Brígite pinta sus labios con pulso de rotulista. En su cadera un pantalón de mezclilla marca las curvas hacia sus muslos. En el espejo están sus diecisiete años de vida.
En un camerino cabe la historia y la ilusión del triunfo. Brígite remarca con la punta del lápiz el negro de sus cejas, la línea perfecta que resalta la vivacidad de su rostro.
Desde la bocina encima del todo de un vochito modelo antiguo, escucha la advertencia del tiempo que falta para que inicie la función.
Ajusta el cinturón de aros cromados sobre las presillas de su pantalón, se talla la blusa roja con barbas de hilaza blanca que le acaricia el vientre. Un sombrero abandona el perchero, cae sobre su cabeza y aplana el tupé rubio contra su frente.
Dos pinceladas más de rubor, el atomizador desparrama perfume sobre su cuello, la mirada va hacia los botines marrón y la sonrisa acusa la cabalidad del vestuario, el maquillaje.
La música llena el escenario, tercera llamada. Brígite alcanza su anhelado proyecto: ofrecer el movimiento de su cuerpo a los espectadores del circo, mientras con sus manos pasea entre las gradas una caja de palomitas como oferta. El primer paso está dado al iniciar la función.
****
Huele a tierra húmeda. Las luces violetas llenan el interior del cuasi globo que es el circo, y a los espectadores en las gradas de madera. Huele a esquite reventado en una olla de metal, y a salsa picante.
Las manos del recoge boletos ahora son dos palomas reventando aros hacia el viento en medio del escenario. La melena golpea la licra en la espalda del joven, en cada paso hacia sus costados se improvisa un baile al ritmo de piano y trompetas. Súbito es el disparo del payaso que avienta una flecha para acertar el medio de la esfera que arroja el malabarista, y llevarla hacia las gradas. El padre de familia levanta con orgullo y como trofeo el par de objetos. Desconcertado y feliz el hijo menor de cuatro observa cómo de las manos de su progenitor un par de aves se levanta en vuelo. Eso es magia, grita el payaso encima del aserrín, en el umbral de la pista.
****
Circo Richard es el nombre, está asentado en la periferia de Cócorit, allá junto a un letrero que informa sobre el número de habitantes de la población. Tienen sus árboles la característica de un pueblo afable en su gente. El quiosco de la plaza luce la iluminación casi naranja y en derredor hay bicicletas esperando por las parejas que se apean para llenar de oxígeno los pulmones. Un niño patea una botella de plástico que reemplaza al balón, las manos de su padre son un portero sagaz.
Tiene la calma esta región de familias dedicadas a la tierra, llenos de alegría y ejerciendo el saludo transparente prendido de los ojos. La palabra amor no sabe que existe el término cursi, ni se encuentra banal, fluye en la voz de dos enamorados que se encuentran cada tercer viernes del mes, y regalan elotes recién cortados de la milpa a la primera persona que se les atraviesa en el camino, es un desplante de la felicidad y desean gritarlo con su bondad. Echan a un carro diminuto, ya como gratitud, ya como solidaridad, el fruto de la tierra, el resultado de las aguas regadas de madrugada y con una pala guiando la dirección del líquido.
Dos cuerpos son uno y la sonrisa como pauta en cada frase, en todo diálogo. Hay un trago de cerveza y el panorama es un verde nocturno en el pedazo de tierra que es la vida. Hoy es viernes y la existencia toca el corazón.
*****
Brígite se contorsiona, eleva un pie hacia el cielo, gira en derredor de su cuerpo, quita el antifaz y en la última vuelta los hombros desnudos son un reto para el padre espectador. Diez pesos del boleto están más que compensados. Valió la pena transformar el circo en un teibol, imaginar la cadencia de la cirquera complaciendo como gratitud de la rechifla ante su presencia en la pista.
Brígite trepa su mirada lejos, fuera de la carpa. Sabe la función como un trampolín para el futuro, lo que viene es el triunfo, su nombre en el cartel de un teatro de renombre y como primera actriz. En unos segundos el payaso que es el amo de la carpa, hace desaparecer a la mujer púber, para ese momento ya el camerino se transforma en dormitorio, afuera el sueño de los niños, la imaginación de los padres, marcha en pasos hacia sus hogares. Cócorit vive sus noches de trascendencia, lo confirma el malabarista de la melena, el recoge boletos quien ante el guiño de una cocoreña intuye que este pueblo puede ser la tierra para sembrar su apellido. Y ver a los hijos llenos de malabares. La joven, adolescente, con sus trenzas perfectas, escucha las palabras del cirquero, con emoción atiende las historias del trabajo que él le cuenta.
martes, 23 de diciembre de 2008
lunes, 15 de diciembre de 2008
Desierto mar
Personajes:
SILVESTRE
ROMUALDO
Romualdo conduce su carro, lo acompaña Silvestre.
SILVESTRE (Saca una pistola y le pega un tiro en la nuca. Toma el volante, controla el carro que avanza, en el movimiento intenta acomodar a Romualdo): Muévete cabrón, vamos a chocar. Qué te vas a mover si estás bien muerto. Es un chingo de sangre, ya me manchaste la camisa. Te dije que aunque estuvieras muy grande te iba a madrear. ¿Por qué no me quieres pagar el carro? A poco crees que robar no es trabajo. Cuántas horas de espiar al jefe para ver dónde dejaba la billetera, y te amacizas tan quitado de la pena.
