domingo, 26 de agosto de 2007

Empalme es más que una ciudad ferrocarrilera

Y el nombre Alfredo se sigue escuchando por donde quiera

por carlos sánchez

Empalme sigue su curso. Y no es sólo el nombre consecuencia de la unión de las vías del ferrocarril. Ni la anécdota de uno de los matrimonios de Charles Chaplins. Ni el llanto por la desaparición de un reportero llamado Alfredo Jiménez Mota.
Empalme late y en sus arterias va la vida del estudiante, el mecánico, el chofer, el cocinero, la señora gorda que en la terminal presta su cuerpo a las moscas. Hay también tiempo para la celebración de La Guelaguetza en la plaza del Tinaco, y recibir así las artesanías de los oaxaqueños que expenden lo que elaboran.
Empalme es el grito prolongado del tren, el mismo que anuncia la muerte de un ferrocarrilero; Empalme es la solidaridad con los trampitas, asistidos por los vecinos, los que le dan de comer sin esperar nada a cambio.
Empalme es la búsqueda de la impartición de la cultura vía el arte. Un taller de fotografía en fin de semana en la Casa de la Cultura.
Empalme es la evacuación de humanos el viernes por la tarde al terminar el horario en la maquiladora; Empalme es la red, el chinchorro, la cuerda que espera septiembre para tenderse sobre el agua y esperar la captura del camarón.
Empalme es la nostalgia de esos gritos ofertando tortas y tacos en la desaparecida estación del ferrocarril.
Empalme es ahora la frustración por la pérdida irreparable de ese mural del pintor Delgadillo, cuyo tema era la huelga del ferrocarril. Al director del Cobach se le ocurrió borrarlo, y con pintura de aceite.

El nombre Alfredo

Mueve el trapeador y al escuchar la voz su mirada es un impulso que se topa con el rostro que hace un par de años vio en ese mismo lugar. El lugar es la casa de Esperanza, madre del aún desaparecido periodista que militara en la sala de redacción de El Imparcial: Alfredo Jiménez Mota.
--Soy Carlos, hace tiempo nos conocimos por acá.
--Sí, ya recuerdo, nunca volviste.
Esperanza Mota describe con su actitud el hartazgo por la informalidad de los reporteros que han explotado más que explorado, el caso de Alfredo.
“No volvieron los de Univisión, que dijeron volverían, ni el de Milenio, Víctor Ronquillo, ni Sergio García, ni Michael Marisco, un reportero de Estados Unidos que está escribiendo un libro sobre Alfredo”.
Apacible su mirada, sus brazos al moverse, sus palabras describiendo a ese Alfredo de niño, aún con vida, aún en presente en su conversación.
En el recuerdo de su infancia está la risa, es la evocación de su hijo consentido un motivo para la alegría.
Esperanza cuenta sobre esos días en los que Alfredo marcaba para su casa, desde Guaymas, para avisarle a su madre que estaba por llegar, que hiciera desayuno, como a él le gustaba. En esos días él escribía en El Imparcial, y lo hacía sobre el narcotráfico, aparente motivo de su desaparición.
“Entonces yo le preparaba su licuado, grande, sus salchichas y tocino frito, sus huevos estrellados. Mi hija se encelaba, decía que Alfredo era el chipilón, como le dice su papá”.
Al ritmo de la mecedora, Esperanza cuenta de esos años de viajar en tren a Navojoa, todos los veranos, en esos viajes en que Alfredo ya era muy comelón.
Luego vino la edad de la preparatoria, la universidad, el trabajo en la policía, de comunicador, después en el Debate de Culiacán, y como consecuencia esos premios a su trabajo.
Esperanza Mota es oriunda de Torreón, Coahuila, desde muy chica la trajeron a Empalme, a un rancho donde trabajaba su padre, el mismo que después compró una casa en Navojoa, lugar donde se quedaría a vivir hasta el momento de su muerte. Su madre también vivió a su lado, hasta su deceso.
En la casa de la familia Jiménez Mota el ruido del tren es permanente, porque está cerca, muy cerca, de la estación del ferrocarril, donde trabaja su esposo, José Alfredo Jiménez.
Es fortuito, ocurre, que durante la charla el tren prolongue su pitido, y Esperanza explica que cuando eso pasa puede ser que por un accidente se quedó el tren pitando, o tal vez porque algún empleado del ferrocarril ha muerto.
“Una vez que murió un empleado, se juntaron el pitido de tres trenes, un cuñado mío le dijo a mi esposo: así va a sonar cuando mueras tú, mi esposo se quedó muy serio, mi cuñado soltó la carcajada”.
El esposo es maquinista, y al momento de la conversación se encuentra conduciendo un tren hacia Hermosillo.
En la casa de Alfredo la puerta que ahora está abierta, tiene un engomado donde dice que esperan su regreso. Y hay un número cero ochocientos donde pueden dar informes sobre su paradero.
En la casa de Alfredo vive Leticia, su hermana, quien desde hace un tiempo escribe anécdotas de su hermano, tal vez para que éste permanezca en los temas cotidianos, tal vez como una estrategia para retenerlo. Y dosificar el dolor de la ausencia.
La familia de Leticia también celebró la develación de la placa con el nombre de Alfredo, en la plaza del Tinaco, el 2 de abril próximo pasado cuando se cumplieron dos años de su desaparición.
En el hogar de los Jiménez Mota existe la esperanza de que algo ocurra ya, que se aparezcan indicios que den razón del hijo chipilón.
Esperanza comenta que hace unos días aprehendieron al operador del Chapo Guzmán, ese narcotraficante al que alguna vez el extinto periodista Jesús Blancornelas señalara como el responsable de la desaparición de Alfredo Jiménez Mota.
En la casa de Esperanza no se dice nada, pero se siente el descontento, la pena de que a El Imparcial no le duela ahora el nombre Alfredo.

