Álamos- Aquí cabe la historia, los datos, el archivo fotográfico. Cabe también un bosque, una montaña, la ciudad de noche y llena de luces. Un grupo de señoras que apacibles ven la vida desde la banca de un parque.
Aquí la imaginación se dispara y mientras un grupo de niños se monta en los carros de la película el Rayo Mc Queen, dentro del auditorio, Federico Llamas Yépiz conversa con la obra del pintor Héctor Martínez Arteche.
En el interior del Museo Costumbrista de Sonora, dirección: Calle Guadalupe Victoria No.1 (mientras en la ciudad completa, Álamos, ocurre el Festival Cultural Alfonso Ortiz Tirado), la mente de Federico construye historias, pasajes, atmósferas, un cúmulo de emociones.
Primera Luz es el título de la exposición con la cual se le rinde homenaje a Arteche como pintor. Y es un acervo de obra que data desde hace más de cuatro décadas de existencia la cual forma parte ahora de la tradicional Ruta del Arte.
Federico apenas completa sus primeros diez años sobre la vida, dos lustros de intensidad, de libertad para leer el surrealismo del pintor. En su conversación con los cuadros, el niño observa, analiza; él es oriundo de Navojoa, cursa el quinto grado de primaria en el Colegio Progreso, y el mayor sentimiento que le provoca la exposición en lo general, dice, es de paz.
Fuego negro es el título de un óleo sobre tela, y emergió de la creación del maestro Arteche en mil novecientos setenta. Cuarentaidós años después su propuesta discursiva dialoga con Federico, quien concluye que el contenido de esa pieza incluye: “Una montaña en la noche, lo azul es el cielo y (lo que hay en primer plano) es una mata seca”.
Una vez más el arte como una botella al mar, y después de atravesar la vida Federico la descorcha con la mirada, y aprehende el contenido de su interior. Se atreve a indagar e interpretar a más. La libertad dispuesta.
Federico recorre la sala, encuentra en ella un bosque de bambú, le transmite paz, comenta, y agrega que nunca antes visitó un campo similar. Continúa su recorrido, los ojos incesantes, sólo se detienen para encontrar “Una tribu dentro de sus chozas, me gusta verlo”. El cuadro se titula Ellas, está firmado con fecha de mil novecientos sesentaiocho, las mujeres sumergidas dentro de sí mismas construyen la choza que Federico inventa.
Luego a su paso encuentra un grupo de mujeres, “Sentadas, disfrutando la paz y el viento, alegres, yo las veo a legres”. El cuadro es un óleo sobre tela, El descanso, fue creado en mil novecientos sesenta.
Más adelante, con el murmullo de los infantes de la escuela primaria Bartolomé Salido inmersos en el Rayo Mc Queen, con la historia de automóviles parlanchines y heroicos, dentro del Ciclo de Cine para Niños, Federico encuentra la obra que más le gusta, “Porque está llena de vida y me da paz, me gusta verla”.
Federico acata la convocatoria de quien lo acompaña, entonces se dispone a leer el título del cuadro que le genera paz. Con los ojos a punto de estallar, lee en voz alta: “Tarde triste”. En su rostro se inscribe como leyenda la palabra incredulidad.
viernes, 27 de enero de 2012
El lema es bailar
Álamos.- El sonido de la tuba da la pauta para el movimiento. Se mueve con enjundia alegre una pareja y los espectadores construyen un círculo, aplauden, cuando menos piensan, sin pensarlo, son parte ya de la fiesta que se improvisa en el umbral del Callejón del beso.
Es el Festival Cultural Alfonso Ortiz Tirado en su vigésima octava edición, es la fiesta constante, la diversidad de disciplinas para expresar. Y si allá en el corazón de Palacio Municipal el bel canto se manifiesta, no cabe ya un alma para observar y escuchar la magistral interpretación, acá en la calle los otros cantos, con diversos instrumentos, proponen la consigna: bailar.
Suena la tuba acompañada de acordeón, tololoche, una tarola. Tres instrumentos, muchas miradas, más movimientos de bailadores que prolongan la fiesta. Conforme el círculo humano asciende, el volumen de las notas se intensifican, y aprovechando la emoción, al final de una de las canciones, esa que dice Brinca y verás la cuerda y verás, el tarolero quita su sombrero, lo exhibe entre bailadores, el sombrero se convierte en un cochito para el ahorro. El ritmo retorna. Bailar otra vez.
***
Trompetas y percusiones. En el callejón del Templo, escenario abierto y dispuesto, la fiesta empieza en punto de las nueve con treinta minutos. El bigote se mueve al ritmo de versos. Es el rostro de Luisito Ayala que gesticula, A otro nivel (título de su espectáculo). Luisito se mueve, incita con la euforia, canta en esta noche de salsa desde la agrupación musical Puerto Rican Power.
Debajo del cielo, encima de las notas, allá entre el Callejón, a un costado de las sillas ocupadas todas, otro bigote persigue el ritmo de la orquesta. Baila despreocupado, desparpajado, frente a él la dama rubia de pantalón entallado intenta desaparecer las tapitas de sus zapatillas. Se mueven ambos y sus manos son pájaros en libertad.
La fiesta apenas empieza, o lo que es más concreto, la fiesta se posterga en días de festival. Y sin decirlo, porque el ritmo también es impulso, la alegría un guión no escrito, la consigna es bailar. Puerto Rican Power el argumento feliz en noche de jueves. Y seguir.
***
La madera recibe las palmas de las manos. Suena desde un cajón peruano el ritmo que acompañan ya los pasos de un adolescente, quien juega (literalmente), con fuego.
Una chava de rastras y falda hasta el suelo, con huaraches de vaqueta y un acervo de objetos de metal sobre su rostro, sostiene una esfera que gira en derredor de su cadera. Juegan como infantes y los ojos de los también infantes observan sin parpadear.
