por Carlos Sánchez
Miro la ciudad convertida en un perro callejero. Hace muchos años, cuando trabajaba en el taller pintando carros, un colega venido desde Veracruz, me encaró encabronadamente para reclamarme porqué en este lugar hay perros muertos por todas partes.
No recuerdo cuál fue mi respuesta, tal vez viajé con el pensamiento hacia otras ciudades del país y pude ver que en ellas no existen los perros muertos en las banquetas, en las calles, en los baldíos.
Hace años ya de eso. Esta mañana mientras caminaba hacia la escuela de mi hijo, he vuelto a encontrar la muerte en los perros. Uno tirado en la acera derecha, hinchado, a punto de reventar, otro sobre sus patas que con dificultad aún mueven su cuerpo hacia la muerte que certera le llegará en cualquier instante. Llegará para salvarle de ese trance agónico en el que se encuentra. En sus ojos vi la muerte, asechándome.
¿Por qué existen tantos perros muertos en la ciudad, o callejeros, por qué no hay hogar para ellos? Por cada cinco minutos de recorrido en una ruta de camión urbano, encontramos cinco perros, uno muerto y cuatro en agonía. La culpa la tienen los gobiernos, los políticos.
Cuando reporteaba para un semanario fenecido, y en eso de las campañas políticas, tuve el impulso de preguntarle al candidato en turno, ese que buscaba su reino y lo alcanzó, su opinión sobre los perros muertos. ¿Qué hará con ellos, en caso del legar a la gubernatura? Estuve a punto de hacer la pregunta. Me limitó la insensibilidad que intuí en el candidato y en los colegas de la fuente. Sin duda habrían encendido sus burlas en carcajadas. Nadie habría entendido la pregunta. Y tienen su razón: porque los perros de la calle, los muertos y los agónicos, son parte natural del paisaje citadino, si desaparecieran, la ciudad no sería la misma.
Siguen siendo, pues, los perros, la evidencia de la indiferencia. Son objetos perdidos por ahí, con la diferencia de la posibilidad de arrastrarse, o inflarse hasta reventar.
Se nos olvida, o nunca supimos, que alguna vez tuvieron alma, (mojadita, como diría el poeta), o que alguna vez desde su garganta surgió un ladrido de felicidad que llenó el callejón, el barrio, la ciudad misma de ruido como evidencia de vivir.
El desprecio social por los perros tal vez sea porque todos tenemos una cicatriz dibujando un par de colmillos. O el recuerdo de aquellos días de soltarnos el estómago la carrera que por suerte y un pelito le ganamos al hocico amenazante que ya sentíamos clavarse en nuestras piernas.
Motivos existen para que en la ciudad se cuelguen como trofeos los perros muertos. Es la mirada centrada en el ruido de nuestras tripas. Y nada importa más que apagar el ruido de éstas. Es la necesidad de llegar a la tienda y llenar el carrito de esos objetos que se perderán por ahí tarde que temprano. Es la urgencia por el reflector, la silla, el podercito para lucir ante los demás. Incidir en el destino de los ciudadanos, compatriotas, por el bien de la nación. Es la urgencia.
Los perros, ellos qué, perros nacieron, y son poco menos que nada. Expresa es la información del político sonriendo y prometiendo, de ocho es la nota de la mujer robando comida en el súper y sorprendida por el guardia de seguridad. Un perro muerto en la calle es un motivo más para la indiferencia.
Pocos locos voltean a ver los animales. Casi nulos los enamorados de esos dichosos cuadrúpedos que revolotean en la alfombra de la sala, en la sobre cama, en el sillón. Los más, similitud metáfora precisa, andarán por la periferia, oliéndose el cuerpo y hurgando entre las bolsas un pañal desechable. Y encontrarán un minuto más de existencia.
Hace un par de años regresé a esa escena donde mi colega el veracruzano reclamaba encabronadamente la existencia de los perros muertos en la calle. Vi la nota en un medio y sentí el deseo de ir a buscarlo. Decirle quise que no en todos los países es igual, que en Venezuela existe una casa que asiste a los perros de la calle. Que es Fernando Vallejo, escritor colombiano (autor de La Virgen de los sicarios) quien después de obtener un premio de cien mil dólares, los donó a esa casa de amor a los perros.
Mi colega el veracruzano no ha vuelto por mis pupilas. Me cuenta el Toño, dueño del taller donde trabajábamos en ese tiempo, que al Chapo lo vieron morir de soledad, en las calles de Tijuana, a donde se fue hace años a encontrar la vida. Y encontró la muerte, en las calles, como esos perros que tanto le colmaban, hasta llenarlo de impotencia,y rabia.
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