Vivir del mar

Levanta la mirada y agradece al cielo. Todo lo que ve en su horizonte le pertenece. Sin embargo, el día que le pidan desalojar el predio, lo hará sin refutar: “porque todo ser pacifista sabe que nada es para siempre, ni la tierra, ni el mar”.
Francisco Carlón vive de vender mariscos, en su restaurante a la orilla de la carretera, de donde ha salido ya para comprar su bicicleta, su triciclo y su camioneta.
El predio del negocio no está regularizado, ni tiene Francisco cómo comprobar la posesión, por eso el día que le digan que se vaya, lo hará con los brazos cruzados, aunque él ha estado al pendiente de la limpieza del lote desde diez años a la fecha.
Entre sus necesidades vitales está el comunicarse, por eso desde que ve al reportero disparando ediciones con su cámara, se le apersona para informarle la situación de la bahía, el desatino de las fábricas donde queman sardina para hacer purina, las causas posibles de la muerte del pelícano que el fotógrafo archiva en su cámara.
Es un mar embravecido de palabras. Francisco no titubea y levantando sus brazos ilustra “todo esto” que es la playa donde se ha pasado horas y horas limpiando. “Pero la gente es muy cochina, y contaminan tirando todo para acá. Ese pelícano murió por el combustóleo, por el aceite que echan al mar, se le mojaron las alas y ya no pudo volar. Deberían de investigar y escribir para que nos ayuden aquí con la limpieza, por favor”.
En su exposición, el restaurantero dice que el trabajo es una bendición, y que Empalme le ha dado de comer en estos diez años viviendo allí.
Si en sus ojos está el horizonte que es el mar y su sonido que arrulla, provoca, evoca y cuenta historias, en su mente vive el recuerdo de eso días de “vida trágica”, cuyo protagonismo da para el símil de guión de una película de Buñuel.
Huérfano de padre y madre, desde niño Francisco trabajó para seguir en la vida, con eso del comer, sobrevivir.
Tiene, a confesión de parte, la virtud de la palabra en la lectura, esa que lo ha librado “de ser un animalito, un analfabeta que no conoce ni la a”.
Divina es la Biblia, su contenido –dice-, porque allí está todo, incluidos los incestos del Rey David.
Incomprendido por sus lecturas, por su terquedad de regresar a los pedales de la bicicleta, criticado por la aparente incongruencia que arranca gritos de sus hijos cuestionándole por qué si tiene carro, se la vive transitando en la bicicleta.
Francisco dice que jamás lo entenderán, porque no saben, ni quiere explicarlo, que en la bicicleta encuentra el ejercicio, los antioxidantes, la manera más eficaz de mantenerse en forma.
“Porque yo cuando no trabajo me enfermo. Ayer que fui a Nogales a comprar esa troquita, me dio calentura, porque no hice mi trabajo de rutina, porque no me la pasé en la chamba, puro maneje y maneje, me atiricié”.
En el trabajo está la vida, en Empalme y su nobleza la existencia. En los mariscos la fuente que da de comer.
Francisco convoca al reportero a visitarlo de noche, para que éste vea la cruz de la esperanza que se traza en el cielo, justo en el lugar donde él vive.
“Es la evidencia más clara de que Dios existe”.
Y en el mar los mariscos que te dan de comer, acota el reportero. Quien si vuelve de noche a la playa, detrás del restaurante, será para engullir un par de almejas que Francisco dijo le regalaría en reciprocidad del libro que le obsequió, ese donde hay también historias de incestos.
Antes de marcharse, el reportero entiende la definición religiosa de la palabra “amén”. El marisquero ilustra: “amén significa amen, que amemos, es la sugerencia del señor”.

Empalme estrena una cámara Nikon

Cuenta que una vez le caló hondo que un par de briagos se refirieran a Empalme como una ciudad bicicletera.
Iba en el camión. Contuvo sus impulsos. Pero le caló. Para su regocijo, al chofer del camión también le agredió la ofensa a su puerto, y bajó a madrazos a los altaneros.
Ama a Empalme, aunque no vive en ella, pero allí trabaja, y le debe la vida.
Son más de treinta años laborando en el Observatorio Metereológico. Se llama Oliver Robles y es un apasionado de la fotografía.
Testigo de la transformación del puerto, Oliver sabe de su gente, la nobleza y la honestidad. Escucha del reportero la transparencia que le sorprende al encontrar un café de seis pesos, una avena de doce, en el mercado.
Oliver se apareció en el taller de fotografía que un desconocido impartiría en la casa de la cultura. Cámara en mano llegó a la sede y sus oídos fueron igual de agudos que sus ojos, sus palabras.
Contó de la historia de la fotografía en su vida. Trepó a un avión en la memoria, fotografió a Empalme que es un cuadro de ajedrez desde las alturas.
Como niño con juguete nuevo, Oliver expuso las características de su Nikon automática, con un lente 18-135. Una joya, la realización de un sueño que siempre tuvo.
El trabajador del observatorio vive en Guaymas, y desde treinta años viaja diario a sus labores. No claudica en su rutina, porque de ahí lleva el pan a la casa.
Feliz está ahora Oliver con su Nikon nueva, con la que mañana domingo arrancará su ejercicio de capturar imágenes como tarea del taller.
Un pretexto más para agradecer a Empalme su existencia, aunque en esta ciudad no haya cines, ni revisterías, ni exposiciones, ni un lugar para comentar la nota más importante del día.
Oliver se forjó en la vida con la enseñanza de su padre, jubilado de correos; llegó desde Oaxaca para quedarse, y es hasta ahora que está a punto de participar en una exposición de fotografía, un como anhelo desde siempre.
Sabe de la importancia del arte, de la inmensa posibilidad que da una cámara para crear. Está a punto de materializar una serie completa, y exponerla con colegas que se engancharán en el tema que les late. Pronto las fotos serán un desfile de historias ante sus ojos, y habrá un motivo más para agradecer la existencia de Empalme.

