miércoles, 7 de julio de 2010

Cananea: la ciudad de Dios



por Carlos Sánchez
El saludo de un agente de la Policía Federal es la aprobación para el libre tránsito. El chofer del autobús saluda y avanza hacia su próximo destino: Cananea.
En la central de camiones la mirada de un taxista se protege tras los lentes Ray Ban. En un auto sedan Ford de modelo antiguo, con palabras y gesticulación describe regiones de esa ciudad minera, cuyo guión está encadenado a un conflicto laboral que tiene en parálisis la actividad comercial.
“El nombre es lo de menos, mi amigo”, comenta a manera de respuesta el taxista, quien ya en su faena de conductor mete cambios, acelera, y conversa al ritmo del motor. “Si ves que están arreglando esas calles, es porque ya hay inversión, las cosas han cambiado de a poco, pero ya se ve algo”.
Son las dos de la tarde, un viento apacible se trepa en la atmósfera. En los pies de unos niños juega la inocencia a patear un balón, y nada importan esos días de huelga, gritan en celebración cada jugada: el mundial les permea de dicha el temporal.
El taxista sintoniza una radio local y tararea una rola. “A los cananenses nos gusta la música mi amigo”, y al tiempo que sube el volumen de la radio, la locutora rubrica la autoría del cantante en ocasión: “Nada más y nada menos que Sergio Vega, el Shaaakaaaa…”.
“Lástima que ya nos lo mataron, ¿supiste?, cada vez está más fea la cosa, ¿o no?”. Un mutis es la respuesta, la patrulla de la Federal pasa rozando al taxi y un no muy simpático agente bigotón escudriña el rostro del chofer.
“A veces uno no quisiera que se fueran los Federales, o que ya se vayan, hay sentimientos encontrados por todos lados, porque no se sabe si te van a cuidar o te van a chingar”. Una rola más es el preámbulo para la alegría, el taxista abre la cajuela canturreando, cobra cincuenta pesos por el servicio y se pone a la orden. ¿A qué dice usted que viene para acá, oiga? Eso es lo de menos, respondo mientras ya la puerta que me espera se abre de a poco. Para recibirme están los libros como una dócil compañía, un espacio para salpicar el deseo de aprender.
Receso
Salir a caminar en Cananea significa la posibilidad de un ocre hacia el poniente, la reunión de hombres de mirada afable y con ganas de palabras en derredor de un árbol en la plaza Juárez. En ese mismo sitio dos adolescentes juegan a eternizar un beso, y se toman de las manos como si en ellas existiera la última oportunidad para vivir.
Tienen esas horas de sol cayendo la energía para provocar un sorbo de café, y cae en las manos de los conversadores que al aire libre hacen un inventario de aquellos días, de éstos y los que vienen. Pantalones de mezclilla, botas de minero, gorras de beisbolista y camisas manga larga es el atuendo generalizado. La mirada afable, cierto, e incesante hacia los adolescentes que ejercen el cariño a través de la piel en contacto.
Cuentan los hombres bajo el árbol las peripecias vividas en la cima de la mina, en el corazón de sus herramientas para desarrollar su jornada de ocho horas y en ellas implícitas la recompensa en un día de raya. Los árboles que son álamos hacen lo suyo, aportan como pinceles diversos verdes para el contraste con el ocre que se intensifica cuando el sol baña el poniente de Cananea.
Aquí no todas las oraciones tocan la historia de un conflicto laboral, Cananea se llama vida y transcurre desde la resistencia, el esfuerzo, desde ese balón en los pies de los niños, desde los labios adolescentes, desde las palabras añejas y llenas de experiencia en los abuelos de la plaza. Cananea es también un lugar para nombrarlo la ciudad de Dios.
Hoy es el preámbulo para las voces que vienen desde el centro de las piedras. Mañana seguiré contando desde la mirada de hombres y mujeres que saben lo que significa la existencia de una estufa de leña para satisfacer la necesidad en el estómago de los hijos.

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