sábado, 14 de marzo de 2009
Cuaderno de un reportero cultural
¿Qué pasa con la labor del reportero cultural hoy, ante un “Estado patrocinador” que impulsa proyectos culturales de poca calidad y destina gran parte de su presupuesto a la burocracia?
por Braulio Peralta/tomado de suplemento Laberinto, de Milenio
Pocos recordarán un filme de los 90, Cita con Venus, cuyo argumento planteaba el encuentro entre los, supuestamente, mejores cantantes, hombres y mujeres del mundo de la ópera, en París, para representar Tannhäuser. No era una película de buena factura según la crítica de cine, pero las dificultades que la trama muestra para montar la obra de Wagner, por los problemas sindicales, de divismo, de comunicación y de ausencia de amor por el arte, entre otras cosas, no está muy lejos de lo que sucede en nuestro país entre los artistas, el Estado e incluso las universidades, patrocinadores de las artes sin más interés, se dice, que brindar cultura a los mexicanos.
Del hedor de descomposición que prevalece en el ámbito del Estado patrocinador de la cultura y el de los artistas y sus intelectuales, hay una corresponsabilidad tan grande que, todo indica, parece no tener fin. México cuenta con instituciones culturales de una infraestructura laboral que absorbe poco más del 60 por ciento del presupuesto anual asignado, dinero que tendría que invertirse en apoyo a los creadores de arte para que éstos generen, precisamente, obras artísticas, y que no obstante se destina a funcionarios y trabajadores del ramo. Salarios para sindicalizados. El resto del presupuesto es para los artistas e intelectuales de este país. (Nada tengo contra los trabajadores. Pero sí cuestiono el mal endémico de la burocracia en un país que no supo crecer adecuadamente, convirtiendo a sus trabajadores de la esfera cultural en la trampa para un enjambre por su envenenada ineficiencia, prepotencia y en no pocos casos su arribismo y saña, tal como lo describe a la perfección Gogol en el cuento El capote.)
El Estado, que funge como mecenas de la cultura, sostiene en realidad un aparato burocrático que mantiene más de mil espacios culturales públicos con escasa presencia de los artistas en sus foros. El recuento ya lo hizo muy bien Héctor González en estas mismas páginas de Laberinto, lo mismo que Juan Domingo Argüelles en un tenor similar. No me detendré en ello. Es muy fácil echar culpas por doquier sin encontrar las propias. Lo que siga corresponde a los funcionarios en turno y, sin duda, al trabajo digno, ético que hagan los medios de comunicación como intermediarios de esas políticas gubernamentales; que no se conviertan en simples voceros, sin cuestionamientos de ninguna especie. Hubo un tiempo en que el trabajo del reportero cultural era un oficio digno, sin boletines de prensa. No se trata de vomitar declaraciones y discursos de buenos principios, y publicarlos, sino de sugerir cambios, cuando se amerite, sobre las formas de producción cultural. El reportero de cultura tiene que investigar esos fondos y sus usos. Es un trabajo necesario. La descomposición no está para bombo y platillos.
A mi parecer, un artista, un escritor, un creador escoge el oficio por gusto, más allá de lo que determine el destino de sus obras, más incluso del éxito que pueda tener un hombre o mujer que se dedica a la creación. ¿Cuántas obras de arte dejan de existir a causa de que un artista se ve forzado a entrar en las rebatingas por las becas de las instituciones culturales? Por sí mismas las rebantingas son insostenibles desde cualquier punto de vista. ¿Bajo qué criterios se dan las becas, a quiénes y por qué?; ¿quién decide quién las otorga? ¿Un jurado que no siempre es justo en sus apreciaciones, que tiene intereses de grupo, que forma parte de una generación? Menudo problema tienen las instituciones culturales para ser árbitros de semejante dilema. No estoy en contra de que se otorguen becas pero sí de los procedimientos. Hay pruebas irrefutables de jurados que concedieron a sus amigos el dinero del Estado preservado para la creación. No hay criterios plenamente artísticos sino de connivencias. Y los nombres de los beneficiarios de estos procederes son secreto a voz en cuello. Es necesario que el Estado administre este malestar de la cultura donde los artistas pueden hacer lo que quieran con su obra pero no con el dinero de los impuestos de los mexicanos. Porque son los propios artistas e intelectuales los que han cometido estas anomalías. No el Estado. El Estado les ha permitido actuar de manera disipada, sin trabas. Sin razón el Estado se lava las manos. Hay becados que ya parecen vitalicios, sin que hayan experimentado ningún reconocimiento por parte del público, ni sus obras de un tiempo mínimo necesario. No menciono nombres, tan conocidos en el medio, y ni siquiera en investidura de fantasmas ante el público que los patrocina con sus impuestos.
