viernes, 30 de octubre de 2009
Como un juego de niñas: te te te te te
Es otoño. El frío se cuela por la ventana. En el parque juegan los niños. Llevan puestas sudaderas con gorro. Los miro detrás del cristal. Un te de canela empapa mis labios. Un árbol me incita a salir y tocarlo.
Las páginas de El Financiero también me convocan. Es la seducción de sus letras una butaca en el mejor de los cines, el teatro callejero, un partido de futbol en el llano.
Admiro ese cúmulo de letras. Leer a Malú Huacuja del Toro, sabiendo que desde New York escribe anteponiendo su honestidad. Siempre aguda en la crítica, pendiente o automáticamente cuidando de su estilo en el decir lo que sabe y siente.
Es otoño y duelen las hojas de los árboles sobre la tierra. La mirada de esos niños que juegan a la inocencia entre los columpios y sube y baja. Hay una pelota sin aire cuyo esqueleto duele al rodar. Siempre me he preguntado el por qué Esmeralda con sus cinco años de precocidad es quien guía la ronda de juegos sobre el parque. Y un día me pidió que le regalara una cámara. Algún día, tal vez esta navidad, me convierta en su santa clos para dejarle al través de la chimenea, su petición. Me seduce verla construir fotografías, desde luego que con treinta y cinco milímetros, porque lo digital me parece moderno y frío, como este otoño.
Esmeralda. Veo su infancia, sus manos, su mirada que siempre escudriña, cuestiona. Entonces me voy al niño que fui y soy. Recuerdo bajo el brazo algunos periódicos, mi voz en oferta en el crucero de Rosales y bulevar Hidalgo, siempre puntual desde las cinco de la mañana.
Es diferente el mundo de esa niña del parque con aquel mío que se forjó en los años setenta. Entro en su sonrisa y me hospedo en sus travesuras inconcientes. Le jaló la sudadera a uno de los niños, le golpeó la espinilla a una de las niñas. Esmeralda entra en este cuerpo que soy a través de un te de limón.
No sé si ya lo dije, pero es otoño. Los pájaros son negros y juegan en el cielo. Pillan como el silencio que me encuentra con los ojos desnudos al amanecer. Las cobijas se niegan a estar en mi cuerpo y en un impulso la mirada es presa del horizonte, desde esa ventana que me conduce al parque otra vez.
No sé cuánto tiempo tardará en llegar Esmeralda, ni sé si las hojas del nim, la benjamina, el mezquite, me convencerán para que sobre sus raíces desparrame el agua. Rutinariamente lo hago, y más que rutina es un placer, porque converso con esas plantas, porque en su textura se inventa mi tacto.
No sé si Esmeralda existe o es sólo que ese sueño de su sonrisa viene para abrazarme de solidaridad, no sé cómo la magia del sueño se ha enterado que permanezco en la búsqueda de esa niña que una tarde infausta y de verano, se me extravió.
viernes, 16 de octubre de 2009
javier gándara se llama...
la plaza en duelo. los políticos se sonrojan. su deseo es ver limpia la ciudad. y estorban quienes trabajan para el sustento de sus hijos. qué asco el artesano, la vendedora de frutas. qué ofensivo el triciclo, la motocarro, los pirulines de hielo y enmielados. eso no está bien. los ciudadanos desean una plaza limpia, sin la agresión de un bombón de azúcar. al presidente municipal le causa urticaria la microempresa.(carlos sánchez).
martes, 13 de octubre de 2009
Descarga de hechos
Un perro rasgó la madera. Con los dientes intentó doblegar la puerta. Aullaba. Dicen que los poetas nacieron para morir solos. Los alcohólicos también. Y en soledad murió tu esposa (quien de poesía tenía sus manos en el lavadero), hace muchos años, en la misma casa donde ahora está ese auto de la Policía Estatal Investigadora, con agentes que intentan extraer tu cuerpo.
El perro que rasgó la madera está echado, debajo del lavadero por donde el agua y el jabón fue parte de la rutina familiar. El perro observa hacia la rendija que hay entre la puerta y el suelo. Su mirada cuenta un cuento de angustia. Los del gobierno aguardan la llegada de un cerrajero. No se atreven a derribar la puerta con la culata de sus armas, porque en estos casos, la violencia en los objetos alteraría el orden de la investigación.
