lunes, 23 de marzo de 2009
Cananea: cuna de la revolución, colchón de la incertidumbre
Letargo económico, ansiedad de resolución al conflicto minero sindical, y ante estos factores, la pobreza dice presente.
Carlos Sánchez
En el parque Juárez Ramón juega con su infancia a mover el agua de la fuente. En sus manos están los indicios de la pobreza. “Me da rasquera porque soy alérgico a la tierra y a los perros”.
En Cananea, Sonora, un día antes de iniciar la primavera, se vive la incertidumbre por la huelga en la mina, la que ya va para dos años y de su resolución, ni indicios.
También esta tarde de viernes los policías federales habitan las calles, los hoteles, la ciudad casi completa, como aves en desbandada.
Nadie sabe cuál es el motivo de la visita de más de trescientos agentes, ni ellos mismo están enterados, a decir de un uniformado que come un pan y toma leche en la recepción del hotel Alameda.
A la ciudad también arriban los mineros, los inscritos en el sindicato, los que por unos días tomaron la caseta de peaje de Hermosillo, adonde fueron, según dicen, a pie, para manifestarse por sus derechos. Los camiones de donde descienden los trabajadores se estacionan frente al edificio del sindicato, en cuyo umbral un rótulo impreso en una manta acusa de ladrón a Germán Larrea, accionista del Grupo México, quien administra la mina.
Nadie sabe si la presencia de federales es por la existencia del narco, o esas bandas de polleros que, aunque triste parezca, aportan a la economía de algunas familias.
En Cananea todos los caminos apuntan a la incertidumbre, a la crisis, y a la violencia.
Lo dice el taxista: “Los mineros ya se deberían de poner a trabajar, el sindicato sólo ha servido para convertirlos en holgazanes. Antier dizque se habían ido para Hermosillo a pie, usted cree que se van a ir caminando, apenas salieron y agarraron el camión”. Lo dice la señora que vende boletos en la central de autobuses: “Ojalá que ya termine la huelga, porque si no, esto se va a poner peor”.
El comentario sobre la apremiante solución al conflicto minero se generaliza. Todos saben que de la mina depende la economía, incluso la existencia de Cananea.
La historia de ser cuna de la revolución, en poco o nada ha servido a las actuales generaciones de cananenses. Un letargo se respira en la atmósfera. La palabra pobreza es toral en las conversaciones.
¿Qué son abusos deshonestos?
Ramón crea con sus manos un remolino de agua en el interior de la fuente. Al observar hacia atrás encuentra el lente de una cámara. “¿Me tomas una foto?”, pregunta. El fotógrafo dispara en la humanidad de Ramón, que posa bajo argumento de regalarle la impresión a su abuelita. “Porque en mi casa no hay ninguna foto mía”.
Ramón tiene siete años de edad. Asiste a primero de primaria, esa tarde acompaña a su abuelita que vende discos de música y películas en el umbral del banco frente al parque. Después de imprimir la fotografía en un servicio expres, el niño la observa y en sus ojos se enciende la alegría. “La pondré encima de la mesa”, dice, para después contar cómo es su casa:
“Vivo en la colonia El dorado, mi casa es guinda con blanco, tiene plantas pero no tiene cerco, hay tres cuartos, donde yo duermo tengo cuadros del spider man”.
Ramón se talla los brazos, la piel está apunto de estallarle, de insistir con sus uñas, pronto podría nacer un chorrillo de sangre.
“Tengo alergia, a la tierra y a los perros. Yo vivo con mi abuelita, mis papás viven en otra casa, mi papá también vende discos, igual que mi nana, los vende en las gasolineras, mi mamá anda cuidando a los niños, tengo dos hermanitos, pero uno tiene varicela, es el más chiquito”.
Mientras quita la envoltura a un dulce, Ramón dice que ya quiere que llegue el día de los Ramones, “para ver si mi papá me arregla la bicicleta, siempre dice que me la va a arreglar, pero nunca me la arregla. Le faltan dos cámaras, mi papá nunca me las ha comprado, mi nana sí me las compró pero no tiene nadie que me las ponga”.