Prudencia en la mirada

Volver al día siguiente a la casa de Esperanza Mota es encontrar a José Alfredo Jiménez, padre del periodista desaparecido.
Encontrarlo con pantalón corto, sin camisa es sólo síntoma de un día de descanso.
Y es que ayer tuvo trabajo trasladando unos carros que pronto utilizaran en Hermosillo en la filmación de una película sobre la frontera.
Estarán rodando, a decir de José Alfredo, en Estación Ortiz. “A ver cómo les va con el calor a los actores”.
Certera y prudente la mirada. Esperar es la consigna. Porque no conviene aventurarse en los comentarios, en las declaraciones, porque la fe está puesta en la policía que investiga.
El padre de Alfredo se sabe ahora la historia de los integrantes de la SIEDO, los trámites que debe correr quien busque a un hijo desaparecido.
Hay en su voz la paciencia (porque no queda de otra) para esperar información sobre el paradero del reportero.
No adelanta vísperas. Y la fortaleza significa no perder las esperanzas. Treparse al tren es una distracción, una fuente de empleo, volver con los alimentos a la casa, encontrar a sus mujeres, su esposa y su hija.
Volver a Empalme significa encontrar el recuerdo de los pasos de su hijo, ese que “si tenemos buenas esperanzas, aún está vivo”.

jueves, 23 de agosto de 2007

Los cantares de Juan Pablo

por carlos sánchez

Encendí la grabadora pretendiendo una entrevista. Se dispuso la voz que sólo es alegría, festejo de la vida.
Me contó el entrevistado, en esas respuestas que se extraviaron en esa cinta que dejé quién sabe dónde y por qué, que de niño escuchaba como canciones de cuna a John Lennon. “Mis papás no me enseñaron a Cri cri”, dice Juan Pablo Maldonado, guitarrista y vocalista del grupo Son.
En esa charla cuya pérdida de la grabación aún me jode, encontré a un cantante tocante ejecutante del placer sinónimo de música en su existencia, la sencillez, la pasión, la humildad de quien todo lo tiene porque ejerce su vocación.
Lo entrevisté al lado de Carlos Bejarano, alguien similar al primo Nano que tiene Joaquín Sabina, y compañero de aventura en esto de vocacionar con instrumentos los días, las noches, los instantes todos.
Lo escuché hablar con ironía, lo vi reírse de sí mismo, apuntando en juego las respuestas a las preguntas. Lo camarié con actitud de profesional del periodismo, algo que jamás alcanzaré aunque lo intente. Él generoso aceptó la charla.
Fue lindo el encuentro, además las respuestas, las preguntas, la actitud de él es lo que más se queda ahora en la memoria. Insisto: cuánta enseñanza de alguien que con acariciar la música todo lo tiene.
Dos noches después de ese día fui al bar de la No reelección, Peñón de las ánimas, se llama.
Desmentido quedó Juan Pablo ante esa aseveración de que él sólo canta boleros. Con los ojos llenos de emoción y los oídos agradeciendo los arreglos, la voz, la pasión, puede sentir como un loco que baila en la calle, la libertad de la propuesta musical del grupo Son.
Tomamos, Imanol camarada y yo, un par de cervezas; en un instante de no resistir el placer, nos instalamos lo más cerca posible del grupo sólo para ver la magistral capacidad del baterista que haciendo la función de pulpo tocaba la batería, percusiones, y hacía segunda voz.
A Juan Pablo se le hinchan las venas del cuello cuando canta. Y es la guitarra un chillar eterno.
Lo había visto antes en una obra de teatro, cantando corridos de la revolución mexicana. Lo había visto en otros escenarios, acompañando a una voz femenina con su guitarra, tal vez sea la memoria que inventa haberlo visto, pero esa noche de penar el ánima juro por el cerro de la campaña que allí estaba, era él.
Me conmovió la historia de Juan Pablo por esa infancia de canciones del grande, el enorme Lennon, me conmueve Juan Pablo por los padres que no se anduvieron con mamadas y supieron darle herramientas al morrito que no pudo escapar de la música como vocación, me conmueve la inteligencia por amor que en él depositaron.
Traigo un sentimiento de culpa, un remordimiento, unas ganas de chillar por el extravío de esa cinta con su voz, es la sensación de la pérdida de la mirada de una chava que te sorprende de soslayo, la nostalgia de un tren partiendo, de esas vidas que no volverán.
Es la crueldad de extraviar la honestidad contando, bromeando, ironizando. Juan Pablo entró por mis oídos esa tarde y no se ha ido, ni se irá. Lo evoco constante, más que en la mirada lejos, distante, en el ritmo de las notas de su guitarra.
Espero otras noches como la del Peñón, otros instantes de azar topándomelo en la calle, en el escenario, en los boleros bossanoveros, bluseros, salseros, que magistralmente interpreta.
Y que los arreglos son de él, me cuentan, y que los dicta haciendo sonidos con la boca, y que los carnales colegas le agarran la pichada y así la construcción desmadrada de sus versiones.
Juan Pablo se ha ido en la voz de esa cinta a la impotencia de no transcribir al pie de la letra sus respuestas, sus recuerdos de niño, de esa infancia rodeado de música e instrumentos.
Juan Pablo se ha quedado en la memoria como un ser eterno rasgando la guitarra. A Juan Pablo lo encontraré cualquiera de todos los días para escucharlo de nuevo y reiterar la pasión en las venas de su cuello que se le hinchan. Y cantar. abigaelsc@hotmail.com

