domingo, 23 de diciembre de 2007

A ras de tierra

Carlos Sánchez

Despegué las pestañas. Había el olor a petróleo por la mecha empapada, encendida, dentro de ese tubo de cristal que iluminaba el cuarto de cartón: era una lámpara.
Moví mi mano para mover el sueño de mi madre. Quería encontrar el regalo de navidad. Su dedo índice señaló una caja de zapatos escondida detrás de un montón de cobijas. Luego arropó su cuerpo para seguir durmiendo.
Siempre soñé con unos miralejos, para acercar las estrellas y ponerlas en mis manos. Esa mañana tampoco llegaron, apenas un helicóptero de plástico que veía frustrado su vuelo a ras de tierra cada vez que lo impulsaba con una cuerda prendida de una base girando.
Vinieron otras navidades y la preocupación de mi madre cuya soltería era argumento para sufrir la ausencia de los regalos. Y más tarde ni la madre ni los juguetes, ni los abrazos. La violencia, sí: multiplicada como sinónimo de desamor.
Despegar las pestañas en los años sucesivos, para encontrar la navidad, era despegar otra vez la desilusión y el desconsuelo.
Hace un par de días una amiga me preguntaba qué hago en navidad. Mi respuesta fue certera: deprimirme.
Hubo días, cierto, en los que los papalotes formados desde mis manos, con carrizo del corral de la casa de doña Juana, y el cáñamo que recogía de esos sacos de azúcar que tiraban en la pepsi, me inventaban la felicidad allá arriba del picacho.
Tenía la magia del aire y la necesidad de sentir en mis brazos el temblor del movimiento de ese triángulo de carrizo cubierto con hule de bolsas del mandado. Le ponía una cola con retazos de tela de la costurera del barrio, doña Lupe, para lograr equilibrio en el vuelo.
Hubo también la bicicleta armada con piezas de aquí y de allá, pintada con una lata de espray, azul, como el cielo, al que siempre solía admirar.
Llegaron pronto las otras ilusiones, las de las tenis Converse, la botella de brandy, las canciones a media noche para ver bailando a la morrita de mis sueños. Hubo la felicidad, creo, teniendo siempre presente esos años de los miralejos ausentes.
No sé si he crecido, si las letras, la experiencia, el arte, me ha dado la posibilidad de dosificar la tormenta que llevo dentro. A veces creo encontrarme. Y soy la parsimonia inventando la concordia. A veces quisiera en un impulso apagar para siempre la luz de mi nombre que se escucha en las voces de las señoras de mi barrio, las que fungieron como mi madre, las que me dijeron sin decirme que en La pilas la solidaridad abunda tanto como la desgracia, la tragedia, el llanto por los hijos delincuentes, esos que viven presos o en manicomios, o simplemente ya no viven.
También tuve cuetes en mis oídos, la imagen de la doña briaga gritando en el cielo del barrio la traición del marido que mató a su hijo una tarde de domingo por un sombrero como móvil.
Los ojos de mi padre siempre alcoholizados, en su boca las palabras exactas. La alegría a pesar de la austeridad: apenas un bracero donde guisar frijoles, apenas una esquina donde desalojar lo que el cuerpo ya no puede retener. Éramos los apestaditos de la familia, la que ya ni los tíos deseban voltear a verlos.
Había navidad y era una olla de barro peluda de colores. Le pegaban todos y mi carnal el Noé se tiraba por los dulces, y su cabeza recibía palazos, y el jefe sufría de verlo desesperado apretando entre sus dedos una naranja y tejocotes.
Sacudía su cuerpo y treparse a la barda para pedir un plato de comida, un vaso de soda. Era la posada y la hacían los perfumados del barrio, los pudientes, los que tenían también nuestro apellido.
Hubo algunas veces la insoportable existencia nuestra que traía como consecuencia el reclamo a nuestro padre: “Porque tus hijos son unos vagos y no hacen nada de bien”.
A mi padre se le rodaban las lágrimas, pero era navidad y él hacía ponche de canela, y nos metía a ese cuarto minúsculo, y nos acostaba en el catre donde cabíamos los tres: mi carnal, él y yo.
Ahora las navidades son más dóciles para mí. Antes de la media noche, la música me salva la vida, y sí, siempre hay un buen libro; a intervalos los ojos en el parque frente a mi casa donde juegan los niños. Y esta soledad sin abandonarme, que me otorga el permiso para estarme conmigo.

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