sábado, 6 de noviembre de 2010

Camino al desierto… porque ya viene Santaclós


texto y foto: Carlos Sánchez

Albatros es un ave que se desplaza sobre el cielo encima de la mar. Albatros es también la línea de transportes en la que ahora viajo hacia Caborca. Leer y ver, conocer, es la consigna. En el Club Rotario, el tema: la literatura. A las cuatro de la tarde.
Veo el paisaje y es tan árido como las oportunidades de permanecer con la seguridad de un empleo, encima de la tierra que nos vio nacer. Cavilo después de ver una fila de autos en la caseta de peaje. Avanzamos en este alado nombre de transporte.
Carbó es un pueblo hacia el norte de Hermosillo, tiene sobre la carretera un entronque, de allí salen o entran carros constantemente hacia el pueblo. En el entronque el Albatros se detiene, y trepan siete nuevos pasajeros, jóvenes todos, con sus mezclillas y camisetas untadas al cuerpo, mochilas al hombro, gorras de beisbolistas y uno de ellos, con una colección de metales: piercing, aretes, colgantes, en el rostro. Al encontrarse el sol con su cara, el reflejo forma un tapete de luz sobre los asientos del camión.
El último en trepar busca con la mirada un lugar dónde sentarse, quito la mochila del asiento de al lado y le invito a que me acompañe, “¿Aquí hay campo?”, inquiere. Le digo que se siente con confianza, que vamos en el mismo barco, que se relaje. Sonríe y me pregunta hacia adónde voy. A Caborca, le digo. “Yo para Altar. Me encargaron a unos muchachos allá, pos ahí los llevo, porque ellos necesitan el trabajo, yo también necesito levantar unos pesos”.
La gorra negra en mi acompañante, le arropa la frente, hasta las cejas le cae la visera. Tiene un bufón tatuado en su hombro derecho, y cada que volteo a verlo, el bufón me enseña la lengua, se sonríe burlón.
Que le dicen el Chundo, dice el de la gorra, y mientras controla a los otros tripulantes, chamacos que le acompañan, me cuenta de los asuntos que le acontecen y desarrolla. Que se dedica a la pizca de bufel, zacate, que allá en Altar lo pagan bien, y que a veces llena una troca de costales y luego va y los vende.
Así pasa los días de otoño, el Chundo, que es época de recolección, “y al tiro con la víboras, hay muchas, de a madre, pero vale la pena el riesgo, sí se aliviana uno, y pos hay que buscarle, sobre todo ahora que está cerca Sanataclós, ¿qué no?
A la par de las palabras del de la gorra, el paisaje es monótono: mezquites, más bufel, uno que otro cerro, adentro del camión: alguna ocurrencia de los muchachos del grupo, la risa como respuesta, alguno que otro estribillo cantado desde otro chamaco, el sentimiento tal vez por el viaje, la lejanía de la tierra, a saber.
El Chundo no aguanta las ganas de las palabras, y las dice más: Como te digo, vamos para Altar, allá hay unos pesos, y algo para el cerebro, lo que uno quiera. Lo escucho y tampoco me aguanto las ganas de las preguntas:
--¿Pero el terreno está caliente, no?
--Siempre ha estado igual, pero nosotros ya conocemos a la gente. Y vamos a lo que vamos. Más bien ellos, los que yo llevo.
--¿Para eso son las mochilas?
--Ajá.
--¿Cuánto es por cabeza?
--Quinientos dólares. Son cuatro noches, más o menos cien kilómetros. Pero como te digo, ya conocemos el camino. Y lo que se lleva pues no es tan pesado. Esta vez nomás se irán ellos, yo ando jodido de un tobillo, me acaban de quitar el yeso. No puedo caminar mucho.
Un cerro en las miradas, uno más. El Chundo dice que detrás de esos cerros iba a jugar de morrito, que hay unos ejidos donde su papá cuidaba vacas y su madre hacía tortillas. ¿Por qué de niño uno piensa menos en los problemas? Pregunta el Chundo.
Albatros sigue en su furia veloz, consumiendo kilómetros, los otros chavales siguen en sus diálogos, dos en cada asiento, tres parejas, similares proyectos. Sacan cuentas y hablan de ropa de marca, de cerveza, de regalos para navidad.
En el retén de inspección militar, en Querobabi, los de mochila aprovechan el puesto de chuchulucos que administran los soldados, algunos visitan los sanitarios, donde la cuota es lo que usted guste cooperar, y la frase emerge desde la voz de un muchacho lampiño que seguramente no ha mucho tiempo se enlistó en las filas castrenses.
Después de la tecnología pasando báscula con rayos equis, subimos de nuevo al autobús que ya se llena de mandíbulas mascando papas fritas, doritos nachos, tragos de soda. Los jóvenes le preguntan al Chundo que si cuánto cuesta un pollo asado en Altar, que si les hará valer con algunos, que si dentro del contrato está incluido ese menú. El Chundo les aclara que no, que con las sabritas les alcanza y que si a lo mucho, nomás llegando a Santa Ana, les comprará dos tres paquetes de burritos, que “están bien buenos, muy reportados, son de carne machaca”.
Sobre la marcha el Chundo pide la bacha, que significa un chance para pestañear, “porque no he dormido ni madre, me la pasé toda la noche corretando al conecte, si no pura verga se hubiera hecho lo del jale, y la neta ustedes saben que está muy cerca el Santaclós”.
Un ronquido parece ser una orden para el silencio, los otros muchachos emulan al Chundo y de pronto guardan silencio, intentando dormir. Intento infructuoso, el más chaparro y regordete, el que viaja en el último asiento, le tira con la envoltura de sabritas al que va adelante, la envoltura, por accidente, pega en uno de los viajeros que no viene en el grupo de muchachos, el regordete se escama, pero el señor de poco pelo, y mirada serena, dice con la misma mirada, que todo está bien, que entiende que así son los jóvenes. Continúa el viaje.
Santa Ana en su paso es un par de paquetes de burritos, dos tres sodas, algunas pepitorias que una señora oferta a dos por una. Uno de los chamacos baja en chinga, dice que va a un Oxxo, cuando el camión enciende de nuevo sus alas, el Chundo le dice al chofer que uno de sus camaradas aún no sube, que por favor lo espere, el chofer se solidariza, y aprovechando la espera va y viene al Oxxo también por unas sodas.
El camino de nuevo en la mirada. Altar el próximo puerto. Los muchachos ahora duermen, o hacen como que. El Chundo me estrecha la mano antes de bajar. Dice su nombre, que lo busque, que podemos camarear, que si un día ando necesitado de monedas puede conseguirme un jale de una semana, que con eso me puedo alivianar. “Eso sí, nomás prepárate para cuatro noches de camino, puro de noche, de día se descansa, de noche es la única manera”.
Al descender, un olor de esperanza, de ilusiones, desciende junto a los muchachos. Las mochilas coloridas son un arcoíris sobre la plaza de Altar. En un costado del jardín se organizan, se persignan, en unas cuantas horas el desierto les espera para sus pasos. Y esos quinientos dólares de ganancia. “Porque ya no tarda en llegar Santaclós”.

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