La bicicleta se pasea en su imaginación, de allí Ramón fluye hacia los alimentos de ese día: “Comí nieve, y luego me dio un pollo mi nana. ¿Vamos para que me tomes una foto con ella? Luego le voy a sacar una copia, se la voy a llevar a mi tata al Cereso para que le haga un cuadro. Mi tata está en la cárcel porque una chamaquita pensó que mi tata quería violarla, y luego no la violó, y luego las chamaquitas se metieron adentro y luego mi tata se fue, no se metió adentro de la casa. Es una chamaquita bien mentirosa, siempre me pega en la escuela, ella tiene doce años, está en sexto, me pega porque dijo que mi tata es un violador, y no es cierto, y en la cárcel le pusieron abusos deshonestos, ¿qué es eso, deshonestos, eh?”.
No hay respuesta. Un niño ofrece un vaso de soda por lo que guste cooperar. Ramón desenvuelve otro dulce, da un sorbo al refresco, abandona la banca de la plaza y se dirige hacia el umbral de un banco, donde su nana vende discos.
Puras injusticias
“Nana, te trajimos una soda. Él la compró, y nos va a tomar una foto, mira la que me sacó”. El niño se sienta a un lado de su abuela, ésta sin preguntar observa al fotógrafo. En sus ojos está la angustia, el tedio de la espera. “He vendidos tres discos en todo el día”, se lamenta.
--Me dice Ramón que le tome una foto con usted, ¿cómo ve?
Abuela y nieto posan para la cámara. La inocencia llena el lente, mientras, los claxon de carros celebran la manifestación de una competencia de belleza, en el cofre de los autos los vestidos de gala y las manos de niñas en pubertad dicen adiós a los transeúntes, también tiran flores, y besos.
La abuela que se llama Leticia Camargo, conversa sobre su horario de trabajo: “Aquí estoy viernes, sábado y domingo, trabajo todo el día. ¿Eres de aquí? Yo tengo un hermano que es periodista, trabaja en la revista Proyección, él es muy buena onda.
“El trabajo aquí está muy flojo por los mineros que están en huelga, y no se les ve mucho ánimo de trabajar, por eso aquí se han cerrado tiendas, se ha ido gente a buscar la vida a otra parte. Yo tengo dos años trabajando en esto, y sale muy poquito.
“Ahora necesito completar para el pasaje a Hermosillo, andaba juntando dinero en un bote, porque mi nieto tiene mucha alergia, y no sabemos de qué le viene, ya lo llevé al DIF pero me mandaron para Hermosillo, no tengo dinero para los gastos, yo mantengo mi casa con la venta de discos que son de mi hijo, él me da veinte pesos por cada uno que vendo, ganamos la mitad cada quien, a veces me va bien”.
Una pausa en la conversación es inevitable, Ramón levanta su camisa y clava sus uñas en los brazos, doña Leticia le suplica: “No te rasques, amor”, el niño espeta: “Me da mucha rasquera”.
“De aquí me voy hasta las nueve, aunque ya me habían quitado, pero les gané porque saqué un permiso cuando estaba el otro presidente, el que acaba de salir, dice que en su lugar quedó un regidor, a ver si no me quitan otra vez”.
Doña Leticia no cesa su mirada en la piel agrietada de Ramón. Los párpados son una compuerta, casi al punto de la derrota.
“Y mi esposo está en la cárcel, (nana, ya le dije, dice el niño), inocentemente. Ni mi hermano me ha podido ayudar, porque no lo quieren, porque yo me junté con él, pero él es inocente. Pasado maña iré a verlo, la visita es jueves y domingo, pobre mi viejo, puras injusticias se cometen en este pueblo”.
Las palabras se atoran en la garganta de Leticia. Un mutis encierra la atmósfera, Ramón rompe el hielo al extraer de la bolsa de su pantalón un puño de dulces que ofrece al fotógrafo: “Son los que agarré cuando los carros llevaban a las reinas, los estaban tirando al viento, nadie agarró más que yo”.
Arraigo paternal
Los hoteles están abarrotados. De algo ha servido la presencia de federales en Cananea: un respiro a la empresa, la fluidez de monedas aunque sea de maneara breve.
En hotel Safari las habitaciones que no son muchas, están ocupadas. Aparte de los federales, pernoctan allí algunos judiciales que resguardan algunos jóvenes en proceso. Unos están arraigados por homicidio, otros por robo a una casa de cambio.
Don Rafael Cruz es pensionado de la mina, muy temprano llega al hotel con un par de zapatos bajo el brazo, dice que los lleva a su hijo Jorge, que lo tienen arraigado por robo. A don Rafael no se le dificulta dejarle los zapatos a su hijo, los policías le permiten incluso ver al detenido.