lunes, 20 de agosto de 2007

Los mismos dolores

por Carlos Sánchez

Me dicen que deje de joder con los temas de la raza.
Que me olvide ya de “los malandrines”, apodo peyorativo del Beto Bandido, perfecto dramatizador de las tragedias ajenas, panegírico a veces de los hombres que dictan las reglas del juego. Servidor, pues, de la gente bien, de esos empresarios que llenan de anuncios su programa Bandas y bandidos. Idem.
Me dicen que ya chole con esas historias de los que nada tienen, los que nada aportan, sino al contrario, afectan y afean la ciudad.
Terco me aferro por inercia, por una rara e inexplicable vocación de regresar a allá, a las cárceles donde viven esos apestaditos que en su historia de vida, en sus acciones, han dictado la nota roja que construye el rating del programa de marras.
Imparto desde hace un buen de años, talleres en las prisiones. El objetivo (antes que provocar que los presos lean o escriban, antes de informarles que existe el arte como herramienta para enfrentar la vida), es que los presos pasen dos horas de su tiempo fuera de sus celdas.
Vamos bien. A veces viendo películas para analizar el guión, a veces leyendo un cuento, un poema, reflexionando acerca de algún texto construido por uno de los asistentes. Hay también quebrada para el patear de balones cuando necesario es tirar la formalidad, la concentración en las clases.
Ayer, por ejemplo, los ojos todos estuvieron atentos a Sólo Dios sabe, película que dirige Carlos Bolado. Anécdota de una Brasileira que extravía su pasaporte en Tijuana y viaja a México con la esperanza de encontrarlo u obtenerlo de nuevo.
La peli quedó inconclusa en la mirada de los alumnos. Los apagones impidieron la conclusión.
Salí del penal poco después de las doce medio día, justo cuando la bendición de la yegua se apersona en las ollas de aluminio, y la cola hecha por la raza se deleita en la espera de esa llegada del carrito feliz.
Salí no sin antes ir a la clínica de desintoxicación, porque desde allá me envió un recado el Judas, un chavo del Cerrito de la Cruz. El recado decía que lo visitara, que si no había asistido a la clase era porque estaba internado y la consigna, cuando se está en la clínica, es permanecer allí por algunas semanas.
Él inició el curso de literatura. Aplicado desde el primer día sorprendió con la agilidad de su lápiz. Lo extrañamos en clase.
Llegué a la reja que da a la clínica, luego el Judas levantó su mano, saludó y me dijo que qué bien que le caía, que qué chilo el paro del Carlitos, hijo del Pancho Oviedo, el que me hizo llegar el recado.
“Le dije al carlillos que vinieras, porque tengo un texto que hice, me interesa que te lo lleves”.
Subió el Judas al lugar donde guarda sus pertenencias. Trajo algunas hojas que puso en mis manos. Advirtió antes que “es una historia de cuando estaba chavo”.
Disponerme a la lectura del texto del Judas, fue encontrar la llave otra vez de la nostalgia. En las primeras líneas descubro la adolescencia aquella en la que me trepaba por vez primera al baile, allá en el Rafles, ese congal de Villa de Seris.
Encuentro en la narración la existencia del José, ese chavo del Cerrito de la Cruz al que nosotros apodábamos el Parral.
Cuenta el Judas en su texto, los motivos para entrarle recio al desmadre, el inicio de su ejercicio en la delincuencia, los días de ponerle a la marihuana, a las píldoras. Se trepa el narrador en las piedras del Cerro de la Campana, en los callejones del barrio las Pilas.
Párrafos que me enseñan mi historia, mis calles, mi escuela secundaria, la veinticuatro. Letras construyendo oraciones como golpes contundentes en la memoria.
Me dicen que deje de joder con las historias del barrio, que la vida está hecha de otras cosas, de polémicas políticas, por ejemplo; de ciclones y alza a las tarifas eléctricas, la gasolina, el transporte.
Me dicen que hay una realidad que se llama manutención, que deje de soñar y cobre por lo que hago.
Me instruyen para que voltee a otro lado, a otras vidas, otras historias. Me critican hasta juzgarme.
Mientras esas voces se esfuerzan por abrirme los ojos, el Judas me los llena de lágrimas al contarme en su texto cómo el José su carnal murió de un tiro en la cabeza, detrás de su casa, una madrugada cualquiera. Y desde ese momento, me cuenta, su vida se transformó, porque lo amaba, porque su hermano lo protegía. Lo ilustra diciendo que el José le compraba ropa, lo traía bien línea, “quería para mí lo mejor”.
Dejo de leer y me dispongo a obedecer al instinto. Deseando que amanezca ya para encontrarme con la mirada del Judas y confesarle al través de este texto, que su carnal era mi carnal.