A los golpes del cajón peruano se suman las notas de percusiones, maracas, y las voces a ritmo de reggae. Sobre la Plaza de Armas, en la esquina sur poniente, un grupo de chavas adolescentes, vestidas con atuendo vaquero, incorporan sus cuerpos y bailan en derredor de los músicos. Cantan una canción no aprendida. Danzar es prioridad; los versos, si la urgencia es la felicidad en movimiento, son lo de menos.
En el Festival Cultural Alfonso Ortiz Tirado, el lema (tácito) es bailar. Esta noche otra vez.
martes, 24 de enero de 2012
De las manos al cielo
Álamos.- Pájaros de colores, esqueletos de palo. Se elevan, giran, suben a más, vuelan bajo el control de la alegría desde las manos que se inventan para soñar.
En Álamos y durante el Festival Cultural Alfonso Ortiz Tirado, el cielo se pinta de aves ficticias. Hay de diversos colores, variedad de formas: media luna, cajones, murciélagos, cometas, artefactos englobados en el nombre de papalotes.
La vida también se improvisa, los papalotes durante el festival ejercen esta función, ante su vuelo y desde la Plaza de Armas, La Alameda, los callejones, quienes presencian las manifestaciones artísticas también concentran sus miradas hacia el cielo, y no se sabe de dónde, en qué punto preciso, emerge el vuelo de un papalote.
Y es una estrella que juega a moverse sobre los ojos de quien la atrapa con su mirada. Tiene luz propia. Ayer, por ejemplo, en la tarde y durante el recorrido de los Zaikocirco en su desfile callejero, algunos niños intentando trepar a las narices de los personajes zaicos, también pudieron treparse al vuelo de una media luna que giraba en descontrol. Era un baile encima del cielo.
Entonces la risa para la emoción desde los movimientos de payasos también clowns, el divertimento del espectáculo sobre los callejones para introducirse en la risa de esos niños que aún adultos seguimos siendo niños.
En el interior del ruido, las risas, el dedo índice del niño para subrayar el gesto del payaso, también el comentario de un papá que se yergue para decir que allá en el cielo anda uno de los papalotes que él construyó, “Es la media luna color naranja, tiene cola blanca con puntos negros”.
Después en el río de la emoción la conversación toma su cauce, ya sobre una banca don Rosario Zayas se transporta con palabras e imaginación hacia el techo de su casa, bajo un guamúchil que lo guarece, y es allí donde unas tijeras, un cúmulo de varas que por nombre llevan popote, histafiate, un carrete de hilo, un recipiente con engrudo, son los utensilios para fabricar las ilusiones, la magia que se convierte en vuelo.
Durante el Festival Alfonso Ortiz Tirado la demanda de papalotes se dispara, y es entonces que el cerro del perico se llena de voladores de pájaros ficticios, y todos, o la mayoría de los objetos que vuelan, provienen desde la casa de don Rosario, El nano, quien vive allá, en el barrio la Ladrillera.
Cuenta El nano, con los ojos abotagados de emoción, que una vez pudo ver cómo un zopilote se enredó en la cuerda, “Y “ai” lleva arrastrando el papalote y la hoja, la hoja hacía ruido, y ahí lleva el papalote enredado, y lo único que hizo él, la defensa del zopilote, se tiró un clavado entre las ramas de un árbol, y se trozó, y ahí lo dejó pegado”.
También, dice El nano, que hubo una ocasión en la que un avión le arrebató un pájaro que volaba rete alto. “Eso nadie me lo cree, pero ahí está Felipito quien fue mi testigo”.
En Álamos y durante el Festival Cultural Alfonso Ortiz Tirado, el cielo se pinta de aves ficticias. Hay de diversos colores, variedad de formas: media luna, cajones, murciélagos, cometas, artefactos englobados en el nombre de papalotes.
La vida también se improvisa, los papalotes durante el festival ejercen esta función, ante su vuelo y desde la Plaza de Armas, La Alameda, los callejones, quienes presencian las manifestaciones artísticas también concentran sus miradas hacia el cielo, y no se sabe de dónde, en qué punto preciso, emerge el vuelo de un papalote.
Y es una estrella que juega a moverse sobre los ojos de quien la atrapa con su mirada. Tiene luz propia. Ayer, por ejemplo, en la tarde y durante el recorrido de los Zaikocirco en su desfile callejero, algunos niños intentando trepar a las narices de los personajes zaicos, también pudieron treparse al vuelo de una media luna que giraba en descontrol. Era un baile encima del cielo.
Entonces la risa para la emoción desde los movimientos de payasos también clowns, el divertimento del espectáculo sobre los callejones para introducirse en la risa de esos niños que aún adultos seguimos siendo niños.
En el interior del ruido, las risas, el dedo índice del niño para subrayar el gesto del payaso, también el comentario de un papá que se yergue para decir que allá en el cielo anda uno de los papalotes que él construyó, “Es la media luna color naranja, tiene cola blanca con puntos negros”.
Después en el río de la emoción la conversación toma su cauce, ya sobre una banca don Rosario Zayas se transporta con palabras e imaginación hacia el techo de su casa, bajo un guamúchil que lo guarece, y es allí donde unas tijeras, un cúmulo de varas que por nombre llevan popote, histafiate, un carrete de hilo, un recipiente con engrudo, son los utensilios para fabricar las ilusiones, la magia que se convierte en vuelo.
Durante el Festival Alfonso Ortiz Tirado la demanda de papalotes se dispara, y es entonces que el cerro del perico se llena de voladores de pájaros ficticios, y todos, o la mayoría de los objetos que vuelan, provienen desde la casa de don Rosario, El nano, quien vive allá, en el barrio la Ladrillera.
Cuenta El nano, con los ojos abotagados de emoción, que una vez pudo ver cómo un zopilote se enredó en la cuerda, “Y “ai” lleva arrastrando el papalote y la hoja, la hoja hacía ruido, y ahí lleva el papalote enredado, y lo único que hizo él, la defensa del zopilote, se tiró un clavado entre las ramas de un árbol, y se trozó, y ahí lo dejó pegado”.
