viernes, 8 de agosto de 2008
Pedalear
por Carlos Sánchez
La casa se convierte en un chaleco que me blinda la posibilidad de la respiración. Urge llevar el cuerpo hacia el ruido de la ciudad. Trepo en mis zapatos y camino sin rumbo definitivo.
El sudor me recuerda que es agosto. Veo las banquetas, los cables pendiendo de los postes, los grafittis llenando las paredes, la manipulación de los colores construidos desde una lata de espray en las manos de un adolescente con la necesidad de encontrarse, de exhibir su existencia. Me maravillan los trazos.
De niño las bicicletas me hacían feliz. Huía de los gritos represores, del desamor consuetudinario. Tomaba los cuernos para pedalear la libertad.
Recuerdo entonces que hay una bicicleta cuyo nombre es Jacinta. Color guinda, tiene parrilla en la parte trasera, guardafangos impecables, palanca de velocidades. Camino ahora sí con un objetivo: el cuarto de cartón al final del corral de la casa de mi madre. Allí aguarda la bicicleta que compré en abonos de cien pesos quincenales. Camino y el claxon de un sedán blanco me detiene, el pelo largo y los ojos llenándole el rostro, me convocan, no hay manera de negarme al aventón, más bien lo solicito.
En el asiento trasero una niña lucha con su llanto para que me bajé de su auto, la madre juega a contentarla mientras avanzamos por el periférico, hacia la casa de mi madre. Hago una tregua con la mirada, la niña sabe, por su inteligencia, que pronto bajaré de su auto. Se reconforta.
Una rola de Real de catorce narra las peripecias de un amor a contra ley, la conductora explica que esa canción es para mí, en mi introversión le digo que aborté mi casa porque no me gusta la vida que llevo, demasiado tiempo dentro de cuatro paredes, que la ciudad es sinónimo de vida y cuán necesaria se presentan ahora las calles en mi cuerpo. Con un beso al viento cierro la puerta del sedán.
Encuentro en su morada, los brazos siempre dispuestos de mi madre, su atención para con mi nombre, su deseo de saber que estoy y estaré bien.
Me mira con entusiasmo mientras limpió la bicicleta y le repaso las actividades de mi día. Nada trascendente: escribir por la mañana, resolver la manutención de esas horas, un poco de tristeza para no perder la costumbre, encontrar la emoción otra vez al hilvanar los textos. Por ahí se va el trajín cotidiano.
Pedaleo la Jacinta. Siento en mi rostro el viento y el pelo que me vuela por los hombros. Soy el dueño de mi tiempo, la libertad del aire me llena los pulmones de vida. Apenas ayer niño adolescente insistía en la pregunta de cuándo seré grande para ser libre. Lo soy. Y envejezco a prisa.
Brincar las guarniciones para avanzar en sentido contrario es un reto desde siempre. Trasgredir las reglas es un encanto. Recuerdo lo del camión aquel que se atravesó en mi camino, y sin más recurso que los reflejos, y para evitar el impacto contra las láminas, deslicé la bicicleta y mi cuerpo pasando así por debajo de la carrocería. Me levanté, sacudí el pantalón ante el asombro de los usuarios que me vieron sorprendidos, tan llenos de miedo como yo. Salí victorioso, como si barrerme para lograr la faena fuera parte del guión de mis días en bicicleta. Todo está calculado, repetía en mi memoria para ahuyentar el temblor en mis piernas y las ganas de llorar ante el pánico de lo que pudo ser. Doña Marta, vecina de mi abuela, trepada en el camión, me gritó: vete a tu casa chamaco baboso.
Pedaleo ahora convencido de esta frase que me ha salvado tantas veces: para estar donde estoy es demasiado. Me lo repito para evadir la angustia a veces de la austeridad, de las imposibilidades estas de transar para tener monedas, de remarcar constantemente la persecución de la congruencia, intención que me lleva a la radicalización y como consecuencia a esta isla de soledad.
Un semáforo detiene mi vuelo, dos niños juegan a ganarse la vida expulsando fuego de sus bocas, una niña me regala la última flor de la tarde, la que no pudo vender. Lo hace con una sonrisa que rebasa la belleza de la flor. Soy un afortunado. Me conmueve hasta las lágrimas el gesto, porque creyendo no merecer nada, me lo dan todo. Chingada madre.
A la conductora del sedán blanco la tengo metida en la conciencia, en el deseo, desvío la dirección de las ruedas, sujeto la flor con mis dientes y me lleno de valentía: esa casa donde vive la dama que me ha dado el aventón, la misma que me cierra sus puertas por la intolerancia de sus padres, es ahora el objetivo de mi viaje.
No me importa la persecución que hará el perro ladrándome, ni la mirada perdonavidas del padre dictador, ni el riesgo de un regaño, o una pedrada buscando mi cabeza. Avanzo.
Son diez metros, quince, los que me separan del objetivo, el corazón se desborda, tiemblo, tomo la flor en mi derecha y al pasar por el umbral de la casa, aviento con todas mis fuerzas la flor. Suspiro de pensar que sabrá de dónde proviene el obsequio. Lo tendrá en sus manos, lo pondrá en su pecho y dormirá con el polen imaginando mi olor.
qué lindo, Carlos, aunque desolador, al imaginación a veces no basta...
ResponderEliminarTe dejo un abrazo, merecedor (por supuesto que sí)
"creyendo no merecer nada, me lo dan todo"
ResponderEliminarCarlos: sólo recuerda lo que dijo el zorro de El Principito.
un abrazo de los Picapiedra, je.
Y también yo te dejo un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarHola Carlos
ResponderEliminarMe dan ganas de volar pedaleando
más allá de la condenación diaria
ups no se andar en bici … pero tengo que aprender.
Gracias, por tu gran apoyo, por tu linda amistad
te dejó un gran beso en patines
Señor Sànchez, Señor Sànchez, Señor Sànchez...
ResponderEliminarse estreñan sus letras por aquí
un saludo
Los regalos aumentan su relevancia cuando no los merecemos ...
ResponderEliminar¿Dónde andas, Carlos?
ResponderEliminarTe dejo abrazos
Cuídate