martes, 25 de octubre de 2011
Para Josefa: una feria del libro
Carlos Sánchez
El viernes cuatro de noviembre, por la tarde, estará recibiendo un reconocimiento a su trayectoria. Habrá emociones diversas. Sabrán, quienes son ajenos al oficio de la poesía, que el nombre de Josefa Isabel Rojas Molina está ligado a la escritura.
Sabrán también que como vocación tiene la fraternidad, y si los presentes se internaran en alguno de sus libros, entenderán porqué el oficio de la poesía es también una consecuencia, no una pose, no un invento desde la pretensión y la búsqueda del reflector.
Existen muchos, y muchas, que andan por ahí tras bambalinas de la literatura inventándose currículum y premios, asociándose para, en grupo, erigirse como escritores. Entonces orquestan encuentros, tocan puertas de instituciones gubernamentales, consiguen apoyos y pregonan gestiones que se encaminan a la promoción de la lectura. Muchos y muchas de los que allí se agrupan no saben siquiera leer. Pero escriben.
Quienes asistan a lo que será la inauguración de la Feria del Libro Hermosillo 2011, tendrán de frente la mirada de Josefa Isabel Rojas Molina, y tal vez sepan, en caso de que supieran leer las miradas, que la honestidad es un elemento invaluable para la construcción de versos. Conocerán también el respeto que los escritores netos le confieren a la poetisa quien sin pretenderlo ha construido la posibilidad de su nombre para quitarnos el sombrero al momento de saberlo, de escucharlo, de entenderlo.
Cuántos y cuántas van por la vida con sus libros debajo del brazo, como una pose para aparentar ser letrados o leídos. Cuántos y cuántas se colocan el gafete en el pecho para que todos vean que se asiste a un encuentro de escritores porque lo son. Cuántos y cuántas organizan tertulias, obtienen espacios en medios, electrónicos e impresos, y dicen y dicen sandeces y demás creyendo descubrir el hilo negro de la literatura. Cuántos son muchos. Y logran estos espacios gracias a la ignorancia de quienes los dirigen.
Y así van por la vida, auto nombrándose escritores, lectores. Y hacen de la literatura un botín para sus viajes, y obtienen trabajos con seguridad social, y organizan y se van a los festivales de renombre y hablan en nombre de la literatura sonorense, aunque quienes hacen realmente la literatura de Sonora, como Josefa Isabel Rojas Molina, por ejemplo, ni aparezcan en esas filas de afiliados a grupos que luego según nos representan en diversos escenarios del país, incluso en otros países.
Josefa vive allá. En Cananea, y muy poco baja a la capital. Es bibliotecaria y tiene como recámara el sótano de su casa, donde acompaña a sus padres, y a su hija Mariana. Lee un montón, escribe también un chingo. Un día me comentó que cada vez se le dificulta más la lectura, porque tal vez se le acabaron los ojos con tantas letras.
Ese día sentí una conmoción. Recurro a ella cada vez que evoco a Josefa. Pero no podría ser de otra manera. Apertrechada en las letras, y en su ciudad minera, ella eligió como oficio la permanencia con los suyos, y para demostrarlo, sin pretenderlo, está ahora este reconocimiento que se le otorgará en la Feria del Libro, un reconocimiento que no buscó, pero que le viene muy bien, porque a lo único que aspira Josefa, es a escribir y por ende a publicar. Este reconocimiento será un buen pretexto para que parte de su obra encuentre divulgación a manera de libro.
Estoy feliz, estamos felices, sus amigos, y los impostores, los que se dicen escritores, los que fingen sonreír al leer el nombre de Josefa, no les queda más que aplaudir ante la elección de esta edición de Feria del Libro. Seguramente estarán por allí, cuando reciba el reconocimiento, seguramente aplaudirán fingiendo alegría, y soñando que un día estarán en el lugar de ella, la homenajeada. Pero qué difícil se avizora esa posibilidad, porque los reconocimientos de la sociedad no se pueden inventar como se inventa un currículum o un premio. Se obtienen gracias a ese pacto que se hizo desde siempre con la honestidad, la sencillez, asumiendo las consecuencias.
Mientras esto ocurre, Josefa Isabel Rojas Molina seguirá siendo resonancia de pulcritud y honradez, porque nunca un tache. Así de fácil. Para constatarlo, están sus versos.
lunes, 17 de octubre de 2011
Porque no los labios
Carlos Sánchez
Estos son los versos de una canción que canta Jaime López:
El árabe tocaba / la armónica en la barda / y ella lo ahuyentaba / con piedras juguetonas / el siglo era joven / y ella una niña / que ya la alborotaba / el cuerpo las hormonas…
Y esta es la impotencia que me despierta la ausencia de Manuela Esmeralda, mujer de dieciséis años y a quien matara a golpes un tipo cuyo argumento para la violencia, según dijo al rendir su declaración, es la intolerancia ante el desdén. Quiso besarla a la fuerza, después de una fiesta, quiso tomarla porque sintió el derecho que según él le otorga el encaminar hacia su casa a una chica. Así lo dice un parte policiaco.