ROMUALDO: Le arreglé el carburador, le puse llantas, le metí las balatas, tú dijiste que lo arreglabas de una cosa y luego de otra y nunca quedaba bueno. Me lo rolaste.
SILVESTRE: ¿No entiendes que fue por hartazgo? (De reojo ve a Romualdo) No me peles los ojos. (Le da un golpe en la frente).
ROMUALDO: Son mis ojos, con los que te veo.
SILVESTRE: Con los que viste las armas, y me balconeaste, ¿o mi jefa se enteró por obra y gracia del espíritu santo del gane que me aventé?
ROMUALDO: Tú mismo las pusiste en la alacena. ¿Se te olvidó que ella cocina?
SILVESTRE: Seguramente también yo le dije a mi apá que me madreara porque me puse tus tenis que te compraron por ser el mejor en calificaciones. Pinchis verdugones que me dejó, pero qué tal, ahora tú tienes un hoyo en la nuca, y los ojos blancos como vaca degollada.
ROMUALDO: Los tenis te los regalé, te los pusiste el día que de descansó del jefe. ¿Llevas mucha prisa o qué? Vas a chocar.
SILVESTRE: Te llevo al desierto, a donde tanto te gustaba ir cuando nos escapábamos en las bicicletas.
ROMUALDO: Aún tienes las cicatrices, yo también, pinchi alambre, era de noche, no lo vimos. Te asustaste hasta llorar.
SILVESTRE: Para curarnos las heridas de los alambrazos no necesitamos mertiolate, aunque las cortadas estaban grandes, supiste cómo resolverlo.
ROMUALDO: Te metí al agua porque el mar cura todo.
SILVESTRE: Por el susto te hice caso, como siempre, tenías razón.
ROMUALDO: Nos escapamos siempre de la casa para ver ese abrazo del desierto con el mar. Me gustan las olas cuando conversan con la arena en cada movimiento.
SILVESTRE: Cada que vamos escarbo en la arena, no pierdo la esperanza de encontrar las armas que me robé; las enterré cerca de la playa, no sabía que el mar creciera tanto, creí que con el paso del tiempo se iba haciendo pequeño; ahora sé que el agua me robó las pistolas, los rifles; a huevo que al mar Dios ya lo perdonó, ladrón que roba a ladrón.
ROMUALDO: La noche que nos alambramos mi apá se enojó porque llegamos mojados.
SILVESTRE: Descargó los cintarazos y las bofetadas contra mí, a ti te dijo que te fueras a dormir.
ROMUALDO: Porque te abracé para que ya no te golpeara.
SILVESTRE: Después vinieron las patadas en la cabeza, no aprendía en la escuela, no me gustaba el béisbol, no sabía qué era una llave estilson ni unas pinzas de presión. Tú sí, todo lo sabías: el muchacho perfecto.
ROMUALDO: Yo trabajo y estudio no sólo para salir adelante, también para ver por ti y enseñarte.
SILVESTRE: Muchacho perfecto. La arena del desierto también es perfecta.
ROMUALDO: Eso te lo he dicho siempre.
SILVESTRE: ¿Y el amor que sientes por los sahuaros? Nunca se te quitó la manía de posar junto a ellos para que te retrate.
ROMUALDO: Es lo más hermoso que la naturaleza parió.
SILVESTRE: (Riendo): Cuando te emocionaste y lo abrazaste tan fuerte te llevaste las espinas en la piel; me impresionó que no lloraras.
ROMUALDO: Lo gozaba. Y me ayudaste, tuviste que pedalear tú solo la bicicleta para llegar a casa.
SILVESTRE: Me asusté, y me dolía nomás de verte, no cómo tú que cuando me chingaban, disfrutabas.
ROMUALDO: Me encerraba en mi cuarto, ¿qué más podía hacer?
SILVESTRE: Vamos llegando a la arena.
ROMUALDO: De noche es más tersa, la moja el sereno del cielo.
SILVESTRE: Con la arena dormirás el resto del tiempo, hasta que el cuerpo se desintegre.
ROMUALDO: Prometimos que si tú morías primero yo te echaría al mar.
SILVESTRE: Yo a ti en el desierto. Ahora estarás en amasiato con su calor. Escucha esa canción. (Le sube al radio). Es la de Pedro y Pablo, la que habla de los hermanos engañados por una mujer. (Se carcajea). Cómo nos adueñamos de esa rola.
ROMUALDO: Nunca me dijiste que era tu novia.
SILVESTRE: Ni oportunidad me diste, no habían pasado ni dos semanas y ya no era mía, era tuya.
ROMUALDO: Llorábamos escuchando la canción, ahora sé que lo hacíamos por la necesidad de abrir el corazón. Nuestro padre no nos dejaba llorar. Porque eso es de maricas.
SILVESTRE: Jugábamos a emborracharnos por despecho, tú fingías, a mí me daban ganas de partirte la cara; me habías quitado la novia. Siempre tú más grande y más fuerte que yo, no había otro remedio que aguantarme las ganas. ¿Qué tal ahora?- Dile adiós al puerto; al desierto no porque en él te quedarás. (Apaga el carro, se baja, abre la puerta del copiloto, se esfuerza para bajar a Romualdo que está inmóvil).
ROMUALDO: Cuantas estrellas, nunca había visto tantas. Acá Venus, más allá la Próxima centauro.
SILVESTRE: Míralas. (Saca la pistola, le pega un tiro en la frente):Tenemos toda la noche para fabricar tu hogar. (Va al carro y trae un pedazo de sahuaro), te lo traje para que siempre estés abrazado de el, disfrútalo mientras te dure el cuerpo. (Silvestre echa a Romualdo en el hoyo, lo entierra).