Pero no sólo ocurre en la esfera de la cultura gubernamental. También en las universidades se cuecen habas de mala manera. Vean si no el elefante recién inaugurado en el Centro Cultural Universitario de la UNAM: el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC. Desde que empezaron a cobrar por entrar disminuyó enormemente el número de visitantes que, se presumía, eran muchos cuando la entrada era gratis. El MUAC, ya se ha denunciado bastante, es inoperable, objetable, vacío de contenido (como lo es el Centro Nacional de las Artes convertidos ahora sus espacios más hermosos en oficinas burocráticas, o la propia Biblioteca Vasconcelos, sólo por mencionar los casos últimos de dudosa reputación). Nadie entiende en qué se gastaron tanto dinero. Y no hay manera de saberlo salvo que las autoridades universitarias abran la caja de Pandora que tienen en sus arcas. Se dijo por ahí que iba a exigírsele al MUAC una auditoría por el costo de la adquisición de obra que se llevó a ese museíto. Nadie sabe por qué se detuvo. Hablo de la máxima casa de estudios. Imagínense cómo estará el resto de las universidades. Hablo de los impuestos de los mexicanos, a los que nadie rinde cuentas, salvo el pretexto anual del informe presidencial.
Recordaba las memorias de Voltaire sobre su tiempo: “malos libros impresos con aprobación y privilegio del rey”. Como aquí, que no en París, pensaba. Un ejemplo: la literatura. Las editoriales que no viven de las ventas de libros sino del presupuesto estatal sólo piensan en cómo emplear el fondo que se les concede, sin pensar siquiera en un remanente para devolver aunque sea un piquito al erario nacional. Que el Estado o las universidades publiquen a autores que ya dieron claras muestras de que nada tendrían que hacer en la literatura y siguen publicando ahí porque nadie lo haría en otra parte, pues quiere decir que algo no está bien del todo, ¿o no? Peor si esa editorial no tiene una cadena de distribución de libros cuya mayoría queda en bodegas exclusivas como si fueran reservas de papel inútil hasta el confín de los tiempos. La UNAM es un ejemplo ya reporteado innumerables veces. Los autores mismos se encargan de decirlo en las entrevistas motivadas por la publicación de sus libros en la UNAM: que no circulan.
Otro ejemplo de dispendio es la colección La Centena, dedicada “a recuperar esas obras significativas y a valorar a sus autores”, que desde su concepción ha sido un fracaso rotundo —la bodega oficial está saturada de miles de esos libros de autores que ya habían agotado su ciclo en sus ediciones originales—, o sea, un presupuesto destinado a la basura por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Conaculta de “Hacia un país de lectores”. Podría uno salvar de esos títulos apenas un diez por ciento quizá del total de autores publicados. No se comprende el criterio de la selección que más bien parece un comodato de nombres y generaciones que una selección rigurosa de lo prestigiado y sus nuevas tendencias. No es nada personal, aclaro. Es una defensa de los impuestos.
Un ejemplo más: la colección de Periodismo Cultural: obsoleta y sin criterio definido. Conste: asumo que caí en el defecto de verme publicado allí. Recibí 10 mil pesos y 100 ejemplares como pago. Habrá que redefinir las causas y los efectos de esa colección. Una editorial debería tener proyecto, ideas y metas. La colección ha sido manejada según el funcionario en turno, y de forma discrecional, sin explicación pública de los cometidos y alcances. Ahí tendría que estar lo mejor del periodismo cultural. No es el caso. Asumamos la autocrítica para que no se diga que nada más somos simples golpeadores de café. Un ejemplo contrario y bien definido es la colección de teatro que realiza Ediciones El Milagro en coedición con el Conaculta. Libros de impecable factura. Proyecto, ideas y meta. El Milagro tiene un gusto exquisito. Ahora necesitaría expandir su comercialización. Acaso el camino de la edición esté mejor sustentada por el de las coediciones, siempre y cuando haya pluralidad en el otorgamiento de los recursos. Se sabe cómo se le quiere, por ejemplo, a editoriales que se dicen independientes. Qué fácil es sobrevivir bajo la protección estatal. Es notoria la concesión discrecional de esas coediciones a los amigos de casa, contra otras editoriales —no comerciales— que quedan fuera del presupuesto. Eso tiene que cambiar.
Los impuestos dedicados a la cultura me parece que deben tener una transparencia (de la que tanto se habla), sin exceptuar ningún renglón administrativo. Nuestro país es un caso extraño: en el medio cultural son constantes las quejas de artistas e intelectuales que sin embargo son atendidos a cuerpo de rey a pesar de su escaso talento. No hay remedio. La mediocridad es un pozo de frustraciones. Un ego robusto que con la edad se acerba, ahoga y mata. Conozco la frase: “le dimos la beca porque está enfermo” o “ya está viejo, va a morir pronto”, o simplemente: “fue dedazo”. Todos nos hacemos oquis. Nadie quiere ver esa realidad. Como el otro pretexto es el hecho de que “es muy joven”, “que haga méritos”, “no tiene la suficiente trayectoria”, “quizá el año siguiente”.