domingo, 19 de agosto de 2007

desgajo

por carlos sánchez

es como una canica en el recuerdo. ahogada en la circunferencia. duele como el niño que resbala en la memoria. es el llanto de un hijo hambriento. es como las lágrimas de la madre llorándole a la madre enferma. es el soslayo del primogénito que se enamora de la emoción en los colores de la pantalla. es como un cigarro que se pierde en plena madrugada. era el único, el último. es un trago de cerveza caliente en una mañana de cruda. es como la mar que de nada sirve si la veo sin tus ojos. es domingo.

viernes, 17 de agosto de 2007

duelo

por carlos sánchez

Hay en esta triste tristeza en que me hundo un sorbo de café. Es domingo y Andrés Calamaro canta Sus ojos se cerraron. La mirada que se refleja en el agua oscura tiene la borrosidad de siempre. Pesa el desvelo y un solo zumbido cobra fuerza en el cerebro.
Mi hermano tiene un cuerpo de carrizo, es débil, frágil, vulnerable.
Tiene también la honda pena de la muerte. Porque se le apareció certera en la vida de su mujer. Ella le dijo que ya, que el cuerpo tiene límites para el dolor, que necesitaba el caer de sus pestañas para no levantarlas más, porque no las podía, porque los metros cúbicos de químicos son sarro en las venas y mutilan las ganas, las fuerzas.
En el llanto de mi hermano encontré el mío. Aunque él valiente indicándole al doctor que apagara las burbujas del agua dentro del cristal, la que mantenía en tic tac del corazón, y ella agradeciéndole con el último apretón de manos. Y yo no soy ni una mínima parte de la razón para entender el final.
Arropado en el cajón, hecho un harapo de ruido permanente saliéndole del pecho, mi carnal tuvo la osadía de gritarle que se fuera ya. Échenla ya, llénenla de tierra, báñenla de flores, que se muera de veras, que no sea más su presencia un piano desafinando el temblor de mis piernas. Mi hermano era un grito llenando la funeraria.
Lo tomé de su espalda, lo abracé como cuando era niño y debía calmarlo por el dolor de sus caprichos.
En eso pareciste, llena otra vez de infancia, con tus pantalones rotos de las rodillas, con un rosario en tus manos, porque venías a rezar por ella, a estar conmigo, para que yo viera que no sólo de nihilismo estabas hecha.
Tomaste un crisantemo violeta que estaba encima del cristal empañando el rostro muerto, lo metiste en tu boca, lo sacaste para frotarlo en mis mejillas, en mis pestañas. Me tomaste de la mano, fuimos a ponernos debajo del cielo, era madrugada y el sereno nos bañaba de frío. Trajiste un té de flores, me condujiste luego al interior del Vocho, sacaste un cassete de tu mochila negra, lo insertaste en el estereo, salieron de ahí aquellas rolas con las que empezamos a bailar la tarde que te conocí secundariana, en un baile pro beneficio de la candidata a reina.
El tiempo fue aumentando el calor en tus manos, siempre niñas. Las pusiste en mi cuello como unas tenazas al rojo vivo, acercaste tu boca a mis labios, te la comías efusiva, acelerada como tus pasos al encuentro con tu ritual nocturno.
Descendiste por mi pecho, arrancaste de un tiro el pantalón y un bocado bastó para que pusieras mis ojos en blanco.
El interior del Vocho de mi hermano ha sido el mejor lugar donde construimos un abrazo. En la funeraria el desconcierto, en el asiento de atrás una y otra vez tus piernas enredándose de mi cintura.
Las canciones continuaron, haciéndonos evocar los días de la tierra dentro de nuestros zapatos, porque huíamos de las clases, nos poníamos a jugar en las cribas, escalando esas montañas de arena que nos hacían rodar de inocencia y carcajadas.
Adentro mi hermano seguía siendo un piano desafinado con sus notas maltrechas siempre construyendo un nombre de mujer.
La luz del día entró por la aleta del Vocho para estrellarse en tus ojos, moviste tus pestañas y tus manos en automático frotaron mi pecho, te oí decir que los carros se alistaban para salir al cortejo. Como pudimos desmodorramos nuestras cabezas, encendimos el auto y fuimos los segundos de la fila.
En la carretera no dejabas de cantar, le cantabas a ella, a la que nunca te quiso porque sólo me usabas. Un bolero siempre cae bien como despedida, decías, y encontrabas una hilera interminable de títulos, y los entonabas todos, eras la compulsión sonora llenando el Vocho.
A la entrada del pueblo nos recibió la lluvia. Había un santo grande abriendo sus brazos en la iglesia de San Marcial, lo abrazaste y besaste sus labios, tocaste traviesa el área donde el ombligo divide el cuerpo, la tiene más dura que tú, dijiste sonriendo sin dejar de frotar al santo.
Qué habrá dentro de ese cuarto, preguntaste, y sin dejar de caminar hiciste que te siguiera hasta encontrar las escaleras hacia un sótano al que descendimos. Había allí batas blancas y negras, tomaste dos, de distintos colores, la negra cayó en mi cuerpo, la blanca caía hasta rebasar tus pies.
Mientras arriba los cantos y rezos se vestían de ancianidad por esas señoras de experiencia para el ritual de la iglesia, tú levantabas despacio la bata, y hundías un dedo entre tus piernas. La señal para que me acercara la diste succionándote el dedo índice. Pediste que llegara más, obedeciendo levanté tu cuerpo y despacio lo fui soltando, al encajarte en mí se inventó la vida.
Tu olor con el mío. La madera vieja presa de los adobes, la cerca en el piso. Un sótano lleno de olor ahora con el tuyo agregado. Las batas mojadas de ti, la tierra de tu pelo cayendo sobre el cartón de esas pastas de Biblia oliendo a viejo. Todo ese olor reposa eterno en mi garganta.
Un suspiro lleno nos hizo abandonar el sótano, afuera la lluvia nos acompañó hasta el panteón, donde los versos de Te vas ángel mío marcaron la pauta para que la tierra tapara para siempre el cuerpo de la mujer de mi hermano. Él vino sonriendo, y de su voz emergió la frase que me hace recordarte: las mujeres jamás han de morir, esta noche me acostaré con ella.
Dejamos atrás el pueblo y volvimos a la ciudad, donde ahora te pierdes sin dejar rastro.

