televisa. Y me sumerjo en la violencia contra las morritas de Ciudad Juárez.
Víctor Ronquillo, con su especialidad de la casa, en eso de la investigación policíaca, cuenta en voz de familiares de las ultrajadas, violadas, vejadas, asesinadas, la suerte que corrieron las hijas, hermanas, amigas, parientes, en ese lugar del desierto.
Olga Alicia escribió un poema, una definición de amor a los 16 años, trazada con unos cuantos versos en unos de sus cuadernos de estudiante:
Amor es hacerse llevar / por el viento y la brisa / del mar/ es ser como cristal / frágil y pequeña/...
Olga Alicia no se hizo llevar, se la llevaron a la fuerza, y el presunto responsable de su muerte fue el Egipcio, recientemente fallecido en el interior de una celda del penal de Ciudad Juárez. A Olga, como a las otras tantas que llenan la crónica en las páginas de Las muertas de Juárez, de Víctor Ronquillo, les cercenaron un seno y le mutilaron el pezón izquierdo a mordidas. La crueldad es una huella en la investigación de este reportero.
No he podido de parar en la lectura, y el móvil no es mi avidez por la información, es la necesidad de cerrar de una vez para todas el libro que se ha convertido en un acoso constante, en una violenta e incipiente tortura de voces venidas desde la maquiladora, el lote baldío, la salida de la escuela, el antro, para que salde las facturas pendientes que construyen cotidianamente los varoncitos que mutilan la existencia de estas chavas en el desierto.
Quiero apagar de mi memoria el título, el contenido, la historia de Olga, el delirio que me hace doler en cada una de las páginas que construyen ese libro.
Qué trascendente es ahora el futbol, el juego de México v.s. Angola, que memorable la hora exacta del medio tiempo de ese encuentro. Topar la vista con el lomo de ese libro y sumergirme en la crueldad ha servido no sólo para despertar los fantasmas: es una necesidad soplar para que el fuego de la agresión desaparezca por siempre de mi memoria, de mi reacción.
Que no me incite la discusión, que la mirada baje ante la agresión del chofer del multirruta, y ante el error de la dama que da vuelta a la derecha viniendo por el carril de la izquierda no provoque el más mínimo instinto del animalito que soy. Aunque la temperatura rebase los cincuenta grados.
A cada línea que leo, la necesidad de abrazar a las mujeres, en solidaridad, se vuelve más urgente.
En el alucín de poder influir para decir qué libros leer y cuáles no, he concluido con que si tuviera esa fuerza, les pediría a todos que no abrieran el libro de Ronquillo, para que no sufran como lo hago en este instante. Tal vez por eso escribo ahora, tal vez por la búsqueda de salvación, de soltar las amarras de esas niñas muertas que se hace nudo en mi garganta.
Ayer contaba la historia de Abigail, muerta a manos de un albañil. Hoy quisiera inventar la felicidad en el rostro de alguna niña que juega a las muñecas y desde el cielo un rayo apague la vida de quien se atreva a perturbarla. Por eso no puedo creer en la existencia de Dios. Precisamente por eso: la veracidad implícita en el libro de Víctor Ronquillo, el cual maldigo y bendigo.
Una: me hace concluir de nuevo que el mundo es una porquería. Dos: me hace solidarizarme con ellas, las que han caído otra vez en el desierto: una estación del infierno.