Por Carlos Sánchez
De baja estatura, con ojos que intentan comerse la vida de un solo tajo. El delantal donde guarda las monedas para el cambio sirve de atuendo: similitud de faldas en una colegiala.
La lucha por la vida inicia. De dos a tres caídas es la consigna, la regla, y a su vez metáfora de las vicisitudes de los días todos.
Vende cervezas y se divierte. Contagia la música a su cuerpo que ya obedece las notas y los hombros en un temblor perfecto mientras su rostro se llena de sonrisa.
Tiene como estilo para la venta el divertimento. Malabarea con los vasos mientras desde su voz se escucha la oferta: cheve, cheve, cheve. Acompaña con el grito el pasito lento que va bajando su cuerpo hasta casi tocar el suelo.
*****
Destroyer acaricia con su rostro el aire, vuela desde la tercera cuerda, impacta su cuerpo contra el Chapulín colorado, ambos ruedan por el concreto, entre las sillas y los pies de fanáticos. Es la primera función y ya los luchadores aprovechan la posibilidad de sus pocos minutos de fama.
Las mejores piruetas, el grito implacable hacia las gradas intentando encontrar complicidad. Los cuerpos imberbes tiene el ansia de exponerse, de explotar ante el público lo aprendido durante la semana de entrenamiento, optimizar el reflector, decirles que sí a todos que no son muchos pidiendo autógrafos, exigiendo una fotografía a su lado, estrechando las manos, sugiriéndoles el castigo otra vez, para su rival otra vez.
En esta primera lucha se estrena la función, y el humor involuntario, porque al Chapulín le sobran pantalones, es literal, se le dibuja en el trasero una bolsa de aire simulando un pañal, los espectadores aprovechan la imagen para mofarse del luchadorcito, lo acusan de cagarse de miedo, se burlan de sus ganas de hacer reír y le critican lo escuálido de su cuerpo, pero lo ven feliz, corriendo hacia los camerinos, con la sonrisa de triunfo, aunque haya perdido la pelea, estar en los ojos de los espectadores es su victoria, su placer.
****
El baile es ahora intermitente. Un paso, dos. El bailador no cesa en su oficio que es la venta de cerveza. Gira sobre el encordado, su melena es la identificación inmediata para sus clientes, el chiflido una vía de comunicación.
La alegría está en su cuerpo, celebra el negocio, la tristeza está en la mirada, en ella se concentra la realidad de lo que deja en casa, de la existencia de quienes le esperan, divertirse es trabajar, construir un estilo de protección, un escudo también para la adversidad, una realidad para exhibir las preferencias escondidas, tumbar las compuertas de la contención del deseo.
El devaneo es la ganancia más efectiva, las monedas un paliativo para la manutención en el hogar. Bailar es un estilo para el comercio, bailar es un contagio paradójico en la alegría que también se llama lucha libre.
****
Vienen los payasos que son Psicos Circus. Dice el Calín ( mi hijo), que esos luchadores se llevan a los niños, que a veces los meten en un saco. Eso le da miedo. Por eso se esconde en la tercera fila, lejos de las garras de los enmascarados.
Y son los ojos del Calín dos esferas a punto de estallar de emoción. Ver al Dark Mocho que es el Cota, rodando por el cemento, lleno de pies y puños en su cuerpo, quejándose de tanto dolor, allí en lo inmediato, verlos a ellos vestidos ganándose la vida ,jugando a la violencia, es uno de los sueños hechos realidad en mi hijo.
El Mocho Cota es una institución en la lucha libre, sus años en los rings le han dado la posibilidad de reconocimiento. El Mocho Cota alcanza ya los sesenta, pero tiene ganas de volar, de ver los flashes contra su rostro, de firmar autógrafos y posar al lado de sus seguidores. Al luchador le gusta ejercer también el poder, y lo hace ante el jovencito que lo increpa y le dice que la lucha la perdió de manera legal. El Mocho Cota tiene varios hijos que le siguen los pasos, que hace rato lucharon, que también llenaron de risa la arena del Expoforum. El Mocho Cota tiene completo el oficio, y en su mano faltan dedos para contar las hazañas vividas en la lucha.
****
Pero mira cómo baila la Parka, el luchador nacido en la colonia Villa de Seris emula a Michael Jakson, ofrece su mejor coreografía, convoca a las risas, juega a engañar a sus rivales. Su baile es tenue, desangelado.
La Parka nació en Hermosillo, y cuando en un cartel de lucha aparece su nombre, las sonrisas de los fanáticos se dibujan de facto. Pero esta noche no ha sido la mejor de todas en el profesionalismo del luchador.
Subió al ring sin aspavientos, con su ya cansada rutina, como si en esta actuación fuera implícito el trámite nada más su aparición para luego recibir el pago de sus honorarios. En la segunda caída La Parka inventa un golpe en su mano izquierda (¿o sí lo sufre?), desaparece por unos minutos para luego regresar y en una lucha de trámite, sin mucho que ofrecer, levanta las manos en pos de la victoria.