Al árabe en el patio, le daba de patadas / coqueta de reojo / saltándole la cuerda / y así el adolescente / fogoso insistía / tocándole a Angelina / tonadas muy muy viejas / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita / se llamaba Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
La armónica y su sonido entrañable, nostálgico, y me hace penetrar la oscuridad de esas calles por donde caminó por última vez Manuela Esmeralda, con su nombre que también me remite a aquella escena cruenta de una historia que construyera el chileno José Donoso, y donde ese personaje, de nombre Manuela, también feneciera en manos de la violencia.
Manuela Esmeralda tal vez caminaba con sus pasos despreocupados, feliz de sus primeras canciones en compañía de los amigos de la escuela, del barrio. Y en su casa los padres para aguardar su llegada. Pero el error fue decir sí a la oferta de quien se ofreció acompañarla. Porque a esa edad ni dios ni la malicia estuvieron de su lado, a esa hora cuando el perfume se desgasta y la feromona invade el olfato. Ni la luna llena apareció.
Los golpes de la vida / un día le cambiaron / su pueblo de alacrán / de la tierra nayarita / sería un infinito / rezarnos el rosario / así que del vía crucis / mejor ni hablar ahorita…
Porque octubre trajo su inmensa luz de noche, pero eso fue ayer, antier. Esa madrugada no. Esmeralda tan sola bajo el cielo, sobre la calle, de la mano de la traición, de la violencia convertida en un manojo de músculos para doler en cada uno de los golpes contra el rostro, el cuerpo.
El árabe tocaba / la armónica y lo veo / en un recuerdo que / de repente se le sale / el siglo ya envejece / y ella con arrugas / retorna a ser la niña / que vino a ser mi madre / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita…
Y dónde la luz de un rayo para cegar la violencia, dónde la voz de Manuela Esmeralda para atrapar el auxilio, dónde los gendarmes, las legislaturas, las marchas para implorar, reclamar, la paz, los listones color rosa formando un moño que pende de la solapa, dónde un grito para ahuyentar la violencia, dónde la consecuencia de los rosarios a la hora de la misa, dónde los principios que le inculcaron a él, dónde los sueños de ella, dónde en la ciudad que es civilización cercanía también del valle del mayo.
Manuela Esmeralda ahora es estadística, móvil para el salario de un ministerio público. Manuela Esmeralda la resonancia dentro del cuerpo de sus familiares, y un motivo irrefrenable para sentir que la respiración se nos escapa. Idéntico se escapó su aliento antes del amanecer.
Y apareció allí, en la calle.
Ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
Estos son los versos de una canción que canta Jaime López:
El árabe tocaba / la armónica en la barda / y ella lo ahuyentaba / con piedras juguetonas / el siglo era joven / y ella una niña / que ya la alborotaba / el cuerpo las hormonas…
Y esta es la impotencia que me despierta la ausencia de Manuela Esmeralda, mujer de dieciséis años y a quien matara a golpes un tipo cuyo argumento para la violencia, según dijo al rendir su declaración, es la intolerancia ante el desdén. Quiso besarla a la fuerza, después de una fiesta, quiso tomarla porque sintió el derecho que según él le otorga el encaminar hacia su casa a una chica. Así lo dice un parte policiaco.
Al árabe en el patio, le daba de patadas / coqueta de reojo / saltándole la cuerda / y así el adolescente / fogoso insistía / tocándole a Angelina / tonadas muy muy viejas / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita / se llamaba Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
La armónica y su sonido entrañable, nostálgico, y me hace penetrar la oscuridad de esas calles por donde caminó por última vez Manuela Esmeralda, con su nombre que también me remite a aquella escena cruenta de una historia que construyera el chileno José Donoso, y donde ese personaje, de nombre Manuela, también feneciera en manos de la violencia.
Manuela Esmeralda tal vez caminaba con sus pasos despreocupados, feliz de sus primeras canciones en compañía de los amigos de la escuela, del barrio. Y en su casa los padres para aguardar su llegada. Pero el error fue decir sí a la oferta de quien se ofreció acompañarla. Porque a esa edad ni dios ni la malicia estuvieron de su lado, a esa hora cuando el perfume se desgasta y la feromona invade el olfato. Ni la luna llena apareció.
Los golpes de la vida / un día le cambiaron / su pueblo de alacrán / de la tierra nayarita / sería un infinito / rezarnos el rosario / así que del vía crucis / mejor ni hablar ahorita…
Porque octubre trajo su inmensa luz de noche, pero eso fue ayer, antier. Esa madrugada no. Esmeralda tan sola bajo el cielo, sobre la calle, de la mano de la traición, de la violencia convertida en un manojo de músculos para doler en cada uno de los golpes contra el rostro, el cuerpo.
El árabe tocaba / la armónica y lo veo / en un recuerdo que / de repente se le sale / el siglo ya envejece / y ella con arrugas / retorna a ser la niña / que vino a ser mi madre / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita…
Y dónde la luz de un rayo para cegar la violencia, dónde la voz de Manuela Esmeralda para atrapar el auxilio, dónde los gendarmes, las legislaturas, las marchas para implorar, reclamar, la paz, los listones color rosa formando un moño que pende de la solapa, dónde un grito para ahuyentar la violencia, dónde la consecuencia de los rosarios a la hora de la misa, dónde los principios que le inculcaron a él, dónde los sueños de ella, dónde en la ciudad que es civilización cercanía también del valle del mayo.