VOZ DE ROMUALDO: Así se amarran los zapatos, cuando está bien hecha la flor jalas de las dos tiras para que se apriete el nudo.
SILVESTRE: Hermano.
VOZ DE ROMUALDO: ¿Dos por dos?, sólo suma estas dos rayitas con estas otras.
SILVESTRE: Romualdo, carnalito.
VOZ DE ROMUALDO: Está bien, ese dibujo sí es un gatito, sólo márcale las orejas, así.
SILVESTRE: (Termina de enterrar a Romualdo, escuchan aullidos de coyotes, se sube al carro, lo enciende) Vámonos carnalito, la vida se dispone.
VOZ DE ROMUALDO: Como el desierto y el mar. (El carro avanza sobre el desierto).
SILVESTRE
ROMUALDO
Romualdo conduce su carro, lo acompaña Silvestre.
SILVESTRE (Saca una pistola y le pega un tiro en la nuca. Toma el volante, controla el carro que avanza, en el movimiento intenta acomodar a Romualdo): Muévete cabrón, vamos a chocar. Qué te vas a mover si estás bien muerto. Es un chingo de sangre, ya me manchaste la camisa. Te dije que aunque estuvieras muy grande te iba a madrear. ¿Por qué no me quieres pagar el carro? A poco crees que robar no es trabajo. Cuántas horas de espiar al jefe para ver dónde dejaba la billetera, y te amacizas tan quitado de la pena.
ROMUALDO: Le arreglé el carburador, le puse llantas, le metí las balatas, tú dijiste que lo arreglabas de una cosa y luego de otra y nunca quedaba bueno. Me lo rolaste.
SILVESTRE: ¿No entiendes que fue por hartazgo? (De reojo ve a Romualdo) No me peles los ojos. (Le da un golpe en la frente).
ROMUALDO: Son mis ojos, con los que te veo.
SILVESTRE: Con los que viste las armas, y me balconeaste, ¿o mi jefa se enteró por obra y gracia del espíritu santo del gane que me aventé?
ROMUALDO: Tú mismo las pusiste en la alacena. ¿Se te olvidó que ella cocina?
SILVESTRE: Seguramente también yo le dije a mi apá que me madreara porque me puse tus tenis que te compraron por ser el mejor en calificaciones. Pinchis verdugones que me dejó, pero qué tal, ahora tú tienes un hoyo en la nuca, y los ojos blancos como vaca degollada.
ROMUALDO: Los tenis te los regalé, te los pusiste el día que de descansó del jefe. ¿Llevas mucha prisa o qué? Vas a chocar.
SILVESTRE: Te llevo al desierto, a donde tanto te gustaba ir cuando nos escapábamos en las bicicletas.
ROMUALDO: Aún tienes las cicatrices, yo también, pinchi alambre, era de noche, no lo vimos. Te asustaste hasta llorar.
SILVESTRE: Para curarnos las heridas de los alambrazos no necesitamos mertiolate, aunque las cortadas estaban grandes, supiste cómo resolverlo.
ROMUALDO: Te metí al agua porque el mar cura todo.
SILVESTRE: Por el susto te hice caso, como siempre, tenías razón.
ROMUALDO: Nos escapamos siempre de la casa para ver ese abrazo del desierto con el mar. Me gustan las olas cuando conversan con la arena en cada movimiento.
SILVESTRE: Cada que vamos escarbo en la arena, no pierdo la esperanza de encontrar las armas que me robé; las enterré cerca de la playa, no sabía que el mar creciera tanto, creí que con el paso del tiempo se iba haciendo pequeño; ahora sé que el agua me robó las pistolas, los rifles; a huevo que al mar Dios ya lo perdonó, ladrón que roba a ladrón.
ROMUALDO: La noche que nos alambramos mi apá se enojó porque llegamos mojados.
SILVESTRE: Descargó los cintarazos y las bofetadas contra mí, a ti te dijo que te fueras a dormir.
ROMUALDO: Porque te abracé para que ya no te golpeara.
SILVESTRE: Después vinieron las patadas en la cabeza, no aprendía en la escuela, no me gustaba el béisbol, no sabía qué era una llave estilson ni unas pinzas de presión. Tú sí, todo lo sabías: el muchacho perfecto.
ROMUALDO: Yo trabajo y estudio no sólo para salir adelante, también para ver por ti y enseñarte.
SILVESTRE: Muchacho perfecto. La arena del desierto también es perfecta.
ROMUALDO: Eso te lo he dicho siempre.
SILVESTRE: ¿Y el amor que sientes por los sahuaros? Nunca se te quitó la manía de posar junto a ellos para que te retrate.
ROMUALDO: Es lo más hermoso que la naturaleza parió.
SILVESTRE: (Riendo): Cuando te emocionaste y lo abrazaste tan fuerte te llevaste las espinas en la piel; me impresionó que no lloraras.
ROMUALDO: Lo gozaba. Y me ayudaste, tuviste que pedalear tú solo la bicicleta para llegar a casa.
SILVESTRE: Me asusté, y me dolía nomás de verte, no cómo tú que cuando me chingaban, disfrutabas.
ROMUALDO: Me encerraba en mi cuarto, ¿qué más podía hacer?
SILVESTRE: Vamos llegando a la arena.
ROMUALDO: De noche es más tersa, la moja el sereno del cielo.
SILVESTRE: Con la arena dormirás el resto del tiempo, hasta que el cuerpo se desintegre.