Ni rechiflos ni reclamos. A un ídolo se le quiere, aunque éste se valga de ello para ofrecer sólo la presencia encima del encordado, como si con eso la función estuviera cubierta. Así es esto de la fama y sus reflectores, dormirse sobre los laureles dura mientras la realidad es un pinchazo en las costillas, eso se verá dentro de poco, cuando a La Parka se le apersone un público que exija, en su ciudad natal o fuera de ella.
****
Antes de apagarse las luces del recinto para la lucha, antes de ver a La Parka sacudirse de sus admiradores, de intentar alcanzar el camerino y despojarse de su máscara como sacrificio, el último baile de la noche en el vendedor de cerveza, la última sacudida de su cuerpo sobre el cemento.
Los ojos avivados y el corazón agitado, los calambres en las nalgas, el abrazo efusivo del grupo de clientes como si en el estrechón les fuera la gratitud por su manera de divertirlos.
Es la cheve la pauta para las monedas, el comercio como oficio, la alegría improvisada rebasando la calidad del espectáculo que dieron los profesionales del ring.
El Calín esperará un mes para celebrar la emoción; el Mocho Cota aguardará esos treinta días para ejercer el poder de su cuerpo y su deseo de controlar a los espectadores; el vendedor de cerveza se ausentará cuatro semanas de la arena, pero permanecerá en la alegría de los bebedores, en la carcajada de las damas, las esposas, en la sorpresa de los morritos.
Atrás quedará la cubeta con la cheve, a su paso se aproxima ya la existencia de los suyos, en la orilla de la ciudad, debajo de un techo de lámina, encima de un suelo de tierra. Bailar otra vez será la defensa contra la realidad. Siempre bailar.
viernes, 25 de julio de 2008
lunes, 14 de julio de 2008
altanoche
Ahora que la de ocho en los diarios todos es la cara cínica de un político
cuesta cinco pesos el viaje en suba
los marchantes abren sus paraguas para detener el sol
un ocho pac es más la urgencia que siempre
dos cucharones de hielo es un peso con cincuenta centavos
duros con salsa sonora y chamoy
andar las banquetas dispuestos al chapuzón desde las llantas de un vocho
en esta ciudad los perros reciclan los ladridos
y ya nadie se atreve a ir al puesto de revistas por memín pinguín
en la banqueta me encuentro la esperanza
son las páginas de altanoche una revista de arte
con trazos de poetas y reseñas de dibujadores apaciguo el calor
de los disparos de hielo en esas portadas de los medios todos
leer
cuesta cinco pesos el viaje en suba
los marchantes abren sus paraguas para detener el sol
un ocho pac es más la urgencia que siempre
dos cucharones de hielo es un peso con cincuenta centavos
duros con salsa sonora y chamoy
andar las banquetas dispuestos al chapuzón desde las llantas de un vocho
en esta ciudad los perros reciclan los ladridos
y ya nadie se atreve a ir al puesto de revistas por memín pinguín
en la banqueta me encuentro la esperanza
son las páginas de altanoche una revista de arte
con trazos de poetas y reseñas de dibujadores apaciguo el calor
de los disparos de hielo en esas portadas de los medios todos
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miércoles, 9 de julio de 2008
abril
carlos sánchez
Debajo del puente dibujo tu nombre. Tengo una lata de espray anaranjado, el mejor de todos los colores. Debajo de los converse negros que pintaste con tinta negra, de cordones blancos, escribo las sílabas de tu apellido.
Mientras yo hundía mi boca en la bolsa naranja inhalando el solvente para sentir los calambres en el cuerpo, el letargo en mi respiración, tú trazabas la suela, la estrella como etiqueta, la punta de los alambres simulando una calle del barrio en la que las travesuras nos hacían tomar por asalto los cables de electricidad y tirarlos para insertarlos ahí: un homenaje a los tenis que ya se rendían de tanto andar. Eran una gasta, el vestigio de nuestros pasos.
En una alucinación el espray en tu mano inició el trazo. Llegábamos esa tarde de recorrer los cruceros del bulevar, de levantar monedas entre los conductores, de ofrecer tu baile al ritmo de mis palmas golpeando un par de congas. Tu falda se alzaba con el ritmo de esa coreografía urbana, entre el ruido de motores, el aire golpeaba las miradas que agrandaban sus párpados, para verte mejor.
Te serví el menú que compramos en la refaccionara, por apertura la oferta era al dos por uno. Elegimos el color naranja y el negro. El primero porque te hacía volar de alegría, la felicidad chillante dentro de una bolsa pintándote la risa en el sube y baja de las caricias. Inhalar. El segundo como sinónimo de oscuridad del alma, para no perder el origen de nuestras vidas, el color negro de la historia cruenta.