Manuela Esmeralda ahora es estadística, móvil para el salario de un ministerio público. Manuela Esmeralda la resonancia dentro del cuerpo de sus familiares, y un motivo irrefrenable para sentir que la respiración se nos escapa. Idéntico se escapó su aliento antes del amanecer.
Y apareció allí, en la calle.
Ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
miércoles, 5 de octubre de 2011
Silencio ausencia
Escucho los pájaros. Tengo un té y la resaca. La cartera sobre el buró, vacía. Anoche fue la resurrección del pecado, el divertimento como una culpa.
Anoche me arroparon sus manos, resbaló por mi rostro con su tacto. Vino como aquella vez cuando niña y me susurró al oído el secreto que guardaba.
Tengo ahora el silencio, los pájaros que también acuerdan la desbandada, el té que aminora, mi madre un recuerdo y su nombre impronunciable en el interior de la casa.
Vino, dije, y estuvo entre canciones de radiola, con sonidos de acordeón y bajo sexto, bailando para mí, y para ellos que también la veían sin disimulo. Quién puede fingir indiferencia ante una luz que encandila de tanto brillo, y sobre todo cuando esa luz llena todos los rincones, y en esta ocasión vino para llenar la cantina.
Vino y no supe cómo llegó, de pronto estaba a mi lado, diciendo su nombre como si yo necesitara que me dijera quién es y dónde nos conocimos. Con una frase le expliqué todo, eres hija de Nacho. Y recordé entonces las mañanas que Nacho llegaba acompañada de su hija para dejarla de encargo con mi madre antes de trepar en el camión que nos llevaba a trabajar en la mina.
Recordé en ese momento también la manera con la que ella me miraba en esos años, recordé de a poco la ocasión que la encontré detrás de la cortina dentro del cuarto donde yo dormía, donde duermo. Recuerdo ahora que se recostó sobre mi pecho, y dibujó con su dedo índice un camino imaginario sobre mi piel.
Ella también lo recordó, pero no lo dijo, sólo me miró y empezó a mover su cuerpo, con una cadencia que ahora me deja más solo de lo habitual. Movía sus manos y mientras bailaba yo la sentía recorrerme con sus dedos, se paseaba por mis hombros, por mi rostro, y la veía y me preguntaba si serían ya los tragos que me hacían sentir lo que estaba sintiendo.
No paró de bailar, una y otra canción, una más. Así durante la noche, el ruido de sus tacones persiguiendo el ruido del bajo sexto. Yo a intervalos dando uno que otro grito que son rigor en el interior de una cantina.
Y allí empezó este sentimiento de tristeza, de a poco la alegría se tornó en vacío, afanaba por seguir sintiendo sus manos por mi piel, y nada, de pronto y como un rayo que llega y se va así se fue el divertimento. Ella iba de aquí para allá, y se ufanaba de tanta celebración de los otros quienes admiraban sus movimientos.
Quise entonces por honor a la familia de mi amigo Nacho, decirle que acá son otros tiempos, otras formas, que distinto, muy distinto es la fiesta a según de esos lugar de donde ella venía, pero no, no dije nada porque bien sabía yo que estaba mintiendo en mi intención de capturarla. Pretendía tal vez llevarla a mi lado, entrar en este mismo cuarto en el que algún día ella entró en silencio, en este cuarto que es el mismo en el que ahora despierto para encontrarme solo otra vez.
No recuerdo cuál fue la última canción, sin embargo sí recuerdo el final de aquél día cuando me trepó y con sus manos pequeñas dibujaba el camino imaginario sobre mi pecho.
Recuerdo que me le quedé mirando, no podía hacer más, no podía incluso ni hablar, sintió mi mirada y el camino que dibujaba de pronto encontró otras veredas, cambió de rumbo y en un instante su manos provocaron que de mí naciera un río. Ella sonrió antes de entrar en la corriente, después, también en silencio, desapareció con pasos pequeños.
Un día su padre la mandó a casa de sus tíos para que estudiara en la ciudad. Un día también a Nacho se le cayó la cara de vergüenza e intentó ocultar el nombre de ella. No la volvimos a ver, ni a mencionarla en las pláticas en el interior de la mina. Nacho, como es destino, también se fue un día. Para siempre.
Y la he visto de nuevo. Con otro cuerpo, con otras manos, con la misma mirada. No sé si volveremos a encontrarnos, no sé adónde me lleven estos recuerdos, no sé si me lo invento o los pájaros regresan para despojarme los silencios, y traerme las ausencias.
domingo, 2 de octubre de 2011
¿Adónde van los desaparecidos?
carlosánchez
Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.
Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.
Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.
“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.
Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.
Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.
Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.
Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.
Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.
Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.
(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)
Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.
Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.
Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.
Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.
Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.
Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.
“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.
Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.
Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.
Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.
Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.
Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.
Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.
(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)
Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.
Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.
Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.