Hace unos días, la raza te miraba entrar en los callejones del barrio, con el temblor de la resaca en los párpados. Venías de andar la vida con el morado en el ojo derecho, porque el Luis, tu hijo, te apedreó como respuesta al reclamarle que no moviera de posición la tele.
Y en el temblor estaban tus manos. En ellas la historia que nació en Nayarit, esa tierra a la que no regresarás. Porque según nos contaba el Luis antes de quedarse loco, que por venganza hundiste el puñal en el corazón de un tipo que le arrebató la pureza a tu hermana la menor. Corrías desde entonces. La mirada hacia tu espalda. Con el paso apresurado. Tenías en las manos el temblor de la desconfianza, los dedos en nicotina y un amarillo como evidencia de la adicción. Fumabas para alivianarte. Cuántas veces esa frase para conmover y te brindaran un cigarro.
Llegabas al barrio después de luchar la vida. Asmático ya de tanta mezcla y ladrillos, pintura y cemento. Venías con tu camisa suelta y los zapatos raspados de la punta. Con la memoria en el nombre de la Virginia, la madre de tus hijos, quien cometió adulterio cierta tarde de abril, en brazos de la muerte.
Al barrio. Allí donde por cuestiones de trabajo, alquilaste morada en una casa de asistencia. Entonces la mirada que te hizo toparse con su boca ya sin dientes y una peculiar belleza debajo de su pelo cano. Después nacieron la Ana, el Luis, el Fredy, la Julissa. Desde ti y la Virginia durmiendo en un catre, en el corral de la casa, entre las piedras que también un día rodaron desde el cerro. Para encontrarse.
En las uñas del perro se incrustó la polilla, de tanto insistir en el rasgueo contra la puerta, el aserrín con olor a húmedo formó una alfombra encima de la tierra. Un policía marcó una huella con su bota, la imagen quedó en la memoria de una cámara digital de la agencia del ministerio público. Días después, al juzgado cuarto, el policía iría a declarar como sospechoso de homicidio.
El cerrajero, cuestión de coincidencia, es el sobrino de Virginia, con el que apareces en una fotografía sosteniendo una veladora de primera comunión y está adherida a la puerta de ese refrigerador ya inservible. En sus manos el temblor es tan evidente como el de tus mañanas de resaca. No atina la ganzúa para abrir el candado. Pesa más que el sol sobre su rostro, la posibilidad de acertar con sus ojos la noticia que ya se rumora.
En el sonido de los radiotransmisores de los policías se escucha el nombre del Luis, tu hijo. A él le han preguntado por ti. Dicen que dijo que la última vez que te vio, estabas votado.
La ganzúa acierta ahora. El candado cede y los ojos de los vecinos se convierten en una cámara de alta fidelidad para registrar el instante. Los agentes acordonan el área, cobran derecho de piso con sus gritos y empujones. Cae entre las llantas de la patrulla, el Mechudo, el hijo mayor de tu esposa muerta. Adentro de la casa dicen que está tu cuerpo. El Mechudo grita que quiere abrazarte. Las manos y toletes le forman una valla inviolable.
Cobrabas la pensión del Seguro Social, para cambiar el cheque por caguamas. En carrera desenfrenada vaciabas los bolsillos. La alegría de tus amigos, las caricias de esa dama, que después de la muerte de la Virginia llegó para visitarte cada día de raya, estaban puntuales. Brindaban debajo del mezquite, en el patio de tu casa. Dabas un trago a la cerveza y después una dosis de de ventolín.
El Luis tu hijo no está, salvo su nombre en los radiotransmisores. Pero ha llegado el otro hijo, el Fredy, quien ahora es interrogado por los estatales. Y le abren la puerta para que te identifique. Sabe que eres tú. Reconoce tu camisa azul a cuadros. El tatuaje en tu brazo derecho con el nombre de su madre: Virginia.
Intentaste detener el cuerpo ante el dolor que te oprimía el pecho y te paralizaba la respiración. Te sujetaste del objeto equivocado. La lámpara no tenía cinta aislante en el remiendo del cable de corriente.
carlos sánchez