No es tan fácil ser sincero en materia de cultura. Porque además lo que se diga tendrá siempre el enfoque de lo incierto, aquello que uno cree pero no todos piensan igual. Aunque si has tenido la oportunidad de cubrir los medios culturales, digamos, alrededor de 30 años, hay algunas pistas de las cuales puede uno fiarse. He visto pasar generaciones de escritores, por ejemplo, que fueron importantes en su momento y hoy a nadie interesan. Recuerdo un título de nota en el diario El Nacional donde una escritora señalaba que no ganar el Nobel no le quitaba el sueño. Una fortuna porque querrá decir que hoy duerme tranquila, pues todo indica que no lo ganará. ¡Se dicen tantas cosas!... Pero la gente olvida. No hace mucho un bieninformado declaró en un programa televisivo que un escritor mexicano, amigo suyo por cierto, debiera ganar el Nobel dentro de algunos años. Lo dijo como si nada. Y no digo el nombre del escritor porque estoy seguro de que se avergonzaría de lo dicho por el zalamero que está en todas partes y no da una. He sabido de otros que incluso hablan de la indumentaria que portarían en el momento de recibir el tan anhelado premio.
La cultura en México vive una especie de letargo que se ha prolongado ya demasiado tiempo. Parece la versión tardía de lo que significó el PRI en la política, cuando nos gobernaron por más de 70 años. Nombres que quedan pero que ya no escriben. Que lo que escribieron ya dejó de leerse. Se lo comió el tiempo, único criterio universal para el arte. Pero les queda el nombre. Vivir homenajeando un nombre sin obra, o con una obra de valía menor, sí que es el fracaso de la cultura de un país. Parece que el PAN, como gobierno, no se ha enterado de que es necesario aniquilar a ese priismo cultural que nos está aniquilando como posibilidad cultural, como país. La cultura no es una moda, aunque así se quiera hacer creer, como podemos ver con el pésimo ejemplo del MUAC, donde el arte contemporáneo no es otro que el trazado y dictado por curadores. La cultura se impone, como se levanta una figura que crece como si fuera un monumento. No basta con que le hagan a muchos pintores su museo: eso no los catapultará. No.
Adquisiciones de obras de artistas plásticos y de grandes colecciones realizadas por particulares es un tema difícil pero necesario. No hay política de adquisiciones. No hay defensa de colecciones en litigio. (Ahora mismo estamos viviendo la posibilidad de perder la de Jacques y Natasha Gelman, con pinturas patrimonio de México y aun el Estado sigue callado, sin defensa de esa colección que debería quedar en nuestro país. El trabajo de investigación de Arelí Quintero en la revista Nexos desnuda la necesidad de denunciar más este tipo de anomalías legales, contra las coberturitas de eventos que más que culturales parecen sociales.) Los museos necesitan de las nuevas vanguardias. No hay política definida y es necesario incrementar los acervos. ¿Hasta cuándo? Dejemos las fiestas de presentación y boato y vayamos al fondo de los problemas. Rinde más frutos hacia el futuro aunque tenga menos aplausos fáciles con eventos públicos.
Egoístas por naturaleza, los creadores creen que merecen todo. Pero necesitan acotarse, ajustarse a las leyes de todos. No hay razón para que sean la excepción. Becas, sí, pero con ética. Exposiciones, sí, pero de calidad. Espacios, sí, pero ganados con eficacia. No dádivas. No prebendas. No sé si realmente el Conaculta sea capaz de imponer la pauta, un cambio de un priismo cultural que se siente ya adocenado, copiado por el PAN y su gobierno y que necesita renovarse hacia una nueva forma de que los artistas y creadores se sientan libres pero comprometidos. Que se les atienda sin detrimento de los nuevos valores. El tiempo apremia. No basta con mencionar interminablemente a José Vasconcelos.
Braulio Peralta, editor y periodista. Autor de los libros El poeta en su tierra, Diálogos con Octavio Paz, De un mundo raro y Los nombres del arco iris (Premio Testmionio Chihuahua 2007).
Sin duda puede cualquiera (con dos dedos de frente) estar de acuerdo con lo expuesto por el Sr. Peralta, no sólo en lo que toca a la burocracia que describe sino al periodismo cultural, cuyas necesidades son grandes... La acotación única sería que, escribiendo para Milenio, debería enterarse que dicha empresa en Guadalajara acaba de liquidar la sección cultural completa (se deshizo de tres de sus cuatro reporteros, incluyendo al editor) ¿así cómo, pues? Sé que el DF se cuece aparte, pero... Carajo, fuera del lanzarse a ser freelance (cosa dificilísima en este páis, aunque no imposible)y abordar los también limitados medios electrónicos, no se ve cómo pueda desarrollarse esta clase de ejercicio periodístico... Estoy seguro que muchos harían esa clase de trabajo necesario que Peralta describe, si al menos hubiera un espacio para 'colocar' la información y llegara a un número de lectores que valiera la pena...
ResponderEliminar