Carlos Sánchez
Lo miré en el bulevar, con atuendo de overol azul y zapatos rojos. Ofrecía helados con una bolsa sobre su pecho. Parecía un canguro. Le compré uno con la intención de verlo a los ojos. Pensé que el Resortes podría reconocerme y recordar los días aquéllos, la historia aquélla.
Me miró sin parpadear y en lo que dura la luz roja entré en un túnel de la memoria. Vinieron entonces las imágenes intactas, de esos días cuando él llegaba al callejón, donde jóvenes discutíamos el fuera de lugar, el ponche sin estraic, la memoria tan ágil como los lanzamientos que hiciera el toro Valenzuela con los Dodgers de Los Ángeles.
Fue en esos tiempos, de la serie mundial, la fernandomanía, cuando una mañana llegó el Resortes a pedirme unos zapatos prestados, porque según le dijo su madre lo fueron a buscar los de la Judicial del Estado, y debía presentarse.
Sabía que no tenía bronca, según nos dijo, que por eso iría al Ministerio Público, para no andarse escondiendo. Así fue, se llevó los zapatos bien boliados, incluso una camisa que mi hermano el mayor me envió de los Estados Unidos. La camisa tenía un Cadillac rojo tatuado en la parte posterior.
Dicen los de la raza, quienes vieron al Resortes, otro día por la mañana, para ir a presentarse a la Judicial, que el loco iba bien línea, que poco antes su jefa le dio la bendición, que incluso le prometió que al volver estarían listas las almejas con chile colorado y jugo de limón. Que no se tardara mucho, le advirtió.
La luz del semáforo se puso en verde y al salir del túnel de la memoria entendí que el Resortes no me reconoció. Aplasté el acelerador y mientras manejaba, regresé a la memoria.
Entonces vinieron los días de ausencia, el Resortes ya no estaba en el barrio. Ya no volvió. Pero cómo, se preguntaba la Gina, su madre. Y todos apostamos por hacer una vaca y conseguir un buen licenciado. Su madre, y nosotros, no creíamos lo del Reé.
Era calmado, ya para ese entonces trabajaba en la albañileada, le gustaba el tequila y escuchaba al Scorpion’s. Se ponía línea los sábados, con overol de mezclilla y tenis converse, nunca compró zapatos. Había ocasiones en que llegaba al barrio en un taxi, y se apeaba sin pagarlo, se sumergía en los callejones y el chofer en turno no duraba mucho esperando aquella promesa de ahorita vuelvo, voy a con la jefa para que me preste para pagarte.
Luego venían las risas, el seguir conversando con alcohol, y uno que otro churro para tronarnos en el cerebro. Nos gustaba sacar la tivi de la casa, ponerla sobre la horqueta del mezquite a la cual le hicimos una ranura para que la tivi quedara más alta, y sentarnos sobre los ladrillos que al puro chingazo nos quedaban al momento de mirar el fut o el beis. Nos encantaban los deportes.
Un día el Resortes, o el Reé, que al fin de cuentas era el mismo, llegó al barrio con una maquinita tatuadora, venía de la fontera, porque ya para esa edad la ciudad le quedaba chica, entonces que empezó a viajarse, trepado en el carguero se iba para el norte, a veces para el sur. Cuando venía del sur traía huaraches de vaqueta, de Culiacán, nos los regalaba, y algunas estampas de ese santo al que tanto adoraba, por ese tiempo casi no lo conocíamos, pero gracias a él nos hicimos fieles de los milagros de Malverde. En la pared que da a la cancha le hizo el Reé un dibujo bien grande, y en el frente le estachó una cruz de fierro, negra, porque este bato fue un malandro, y los malandros tienen negro el corazón, eso decía el Reé.
Con la tatuadora nos amanecimos pintándonos lo que se nos ocurriera, la aguja corría bien chilo sobre la piel, con un hilo en la punta empapado de tinta china, los nombres de las morras se nos fueron acomodando en el pecho, en los brazos. El tatuaje más loco fue el mismo que se puso el Reé.
Así la pasaba, era digamos, su adicción el divertimento, los viajes, la espontaneidad era su mejor invención. Le caía bien al barrio, las doñitas le abrían las puertas de sus casas sin empacho, un día para comer con una, otra tarde para cafecear en otra. Y así. Sin broncas.
Por eso cuando en el barrio se supo lo del Reé, no dábamos crédito, cómo puede ser, decíamos todos, y las doñitas nomás haciendo énfasis en las lamentaciones, porque creo que ellas fueron las más perjudicadas, el Reé no les quedaba mal nunca, para todas era la solución a sus nervios, dicen que el Reé tenía en su mirada el remedio para las tristezas, y en las palabras, por eso a las doñas les gustaba su compañía.
Cuando eso pasó todos nos apostamos afuera de la Judicial, a pedir explicaciones, a gritar consignas para que lo liberaran, a pedir información porque los policías no dijeron nada a nadie, ni a la Gina la mamá del Reé.
Pasaron los días y nomás nos trajeron con cuentos. Que saldrá libre, que parece una confusión, eso decía un chavo que trabajaba de mandadero en el Ministerio Público, era digamos la única persona con la que podíamos hablar, y esto creo yo porque los de la Judicial ya estaban cansado de tanto vernos afuera de la Procuraduría.
Pasaron los días y nos fuimos desanimando, ya ni el mandadero nos informaba, y pronto supimos que el Reé ya estaba en la grande y no en el arraigo dentro de un hotel. Poco a poco se nos hizo costumbre ver el fut sin él, el beis sin él, la madrugada ya sin las rolas del Scorpion’s desde su grabadora. No más huaraches de baqueta desde el sur para la raza. Y las doñitas en desconsuelo ya como una costumbre.
Un día dijeron que la bronca del Resortes era gruesa, que estaba ligado con un asalto a mano armada en una tienda de auto servicio, y que allí hubo un empleado muerto, otro día dijeron que lo embroncaron por el caso de un morrito al que violaron cerca del barrio, y como el Reé tenía tatuado un canguro en su hombro derecho, con los huevos de fuera, no hubo defensa que valiera. La Gina su madre contó que le dijeron los de la judicial que su hijo era un maniaco, y que sólo a una persona con esa mente se le podría ocurrir llevar en su cuerpo un animal tatuado con los huevos de fuera.
Unas cuantas cuadras más después de ese semáforo donde lo encontré vendiendo helados, tomé el retorno para buscarlo. El túnel que me abrió los años en la memoria, me provocó la necesidad de verlo, escucharlo, preguntarle qué fue de su vida, cuánto tiempo estuvo preso, qué fue de su madre, la Gina, qué fue de las canciones del Scorpion’s, si aún seguía escuchándolas.
Mientras aceleraba hacia el semáforo dónde lo miré, iba yo muy contento, porque su existencia me hacía regresar al barrio, el recuerdo de mi carnal el Camelio, mi jefe a quien le apodaban el Truchas. Y así.
Aceleré con mayor contento. Miré a lo lejos el overol azul, allá sigue, me dije. Entonces se me vinieron muchas preguntas a la mente, muchas sonrisas dibujadas en la cara del Reé. Aceleré tanto que no medí la velocidad. Cuando recobré el conocimiento estaba en una cama de hospital y a mi lado un policía leía la sección policiaca de un diario. Al verme señaló el titular de una nota, en la fotografía que ilustraba se veía un semáforo, y una sábana blanca sobre el asfalto.
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