También, dice El nano, que hubo una ocasión en la que un avión le arrebató un pájaro que volaba rete alto. “Eso nadie me lo cree, pero ahí está Felipito quien fue mi testigo”.
miércoles, 11 de enero de 2012
Ahora sé que se llama Remigia
Carlos Sánchez
De niños le decíamos India. Tenía el pelo chino. Era como un personaje extraído de las novelas semanales que leía mi madre a un lado del lavadero.
La he vuelto a ver, después de no sé cuántos años la encontré en casa de la Ana, la esposa del Motor. Quisiera describir cómo es la casa de la Ana, retratarla con palabras, exponer por ejemplo que está en la falda del cerro, allí donde bailábamos trompos, tronábamos canicas.
La miré y se me vinieron un montón de recuerdos. Dentro de la casa de la Ana, que está hecha de láminas de cartón, trabes de madera, puerta de madera, camas de madera, un tejaban de madera. Desde que la miré por primea vez, cuando niño, hasta hoy, la casa es la misma.
La India bajaba del cerro con su pelo chino, y nos ganaba a las canicas, a los trompos, se peleaba con su hermano el Cuate y el Pit como si fuera hombre ella también. Por cierto que el Pit murió hace un par de años, me cuenta la Ana, y fue de neumonía, porque no se atendió un resfriado, según le dijo el doctor.
Bajaba vuelta loca, con su silbido de pájaro alebrestado. Nos sorprendía siempre porque del bolsillo de su pantalón sacaba hasta lo que no. Un día sacó un pedazo de hígado, Se lo robé al Cano el matancero -nos dijo-, cuando se descuide la Ana lo vamos a guisar con ajos.
Han pasado por lo menos treinta años de eso, o treintaicinco, no es fácil calcular, pero lo intuyo por la ausencia de sus dientes, por la escasez de su pelo, por la desaparición de su cintura, y aunque su mirada permanezca infantil, el sonido de su voz manifiesta derrota.
Nos reuníamos, ya adolescentes, detrás de la casa del Ronco, esperábamos la hora en que la India, como religión, bajara a los lavaderos viejos, era necesario llevar agua a su casa, en una cubeta desde sus manos. Nos acomedíamos a ayudarle, porque los años también le cayeron encima y ya para tornearle el cuerpo y hacerle más brilloso su pelo. Su modo de hablar era pausado. Marcaba las sílabas y los ojos parecían salirse de sus cuencas nomás de tanta emoción que le significaba lo que según nos platicaba que veía de noche en la falda del cerro. Entiendo ahora que era su manera de agradecernos la compañía. Nosotros a su lado para verla de cerca, para olerla y después en el vado del río, arriba del cerro, cerrar los ojos e imaginarla sin límites. La India: exquisitez en nuestra mano mientras la mente para desnudarla.
El caso es que la volví a ver. Sonrió y supe de su inocencia perenne, la malicia lejos de su ejercicio cotidiano, la India no puede, porque sólo es inercia, resistencia, entonces dentro de la casa de la Ana, sobre un par de sillas de madera, me contó que es abuela, que está separada de su marido, que su nieta es lo mejor de la vida, que no es adicta al cristal pero que lo fuma de vez en cuanto.
Tomamos café, fumamos cigarros sin filtro, miramos desde allí la transformación del vado del río, y luego dijo la Ana que ya viene la cuaresma y entonces ya tiene lista la olla de barro para llenarla de capirotada, cocinarle a los fariseos, rezar dentro de la enramada.
En los silencios dijimos más historias de las que contamos con palabras. La India parecía celebrar con la mirada el reencuentro, porque aunque somos casi contemporáneos, desde siempre en su bondad se vistió de madre adoptiva y nos arrulló a muchos de los morros del barrio, a algunos de ellos con caricias, en otros con solidaridad del lavadero y sus camisas.
He vuelto a ver a la India (hoy sé que se llama Remigia), en sus pies se describe la formación, lo que ahora es: un par de sandalias y la piel expuesta al viento, al sol.
De niños le decíamos India. Tenía el pelo chino. Era como un personaje extraído de las novelas semanales que leía mi madre a un lado del lavadero.
La he vuelto a ver, después de no sé cuántos años la encontré en casa de la Ana, la esposa del Motor. Quisiera describir cómo es la casa de la Ana, retratarla con palabras, exponer por ejemplo que está en la falda del cerro, allí donde bailábamos trompos, tronábamos canicas.
La miré y se me vinieron un montón de recuerdos. Dentro de la casa de la Ana, que está hecha de láminas de cartón, trabes de madera, puerta de madera, camas de madera, un tejaban de madera. Desde que la miré por primea vez, cuando niño, hasta hoy, la casa es la misma.
La India bajaba del cerro con su pelo chino, y nos ganaba a las canicas, a los trompos, se peleaba con su hermano el Cuate y el Pit como si fuera hombre ella también. Por cierto que el Pit murió hace un par de años, me cuenta la Ana, y fue de neumonía, porque no se atendió un resfriado, según le dijo el doctor.
Bajaba vuelta loca, con su silbido de pájaro alebrestado. Nos sorprendía siempre porque del bolsillo de su pantalón sacaba hasta lo que no. Un día sacó un pedazo de hígado, Se lo robé al Cano el matancero -nos dijo-, cuando se descuide la Ana lo vamos a guisar con ajos.
Han pasado por lo menos treinta años de eso, o treintaicinco, no es fácil calcular, pero lo intuyo por la ausencia de sus dientes, por la escasez de su pelo, por la desaparición de su cintura, y aunque su mirada permanezca infantil, el sonido de su voz manifiesta derrota.