En las estructuras que sostienen el concreto, el asfalto, nos trepamos para sentir la vibración, el ruido de los carros circulando encima de nuestras cabezas. Ahí surgió la idea del reto, la inquietud por pintar en la parte más alta del puente el homenaje a los pasos por la ciudad, el trazo de los converse negros con cordones blancos.
Yo seguía en mi ritual, en la respiración latiendo dentro de la bolsa naranja, en tus manos el espray fue un revolver disparando la imaginación, el recuerdo de los cables de esas calles del barrio, la travesura adolescente: tenis perfectos con cordones atados a los alambres de luz que inventabas en las paredes del puente, con tus pies entrelazados a la estructura metálica para no resbalar; corrías la tinta con aire y era un verte volar entre las nubes del cielo, las que se apuntaban en mi memoria, dentro del viaje, con ese boleto de color chillante.
Nunca tuvimos un techo, y ese puente era nuestro. Nos gustaba inventarnos nuestra casa, lo era, vaciar la cubeta de agua en nuestros cuerpos, ampliar los cartones como cama y apagar la luz cerrando los ojos. Roncabas con tu cabeza en mi brazo, despertabas con un vacío reseco en tu garganta, con el mismo zumbido de mi cerebro rasgando la ansiedad en el tuyo.
Era la necesidad de otra dosis la que nos impulsaba a ponernos los converse, mojar la cara y existir dentro del tráfico. Otra vez el talón, las miradas en tu piel. Nunca dudamos sobre la prioridad entre comida o latas de pintura. Éramos pasos mecanizados hacia la ferretería, la refaccionaria. A veces también había latas de frijoles, panes fríos, del día anterior, chiles en raja, cocacola caliente. Comer para tener fuerzas de respirar otra vez en las bolsas llenas de tinta, moverlas exactas entorno a nuestros rostros, la fiesta perfecta, la impostergable de todos los días.
Hubo ocasiones de verte desnuda, con las piernas abiertas, la boca seca, tenías encima mi cuerpo a veces, las manos de otros también, eran esas la garantía de otras monedas, de más horas sin el zumbido de resaca que no taladraba el cerebro.
Te gustaba reír al recordar la panza enorme del tipo jadeando encima de ti, concluir que gracias a la necesidad de otros por un cuerpo, nos devolvía la alegría de las latas en nuestras manos, de recuperar el placer de inhalar, y del tuyo, el más intenso: la construcción en líneas de esas imágenes citadinas, de alambres y postes, de converses negros y cordones blancos.
Había también instantes de calor en tu frente, de dolor en tus piernas, de lágrimas por el recuerdo. Hablabas dormida, espantabas fantasmas acechándote, contabas en fragmentos la infancia acelerada, la negación de las muñecas, la banalidad de las otras niñas entretenidas brincando las rayas dibujadas en la tierra.
Vieron tus ojos más de la cuenta, la normalidad aprendida entre los gritos de los grandes que te rodeaban, los que se apersonaron para rasgarte el vestido, con la anuencia de los que te guiaban.
Aprendiste a dibujar en los albergues, cuando los cómics eran tu refugio, cuando la saliva humedecía el grafito que deslizabas por el concreto del piso donde te encerraban de protección.
Veo ahora la pintura formando el recuerdo de los pasos, la que salió desde tus manos, de tu imaginación. La toco línea por línea, con mis dedos, para sentir el temblor de tu pulso. Inhalar es retenerte, saberte viva, contarte historias de madrugadas con policías tirándome a macanazos, encima de las calles, dentro de la comandancia: vivencias que te llenaban de risa.
Escribo dos nombres y un apellido, para refrendar el abandono. Letras que rubrican la autoría de tu paso por el placer del solvente, por la alegría de dibujar. Es mi venganza de tu ausencia, firmar con tu nombre el cuadro que nunca fue graffiti, porque no te gustaba esa palabra, porque lo tuyo, decías, era mucho menos que eso. Yo sólo rayo para ser feliz, comentabas.
Dibujo tu nombre al pie del converse negro, para inmortalizarte, para decirle a la vida que tu existencia no se reduce a una nota en la sección policiaca de un periódico amarillo.
Debajo del puente dibujo tu nombre. Tengo una lata de espray anaranjado, el mejor de todos los colores. Debajo de los converse negros que pintaste con tinta negra, de cordones blancos, escribo las sílabas de tu apellido.
Mientras yo hundía mi boca en la bolsa naranja inhalando el solvente para sentir los calambres en el cuerpo, el letargo en mi respiración, tú trazabas la suela, la estrella como etiqueta, la punta de los alambres simulando una calle del barrio en la que las travesuras nos hacían tomar por asalto los cables de electricidad y tirarlos para insertarlos ahí: un homenaje a los tenis que ya se rendían de tanto andar. Eran una gasta, el vestigio de nuestros pasos.