ROMUALDO: Prometimos que si tú morías primero yo te echaría al mar.
SILVESTRE: Yo a ti en el desierto. Ahora estarás en amasiato con su calor. Escucha esa canción. (Le sube al radio). Es la de Pedro y Pablo, la que habla de los hermanos engañados por una mujer. (Se carcajea). Cómo nos adueñamos de esa rola.
ROMUALDO: Nunca me dijiste que era tu novia.
SILVESTRE: Ni oportunidad me diste, no habían pasado ni dos semanas y ya no era mía, era tuya.
ROMUALDO: Llorábamos escuchando la canción, ahora sé que lo hacíamos por la necesidad de abrir el corazón. Nuestro padre no nos dejaba llorar. Porque eso es de maricas.
SILVESTRE: Jugábamos a emborracharnos por despecho, tú fingías, a mí me daban ganas de partirte la cara; me habías quitado la novia. Siempre tú más grande y más fuerte que yo, no había otro remedio que aguantarme las ganas. ¿Qué tal ahora?- Dile adiós al puerto; al desierto no porque en él te quedarás. (Apaga el carro, se baja, abre la puerta del copiloto, se esfuerza para bajar a Romualdo que está inmóvil).
ROMUALDO: Cuantas estrellas, nunca había visto tantas. Acá Venus, más allá la Próxima centauro.
SILVESTRE: Míralas. (Saca la pistola, le pega un tiro en la frente):Tenemos toda la noche para fabricar tu hogar. (Va al carro y trae un pedazo de sahuaro), te lo traje para que siempre estés abrazado de el, disfrútalo mientras te dure el cuerpo. (Silvestre echa a Romualdo en el hoyo, lo entierra).
VOZ DE ROMUALDO: Así se amarran los zapatos, cuando está bien hecha la flor jalas de las dos tiras para que se apriete el nudo.
SILVESTRE: Hermano.
VOZ DE ROMUALDO: ¿Dos por dos?, sólo suma estas dos rayitas con estas otras.
SILVESTRE: Romualdo, carnalito.
VOZ DE ROMUALDO: Está bien, ese dibujo sí es un gatito, sólo márcale las orejas, así.
SILVESTRE: (Termina de enterrar a Romualdo, escuchan aullidos de coyotes, se sube al carro, lo enciende) Vámonos carnalito, la vida se dispone.
VOZ DE ROMUALDO: Como el desierto y el mar. (El carro avanza sobre el desierto).
martes, 9 de diciembre de 2008
De a perritos
Mientras el sudor de sus manos mojaba mi cuello, la humedad de sus labios se incrustaba en los míos. Tencha es así: velocidad luz para el brillo de sus ojos abriendo la puerta de la libido.
Debajo del puente es la escala obligada. Son apenas cinco cuadras antes de llegar a su casa, y si no es allí, ya no será. Por eso en similitud de cámara rápida, suelto el broche de su pelo mientras ella hunde sus uñas en mi espalda, por sobre la camisa.
En eso estábamos cuando el olfato me golpeó el vientre, luego un líquido amargo, amarillo, surgió desde mi garganta. El olor provenía de las suelas de mis botas rebosantes de sangre, hundidas en las vísceras de un perro. Propuso entonces que lo rescatáramos. Nunca imaginé que después de sus labios en los míos, con su carita mustia, me pidiera que abrazara al animalito, y pa’cabarla de chingar, que le diera respiración con mi boca.
Me quité la camisa y la enredé en mis manos para revolver las entrañas de la perra muerta, antes de conseguir extraer al cachorrito, tuve que sacar lo que parecía un pedazo de riñón. El cachorro apenas respiraba, lo mismo que nosotros en medio de la peste. Tencha estaba emocionadísima, mi héroe, dijo, con un ademán dramático y acartonado como de película de los treinta.
Seguiría lo más insólito: cavar para, antes de llevar el recién nacido con nosotros, dar sepultura a la madre muerta. Nunca antes improvisé con la hebilla de mi cinturón un pico para levantar la tierra. El hoyo quedó en las dimensiones exactas, mis uñas formaron un circulo perfecto. En eso estábamos, al punto de echar al animal al agujero cuando las torretas de una patrulla me encandilaron.
--Joven, Joven, lo que usted está haciendo es un delito, mire que sepultar a un animal en plena vía pública. Tendrá que acompañarnos.
Traté de explicarle que la perra no era mía, que antes que cometer un delito, estaba haciendo un servicio social, haciendo el trabajo de la Secretaría de Salubridad, pero el policía no entendía razones. Tencha intervino tratando de ser simpática, incluso algo seductora, pero con el hedor que la envolvía solamente consiguió que el oficial se replegara y amenazara con pedir refuerzos si nos resistíamos.
Tencha, profesional del devaneo, recorrió con la punta de la lengua sus labios, miró sin parpadear hacia los ojos del oficial (¿por qué los policías usan gafas incluso de noche?). Mientras le decía algo en el oído, continué mi labor de enterrar a la perra. No supe en qué momento Tencha y el policía subieron a la unidad, en mi concentración por concluir la encomienda, de no dejar una sola parte del cuerpo del animal descubierto, perdí noción de lo que acontecía entre ella y él.
Terminé de cubrir con tierra a “la rubia”, ya hasta la había bautizado en homenaje a su piel clarita, cuando recordé al cachorrito envuelto en mi camisa. Al incorporarme para ir a revisarlo, quedé de frente a la patrulla y una certeza me devolvió a la realidad: los vidrios estaban empañados y un vaivén bizarro arrullaba al metálico armatoste.