Nos reuníamos, ya adolescentes, detrás de la casa del Ronco, esperábamos la hora en que la India, como religión, bajara a los lavaderos viejos, era necesario llevar agua a su casa, en una cubeta desde sus manos. Nos acomedíamos a ayudarle, porque los años también le cayeron encima y ya para tornearle el cuerpo y hacerle más brilloso su pelo. Su modo de hablar era pausado. Marcaba las sílabas y los ojos parecían salirse de sus cuencas nomás de tanta emoción que le significaba lo que según nos platicaba que veía de noche en la falda del cerro. Entiendo ahora que era su manera de agradecernos la compañía. Nosotros a su lado para verla de cerca, para olerla y después en el vado del río, arriba del cerro, cerrar los ojos e imaginarla sin límites. La India: exquisitez en nuestra mano mientras la mente para desnudarla.
El caso es que la volví a ver. Sonrió y supe de su inocencia perenne, la malicia lejos de su ejercicio cotidiano, la India no puede, porque sólo es inercia, resistencia, entonces dentro de la casa de la Ana, sobre un par de sillas de madera, me contó que es abuela, que está separada de su marido, que su nieta es lo mejor de la vida, que no es adicta al cristal pero que lo fuma de vez en cuanto.
Tomamos café, fumamos cigarros sin filtro, miramos desde allí la transformación del vado del río, y luego dijo la Ana que ya viene la cuaresma y entonces ya tiene lista la olla de barro para llenarla de capirotada, cocinarle a los fariseos, rezar dentro de la enramada.
En los silencios dijimos más historias de las que contamos con palabras. La India parecía celebrar con la mirada el reencuentro, porque aunque somos casi contemporáneos, desde siempre en su bondad se vistió de madre adoptiva y nos arrulló a muchos de los morros del barrio, a algunos de ellos con caricias, en otros con solidaridad del lavadero y sus camisas.
He vuelto a ver a la India (hoy sé que se llama Remigia), en sus pies se describe la formación, lo que ahora es: un par de sandalias y la piel expuesta al viento, al sol.
lunes, 2 de enero de 2012
Matar, en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara
Los asesinos congregan a los amantes de la lectura. En sus asientos, los espectadores para enterarse del móvil del crimen.
Las voces criminales desde las páginas de Matar, libro del escritor sonorense Carlos Sánchez, se aposentaron en la Feria Internacional del Libro (FIL) en Guadalajara, en el marco del VII Encuentro Internacional de Periodistas.
Sábado por la tarde y ya un río humano en las arterias de la feria desfilando hacia el encuentro con aventuras. Y en la Sala D Internacional, los crímenes cometidos en la frontera, en la capital, en el desierto de Sonora, están prestos para la reseña en voz de los presentadores: Eduardo Ramos, Luis Alberto Medina, Alejandro Almazán, Diego Osorno, periodistas de cepa y compromiso social.
Eduardo Ramos toma la voz, cita la trascendencia de las letras, el estilo, las historias contenidas en Matar, y cita también al periodista Imanol Caneyada, quien días antes, en otra presentación, advirtió que el libro de Carlos Sánchez es el mejor escrito en el género de periodismo narrativo en el estado de Sonora.
Eduardo Ramos se atreve, ante los espectadores, quienes al final de cuentas tuvieron el privilegio de la presentación, porque muchos no pudieron acceder por falta de espacio, y argumenta el esfuerzo del autor, el mismo que se introdujo a las penitenciarías, por años y años hasta recabar los testimonios que acuerpan el ejemplar.
Por su parte, Luis Alberto Medina, crítico, analista, agudo en sus comentarios, es contundente al pasar la revista a las cárceles, las cuales, dice: pone en evidencia el escritor en este libro, reta al sistema penitenciario, lo exhibe en su incapacidad ante el objetivo que le compete y que es la rehabilitación de los presos.
Diego Osorno, regiomontano, investigador, autor del libro El cartel de Sinaloa, expone las habilidades del escritor Chileno Roberto Bolaño, y cita los Detectives salvajes, rememora los crímenes ficticios, da un paseo por las locaciones que recrea Bolaño en su obra, incluso en el libro 2666, esos lugares de Sonora.
Comenta la inteligencia, la seducción en la pluma de Bolaño, y concluye que en la lectura de Matar encontró los asesinos de carne y hueso, a diferencia de los asesinos ficticios que se hospedan en las páginas de los Detectives salvajes.
Alejandro Almazán, quien recibiera en la FIL mención honorífica en el premio de periodismo Fernando Benítez, lee una microcrónica contenida en el libro de Sánchez. Señala el escritor, la puntualidad en la redacción, el estilo. Y cita:
Encontré a Carlos Sánchez en los pasillos de la feria, y me llamó la atención su franqueza al momento de regalarme un libro, pero antes preguntarme: ¿te interesa o te vale madre? Sobre todo porque el escritor siempre desea regalar sus libros, pero éste primero pregunta, entonces me dije: ah, cabrón pos de qué está hecho este cabrón.
Y hace rato –continúa Almazán,- mientras comíamos, conversé con Carlos, y le hice preguntas que ahora las hago de nuevo, con el objetivo de que empiece la conversación con el escritor, porque él es el quinceañero ahora, y es importante que ustedes también conversen con él, por eso haré preguntas y después, espero, que ustedes también las hagan.
La primera pregunta de Almazán: ¿Cómo hiciste para escribir, partiendo de que no fuiste a la escuela, es decir que no estudiaste una carrera?
Carlos Sánchez para decir, responder:
De niño, a los seis años de edad, vendía periódicos, y no sé por qué razón pero seguido me decía, cuando sea grande escribiré en estas páginas. Fue muy raro, porque no sabía siquiera si estudiaría o no, pero así fue. También escuchaba la radio al lado de un tío que estaba ciego, mi tío Josesito, escuchábamos Porfirio Cadena, el ojo de vidrio, y mientras oíamos yo me decía, algún día yo también hablaré en la radio, a ver cómo le hago, pero me tengo que hacer chiquito para meterme ahí, yo pensaba en ese tiempo que los que hablaban eran personas pequeñitas que se metían en los aparatos.