En una alucinación el espray en tu mano inició el trazo. Llegábamos esa tarde de recorrer los cruceros del bulevar, de levantar monedas entre los conductores, de ofrecer tu baile al ritmo de mis palmas golpeando un par de congas. Tu falda se alzaba con el ritmo de esa coreografía urbana, entre el ruido de motores, el aire golpeaba las miradas que agrandaban sus párpados, para verte mejor.
Te serví el menú que compramos en la refaccionara, por apertura la oferta era al dos por uno. Elegimos el color naranja y el negro. El primero porque te hacía volar de alegría, la felicidad chillante dentro de una bolsa pintándote la risa en el sube y baja de las caricias. Inhalar. El segundo como sinónimo de oscuridad del alma, para no perder el origen de nuestras vidas, el color negro de la historia cruenta.
En las estructuras que sostienen el concreto, el asfalto, nos trepamos para sentir la vibración, el ruido de los carros circulando encima de nuestras cabezas. Ahí surgió la idea del reto, la inquietud por pintar en la parte más alta del puente el homenaje a los pasos por la ciudad, el trazo de los converse negros con cordones blancos.
Yo seguía en mi ritual, en la respiración latiendo dentro de la bolsa naranja, en tus manos el espray fue un revolver disparando la imaginación, el recuerdo de los cables de esas calles del barrio, la travesura adolescente: tenis perfectos con cordones atados a los alambres de luz que inventabas en las paredes del puente, con tus pies entrelazados a la estructura metálica para no resbalar; corrías la tinta con aire y era un verte volar entre las nubes del cielo, las que se apuntaban en mi memoria, dentro del viaje, con ese boleto de color chillante.
Nunca tuvimos un techo, y ese puente era nuestro. Nos gustaba inventarnos nuestra casa, lo era, vaciar la cubeta de agua en nuestros cuerpos, ampliar los cartones como cama y apagar la luz cerrando los ojos. Roncabas con tu cabeza en mi brazo, despertabas con un vacío reseco en tu garganta, con el mismo zumbido de mi cerebro rasgando la ansiedad en el tuyo.
Era la necesidad de otra dosis la que nos impulsaba a ponernos los converse, mojar la cara y existir dentro del tráfico. Otra vez el talón, las miradas en tu piel. Nunca dudamos sobre la prioridad entre comida o latas de pintura. Éramos pasos mecanizados hacia la ferretería, la refaccionaria. A veces también había latas de frijoles, panes fríos, del día anterior, chiles en raja, cocacola caliente. Comer para tener fuerzas de respirar otra vez en las bolsas llenas de tinta, moverlas exactas entorno a nuestros rostros, la fiesta perfecta, la impostergable de todos los días.
Hubo ocasiones de verte desnuda, con las piernas abiertas, la boca seca, tenías encima mi cuerpo a veces, las manos de otros también, eran esas la garantía de otras monedas, de más horas sin el zumbido de resaca que no taladraba el cerebro.
Te gustaba reír al recordar la panza enorme del tipo jadeando encima de ti, concluir que gracias a la necesidad de otros por un cuerpo, nos devolvía la alegría de las latas en nuestras manos, de recuperar el placer de inhalar, y del tuyo, el más intenso: la construcción en líneas de esas imágenes citadinas, de alambres y postes, de converses negros y cordones blancos.
Había también instantes de calor en tu frente, de dolor en tus piernas, de lágrimas por el recuerdo. Hablabas dormida, espantabas fantasmas acechándote, contabas en fragmentos la infancia acelerada, la negación de las muñecas, la banalidad de las otras niñas entretenidas brincando las rayas dibujadas en la tierra.
Vieron tus ojos más de la cuenta, la normalidad aprendida entre los gritos de los grandes que te rodeaban, los que se apersonaron para rasgarte el vestido, con la anuencia de los que te guiaban.
Aprendiste a dibujar en los albergues, cuando los cómics eran tu refugio, cuando la saliva humedecía el grafito que deslizabas por el concreto del piso donde te encerraban de protección.
Veo ahora la pintura formando el recuerdo de los pasos, la que salió desde tus manos, de tu imaginación. La toco línea por línea, con mis dedos, para sentir el temblor de tu pulso. Inhalar es retenerte, saberte viva, contarte historias de madrugadas con policías tirándome a macanazos, encima de las calles, dentro de la comandancia: vivencias que te llenaban de risa.
Escribo dos nombres y un apellido, para refrendar el abandono. Letras que rubrican la autoría de tu paso por el placer del solvente, por la alegría de dibujar. Es mi venganza de tu ausencia, firmar con tu nombre el cuadro que nunca fue graffiti, porque no te gustaba esa palabra, porque lo tuyo, decías, era mucho menos que eso. Yo sólo rayo para ser feliz, comentabas.