“Qué cabrones, los tres arraigados estaban echadotes, no tienen madre, como si nada hubiera pasado”.
A decir del padre indignado, su hijo Jorge tiene un problema mental, porque de niño lo llevó a un siquiatra, y éste le diagnosticó una enfermedad que ni él sabe cómo se llama, menos cómo se cura. Si no lo cuidas, ese niño se meterá en problemas fácilmente. Eso le dijo el doctor, y así ha sido.
“Mi hijo es pendejo de tan noble, hace unos meses acaba de salir de la cárcel, duró cinco años encerrado, pero por andar con esas amistades y no decir que no, ahora está preso de nuevo. Tan bien que trabajaba en la gasolinera limpiando vidrios”.
El bigote le cubre la boca a don Rafael, en su cuerpo se reflejan esos años de andar en la mina, donde sufrió un accidente del que no se pudo recuperar, “por eso me pensionaron, por eso ya no puedo hacer cosas pesadas, ahora me la llevo limpiando los corrales de las casas, levantando aquí y allá para poder comer. Y ahora con esta chinga de mi hijo encerrado otra vez. Es igual de pendejo que su chingada madre, tienen la misma enfermedad”.
La voz al viento y sus ojos en la ciudad. Rafael Cruz observa atento el desfile de camionetas en cuyas cajas las ametralladoras están sujetas en las manos de agentes federales.
“Mira, ahí van los AFI, desde que empezaron a matar policías en Cananea, el gobierno mandó AFIS, policías estatales, inclusive a militares, a lo que aquí se manifiesta el asesinato de los policías, yo me entero de cosas que no me importan, se supone que es por la venganza de un narcotraficante, por eso han venido a hacer operativos a lo cabrón. Esto pasa en Cananea, y por el conflicto minero se han cometido muchos asaltos, robos, desmadre y medio, por los mineros sindicalizados en huelga, y la gente dice, han de ser ellos, porque antes de la huelga no había tanta delincuencia, y ahora en la pinchi huelga, sí. Mira que hasta las barricas de la mina se han robado, dicen que las venden hasta por doscientos pesos para ayudarse a mantener a la familia, pero yo digo, las barricas, no chinguen. En el problema minero nadie hace nada, ni los dueños ni el gobierno federal ni estatal, el gobernador Bours nomás se lava las manos”
La familia de don Rafael consta de cuatro hijos, tres casados. Ellos le ayudan desde que su ex esposa decidió irse a vivir con otro, el que ya se murió. “Pero mis hijos, ahora en diciembre cuando hacía mucho frío me llevaron a casa de ellos, donde vive mi ex vieja, me dijeron que me quedara allí, que si no, no podría aguantar el frío, ahora estoy con ellos, y allí está ella, pero yo la veo nomás de reojo.
“Y ahora esto de mi hijo, pobre cabrón. Él desde chamaco ha sido muy vago, pero buena onda. La primera vez que cayó a la cárcel le achacaron un asesinato, pero él no fue, porque nunca ha sabido manejar armas, el que sabe soy yo porque aprendí en el ejército, y cuidado. La mamá del muerto atestiguó a favor de mi hijo, porque su hijo tenía los balazos muy certeros, en la frente, ella dijo que mi hijo no pudo haber sido, entonces él salió, pero la bola de camaradas con los que se junta, lo envolvieron ahora en ese robo, todo porque no sabe decir que no.
“Ahora que la mamá de él está muy enferma, le acaban de hacer unos estudios, y le salió, entre otras cosas, el crecimiento del corazón. ¿Qué el corazón crece?
--Sí.
“Me lleva la chingada. Y a mí que me dicen que la acuse de abandono de hogar, porque se fue con un amante, si se quiso ir por su propia iniciativa, que le vaya bien”.
Cananea se resquebraja. Alergia a la pobreza. Ajustes de cuentas entre narcos y policías. En sus calles pululan los carritos felices, los que ante una llamada entregan la dosis de droga requerida. De ese negocio también comen muchas familias. Los saben todos y ni siquiera es un secreto a voces.
Cananea: cuna de la revolución. Colchón de la incertidumbre.
gracias por este suvenir de canapas...
ResponderEliminarun abrazo
dos