Después crecí y un día me dije, quiero escribir, me puse a hacerlo, no fue fácil, porque sin herramientas de lectura uno no pude escribir.
Ante la advertencia de los organizadores, que ya pocos minutos para la conclusión de la presentación, los asistentes lanzaron preguntas: ¿Qué recomienda para los jóvenes que queremos hacer periodismo, algún consejo? ¿Cómo es el comportamiento de los abogados de oficio en las cárceles? ¿Por qué tú no te convertiste también en asesino?
El escritor sonorense alcanzó a responder cada una de las preguntas, los argumentos fueron claros, excepto en el que concierne respecto de por qué él no se ha convertido también en un asesino viniendo de donde viene, un lugar bravo de Hermosillo, donde la delincuencia se quedó a vivir para siempre.
Carlos en la búsqueda de su respuesta sólo atinó decir: No sé qué suerte me ha impedido convertirme en un asesino más.
Después vinieron los comentarios de pasillo, la firma de libros, la foto para el recuerdo, y ese sabor a deseo por continuar la charla.
Somos ciudad, somos barrio
Carlos Sánchez
La ciudad. Hermosillo. Constantes jornadas de pájaros alegres. De árboles que se resisten a claudicar. Ahora son las plagas quienes los derrumban. No obstante cada día vienen más, se alzan más, con su nobleza para acompañarnos durante las caminatas sobre la acera de la colonia, alrededor del parque, adentro de la sauceda, en el centro ecológico, en la milla de la universidad.
La ciudad es esto. Un trajín cotidiano, el grito en la parada, el camión que pasa de largo, los olores de colegiales, el esfuerzo de la doña, el compromiso del albañil.
La ciudad somos todos y la hacemos cada uno. Por las mañanas en el mercado municipal, por las tardes en la plaza y para ver los pichones, darle de nuestras manos el mendrugo, compartirles lo que apañamos desde un vendedor ambulante.
Sentimos en el pecho el resonar de campanas, porque venimos a misa o porque simplemente pasábamos por aquí. Aprovechamos la oportunidad y ya un elote cocido para el antojo, una nieve de garrafa y jugar a la infancia, embarrados los labios con el color de la pitahaya, con el sabor de la vainilla.
Jugamos con los ojos ante el niño trepado en su patineta, nos deslizamos sobre la duela en esa bicicleta de la adolescente, nos encaprichamos también por la permanencia en la plaza, para que no nos arrebate el tiempo nuestra identidad, de dónde venimos, y crecimos. No queremos, no podemos irnos, porque aquí está, simplemente, lo que somos.
Estamos aquí porque pertenecemos a la ciudad, y celebramos desde cualquier trinchera el último jonrón con caja llena, en la última entrada, de los naranjeros de Hermosillo. El perfecto jadtdog, de madrugada, en la plaza Emiliana de Zulbeldía.
Somos la crónica en la bolsa del pantalón de un niño, de allí extraemos la alegría, y metemos los ojos para encontrar el recuerdo, nos topamos entonces con un trompo, dos canicas, una cuerda, la envoltura del dulce que comimos sin darnos cuenta porque nos tocaba el turno en el juego del ahogado y disparar con el calichón para ver cómo se desparramaban las canicas.
Nos llamamos ciudad, calor, extremo, frío, rabia, impulso, nobleza. Aquí donde habita la carne asada y contradiciendo a un intelectual arrogante somos también la cultura constante.
Enfrente del ayuntamiento, allá, la plaza Alonso Vidal, vestigio, presencia, de la poesía, el periodismo cultural, el conocimiento. ¿Quién dice que Hermosillo adolece la falta de educación? ¿Quién señala que el arte, nos fue negado?
Tenemos el teatro, las demasiadas voces, la música, la pintura, las letras, la danza contemporánea que habla por nosotros, por Sonora, ante el mundo entero.
Tenemos la exquisita textura de un grafitti que también es arte, tenemos en ese graffiti la existencia de un adolescente que quiere, que es, que dice presente en la vida desde una lata de espray.
Todos esto somos, y también la inquebrantable, la inevitable presencia del barrio, mi barrio, el Jito, el Tiroblanco, las Pilas, la Matanza, la Hacienda de la flor. Allí a donde vuelvo siempre y donde encuentro a los que tienen la humildad rabiosa. A quienes les exige la derrota mirarse los pies, la tierra, el escupitajo violento de la arrogancia de los importantes. Los importantes, muchos importantes para vestirse de corbata y mirar de soslayo porque mirar de frente les está imposibilitado.
Pero mejor decir lo de ellos, los del barrio que también son ciudad, y bajan del cerro donde es su casa. De esos quienes llevan dentro la desesperación por el trago que apague el dolor del instante.
A ellos los he vuelto a encontrar. Y si ayer el Simón, aquél carnal de cincuentaitantos años que lavaba carros en la calle Morelia, apareció flotando, muerto de agua en la presa, porque unos policías lo levantaron de la calle, le dieron rayte a fuerzas, y sólo para adelantarle el final, ahora el Siete, el Eloy, el Changai, arrastran sus cuerpos hacia el mismo destino. Porque el cuerpo es lo único que les pertenece. Quedarán por ahí en uno de esos callejones que son las arterias del barrio, tal vez sintiendo la misma sed con la que nacieron.
Ahora los he visto, y el Changai me advirtió que le advirtieron que a la próxima le amputan los brazos, porque se le ocurrió inyectarse con una jeringa que se encontró tirada, y las venas se le hincharon, no precisamente de amor, como escribiera Jaime Sabines en su poema los amorosos.
Hablo de estos, los que tienen el pelo opaco, los ojos tibios, la tela añeja untada en sus cuerpos. Saben la historia de los niños que fuimos, de la tragedia de nuestros padres muertos. Son sus contemporáneos, tal vez con un poco más ( o menos) de suerte, porque ellos siguen viviendo, sintiendo, necesidad de abrir los ojos para encontrar otra vez el ardor en la garganta que solo les apaga el sorbo de alcohol.