Dibujo tu nombre al pie del converse negro, para inmortalizarte, para decirle a la vida que tu existencia no se reduce a una nota en la sección policiaca de un periódico amarillo.
lunes, 7 de julio de 2008
sábado, 5 de julio de 2008
Recuerdo de Xorge del Campo
por Ignacio Trejo-fuentes
El escritor Xorge del Campo, una de las mayores autoridades en narrativa cristera y de la Revolución mexicana, murió el pasado martes 1 de julio víctima del cáncer.
Doctor en Letras Iberoamericanas por la Universidad Complutense de Madrid, Del Campo nació el 9 de julio de 1945 en Calimaya, estado de México. Pese a que cultivó casi todos los géneros literarios, me parece que su obra no tuvo el reconocimiento que merecía, que merece. Publicó poesía (Fogatas de la zarza en la aurora, Animal de amor (finalista del Premio Xavier Villaurrutia en 1963), El diablo eros, Flauta de ceniza, Relámpago de nardos), cuento (Hospital de sueños), novela (Caramelo), crónica (Crónicas de un chilango), varios libros de ensayo sobre distintos temas y un sinnúmero de antologías, entre las cuales deben destacarse las dedicadas a la Revolución mexicana y a la guerra Cristera (su Diccionario Ilustrado de narradores cristeros, publicado por Amate Editores, es una obra que exige mayor atención). En estas materias el trabajo de Xorge no tiene equivalente, así sea que otros, con méritos menores, gocen de todas las medallas y los reflectores. Algún día sus agudas, serias e interminables investigaciones en esos rubros ocuparán el lugar que merecen.
Del Campo fue además un bibliófilo extraordinario, sabía dónde encontrar los materiales más inusitados, y por cierto su tarea de gambusino literario fue su modus vivendi durante muchos años: bastaba recurrir a él, a su sapiencia, para localizar libros apenas imaginados. Se dedicó también a la intermediación entre artistas plásticos y sus clientes: un dealer con toda la barba. Y algo que lo distinguió fue su tenaz oposición al glamour social, detestaba los grupos, las cofradías, y en consecuencia fue siempre marginado, no se le consideró entre los grandes bateadores de nuestro ámbito literario. Su postura en ese sentido fue inclaudicable.
Xorge simpatizó, desde que era joven (es decir en tiempos de grave riesgo) con las causas populares, fue intransigente con los modelos opresivos de gobierno y eso contribuyó a su aislamiento (ahora cualquier pelagatos se dice progresista, de izquierda, cualquier cosa que eso sea). Nunca tuvo acceso a los premios importantes, ni a las becas (ceguera de los jueces) ni a las demás prerrogativas que suelen acompañar a quienes marchan por la derecha y en orden. Y esas posturas se ponen de relieve en su narrativa: tanto en sus cuentos como en sus crónicas y en su novela, los protagonistas tienen mucho del autor, son contestatarios, críticos feroces, insubordinados ante los actos de poder y de mando. Caramelo, la adolescente protagonista de la obra homónima, es claro ejemplo de inconformidad ante todo y ante todos, y es en verdad una criatura memorable.
En su poesía se abocó a otras cosas, más íntimas, amorosas. Fue un cantor fiel de la felicidad, aun cuando en muchos de sus poemas aletea la presencia de la muerte, de la devastación, de lo frágil de este valle de lágrimas. En sus Crónicas de un chilango hace gala de su erudición histórica, y sus alter ego recorren la Ciudad de México para dar cuenta de sus recovecos en tiempos distantes y en los actuales: pocos cronistas saben combinar tan bien esas aristas, el pasado y el presente. Y son crónicas siempre vivas, donde uno se reconoce, o reconoce, al menos, sus deudas con el pasado.
Los últimos años Xorge los dedicó a afinar su documentado rastreo por los textos en torno a la Revolución y a la guerra Cristera: sus fichas eran impresionantes por abundantes: ¡quién sabe de dónde y a qué horas sacaba tanta información! Ocasionalmente se le veía en alguna cantina (El Palacio, por ejemplo), donde asombraba a los contertulios con su erudición; a veces desaparecía: se daba treguas y caía en la abstinencia.
Lo vi por última vez hace más o menos dos meses. Se veía flaco y demacrado, y sólo unos días después me enteré de que le habían diagnosticado un cáncer a esas alturas irreversible: se le extendió por todas partes. Por eso, debió dejar su departamento en la colonia Guerrero y se refugió en casa de su hermana. Cuentan los amigos que lo visitaron que estaba perfectamente consciente de que sus días estaban contados (“Ya tengo el pase de abordar”, dicen que dijo), y le consternaba no tener dinero para costear su funeral: calculó la posibilidad de vender su biblioteca especializada en la Revolución y la guerra Cristera para no dejar endeudados a sus parientes; creo que no lo logró.
A dondequiera que estés, Xorge, te mando un abrazo. Y te digo salud, aunque este brindis suene paradójico o estúpido.
