domingo, 30 de mayo de 2010
La fraternidad en un sombrero
carlosánchez
La vida se compadece y pone en mi camino a Federico Campbell, escritor, periodista (que es un pleonasmo). Lo encuentro con su camisa blanca, pantalón beige, zapatos de gamuza, y en su mano una pluma trazando un autorretrato caricaturizado.
La vida se dispone y me ahorca la imposibilidad de decir todo lo que deseo. Quisiera en la redacción plasmar la emoción completa, contar que he visto gracias a la virtud de la conversación con el escritor, las calles de Irak y una botella de salsa tabasco que le perteneció a un soldado mexicano luchando por Estados Unidos.
No me alcanza la capacidad para narrar el placer, la catarsis de encontrar a Federico Campbell Peña (hijo de Federico Campbell), en las palabras de su padre, y poder explicar al lector cuán agradecido estoy de este instante, por la fortuna de que en una conversación me nacen motivos para la existencia: la encomienda de leer La carroza negra de Bush, obra que narra las muertes de los soldados mexicanos en Irak, y es escrita por Campbell Peña.
Ante un café, Campbell me cuenta que anduvo puebleando por el río, que comió en Guadalupe de Ures, que pernoctó en Banámichi. Su mirada desborda, al contar el recuerdo, la alegría del paisaje verde que es esa región de Sonora. “Otro mundo, es como un lugar aparte de México donde la gente no espera nada del gobierno, nunca esperó nada del gobierno”.
Me invita a recorrer el centro de Hermosillo, en busca de un sombrero para regalar a su amigo Salvador Aguallo, generoso anfitrión para con el escritor. Federico, en el recorrido hacia la sombrerería, hace un recuento de las calles por las que le gustaba caminar cuando estudiante, y destaca la avenida No reelección que desemboca con la arquitectura de la capilla del Carmen.
Su mirada es incesante, sus conversación igual. Campbell es la alegría puntual al sentir el pulso de los latidos citadinos. Ya encuentra una revistería, en el mercado, de manera veloz indaga los encabezados de los diarios y como conjetura expone que le dan una hueva inmensa los periódicos, “porque estamos viviendo un tsunami de la información”, acota.
Federico igual expone que pregunta, mira su derredor y encuentra la muchedumbre en el corredor del mercado: “¿Y éstos hombres qué hacen aquí?”, inquiere. Continúa sus pasos para increparme: “No veo ninguna sombrerería, se nota que no conoces tu ciudad”. Le señalo con el índice El Mezquite, la tienda donde seguro encontrará lo que busca. Entramos.
Los sombreros se apilan y es el paraíso en los ojos del escritor. Es como si le abrieran las puertas del cielo. Es un niño perdido entre malvaviscos. Masajea, con la pupila, las formas, la textura, los colores.
Ante la atención de una dama intendente, la compraventa se convierte en una conferencia sobre el origen de los sombreros: su historia, el contenido de los materiales, la etimología de sus nombres. Un encuentro de las pasiones respecto de ese objeto que es una caricia para la mente.
Lourdes Robles se llama la dama que atiende. Y le expone regiones del perfil de persona que es Federico: “Porque usted vive a partir de lo que siente”, le argumenta, “y por eso le molestan las etiquetas en la ropa, en los sombreros”.
Después de analizar varias medidas, el sombrero preciso entra en una bolsa y se paga la cuenta, no sin antes, en el curso de la conversación, algunas fotos para el recuerdo, las coincidencias para las preferencias en la estética.
Cuando Campbell dice su nombre, la madre de Lourdes, que es también gerente de la sombrerería, lleva las manos a su rostro, se desorbita, pide entonces una foto por favor a la vez que manifiesta ser un orgullo para ella que Federico esté allí, en esa tienda.
Acuerdan que por la tarde asistirán a la conferencia que el escritor impartirá en el callejón literario, en el programa de Fiestas del Pitic.
La sonrisa es más que júbilo en Federico, por encontrar el sombrero para su amigo Salvador. El regocijo es también por el encuentro con las comerciantes de sombreros, quienes cuentan con agradable lucidez y un estilo perfecto para ejercer lo que le apasiona: su vocación de vivir en ese empleo. Porque lo manifestaron en la conversación: “nosotras queremos ponerle un sombrero a cada uno de los que habitan el mundo”.
Campbell con el sombrero en sus manos reinicia el recorrido de su mirada hacia el centro histórico de Hermosillo, y de manera natural el cuerpo lo lleva al mercado donde ya ordena un taco de cabeza, uno más, otro. Mira su reloj y se entera que es la hora de comer. Paga la cuenta y es invitado por el taquero para que regrese al día siguiente, a desayunar.
La vida se compadece y permite que un domingo, en el cual tampoco contaba con monedas para la gasolina, el autor de uno de los libros más maravillosos que he leído, La clave morse, deposite en mis manos un par de billetes, y me convoque a ponerle combustible al Vocho.
Después juntos recorremos el camino hacia el hotel donde se hospeda, no sin antes recrear en la plática y con gratitud, el interior de la sombrerería, e indagar las capacidades humanas de Lourdes y su madre, intendentes de El Mezquite.