Ellos también somos nosotros, y formamos parte de las letras para decir el nombre HERMOSILLO. Y ellos también corrieron por esta plaza, la Zaragoza, y algún día treparon a este quiosco, y miraron de frente a los palacios, donde sin saber por qué o para qué alguien les dijo que existe el gobierno.
Ahora somos tiempo y memoria, la historia dicha por los cronistas, los que escriben. Y desde el barrio también un escritor para construir con letras cómo fueron aquellos años, porque el barrio, Las Pilas, parió un buen día a Fernando Galaz, y sus manos para antecedernos en la recreación de acontecimientos.
El barrio, digo, el barrio ombligo del mundo como bien señalara el también cronista Manuel Blanco, en su columna el Farolito semanal.
Salud por los que estamos, los que se han ido y abrieron camino. Brindar por la oportunidad esta de mirarnos a los ojos para reconocernos, saber que somos todos y pertenecemos a esta ciudad. Hermosillo. Hermoso.
La ciudad. Hermosillo. Constantes jornadas de pájaros alegres. De árboles que se resisten a claudicar. Ahora son las plagas quienes los derrumban. No obstante cada día vienen más, se alzan más, con su nobleza para acompañarnos durante las caminatas sobre la acera de la colonia, alrededor del parque, adentro de la sauceda, en el centro ecológico, en la milla de la universidad.
La ciudad es esto. Un trajín cotidiano, el grito en la parada, el camión que pasa de largo, los olores de colegiales, el esfuerzo de la doña, el compromiso del albañil.
La ciudad somos todos y la hacemos cada uno. Por las mañanas en el mercado municipal, por las tardes en la plaza y para ver los pichones, darle de nuestras manos el mendrugo, compartirles lo que apañamos desde un vendedor ambulante.
Sentimos en el pecho el resonar de campanas, porque venimos a misa o porque simplemente pasábamos por aquí. Aprovechamos la oportunidad y ya un elote cocido para el antojo, una nieve de garrafa y jugar a la infancia, embarrados los labios con el color de la pitahaya, con el sabor de la vainilla.
Jugamos con los ojos ante el niño trepado en su patineta, nos deslizamos sobre la duela en esa bicicleta de la adolescente, nos encaprichamos también por la permanencia en la plaza, para que no nos arrebate el tiempo nuestra identidad, de dónde venimos, y crecimos. No queremos, no podemos irnos, porque aquí está, simplemente, lo que somos.
Estamos aquí porque pertenecemos a la ciudad, y celebramos desde cualquier trinchera el último jonrón con caja llena, en la última entrada, de los naranjeros de Hermosillo. El perfecto jadtdog, de madrugada, en la plaza Emiliana de Zulbeldía.
Somos la crónica en la bolsa del pantalón de un niño, de allí extraemos la alegría, y metemos los ojos para encontrar el recuerdo, nos topamos entonces con un trompo, dos canicas, una cuerda, la envoltura del dulce que comimos sin darnos cuenta porque nos tocaba el turno en el juego del ahogado y disparar con el calichón para ver cómo se desparramaban las canicas.
Nos llamamos ciudad, calor, extremo, frío, rabia, impulso, nobleza. Aquí donde habita la carne asada y contradiciendo a un intelectual arrogante somos también la cultura constante.
Enfrente del ayuntamiento, allá, la plaza Alonso Vidal, vestigio, presencia, de la poesía, el periodismo cultural, el conocimiento. ¿Quién dice que Hermosillo adolece la falta de educación? ¿Quién señala que el arte, nos fue negado?
Tenemos el teatro, las demasiadas voces, la música, la pintura, las letras, la danza contemporánea que habla por nosotros, por Sonora, ante el mundo entero.
Tenemos la exquisita textura de un grafitti que también es arte, tenemos en ese graffiti la existencia de un adolescente que quiere, que es, que dice presente en la vida desde una lata de espray.
Todos esto somos, y también la inquebrantable, la inevitable presencia del barrio, mi barrio, el Jito, el Tiroblanco, las Pilas, la Matanza, la Hacienda de la flor. Allí a donde vuelvo siempre y donde encuentro a los que tienen la humildad rabiosa. A quienes les exige la derrota mirarse los pies, la tierra, el escupitajo violento de la arrogancia de los importantes. Los importantes, muchos importantes para vestirse de corbata y mirar de soslayo porque mirar de frente les está imposibilitado.
Pero mejor decir lo de ellos, los del barrio que también son ciudad, y bajan del cerro donde es su casa. De esos quienes llevan dentro la desesperación por el trago que apague el dolor del instante.
A ellos los he vuelto a encontrar. Y si ayer el Simón, aquél carnal de cincuentaitantos años que lavaba carros en la calle Morelia, apareció flotando, muerto de agua en la presa, porque unos policías lo levantaron de la calle, le dieron rayte a fuerzas, y sólo para adelantarle el final, ahora el Siete, el Eloy, el Changai, arrastran sus cuerpos hacia el mismo destino. Porque el cuerpo es lo único que les pertenece. Quedarán por ahí en uno de esos callejones que son las arterias del barrio, tal vez sintiendo la misma sed con la que nacieron.
Ahora los he visto, y el Changai me advirtió que le advirtieron que a la próxima le amputan los brazos, porque se le ocurrió inyectarse con una jeringa que se encontró tirada, y las venas se le hincharon, no precisamente de amor, como escribiera Jaime Sabines en su poema los amorosos.
Hablo de estos, los que tienen el pelo opaco, los ojos tibios, la tela añeja untada en sus cuerpos. Saben la historia de los niños que fuimos, de la tragedia de nuestros padres muertos. Son sus contemporáneos, tal vez con un poco más ( o menos) de suerte, porque ellos siguen viviendo, sintiendo, necesidad de abrir los ojos para encontrar otra vez el ardor en la garganta que solo les apaga el sorbo de alcohol.