El escritor Xorge del Campo, una de las mayores autoridades en narrativa cristera y de la Revolución mexicana, murió el pasado martes 1 de julio víctima del cáncer.
Doctor en Letras Iberoamericanas por la Universidad Complutense de Madrid, Del Campo nació el 9 de julio de 1945 en Calimaya, estado de México. Pese a que cultivó casi todos los géneros literarios, me parece que su obra no tuvo el reconocimiento que merecía, que merece. Publicó poesía (Fogatas de la zarza en la aurora, Animal de amor (finalista del Premio Xavier Villaurrutia en 1963), El diablo eros, Flauta de ceniza, Relámpago de nardos), cuento (Hospital de sueños), novela (Caramelo), crónica (Crónicas de un chilango), varios libros de ensayo sobre distintos temas y un sinnúmero de antologías, entre las cuales deben destacarse las dedicadas a la Revolución mexicana y a la guerra Cristera (su Diccionario Ilustrado de narradores cristeros, publicado por Amate Editores, es una obra que exige mayor atención). En estas materias el trabajo de Xorge no tiene equivalente, así sea que otros, con méritos menores, gocen de todas las medallas y los reflectores. Algún día sus agudas, serias e interminables investigaciones en esos rubros ocuparán el lugar que merecen.
Del Campo fue además un bibliófilo extraordinario, sabía dónde encontrar los materiales más inusitados, y por cierto su tarea de gambusino literario fue su modus vivendi durante muchos años: bastaba recurrir a él, a su sapiencia, para localizar libros apenas imaginados. Se dedicó también a la intermediación entre artistas plásticos y sus clientes: un dealer con toda la barba. Y algo que lo distinguió fue su tenaz oposición al glamour social, detestaba los grupos, las cofradías, y en consecuencia fue siempre marginado, no se le consideró entre los grandes bateadores de nuestro ámbito literario. Su postura en ese sentido fue inclaudicable.
Xorge simpatizó, desde que era joven (es decir en tiempos de grave riesgo) con las causas populares, fue intransigente con los modelos opresivos de gobierno y eso contribuyó a su aislamiento (ahora cualquier pelagatos se dice progresista, de izquierda, cualquier cosa que eso sea). Nunca tuvo acceso a los premios importantes, ni a las becas (ceguera de los jueces) ni a las demás prerrogativas que suelen acompañar a quienes marchan por la derecha y en orden. Y esas posturas se ponen de relieve en su narrativa: tanto en sus cuentos como en sus crónicas y en su novela, los protagonistas tienen mucho del autor, son contestatarios, críticos feroces, insubordinados ante los actos de poder y de mando. Caramelo, la adolescente protagonista de la obra homónima, es claro ejemplo de inconformidad ante todo y ante todos, y es en verdad una criatura memorable.
En su poesía se abocó a otras cosas, más íntimas, amorosas. Fue un cantor fiel de la felicidad, aun cuando en muchos de sus poemas aletea la presencia de la muerte, de la devastación, de lo frágil de este valle de lágrimas. En sus Crónicas de un chilango hace gala de su erudición histórica, y sus alter ego recorren la Ciudad de México para dar cuenta de sus recovecos en tiempos distantes y en los actuales: pocos cronistas saben combinar tan bien esas aristas, el pasado y el presente. Y son crónicas siempre vivas, donde uno se reconoce, o reconoce, al menos, sus deudas con el pasado.
Los últimos años Xorge los dedicó a afinar su documentado rastreo por los textos en torno a la Revolución y a la guerra Cristera: sus fichas eran impresionantes por abundantes: ¡quién sabe de dónde y a qué horas sacaba tanta información! Ocasionalmente se le veía en alguna cantina (El Palacio, por ejemplo), donde asombraba a los contertulios con su erudición; a veces desaparecía: se daba treguas y caía en la abstinencia.
Lo vi por última vez hace más o menos dos meses. Se veía flaco y demacrado, y sólo unos días después me enteré de que le habían diagnosticado un cáncer a esas alturas irreversible: se le extendió por todas partes. Por eso, debió dejar su departamento en la colonia Guerrero y se refugió en casa de su hermana. Cuentan los amigos que lo visitaron que estaba perfectamente consciente de que sus días estaban contados (“Ya tengo el pase de abordar”, dicen que dijo), y le consternaba no tener dinero para costear su funeral: calculó la posibilidad de vender su biblioteca especializada en la Revolución y la guerra Cristera para no dejar endeudados a sus parientes; creo que no lo logró.
A dondequiera que estés, Xorge, te mando un abrazo. Y te digo salud, aunque este brindis suene paradójico o estúpido.
jueves, 3 de julio de 2008
Huellas
carlos sánchez
Está nublado y nacen ganas de ti. Escucho nuestro juramento otra vez. Y se llena de angustia mi corazón. La voz de Julio Jaramillo me pone en nostalgia. Quisiera morir primero.