jueves, 16 de agosto de 2007

barrio callejón

Sospecho en tu frente el mejor horizonte que veré. Deseo enterrar mi cuerpo ahí, en tus breves arrugas. Me curo con agua de estar viva y cierro la llave de la regadera con ganas de toda apagar. Caen las gotas de las puntas de mi pelo como un llanto quedo que me va mojando la camisa. Olvido mi cuerpo, lo dejo llorar. Miro en tus ojos un árbol que se mueve leve con el viento. Yo no sé si estas calles son nuestras, pero sé amorosamente mis días en tus pasos. Sé del amor porque tu ritmo al andar es una cuerda que me vibra. Sé del amor cuando miro en tus ojos las manos del dolor, temblando.

lunes, 13 de agosto de 2007

agradecer

me parece formidable este comentario que alguna admiradora me envío el 12 de agosto. ella (pobre) no firma su texto, donde me acusa de lo que me acusa. y miente al decir que critico sin dar la cara, jamás publicaría un texto sin mi firma. un abrazo a ella por su tiempo. y compartir con ustedes su frustración. vale:
Carmen Maria dijo...
Pues si, no agradeces pero bien que te chutas la lana
Que fácil escribir sin dar el rostro, que facil tirarle a las instituciones cuando te aprovechas de las instancias y las "amigas" pa trascender a traves de tus "contactos" porque los viajecitos no te los estas pagando tu. Asi que dejate de andar con habladas si tu eres un huevon de marca que nunca se ha esforzado y cuando alguien te hecha la mano, si tiene vieja luego se la quieres tumbar y si no es la vieja es la lana. Yo creo que si deberias agradecer que no te hayan dado una madrina como la que te mereces vividor.

12 de agosto de 2007 14:04
A veces voy a la caja donde late tu corazón. Tiene un rótulo “censurado” por la necesidad de no golpear más de incertidumbre estos días ya tan ajenos a nosotros. Estas calles no son de ti ni de mí. Tienen nombres y sus dedos conducen el control de nuestros pasos. Esa caja donde lates está en el anaquel. A veces brinca, vibra. Seguirá allí.

martes, 7 de agosto de 2007

Periodismo y literatura van de la mano

El autor sonorense presentará su libro “De la Habana a Camagüey” en Cuba

por Carlos Sánchez
Paradójica su personalidad. Relajada su manera de ir por la vida, despreocupado del atuendo galante. Inmediato para la risa. Serio en el oficio. Certero en la gramática. Irreverente capaz de limpiarse los zapatos con la foto de Fidel Castro y Hugo Chávez impreso en un Granma, en el corazón de Cuba.
Arturo Soto Munguía cultiva en su rostro un candado como barba, que sólo sirve para burlarlo con palabras. Fluyen las ideas porque claras están desde siempre, desde ese día post preparatoria en el que ya sabía hacia adonde apuntaba la vocación.
Quiso entonces investigar un homicidio efectuado en su ciudad, la brújula marcaba un solo rumbo: las letras.
Ingresó a la Ciencias de la comunicación y tal vez sólo fue la corroboración del oficio: escribir. Allí nació aquel cuento de título cuasi interminable, que el autor en lo sucesivo del texto nos comentará sobre la anécdota del mismo.
En su trayectoria destaca como periodista, pero en su estilo la narrativa se desborda. ¿Cómo es ese salto del periodismo hacia la literatura, o la literatura estuvo antes que el periodismo?
“Siempre será difícil abundar sobre esos linderos. Periodismo y literatura van de la mano. Los grandes periodistas de antaño eran proclives a inventar y jugar con las palabras, a tener una narrativa mucho menos rígida de la que el periodismo exige. El periodismo ha tratado de disfrazarse de objetividad con esquemas muy rígidos, particularmente en la nota informativa. Los clásicos manuales hablan de las preguntas obligadas en la nota: qué, cómo, cuándo y por qué; uno como periodista termina haciendo eso de manera mecánica.
“He tratado de explorar un poco más allá, quizá suene pretencioso decir que es literatura, pero en la construcción de mis crónicas trato de dejar de lado los cartabones del periodismo, jugando un poco más con las palabras, intentando una narrativa de cosas que el periodismo no observa o no le pone mucha atención, porque el periodismo se va sobre lo más evidente, lo más vendible en términos de información, aunque la información se encuentra en todos los géneros periodísticos, en la crónica particularmente”.