Ellos también somos nosotros, y formamos parte de las letras para decir el nombre HERMOSILLO. Y ellos también corrieron por esta plaza, la Zaragoza, y algún día treparon a este quiosco, y miraron de frente a los palacios, donde sin saber por qué o para qué alguien les dijo que existe el gobierno.
Ahora somos tiempo y memoria, la historia dicha por los cronistas, los que escriben. Y desde el barrio también un escritor para construir con letras cómo fueron aquellos años, porque el barrio, Las Pilas, parió un buen día a Fernando Galaz, y sus manos para antecedernos en la recreación de acontecimientos.
El barrio, digo, el barrio ombligo del mundo como bien señalara el también cronista Manuel Blanco, en su columna el Farolito semanal.
Salud por los que estamos, los que se han ido y abrieron camino. Brindar por la oportunidad esta de mirarnos a los ojos para reconocernos, saber que somos todos y pertenecemos a esta ciudad. Hermosillo. Hermoso.
domingo, 1 de enero de 2012
Esta es la historia de un poemario que me detiene tanto
Carlos Sánchez
Hago fila en el Seguro Social. El nombre de esta institución me parece una ironía. Hago fila para lograr una fecha próxima donde se atienda a mi madre.
A mi madre le duelen las axilas, los senos, incluso los dientes que ya no tiene. Hago fila y las voces me saturan, me abruman, me ponen en la necesidad huir. Me contengo ante la imagen de mi madre en su lecho, en un solo quejido.
Permanezco y de la mochila extraigo un libro de pasta verde, mientras las voces doñas permanecen taladrando mis oídos. Abro el libro sin pensar en el número de la página, y caigo en el poema que se titula Número para una espera. Lo leo, y espero. De pronto las voces doñas se transforman en las voces sutiles del poema, inteligente arrullo para la impaciencia y transformarla en paz, en calma.
Podría permanecer, mientras leo, las horas necesarias en la fila, me digo. Entonces concluyo la poesía como una casa de beneficencia para mi alma. Leo y los versos me construyen la paz, y de pronto ocurre que en la voz de esos versos están las palabras de mi madre, en medio de la vorágine enfermiza que pulula en los pasillos del seguro. Inseguro.
Precisión tienen estos versos, tino, en cada paso que construyen dentro de las páginas que son su habitación.
Me cuentan estos poemas la historia como anticipación de la ausencia que pronto será mi madre, y también digo con la mirada empañada en voz alta el poema Se llama llorera, y le lloro anticipado porque ya intuyo la cercanía del final que para nada será feliz.
La poesía, inmensa poesía, vaticinio, filo inmarcesible de la verdad, la razón, guión exacto donde se retrata la vida.
La poesía, esta poesía que brota desde el vientre, desde la emoción de Josefa Isabel Rojas Molina, esta poesía contenida en este libro que por título tiene Detenerte tanto, me suelta todo.
Me derrumba como esa casa vieja a la que no regresará más la abuela, y sin embargo me construye los pies sobre el pasillo para soportar la permanencia en la fila, en el interior de un lugar donde se atenta contra la vida, aunque uno asista a ese edificio del seguro con la esperanza de permanecer vivo.
Permanezco y cumplo el objetivo, madre tendrá la mirada de un doctor para auscultarle el cuerpo, y esto también gracias al objeto que por nombre lleva libro, porque si no fuera por la palabra que allí naufraga, vuela, aterriza, tampoco yo podría resistir el murmullo constante de tantos nombres heridos en la fila.
Se me olvidaba decir lo que pensé mientras leía, más bien lo que sentí mientras leí. Las piernas debajo de la falda de una enfermera le aumentó el ritmo a la emoción.
La miré pasar y no puedo creer en las coincidencias, no cuando se trata de un poema que baja en el instante menos esperado, se instala en mis labios y ya mis ojos para mirar el contorno del cuerpo, la estética, la exquisita sugerencia de lo que se guarda debajo de unas medias blancas. Entonces viene el poema que juega en mis labios y la enfermera que me hace olvidar el murmullo de la muchedumbre, los quejidos de madre. Leo mientras veo:
No eres tú el que moja mi entrepierna / no eres quien me vuela en los límites del desconcierto / no eres tú y sin embargo / contra esta certeza de saber que no eres tú / no sé quién sea éste / que yo quisiera fueras tú…
Fragmento éste de Poema de hastío que me enciende la emoción y la mente para concluir en la magia de las palabras, la magnificencia que implica el verso y degustarlo cuando es el instante más oportuno.
Mientras yo en la fila, con los olores, las voces, el dolor constante, la contradicción permanente, otra vez desde la propuesta poética de Josefa, una balsa para el río revuelto que soy que he sido.
Y es la poesía, su poesía, la que me hace imaginarla dentro del lugar que habita y en el cual constantemente se vuelca en esos encuentros con la palabra para dibujarnos, a partir de su mundo, las imágenes que nos permiten conocer las arterias, las vías, que desde su mirada recorre y con las que inevitablemente construye, nos construye, la emoción constante.
Aborto el interior del Seguro Social, nombre otra vez que nombro y me suena a ironía, a crueldad. Salgo a la vida y el cielo de nuevo sobre lo que soy. El chofer de un camión obedece a la seña que le hago, trepo y desde la penúltima fila de asientos miro a través de la ventana el cielo blanco casi gris. Que se cae, casi, me doy cuenta. Y entre el movimiento del cuerpo mis ojos para indagar el poema de la página ochentaiuno. Leo:
Estas nubes van que vuelan para nieve / se les ve en los pies las ganas / de quebrarse como jicarita de agua / dulce / se les nota / aunque lo disimulen / anhelos de caer remotamente / como plumas / no llegar al suelo nunca / sino al rato / se les nota / ¿cómo te dijera? / el ansia de volvernos un poco más amable con su frío caliente / Estas nubes no pueden ya disimular / los deseos que tienen de dejarse ir / de ser un roce de blancura / en este invierno / estas nubes de plano / ya no quieren / seguir siendo nubes…
Levanto la mirada, en pleno vientre de la ciudad, el cielo se desploma en plumas. Los niños juegan a ver la nieve. Cae. En mi ciudad donde la historia es fuego. Ocurre lo imposible, porque la poesía así lo dispone. Y en Josefa Isabel Rojas Molina, para decir la vida, la imposibilidad no existe.