No sé si sirva de consuelo, o si los camaradas de mi barrio me creerán. Tomé al cachorro, lo llevé a mi casa, y antes de dormir inicié el festín. Oír el llanto del perrito era recordar la imagen de los vidrios empañados. Allí descubrí el placer de los celos, puse rienda suelta a mi imaginación. Tencha era mucho más bella, ágil y zagas en los brazos de un policías. Cuánto placer me da desde esa noche y hasta hoy, imaginarla con los ojos en blanco, reflejados en el cristal de las gafas del oficial.
Debajo del puente es la escala obligada. Son apenas cinco cuadras antes de llegar a su casa, y si no es allí, ya no será. Por eso en similitud de cámara rápida, suelto el broche de su pelo mientras ella hunde sus uñas en mi espalda, por sobre la camisa.
En eso estábamos cuando el olfato me golpeó el vientre, luego un líquido amargo, amarillo, surgió desde mi garganta. El olor provenía de las suelas de mis botas rebosantes de sangre, hundidas en las vísceras de un perro. Propuso entonces que lo rescatáramos. Nunca imaginé que después de sus labios en los míos, con su carita mustia, me pidiera que abrazara al animalito, y pa’cabarla de chingar, que le diera respiración con mi boca.
Me quité la camisa y la enredé en mis manos para revolver las entrañas de la perra muerta, antes de conseguir extraer al cachorrito, tuve que sacar lo que parecía un pedazo de riñón. El cachorro apenas respiraba, lo mismo que nosotros en medio de la peste. Tencha estaba emocionadísima, mi héroe, dijo, con un ademán dramático y acartonado como de película de los treinta.
Seguiría lo más insólito: cavar para, antes de llevar el recién nacido con nosotros, dar sepultura a la madre muerta. Nunca antes improvisé con la hebilla de mi cinturón un pico para levantar la tierra. El hoyo quedó en las dimensiones exactas, mis uñas formaron un circulo perfecto. En eso estábamos, al punto de echar al animal al agujero cuando las torretas de una patrulla me encandilaron.
--Joven, Joven, lo que usted está haciendo es un delito, mire que sepultar a un animal en plena vía pública. Tendrá que acompañarnos.
Traté de explicarle que la perra no era mía, que antes que cometer un delito, estaba haciendo un servicio social, haciendo el trabajo de la Secretaría de Salubridad, pero el policía no entendía razones. Tencha intervino tratando de ser simpática, incluso algo seductora, pero con el hedor que la envolvía solamente consiguió que el oficial se replegara y amenazara con pedir refuerzos si nos resistíamos.
Tencha, profesional del devaneo, recorrió con la punta de la lengua sus labios, miró sin parpadear hacia los ojos del oficial (¿por qué los policías usan gafas incluso de noche?). Mientras le decía algo en el oído, continué mi labor de enterrar a la perra. No supe en qué momento Tencha y el policía subieron a la unidad, en mi concentración por concluir la encomienda, de no dejar una sola parte del cuerpo del animal descubierto, perdí noción de lo que acontecía entre ella y él.
Terminé de cubrir con tierra a “la rubia”, ya hasta la había bautizado en homenaje a su piel clarita, cuando recordé al cachorrito envuelto en mi camisa. Al incorporarme para ir a revisarlo, quedé de frente a la patrulla y una certeza me devolvió a la realidad: los vidrios estaban empañados y un vaivén bizarro arrullaba al metálico armatoste.
No sé si sirva de consuelo, o si los camaradas de mi barrio me creerán. Tomé al cachorro, lo llevé a mi casa, y antes de dormir inicié el festín. Oír el llanto del perrito era recordar la imagen de los vidrios empañados. Allí descubrí el placer de los celos, puse rienda suelta a mi imaginación. Tencha era mucho más bella, ágil y zagas en los brazos de un policías. Cuánto placer me da desde esa noche y hasta hoy, imaginarla con los ojos en blanco, reflejados en el cristal de las gafas del oficial.
miércoles, 3 de diciembre de 2008
tijuana morras
Les late el corazón. Puedo verlo, sentirlo, en cada una de sus pupilas. Tiemblan sus ojos como el temblor en las piernas de un adolescente que descubre el placer del cuerpo. Tocan el cielo con el silencio de su historia. Engullen las frases que revientan desde mis labios.
Se llaman morras y viven con el proyecto de encontrar la paz en sus miradas. Las he visto en un viaje aterrizado encima de la duela de un albergue para el amor de sí mismas. Las he tocado con las letras desde mi pecho y están justamente allí, dentro, hasta el fondo.
Tijuana es heavy, idéntica a la vida. Hay una aguja acosándoles la vena, el polvo incisivo para habitar en la nariz. Tijuana es el hogar para el consumo inmediato. Tijuana es la palabra como sombra que alberga la existencia de estas tantas morras. Allí me las he topado, con la bendición de las letras en las páginas de un libro, con la seducción por las historias para encontrarse a sí mismas. Lee otra, me sugieren.
No he sido yo, ni quienes me invitaron a visitarlas, ha sido la historia en cada una de ellas dentro de las páginas de un libro dos la responsable del enganche, del encuentro inmediato para dialogar a rienda suelta, como camaradas de toda la vida.
Tengo impreso en el corazón que es la mente la risa de una de las chavas, la mirada de todas, el deseo de otro cuento, otra crónica, los textos todos y por favor, incluida la apacibilidad después de la resaca perenne. Tengo escasos los dedos para enumerar las dulces puñaladas de recuerdo que me fabricaron en cada una de sus intervenciones durante esa ronda de respuestas ante las preguntas.