Se apagaron tus pies descalzos al llegar a los catorce años. Dejaste de repartir tortillas por todo el barrio. Me gustaba tanto tu trenza deshecha, tu rostro con ojeras, tu voz delicada y urgente al cobrar el costo del producto con las deudoras que se escondían de tu presencia.
Mamá Chabela que es tu abuela me llamaba (me sigue llamando) para que atizara a la hornilla. A las cinco de la mañana de todos los días y aprovechaba siempre para verte en el catre del patio, bostezando, y el agua esperando por tu cuerpo para iniciar el trajín.
Venías de una madre perdida no sé en qué pueblo de la sierra, de un padre que nadie supo, ambos fueron los que nunca regresaron. Tenías la angustia de los regaños de la abuela, como yo, la obligación del quehacer en la casa, el apoyo para juntar monedas de manutención.
Tenías la necesidad de la alegría, y trepabas los árboles, corrías descalza la tierra del barrio, montabas una bicicleta oxidada, jugabas a volados el paquete de tortillas, te arriesgabas para burlarte de tu derrota, de tu tragedia.
No tengo mejor sabor en la boca que el recuerdo del café tostado en casa, que las tortillas amasadas desde tus manos. En silencio nos veíamos mientras el trabajo de la mañana avanzaba. Tus faldas impecables, tus dientes chuecos, las pecas rodeando tu nariz y la sonrisa eterna en tus labios pequeños, delgados: un pincel preciso.
Hubo un día de encontrarnos en la falda del cerro, a orillas del río, mientras yo acomodaba la zafra de leña y tú levantabas verdolagas. Tampoco hubo palabras. Te seguí entre los mezquites y las jécotas, hacia la arena.
Mirabas al cielo, deshacías las trenzas de tu pelo, te recostabas de a poco bajo la sombra de un árbol.
Me veías, te veía. El ruido de las alas de una codorniz llenaba el aire. De tu boca la onomatopeya imitando el gorjeo, de mis ojos el delirio de verte la piel desde el cuello y hasta el vientre.
No supe si era un ritual consuetudinario el tuyo al desnudarte dentro de la sombra. Nunca las palabras interrogando la libertad de tus manos desechando la blusa, la falda. El corazón al rojo vivo latiendo en mis pupilas.
Vinieron después las noches de lluvia y verte con agua rondando los adoquines de la plaza, cantando a la par de los relámpagos, nuestro juramento, silvando de placer fresco dentro y fuera de tu cuerpo.
En un relámpago de tiempo también fue que se marcharon los días de tu presencia en los callejones, con las tortillas bajo del brazo, te llegó la inevitable belleza joven para arrancarte de tajo la inocencia de tus pies descalzos.
Hacen nubes y me llegas otra vez hasta adentro. Lo converso conmigo como si fueras tú, para hacer tangible tu existencia. Y sube la marea a mis sienes, porque no debí escuchar la conversación de tu abuela Chabela, porque no debí pasar por allí en ese instante.
Puedo jurar que no es cierto lo que dicen. Ayer me trepé al cerro, para contar los pasos que hay desde tu casa hasta allí. Escarbé en el río para corroborar la mentira.
Porque cuentan que el motivo de tu desaparición del barrio y para siempre, es el hurto y el pillaje, que los monederos todos de las deudoras todas los fuiste robando uno por uno. Que la alcancía de tu abuela la sembraste por un tiempo debajo del aquel árbol donde acostumbrabas quitarte la ropa. Que después te vieron disfrazada de mujer alegre dentro de una cantina y cantando para los hombres falsos.
De qué serviría enfrentar con la verdad a los que te nombran con mala voluntad. Mejor será seguir atizando la hornilla de tu abuela, mirando nomás de reojo la ausencia de tu cuerpo en el catre, las huellas de tus pies descalzos que conservo en los callejones de mi memoria.
Dicen los que me ven que han crecido mis canas, que el tiempo me dobla la espalda, que las rodillas me traicionan y resbalo fácil por la soledad que me habita.
Que nunca fui capaz de buscar una mujer que acompañara mi vejez. Cómo, digo yo, si la sonrisa en tu rostro vive aún dentro de mi garganta, y me la froto para sentirte siempre.
No hubo tal pacto, el cual en mi desesperación invento. No prometiste volver porque el vuelo de los desamparados no tiene la garantía del retorno. Ni posibilidad.
Ahora que te beso en el recuerdo debe ser ya de madrugada, porque el gallo de la abuela Chabela anda en revuelo. Froto mis manos para encontrarme con el instante más feliz del día. En unos minutos más te veré de nuevo, en tu catre vacío, en la risa intacta que me das mientras pongo otro leño en el fuego. Tarareo aquella canción.