Cómo quitarle el color amarillo a la nota roja

Si un día el periodismo eligió a Soto Munguía, la literatura lo hizo antes. Existe como vestigio su primer cuento intitulado “La increíblemente historia de cómo un sujeto no identificado se dio a la fuga después de asesinar a otro sujeto mismo que de no ser reclamado dentro de los siguientes tres días será sepultado en la fosa común; o cómo quitarle el color amarillo a la nota roja”. Este cuento cuyo título, a decir de el extinto crítico literario, Darío Galavíz Quezada, es una réplica de los textos del siglo XVIII, surge a partir de un hecho real, por ese gusto del autor como lector de la nota roja.
“Y porque me cautiva la gran capacidad de los redactores de la policiaca para hilvanar frases comunes, clichés, frases hechas. Como la del título de ese cuento, que son frases típicas de la nota roja.
“Cuando ocurre lo de ese cuento yo iba a entrar a la Universidad, se dio un asesinato en Obregón, de donde vengo, y desde el título de la nota ya estaba para un cuento. A los personajes, que son reales, a uno le decían el Guango, al otro el Roñas, uno mató al otro con una pata de catre, le dio en la cabeza, entonces el asesinato en sí ya da para el cuento.
“En esos años yo me preguntaba qué habrá detrás de esos personajes, porque no son solamente material de la sección policiaca, también son seres humanos, jóvenes que debían de tener una historia de vida. Me tracé la idea de investigar el caso, cosa que no logré porque me vine a Hermosillo a estudiar, pero lo que no pude hacer con investigación lo inventé: le di vida a los personajes, incluso en algún momento pensé en trabajar el material como una novela, darle un mejor acabado, pero por muchas cosas no lo hice y quedó en un cuento que ni siquiera lo conservo”.
Observar la otra cara de los protagonistas de la nota roja es la cautivación vigente en el oficio de Arturo, y sigue en pie esa idea de alguna vez desarrollar un texto más amplio, por esa nobleza de la materia: inagotable.

De la Habana a Camagüey

El día en que se parte el mes de agosto, en la Habana, Cuba, Arturo Soto presentará su libro De la Haba a Camagüey, crónicas, de esos instantes de encontrar la mítica, sensual y húmeda isla.
Fue un chapuzón de diez días el que el escritor se dio hace un año entre las calles, el malecón, sobre las guaguas, y en sus oídos la trova de la revolución. De ahí ese contar a manera de crónica la cotidianeidad cubana.
Nace este ejemplar por la sugerencia de uno de sus camaradas, dice Soto Munguía. Y cuenta el cómo y por qué.
“Yo no iba con la idea de escribir nada, pero a la llegada a la Habana tuve un incidente con agentes aduanales, y una recomendación de no escribir, que viene por cierto en el libro a manera de anécdota. Los aduanales me pidieron que no escribiera por aquello de las condiciones que se viven en la isla, lo que ellos llaman un estado de guerra permanente, con respecto a periodistas que han pasado sin acreditarse como tales y luego publican en sus países trabajos cuyo objetivo es magnificar la imagen de dictadura que se ha hecho sobre Cuba.
“La recomendación de no escribir me dio pie para escribir. Los textos los hice sin anotaciones previas, la mayoría, con puros golpes de memoria e imágenes que fui capturando al irse llenando mis ojos de sorpresa, de asombro, de muchos sentimientos encontrados a veces y sobre todo de cosas desconocidas, certezas que se confirman o mitos que caen, o simplemente por las ganas de corroborar sobre lo que se dice de la isla y los isleños.
“Así es como nace este libro, ya a la hora de hacer una recapitulación del viaje, fueron brincando personajes, situaciones, anécdotas que al final formaron las crónicas”.
La alegría se desborda en las palabras. Asistir a Cuba a presentar un libro de su autoría es más que motivo de celebración. Soto Munguía sabe de esa incertidumbre que implica que los cubanos se encuentren en los textos de un autor que escribe lo cotidiano con ojos extranjeros. De cualquier manera en el programa de presentación, en el Jardín a puertas abiertas, en la biblioteca Rubén Martínez, músicos cubanos celebrarán la existencia: “De la Habana a Camagüey”.



breve reseña

Un paseo por la nostalgia, la resistencia, por la pasión arraigada en los genes de los cubanos.
“De la Habana a Camagüey” (ediciones La Cábula, 2006) nos regala en siete crónicas la lúdica crueldad de personajes presos en el paraíso -visto por extranjeros-, que significa la isla.
Treparse a un Camello (transporte habanero) resulta para el cronista Arturo Soto Munguía un deporte extremo donde se impregna de los olores de una frondosa cubana que apunto está de vaciar sus líquidos intestinales en la humanidad del escritor.
Con su agudeza natural el cronista resuelve con la risa el dolor que el olfato le transmite a su vientre. Y antes que tratar de huir de la situación, concluye con la posibilidad de sablear a la dama para que ésta le venda un cuartito de la cruda que se carga.
Reírse de lo más trágico está en las páginas de este libro, estilo, más que extremo, bordado desde siempre en los textos de Soto Munguía.
Un par de horas basta para que el lector goce en su recorrido las páginas de esta Habana cronicada, y un par de líneas son suficientes para acceder a la entraña de la nostalgia, esa que el autor se trajo dentro de la bolsa de su pantalón impresa en un papel a menara de carta.
La nostalgia es sinónimo de dolor si la mirada se topa con esas líneas redactadas a prisa, a las siete de la mañana, en el Aeropuerto Internacional de Cuba. Y se agudiza si la caligrafía pertenece a una dama que rebasa los cuarenta y ve en el tipo que se aleja, la partida de su último tren. ¿Qué estaría pensando el azar al momento de elegir a Soto Munguía como la posibilidad del mensajero para que la misiva llegara a las manos del amado que parte?
Arturo suelta en la crónica que cierra el libro, la historia de esa carta que transcribe íntegra, y que la arroja a los lectores como una botella al mar, con la esperanza puesta en la posibilidad de que algún día el contenido llegue a la mirada del destinatario.
De la Habana a Camagüey más que breve es concisa, precisa, y propone una Cuba divertida, aferrada a esa situación de resistencia. Incluye también las virtudes de los cubanos: prestos a la revolución, la música, el deporte, la pasión.

