lunes, 25 de marzo de 2013

Álamos papalotes

Carlos Sánchez



Álamos.- Un niño vuela un papalote. Desde el cerro del Perico, su mirada se alza como el mismo vuelo de colores. Allá, lejos, la alegría prendida de un hilo se dispersa en el cielo.

El niño es Francisco Guerrero, el mismo que de facto se convierte en adulto y rememora esos días de levantar las primeras mariposas, los primeros cometas, las primeras estrellas de papel y vara como esqueleto. Un día lo tuvo en sus manos, después en el aire, luego lo miró volar, irse, hacia los barrios bajos, allá donde otros niños esperaban para cacharlos y volverlos a volar.

Pasaron los años, Francisco que es Pancho trepó a la adolescencia, la juventud, luego vino el matrimonio, en esa edad la búsqueda de recursos para la manutención. Un día tuvo trabajo de vaquero, otro día un caballo dirigido desde sus manos, y vino el accidente, el cuerpo y su incapacidad de reacción en las piernas, las horas de hospital, el traslado a la capital del estado en busca de mejor atención, la incertidumbre, el poco o nulo recurso económico, el repartir lo que se tiene entre la familia de Pancho que son sus hijas Francisca, Violeta, y Ramoncita como esposa.

Vieras cómo batallamos, vieras dónde dormíamos, vieras cuanto sacrificio. Y así los días, ahora los años que permiten esas horas convertidas en recuerdos, decirlas, volver a ellas como anécdota.

Pancho y su familia, él sin un trabajo permanente, con las ideas punzantes. Una mañana encontró una vara y se fue en su memoria, regresó a la infancia, levantó la vara y le dijo a su esposa “Haremos un papalote”, la obra perfecta, el vuelo preciso. Vinieron entonces los niños, a comprarlo, porque la maravilla de papel china y popote que así se llama la vara, les sedujo.

Se fundó la empresa, surgieron luego los murciélagos, los cajones, más estrellas, más cometas. Vino después un premio al mejor juguete en vuelo hecho desde las manos de Pancho y reconocido por la institución convocante.

Pancho en su silla de ruedas, con su Ramoncita como aliada, su lacayo, la emprendedora también de empresas, la que construye canastos de confeti, con papel china y periódico, a manera de cono, en la punta un cascarón de huevo, al estrellarlo en la cabeza y en temporada de carnaval, la canasta pare confeti para car en el cuerpo del más inmediato transeúnte.

Las ideas para convertir con las manos objetos del divertimento, desde allí el punto de partida para levantar la familia, las hijas ahora universitarias, Pancho con su taller de carpintería porque luego la capacidad para aprender se desbocó, Ramoncita para acercarle la madera, el martillo, los clavos. Una pareja que viene y va tomada de la mano que no es otra cosa que fraternidad, solidaridad, amor. La apuesta con todo para el motor de sus vidas: Violeta y Francisca. Una estudiante de arquitectura, la otra sobre la vocación de enseñar, para eso estudia, por eso se levanta de madrugada todos los días y sube al camión rumbo a Navojoa que son cincuenta kilómetros de distancia, y por la tarde regresar a la casa, a resolver las tareas, el reencuentro con los padres.

Mientras esto ocurre, Francisca, la hija, en Obregón casi termina sus estudios de arquitectura, y de manera intermitente los fines de semana para visitar a los suyos, y cotidianamente para marcarles por teléfonos, escucharlos y a manera de reporte decirles el amor. Todos los días.

Pancho incansable, ahora la construcción de su casa, desde sus manos, sin impedimentos, después el tejaban donde está su carpintería, más tarde un auto y manejarlo con destreza. Pancho ahora la referencia de la alegría, los niños tocando a su puerta para llenarse los ojos de colores, y después alzar el vuelo.
Ramoncita un día le dijo a Pancho que dejara de construir papalotes, que el tiempo ya no le alcanzaba, que se veía cansado, que sólo se concentrara en la carpintería, Pancho dijo que no, que no puede dejar a los niños sin el divertimento que les otorga el papalote.

Un día yo le pregunté a Pacho qué le gustaba más, si hacer, o volar los papalotes. Su respuesta fue certera, aún la recuerdo, jamás la olvidaré: “Me gusta mucho hacerlos, pero me gusta más volarlos, porque siento que vuelo junto con ellos”.

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