Un domingo perfecto, para comer tacos de cabeza, beber las palabras, degustar con los pasos el recuerdo de esta tierra que llega a sus primero trescientos diez años de existencia. Un domingo para encontrar las palabras de Campbell mientras encuentra un sombrero para fraternizar.
sábado, 29 de mayo de 2010
jueves, 27 de mayo de 2010
El cazador de gringos: un paliativo contra los dolores
por carlosánchez
Qué más si no la frustración nos lleva a la cólera, la reacción, la rabia. Insistir en el racismo es, en este instante, y desde tiempo ha, una gota de agua en el cráneo de México. Constante. Insisten los políticos estadounidenses, y crean sus corrales jurídicos para reprender a los que buscan el bocado, mediante su trabajo, en tierras gabachas.
No es de gratis, ni una coincidencia, que El cazador de gringos, del dramaturgo sonorense Daniel Serrano, toque el vientre del sempiterno y polémico tema de la migración. Lo plantea, esos sí, con desmesurada capacidad lúdica, como pretendiendo que nos duela menos la agresión, la burla, es escarnio del cual somos víctimas los de acá de este lado. Los güeros como victimarios. Sólo que en la creación de Daniel Serrano, y partiendo de que la mente cobra su libertad para hacer existir, los güeros son el objetivo en la mira del rifle de un mexicano.
Jorge Rojas Fernández, guatemalteco y por ende conocedor también de las vejaciones que se ejercen todos los días en la frontera en contra de sus coterráneos, en ese intento de cruzar hacia allá, reúne al reparto preciso y los va dejando ser en sus propuestas actorales: Vicente Benítez, Laura Hurtado, Arturo Velázquez, Jhonatan Tautimez, Juan Loaiza y Sarahí Noriega.
Ellos, algunos egresados de la Academia de Arte Dramático, otros maestros de la misma escuela, se trepan a esa azotea donde ocurre la vigía constante en esa obsesión de cazar a los gringos.
Heberto, que es Vicente Benítez, el actor, mantiene ese pulso de rencor prendido de su mirada, de su enardecido discurso, el cual, en el desempeño de la obra, hará saber mediante su víctima que es Tony (Jhonatan Tautimez), miembro de la Border Patrol, que las rencillas van más allá que la negación al acceso de los connacionales para ingresar al país de las barras y las estrellas.
El rencor se concentra también en la pasión por los hijos, y las consecuencias para la fijación contra los estadounidenses, es la relación de la hija de Heberto con un “gringo prieto”, que un día se la llevó.
Jugar con el tiempo en el escenario es una virtud del dramaturgo. Construir la escenografía es el acierto del mismo director: Jorge Rojas. La atmósfera precisa para hacer sentir al espectador que los personajes habitan una azotea, y con los mismos efectos de iluminación, se dejará sentir la resistencia, esa condición social que no va más allá de los ingresos de un salario mínimo.
Durante el desarrollo de la obra, aporta también a una atmósfera de frontera, la musicalización: sonidos de claxon, el ruido constante de motores den marcha, las canciones de identidad mexicana como La puerta negra y Árboles de la barranca.
Al leer el título de la obra, posiblemente uno como espectador pensará que es un guión escrito en venganza contra la ley antiinmigrante SB 1070, o tal vez la conclusión sea que la propuesta es coyuntural. Pero ocurre que esta obra fue escrita y publicada hace ya algunos años. Porque sabido es por todos que el problema del racismo, en Estados Unidos, tiene ya su historia.
Y posiblemente al conocer el título de la obra, uno se convierta en espectador y ya en la butaca a esperar el discurso ideológico, la protesta, la marcha, la consigna sobre una manta. Afortunadamente, el dramaturgo se despoja de cualesquier posibilidad de retórica o panfleto, y escudriña más que el planteamiento social (sin dejar de serlo), el sentimiento de un padre que por pasión va de a poco construyendo una idea de venganza. Al subrayar en el paréntesis la frase: sin dejar de hacerlo, el objetivo es que no se soslaye esa dosis de ideología que también está en la obra.
Se agradece la puesta de este texto, sobre todo en este instante (o cualesquier otro), porque la inteligencia es una esfera que engloba la obra misma, desde la dramaturgia, hasta la dirección y actuación.
El dramaturgo hace lo suyo mediante la creación de los personajes. Los actores prestan sus cuerpos, sus voces y nos llevan de la mano durante casi una hora al análisis de un tema que tratado así, nos provoca también la risa. El director tiene tacto, por eso en este tiempo El cazador de gringos fue el argumento para que ese miércoles de mayo, y por la noche, teatro Emiliana de Zubeldía no se diera abasto en sus butacas.
Reírnos de nuestra tragedia, se ha comprobado una vez más, en esta puesta, es y será un paliativo para disminuir los dolores, sobre todo cuando uno puede ver a un gringo sometido por un mexicano. La crueldad será la misma si la violencia es de aquí y hacia allá, contra los del gabacho, sólo que en la inteligencia del dramaturgo, las acciones de los actores arrancan la sonrisa del público. Porque la venganza a tanto desprecio, se da de a poco, y entre diálogos irónicos.