lunes, 6 de agosto de 2007

Agradecer

por carlos sánchez

Vivo con el sueldo de una beca. Cinco mil pesos mensuales que alcanzan para repartirlos en un par de días. Dicen que debo agradecer a la institución, con una leyenda al margen del libro si es que se concreta su publicación al final de mi trabajo de investigación.
Agradecer a Dios la vida, agradecer los madrazos de los padres, agradecer a la autoridad que te ordena darte vuelta en “u” porque está prohibido circular por el carril que llevas. Agradecer: reverencia a los que dictan el rumbo perverso de la vida desde nuestro nacimiento.
Dicen que los políticos están para servirnos, porque se llenan las bolsas de dineros de nuestros impuestos, por eso deben atender nuestras demandas. Dicen que la frase servidores públicos significa servir a la sociedad.
He visto infinidad de veces al miserable en la antesala de la muerte que es sinónimo de congreso del estado, del ejecutivo, de los hospitales, de las comandancias, los juzgados –dicen que los nombres de las instituciones deben de llevar mayúsculas, me pregunto porqué.
Los he visto doloridos del vientre, con la derrota en sus rostros, los he visto besando manos del señor diputado, licenciado.
Soy uno de ellos señores, cada mes esperando mi ración, la cifra en el cajero automático que proviene del erario, acatando la incongruencia de lo que estoy hecho. Pero no me gusta agradecer, no tengo capacidad para gritar mi gratitud a la autoridad cultural, estatal.
Dicen que los comunes y corrientes, como yo, debemos ceder la cera al del zapato brillando, saludar al señor de la corbata, adular la valentía del político que come mierda sin hacer gestos.
Dicen que debemos aplaudir la entereza del señor gobernador, ese que se anuncia en los medios hablando de valores, de justicia, de generación de empleos.
Ese mismo señor cuya soberbia que demuestra incluso en un calendario fotográfico con diversas posturas ególatras, ese que sólo es capaz de imprimir su firma en un cuaderno de exposición de arte plástica, por la incapacidad de verter un comentario respecto de las obras.
Agradecer la soberbia, aplaudirla, sí, cómo no, mi gober, lo que usted diga.
Tengo - tenemos- que vivir sin decir lo que sentimos, lo que pensamos, suplirlo por la gratitud es más conveniente, porque si gritamos lo que somos el riesgo de la marginación está a un paso de nuestro nombre. ¿Marginación, de qué? Más no se puede, sólo basta volver la mirada hacia esas colonias de la periferia, algunas veces incluso es cuestión de un paseo por el área del centro de la ciudad, allí atracito del cerro de la campana, allá en la Hacienda de la Flor, la Matanza, las Pilas.
Allí se sigue viviendo la violencia, la drogadicción, porque mientras las campañas de combate al narco se ejecutan y publicitan en los medios (que sólo sirven –servimos- para hacer eco a las victorias de los gobernantes) en el barrio el Canalla le metió un balazo en la cabeza a su primo. Lo hizo, sí, bajo los efectos de la droga. Lo hizo, sí, porque a él no le han dicho que el amor existe, que las oportunidades existen, que no son sólo anuncios políticos. El Canalla no se ha enterado que existe un sitio llamado escuela, porque creció a la brava, en el barrio, comiendo lo poco o nada que sus padres le pudieron dar.
Agradecer, decir que sí, recibir la despensa en época de campaña proselitista. Agradecer, decir que sí a la rebaja del impuesto en el predial, el convenio en el recibo del agua, el convenio en la reconexión de la luz previo compromiso de poner una mufa nueva. Agradecer. Debemos ser bondadosos, y rendir pleitesía al arzobispo que todos los domingos nos dice cómo comportarnos para tener mejor vida, más aceptación social, mayor oportunidades de alcanzar el cielo. Agradecer a los medios que todos los lunes, religiosamente, nos informa de qué humor amaneció su santidad la mañana anterior.
Agradecer la bondad de informar cómo tener recursos para llevar el pan a la casa del obrero, es imposible. Primero es el diezmo.
Agradecer, sí, que en este instante puedo escribir, porque tengo oxígeno en la sangre, el mismo que dentro de poco deberé agradecer en un desplegado, porque es gratuito y aún no repara en negociarlo nuestro querido dios el gobernador, quien últimamente ha manifestado su cariño por Carlos Slim: uno de los principales gestores de la miseria en este país. Agradecer.