Nunca nadie tan niñas como ellas elaborando la frase ¡podrías volver? A huevo que el interior se hace trisas. Los kilómetros un impedimento, los dineros, otro, las ganas de verme de nuevo en sus ojos un taladro abriendo el pecho otra vez.
Recuerdo ahora que en mi sandez les convoqué también a que escribieran un momento feliz de sus vidas. Una de ellas, contundente, me confesaba que nada podía escribir, su razón, implacable: “no tengo ningún momento feliz en mi vida”. Otra, que pudo salvarme de las gotas de llanto, me contó con lápiz que ella recuerda con felicidad a su madre mientras le preparaba el lonche para llevarla al quinder.
Pude entonces volver a los días de mis camaradas, de mis tías, de mis primas, doliéndome siempre, algunas en prisión, otras en las calles como prostíbulo y el foco encendiendo el humo para su interior. Pude también, cierto es, tener la certeza del significado de la palabra resistencia.
Las he visto formar una fila después de otorgarme un par de horas de su tiempo, hálito de sobre vivencia que me otorga algunas horas de oxígeno. Sé ahora que todo lo tienen en la historia, y en ellas hay puesta la fe del sí se hace. Me lo dijeron al preguntarme si la cocaína ya no me seduce el deseo. La respuesta fue que sí, todos los días. Supieron ante la confesión, que sí se hace, aunque el deseo se apersone cotidiano.
He querido regresar a la frontera, y leer de primera mano la información sobre los decapitados. He querido volver a esa ciudad de cerros y panorámicas entrañables. Siento la urgencia, pues, del retorno, porque sé que las pupilas abiertas me esperas, esas pupilas que son la metáfora perfecta de un corazón capaz de albergarme para siempre. Volver. (Carlos Sánchez)
martes, 2 de diciembre de 2008
domingo, 30 de noviembre de 2008
domingo de noche
la vida es esto: un anuncio luminoso, dos bolsas de mandado en las manos del padre mientras su hija lleva un gorro puesto y su madre la vigila al atravesar por el asfalto. la vida es esto: el estacionamiendo de aurrera en domingo por la noche y una pareja arriba del auto dándose en los labios la palabra para siempre.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
caminar
Me punzan los dedos de los pies. Tienen su prisión que es mi cuerpo. Hay en los párpados una balsa violenta. Cada pestañeo es un sonar de campanas de la infancia. Me retuercen los días inciertos, como los de ahora.
En el rostro viven las arrugas, son el vestigio de la saliva que apretuja mi garganta. Se dificulta atravesar los segundos sin volver al pasado, sin sentir que las nubes me acosaron desde entonces.
Camino por inercia, y suelto los cordones de los zapatos a la menor oportunidad. Que necesidad esta de liberar la tensión. Cuán urgente se aparece el filo de la oscuridad para desatar la soga de mi apellido.
Miro a los niños correr entre el lote baldío que es una cancha. Tengo dentro los ojos de la madre dando la espalda al grito infantil. Detengo el paso para abrazarme siempre del polvo que levanta la risa, el llanto, la resistencia de ellos que sigo siendo.
Tengo también la palabra, y voy a ella como misión inevitable, me rescata de la indolencia, del ruido, de la nostalgia tendiéndome siempre sus minas para que en ellas mis zapatos estallen contra el cielo.
En el rostro viven las arrugas, son el vestigio de la saliva que apretuja mi garganta. Se dificulta atravesar los segundos sin volver al pasado, sin sentir que las nubes me acosaron desde entonces.
Camino por inercia, y suelto los cordones de los zapatos a la menor oportunidad. Que necesidad esta de liberar la tensión. Cuán urgente se aparece el filo de la oscuridad para desatar la soga de mi apellido.
Miro a los niños correr entre el lote baldío que es una cancha. Tengo dentro los ojos de la madre dando la espalda al grito infantil. Detengo el paso para abrazarme siempre del polvo que levanta la risa, el llanto, la resistencia de ellos que sigo siendo.
Tengo también la palabra, y voy a ella como misión inevitable, me rescata de la indolencia, del ruido, de la nostalgia tendiéndome siempre sus minas para que en ellas mis zapatos estallen contra el cielo.
jueves, 6 de noviembre de 2008
De chiapas al encierro
Atrás quedaban los días de prisión. Tres años seis meses fueron suficientes para que Alejandro cumpliera la condena que se debe purgar por venta de cocaína.
Alejandro se encuentra sobre los rieles de lo que antes fuera la estación del ferrocarril de Benjamín Hill. Allí lo encontré, allí lo abordé.
–No soy desempleado, espero el tren, voy buscando chamba, acabo de desafanar un torzón.
Su conversación es un responder de preguntas.
–¿De dónde eres?
–De Chiapas. Me vine de allá hace cuatro años, nomás que me gustó la vida recia y pues ya ves, eso tiene sus consecuencias.
La mera neta con todo lo que pasé en el Cereso, ya se me asentó la greña; ya andaba yo muy recio, pero yo sé que ya tengo otra forma de pensar, ya no me la voy a aventar tan fácil porque ya sufrí lo que es estar laqueado, lejos de mi tierra, viendo bolsas llenas de mandado que le entraban a otros compas en la cárcel y yo nomás mirando; pero puro para adelante, no hay pedo, al rato se da la vuelta la moneda, al rato yo también le salgo a bailar sin pedirle la bacha a nadie, buscando una chamba para tener lo que se ocupe, eso es lo que tengo que pensar para darme para arriba.
