lunes, 2 de junio de 2008
Río fiesta y regazo
por Carlos Sánchez
Mis ojos resbalan hacia el agua de ese río embravecido. En la vorágine contemplan los peces maravillados de tanto color en el cielo. Los siento solos y a pesar de la multitud. Hay la voz de una niña cantando las estrofas que le enseña un payaso. Hay el silbato de un policía ordenando las calles, las banquetas, el corazón citadino que celebra el natalicio de su ciudad.
Existe la clase dominante, los que organizan la fiesta para después cosechar: el otro escalón, los peldaños como reto para ordenarlo todo y esculpir el poder. Existe también la despreocupación de los que poseen como vida un alud cotidiano. Y acatan la invitación pendiendo de los postes en la calle con carteles coloridos.
Hace unos años que me ha parecido bien la idea de vivir. A veces lo logro. Abrazo febril los instantes de placer en las otras miradas, los otros cuerpos celebrando la música y empuñando un vaso térmico con cerveza fresca.
Anoche mis ojos fundaron un río oscuro en el umbral de palacio municipal, y mientras la gente bebía y se mofaba preguntándole al policía dónde venden cheve y éste custodiaba comida, yo generaba agua en los párpados: eran por el dolor del yeso en el pie izquierdo del oficialito.
Por qué un agente debe trabajar si está lesionado, me preguntaba, le pregunté. La respuesta ni yo ni él la sabemos. Pero existe tal vez el argumento del poder, para que desquite el sueldo, o para que no deje de disfrutar el placer del trabajo.
Le decía con la mirada y con palabras, que uno de los platos de comida debería regalármelo. Indiferente un monosílabo concluía con lo que yo pretendía fuera un diálogo convincente: quería comerme ese pedazo de pan, y frijoles, sopa fría, cocacola. Que tal vez ni ese era el menú, sin embargo el hambre me hacía soñarlo. ¿Me dio un plato de comida el policía? Tampoco lo recuerdo.
Mucho más antes, cuando se hacían las ferias en el Vado del Río, y llegaban circos y juegos de sillas volando, cuartos pequeños con hombres vestidos de diablo retando a la puntería de los chavales para que le atinaran un pelotazo en el rostro, yo me dedicaba a ver los animales en cautiverio, con las moscas rondándole los ojos. Siempre me llamó la atención el dolor de los demás, que debo reconocer nunca me es ajeno. A veces placentero.
Han pasado muchos años de esas primeras aguas de algarabía partiendo la ciudad. Me maravilla saber que sigo en la misma tesitura, el inexorable deseo de observar hacia todos los rincones, los más oscuros de la fiesta.
Anoche, por ejemplo, mientras el contrabajo dibujaba notas al viento, yo me perdía en los brazos de una mujer que tenía en su regazo a una niña. Veía cómo le acariciaba la frente, le acomodaba el pelo, la observaba atónita, como si en ella viera la muñeca que nunca tuvo, la infancia recuperada, los motivos más preciados para seguir con un corazón latiendo.
Podría asumirme erudito, y decir que había esperado todo el año para escuchar a ese magistral grupo, el Big Band Jazz, y saber y confesar que estoy mintiendo. Y con honestidad inevitable debería acotar que la interpretación más bella estuvo esa noche.
No obstante, la música se fue de facto, nada recuerdo de esas melodías, y es falso si digo que las disfruté un instante. Las palmas de la madre de esa niña dormida en su regazo, me hicieron volverme niño y disfrutar del tacto: me desborda el placer de la ternura al recordar y volver a mirarla.
Nada ha sido tan bello ante mis ojos, desde hace muchos años, como esa boca dibujada encima de unas piernas madres tan infantiles también como su hija. Estaban ambas sentadas sobre una banqueta, a unos pasos de la multitud, adentro de una esfera plena de romance, podría decir que eran una sola mujer.
No tengo la capacidad de los escritores para describir la textura del pelo, el color de sus ojos que son idénticos; no hay el talento, ni lo pretendo, para calcular las edades, o su situación socioeconómica por el tipo de vestimenta, y lo que es más: no estoy seguro si es real haberlas visto.
Absorber la imagen del grito briago, el movimiento sensual, la caricia libidinosa, es inevitable en ese tumulto cotidiano. Es la fiesta el móvil de la asistencia.
He vuelto esta mañana a ese sitio, y el lugar es un desierto. He vuelto porque en el río debe haber luz e intento recuperar la presencia de ese instante maternal. Dos mariposas como broche para el pelo, a un lado de una bolsa de sabritas y una lata de soda vacía, son el único indicio de que anoche hubo algarabía, y de que esa niña en el regazo tal vez estuvo allí. Nunca estaré cierto, pero sí de las notas de anoche, adentro de ese río oscuro, con pianos y voces en el cielo, que jamás fueron tan banales ante las manos de una madre niñas recorriendo la frente de su hija, en mis ojos.
Volveré más tarde. Quiero refrendar la existencia del sito, la banqueta, los pasos de una madre que imaginé volar en la cabina de un taxi, hacia un barrio de la ciudad.
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