Está nublado y nacen ganas de ti. Escucho nuestro juramento otra vez. Y se llena de angustia mi corazón. La voz de Julio Jaramillo me pone en nostalgia. Quisiera morir primero.
Se apagaron tus pies descalzos al llegar a los catorce años. Dejaste de repartir tortillas por todo el barrio. Me gustaba tanto tu trenza deshecha, tu rostro con ojeras, tu voz delicada y urgente al cobrar el costo del producto con las deudoras que se escondían de tu presencia.
Mamá Chabela que es tu abuela me llamaba (me sigue llamando) para que atizara a la hornilla. A las cinco de la mañana de todos los días y aprovechaba siempre para verte en el catre del patio, bostezando, y el agua esperando por tu cuerpo para iniciar el trajín.
Venías de una madre perdida no sé en qué pueblo de la sierra, de un padre que nadie supo, ambos fueron los que nunca regresaron. Tenías la angustia de los regaños de la abuela, como yo, la obligación del quehacer en la casa, el apoyo para juntar monedas de manutención.
Tenías la necesidad de la alegría, y trepabas los árboles, corrías descalza la tierra del barrio, montabas una bicicleta oxidada, jugabas a volados el paquete de tortillas, te arriesgabas para burlarte de tu derrota, de tu tragedia.
No tengo mejor sabor en la boca que el recuerdo del café tostado en casa, que las tortillas amasadas desde tus manos. En silencio nos veíamos mientras el trabajo de la mañana avanzaba. Tus faldas impecables, tus dientes chuecos, las pecas rodeando tu nariz y la sonrisa eterna en tus labios pequeños, delgados: un pincel preciso.
Hubo un día de encontrarnos en la falda del cerro, a orillas del río, mientras yo acomodaba la zafra de leña y tú levantabas verdolagas. Tampoco hubo palabras. Te seguí entre los mezquites y las jécotas, hacia la arena.
Mirabas al cielo, deshacías las trenzas de tu pelo, te recostabas de a poco bajo la sombra de un árbol.
Me veías, te veía. El ruido de las alas de una codorniz llenaba el aire. De tu boca la onomatopeya imitando el gorjeo, de mis ojos el delirio de verte la piel desde el cuello y hasta el vientre.
No supe si era un ritual consuetudinario el tuyo al desnudarte dentro de la sombra. Nunca las palabras interrogando la libertad de tus manos desechando la blusa, la falda. El corazón al rojo vivo latiendo en mis pupilas.
Vinieron después las noches de lluvia y verte con agua rondando los adoquines de la plaza, cantando a la par de los relámpagos, nuestro juramento, silvando de placer fresco dentro y fuera de tu cuerpo.
En un relámpago de tiempo también fue que se marcharon los días de tu presencia en los callejones, con las tortillas bajo del brazo, te llegó la inevitable belleza joven para arrancarte de tajo la inocencia de tus pies descalzos.
Hacen nubes y me llegas otra vez hasta adentro. Lo converso conmigo como si fueras tú, para hacer tangible tu existencia. Y sube la marea a mis sienes, porque no debí escuchar la conversación de tu abuela Chabela, porque no debí pasar por allí en ese instante.
Puedo jurar que no es cierto lo que dicen. Ayer me trepé al cerro, para contar los pasos que hay desde tu casa hasta allí. Escarbé en el río para corroborar la mentira.
Porque cuentan que el motivo de tu desaparición del barrio y para siempre, es el hurto y el pillaje, que los monederos todos de las deudoras todas los fuiste robando uno por uno. Que la alcancía de tu abuela la sembraste por un tiempo debajo del aquel árbol donde acostumbrabas quitarte la ropa. Que después te vieron disfrazada de mujer alegre dentro de una cantina y cantando para los hombres falsos.
De qué serviría enfrentar con la verdad a los que te nombran con mala voluntad. Mejor será seguir atizando la hornilla de tu abuela, mirando nomás de reojo la ausencia de tu cuerpo en el catre, las huellas de tus pies descalzos que conservo en los callejones de mi memoria.
Dicen los que me ven que han crecido mis canas, que el tiempo me dobla la espalda, que las rodillas me traicionan y resbalo fácil por la soledad que me habita.
Que nunca fui capaz de buscar una mujer que acompañara mi vejez. Cómo, digo yo, si la sonrisa en tu rostro vive aún dentro de mi garganta, y me la froto para sentirte siempre.
No hubo tal pacto, el cual en mi desesperación invento. No prometiste volver porque el vuelo de los desamparados no tiene la garantía del retorno. Ni posibilidad.
Ahora que te beso en el recuerdo debe ser ya de madrugada, porque el gallo de la abuela Chabela anda en revuelo. Froto mis manos para encontrarme con el instante más feliz del día. En unos minutos más te veré de nuevo, en tu catre vacío, en la risa intacta que me das mientras pongo otro leño en el fuego. Tarareo aquella canción.