Alejandro se apareció en las vías del tren poco después de abandonar la prisión, había tirado tiempo por delito contra la salud. Fue aprehendido en Puerto Peñasco y trasladado a la cárcel de Nogales.
Cuando me acerqué a saludarlo, a preguntarle sobre sus impresiones de Benjamín Hill, pueblo ferrocarrilero en riesgo de desaparecer por el cierre de Ferrocarriles Nacionales, Alejandro poco o nada supo responder.
Un par de cobijas era su compañía, y el ruido en las tripas insistente. Le invité unos tacos, luego de confesar que venía desde Chiapas, le solicité me contara su situación. La respuesta fue contundente: No.
No hubo fijón, comimos y quedé de darle un aventó a la carretera para que pidiera rayte. Su proyecto era regresar al puerto donde la autoridad lo detuvo años atrás. Antes de llevarlo a la carretera, me acompañó a elaborar un reportaje sobre el pueblo y su pobreza. Al concluir el trabajo, Alejandro me propuso un trato, el cual consistía en narrarme fragmentos de su vida a cambio de un rayte a Hermosillo. Ya estás, le dije.
Lo primero que contó fue lo de su antecedente penal, y comentó la existencia de su apodo: el Chiapas.
Tomamos carretera, no sin antes tomarnos unos refrescos y comer galletas. Le dije que pusiera la grabadora cerca de su boca, para que hablara mientras yo manejaba.
Contó el Chiapas los motivos que tuvo para emigrar hacia el Norte. El recuerdo prendido dibujó en sus palabras la añoranza por la madre, el padre y los hermanos. Que su padre tiene una tienda por allá, y que la tres comidas diarias no le faltaban. Argumento sólido dijo, era la necesidad de viajar, de conocer el mundo, por el cual se dio ese desprendimiento de la tierra y la familia.
Vino después la aventura de vivir en desventura, sorteando los días de naufragar lejos de la sangre carnala, los consejos de la jefa, el jefe, y la necesidad de vender droga para sobrevivir. Vino también la aplicación de la justicia sobre su persona. Llegaron después muchos ratos de ver pasar la muerte por sus ojos; dentro del penal matar también fue necesario para vivir.
La neta pues también me la tuve que aventar, pero porque me topé con el bato, y venía sobres, y pos era él o yo. Y todo empezó porque cuando estaba en el Alfa Sierra (área de máxima seguridad dentro del penal) tuve una bronca; allí es puro laqueo porque están puros batos que vienen tirando veinte, treinta o cuarenta años.
Tuve broncas con ese bato, y el día del motín, el cuatro de octubre, calaquearon como unos treinta locos, y aprovechando el desmadre, el bato iba sobre mis huesos, me quería dar piso el culero. Me lo topé frente al Pabellón 2 común, y me cantó un tiro a fierrazos, yo como andaba bien loco, pues simón, le capié, y en el primero lo enganché. Lo malo de él es que falló, y perdió. En un tiro a fierrazos tú no te le debes dejar ir al bato, porque él nomás te va a esperar, y tú te vas a ir a encajar, tú tienes que esperar a que se desespere y que te mande él primero, tú para atrás, y si eres trucha y rápido, te devuelves y zas, lo prendes porque lo prendes. Yo lo prendí en el cuello. La neta, lo que es, sí se murió el bato.
En el momento de la loquera, cuando lo reventé, no sentí nada, pero ya después simón, se me venían a la mente un chingo de cosas, decía yo: a la verga, me aventé a aquel bato, pero si no me fuera yo defendido, él me fuera llevado, de eso estoy seguro. Y sí me arrepiento, pero si no me fuera defendido ya hubiera yo mentido.
Mentir es término cotidiano en el sureste del país, y significa morir. El Chiapas no murió en esa trifulca, lo que sí murió fue la bronca por la cual se había enfrentado con su contrincante. El contrincante tenía veintisiete años cuando dejó de existir.
El morro era chilo, pero se picó el culo por una revista de vaqueros. Al bato le dije, qué onda Caley, presta la revista. Simón, me dijo, nomás que no se la vayas a prestar a nadie. No hay pedo, le dije. Luego llegó el Memo y me dice, qué onda Chiapas, dice el Caley que me des la revista. No, pero me dijo que no la soltara. Ya arreglé con el bato, me respondió. Se la solté y al rato aquel güey me dijo, qué onda Chiapas, pareces vieja, te están agandallando las cosas. No, yo se la solté al Memo porque me dijo que ya te la había pedido. Que se me hace que te meten terrores sicológicos y se las sueltas. No, túmbate el rollo, Caley, la tranza no es así. Cálmala tú, ¿a poco muy verga?. No, pos lo que es. Pues como quieras. Pos como quieras, por mí no hay pedo, nos pegamos el tiro, le dije.
Y simón, se metió a la celda y se puso los tenis, yo me quedé así, y me dijo, sobres, de una vez nos vamos a curar. Y mambo, nos fuimos sobres y sí nos pegamos buenos trompones, ni uno ni otro, nos bofeamos y nos desapartaron, brincaron a paro, ya cálmense, túmbense el rollo, dijeron los compas.
Al Caley no se le pasó el coraje, y ese día de la trifulca iba por mí. Él era de la mafia, del Alfa Sierra, yo estaba con los piratas, los que no teníamos visita ni poder, ni nada. Los del Alfa son puro bato maicero, y como vienen tirando tiempo son puro bato mafioso, de los que la crían, la venden.