En esta obra de teatro, un integrante de la Border Patrol, por decisión del escritor Daniel Serrano tiene que enseñar sus papeles y dar explicaciones a un mexicano. ¿Eso no es realismo mágico?
miércoles, 19 de mayo de 2010
martes, 11 de mayo de 2010
lunes, 10 de mayo de 2010
jueves, 6 de mayo de 2010
Lo que somos. Seremos
Encuentro por la calle a indigentes, perros muertos, notas de claxon como insultos. Me encuentro un sol y un montón de semáforos. Las patrullas incesantes que me rebasan por la derecha, la izquierda. Hay un rugido constante que es la vida. Y de un tiempo acá, la estridencia es una nota roja permanente.
Miro a un bongosero trepar a un camión urbano. En los collares sobre su cuello enseña el gusto por la artesanía, y en los golpes a sus bongós el deseo de atrapar la atención de los viajantes. Sé que al ponerse el sol el músico urbano descenderá de la ruta para ir al encuentro con su familia, y llevará en la mano pan y leche. Tal vez en otro camión obtenga algunas monedas, porque en la ruta cuatro, el chofer no está de buen humor. Un grito es la clausura para la interpretación del bongosero. A probar mejor suerte. Estirar la mano para hacer la parada al siguiente camión.
Dónde despierta la mezquindad del ser humano, me pregunto. Los ojos detrás de las gafas del policía intentan ser una respuesta a mis dudas. El chofer de la ruta cuatro, el que hace unos instantes apeó al bongosero del camión, ahora da explicaciones, y quién sabe si morderá la caja de monedas para poder continuar con su trabajo.
Miro perros muertos en las aceras de esta colonia al sur poniente de la ciudad. Miro una niña halando de las faldas de su madre. El llanto desgarra los oídos de ella, a mí se me incrusta en la mirada. Intento descender del camión, comprar un malvavisco para la niña, abrazarle con palabras y saber el argumento de su tristeza. La madre con la mirada advierte que no me acerque. Me retiro sin rumbo.
Por la calle Libertad de la colonia Villa hermosa, trabajaba cuando joven. En un taller de carrocería dejaba, o construía, mis ilusiones. Soñaba con ser propietario de un negocio de autos. Mientras planeaba mi empresa comía sopas instantáneas, con limón. Ahora viajo en una patineta. Y lo único que me pertenece es lo que llevo puesto. También soy dueño del recuerdo.
Cómo vine a recorrer estas calles que me llenan de nostalgia. Porque me hacen recordar a locos repartidos, los que no sé qué día extravié para siempre. Jugábamos carreras en las calles, brincábamos una cuerda, nos enseñaba a hacer fintas y tirar jabs el maestro carrocero. Nos presumía también sus años de pelear en Las Vegas, quedó, dijo, campeón novato del año allá en el otro lado. Pegaba duro y era un buen pintor de carros.
Miro los árboles, vestigios de una hornilla donde calentábamos el agua para la sopa, las tortillas de un día anterior. Las veo a lo lejos, detrás de esa malla de alambre. Recuerdo entonces las mañanas de café y galletas. Las herramientas en nuestras manos: un soplete, la pistola, el rach, los desarmadores, el porto power, las lijas, coladores y solventes.
Durante invierno trabajábamos de noche. Pintábamos trailers y uno que otro carro compacto. Enderezábamos chasises e injertábamos cabinas. Transformar los autos era nuestra especialidad.
Un día llegó el patrón con un Mercedes Benz, era el carro del siglo. Me miró a los ojos y me dijo: es tuyo el trabajo, aplícate, llevará laca y el color es plata. Lo había comprado el dueño del terreno del taller. Para su hijo. Con esmero lo pinté con el mejor transparente, para que brillara.
Pasaron los años y en esa estridencia que es la vida en una nota roja permanente, me enteré que el dueño del carro, el Junior, dejó de respirar dentro del negocio de su padre. Con una soga al cuello lo encontraron.
Miro en el recuerdo las herramientas y me lleno de nostalgia. Me concentro en los motivos de esa soga en el cuello del Junior. Miro los carros fugaces encima de la calle Libertad. Antes eran lerdos, ahora la violencia está encima de las llantas. Indago los posibles argumentos por los cuales el dueño del Mercedes Benz decidió irse para siempre.
Cavilo mientas me deslizo encima de la patineta, como si en ella intentara escaparme de mí. Una gota de agua es constante en la memoria. Un tic tac me obliga a la mirada hacia el Junior, el que siempre compartía los refrescos en el taller, el que podía pasarse las horas acompañándonos, sólo para acariciar con la vista su Mercedes Benz.
Dónde nació tanta mezquindad entre los que hacemos este mundito. Me pregunto. El viento me vuela en el pelo. Y sobre la patineta concluyo las razones del Julio para partir. En la soga encuentro su deseo de huir precisamente de la mezquindad que habitamos.