Y ya me voy, porque, parafraseando a Josefa, es hora de cerrar el cielo.
Hago fila en el Seguro Social. El nombre de esta institución me parece una ironía. Hago fila para lograr una fecha próxima donde se atienda a mi madre.
A mi madre le duelen las axilas, los senos, incluso los dientes que ya no tiene. Hago fila y las voces me saturan, me abruman, me ponen en la necesidad huir. Me contengo ante la imagen de mi madre en su lecho, en un solo quejido.
Permanezco y de la mochila extraigo un libro de pasta verde, mientras las voces doñas permanecen taladrando mis oídos. Abro el libro sin pensar en el número de la página, y caigo en el poema que se titula Número para una espera. Lo leo, y espero. De pronto las voces doñas se transforman en las voces sutiles del poema, inteligente arrullo para la impaciencia y transformarla en paz, en calma.
Podría permanecer, mientras leo, las horas necesarias en la fila, me digo. Entonces concluyo la poesía como una casa de beneficencia para mi alma. Leo y los versos me construyen la paz, y de pronto ocurre que en la voz de esos versos están las palabras de mi madre, en medio de la vorágine enfermiza que pulula en los pasillos del seguro. Inseguro.
Precisión tienen estos versos, tino, en cada paso que construyen dentro de las páginas que son su habitación.
Me cuentan estos poemas la historia como anticipación de la ausencia que pronto será mi madre, y también digo con la mirada empañada en voz alta el poema Se llama llorera, y le lloro anticipado porque ya intuyo la cercanía del final que para nada será feliz.
La poesía, inmensa poesía, vaticinio, filo inmarcesible de la verdad, la razón, guión exacto donde se retrata la vida.
La poesía, esta poesía que brota desde el vientre, desde la emoción de Josefa Isabel Rojas Molina, esta poesía contenida en este libro que por título tiene Detenerte tanto, me suelta todo.
Me derrumba como esa casa vieja a la que no regresará más la abuela, y sin embargo me construye los pies sobre el pasillo para soportar la permanencia en la fila, en el interior de un lugar donde se atenta contra la vida, aunque uno asista a ese edificio del seguro con la esperanza de permanecer vivo.
Permanezco y cumplo el objetivo, madre tendrá la mirada de un doctor para auscultarle el cuerpo, y esto también gracias al objeto que por nombre lleva libro, porque si no fuera por la palabra que allí naufraga, vuela, aterriza, tampoco yo podría resistir el murmullo constante de tantos nombres heridos en la fila.
Se me olvidaba decir lo que pensé mientras leía, más bien lo que sentí mientras leí. Las piernas debajo de la falda de una enfermera le aumentó el ritmo a la emoción.
La miré pasar y no puedo creer en las coincidencias, no cuando se trata de un poema que baja en el instante menos esperado, se instala en mis labios y ya mis ojos para mirar el contorno del cuerpo, la estética, la exquisita sugerencia de lo que se guarda debajo de unas medias blancas. Entonces viene el poema que juega en mis labios y la enfermera que me hace olvidar el murmullo de la muchedumbre, los quejidos de madre. Leo mientras veo:
No eres tú el que moja mi entrepierna / no eres quien me vuela en los límites del desconcierto / no eres tú y sin embargo / contra esta certeza de saber que no eres tú / no sé quién sea éste / que yo quisiera fueras tú…
Fragmento éste de Poema de hastío que me enciende la emoción y la mente para concluir en la magia de las palabras, la magnificencia que implica el verso y degustarlo cuando es el instante más oportuno.
Mientras yo en la fila, con los olores, las voces, el dolor constante, la contradicción permanente, otra vez desde la propuesta poética de Josefa, una balsa para el río revuelto que soy que he sido.
Y es la poesía, su poesía, la que me hace imaginarla dentro del lugar que habita y en el cual constantemente se vuelca en esos encuentros con la palabra para dibujarnos, a partir de su mundo, las imágenes que nos permiten conocer las arterias, las vías, que desde su mirada recorre y con las que inevitablemente construye, nos construye, la emoción constante.
Aborto el interior del Seguro Social, nombre otra vez que nombro y me suena a ironía, a crueldad. Salgo a la vida y el cielo de nuevo sobre lo que soy. El chofer de un camión obedece a la seña que le hago, trepo y desde la penúltima fila de asientos miro a través de la ventana el cielo blanco casi gris. Que se cae, casi, me doy cuenta. Y entre el movimiento del cuerpo mis ojos para indagar el poema de la página ochentaiuno. Leo:
Estas nubes van que vuelan para nieve / se les ve en los pies las ganas / de quebrarse como jicarita de agua / dulce / se les nota / aunque lo disimulen / anhelos de caer remotamente / como plumas / no llegar al suelo nunca / sino al rato / se les nota / ¿cómo te dijera? / el ansia de volvernos un poco más amable con su frío caliente / Estas nubes no pueden ya disimular / los deseos que tienen de dejarse ir / de ser un roce de blancura / en este invierno / estas nubes de plano / ya no quieren / seguir siendo nubes…
Levanto la mirada, en pleno vientre de la ciudad, el cielo se desploma en plumas. Los niños juegan a ver la nieve. Cae. En mi ciudad donde la historia es fuego. Ocurre lo imposible, porque la poesía así lo dispone. Y en Josefa Isabel Rojas Molina, para decir la vida, la imposibilidad no existe.
Y ya me voy, porque, parafraseando a Josefa, es hora de cerrar el cielo.