Al Caley me lo aventé porque era él o yo. Y me salió bien todo, gracias a Dios, nadie supo nada, la mera neta tú eres el único que lo está sabiendo, así como cabrones, nunca lo había dicho. El bato era de Nogales, y tenía buti de raza, estaba yo en terreno apache, cómo iba yo a salir a flote.
Cuando me lo aventé, después sus compas comentaban: quisiera sacar a flote a ese hijo de su pinchi madre nomás para que guachara el color ese culero que reventó al Caley. Cuando escuchaba esas ondas me ponía bien nervioso, y decía, pos ni pedo, que sea lo que será.
Pero él venía sobre mí, iba yo sobre un jale, sobre el pabellón uno federal, había motín y reventaron la tienda y se me antojaron unas sabritas y una soda, andaba con un chingo de jaria; bajé por el común, ya cuando venía por el 2 me lo topé, venía bien loco, me sacó a flote por mi modo de caminar porque yo traía puesta una capucha, luego me dijo:
–¿Qué onda Chiapas?
–¿Qué tranza, Caley?
–No, pos parece que tenemos un asunto pendiente, ¿lo arreglamos de una vez?
–Túmbate el rollo, Caley, andas bien loco y ando bien loco, mejor tranquilo porque no te voy a dar pa’ tras.
–No, pos de una vez.
–Mambo rock, de una vez lo que se vaya a hacer que se haga.
La neta traía yo una punta que había hecho. El Caley se me vino sobres, me aventó el primero pero me lo quité, me le fui sobres y yo sí lo conecté. Me tiró un fierrazo, me hice para un lado, cuando el bato menos lo esperó lo prendí en el cuello y miré que se le aguadió el cuerpo, cayó, me le quedé viendo y me dije, ni pedo, este bato ya valió verga.
El laqueo
Alejandro se vino de Chiapas hacia el Norte con la intención de regresarse a su tierra con los bolsillos llenos de billetes. Vino a trabajar al campo, desde allá lo traían contratado, con la seguridad de regresar en siete meses: Mi jefita me dijo que cuando regresara yo, la tenía que llevar a comer a un restaurante.
A los bolsillos de Alejandro cayeron los dineros, más de mil pesos semanales, a cambio de que sus manos llenaran cubetas con uvas. Pero más tardaba en ganarlos que en cambiarlos por el fruto que da la uva: el vino. Mujeres y música era para él obsesivo placer.
Uta, me la llevaba en Hermosillo, en La Taberna, bien perico, y lo que es, hasta acá vine yo a conocer la droga.
Durante los siete meses que Alejandro trabajó en el campo, al cochinito no cayó un solo centavo. Las alcancías no existen cuando se tiene el ansia de engullir el mundo de un solo bocado.
Después de siete meses de trabajar en el campo, y al encenderse el motor del autobús que lo llevaría de vuelta a su tierra, a cumplir la promesa de invitar a comer a su jefita, Alejandro miró su capital que era nada y decidió en un volado jugársela hacia el Norte.
Me fui a Puerto Peñasco, allí empecé trabajando bien, luego me la aventé de vida fácil, con un perico a la venta y fue donde me tronó.
Después el laqueo, la cárcel, el atorón.
Cuando llegué al Cereso me dije: dónde vine a caer, en el infierno, pero elo verga, me la voy a rifar, no hay pedo; traía una mentalidad gacha, la neta, decía yo que al primero que me dijera algo lo iba a atravesar. Pos es que el laqueo te saca de onda, no miras la libre, nomás te la vives ahí entre puros cabrones. Después, cuando te sentencian, ya sabes cuánto tiempo vas a tirar y te haces a la idea del encierro, cambia todo.
Alejandro dice que con el correr del tiempo se adaptó; empezó a trabajar en la elaboración de cintos pitiados, luego se metió al deporte: Jugaba futbol, de medio centro, repartía el queso, eso me hacía un parote, sacaba yo dos palomas de mota por juego, y una madre de botana. El entrenador me tenía ley, me decía, Chiapas, mete el gol y aquí están las palomas.
Los que nunca le tuvieron ley, y lo dejaron morir, fueron los compas con los que se vino desde su tierra: Con decirte que venía yo con uno de Tuxtla Gutiérrez, de allá por mi rancho, y ese bato cuando andaba ondeado hasta lloraba, no, nunca me voy a desapartar de ti, si algo te pasa ahí voy a estar a tu lado porque tú eres como un carnal para mí. Y la neta nunca me fue a ver, pero uno se la rifa solo. Si no le quise pedir la bacha a mi familia, contimás a otro cabrón que ni en cuenta.
Y si no le pedí una esquina a la familia, es porque sé que mi jefa es de esas que si sabe que uno estuvo en la cárcel, ya uno no vale nada, para ella eso es lo más peor que puede vivir un bato. Ese pensamiento tiene mi madre, y yo vine saliéndole malandrín, yo soy la oveja negra, porque mis siete carnales son puros buenos morros, de hecho uno de ellos en este tiempo ya debe haberse recibido de maestro, cuando me vine para acá ya le faltaba un semestre para terminar, y no creo que se haiga aplomado y haiga dejado la escuela.
Al Chiapas ganas le sobran de reencontrase con la familia, y tiene planes de hacerlo.
Como te digo, me voy a quedar en este rancho, voy a trabajar unos siete meses, de aquí mero sale el autobús pa’mi tierra como en julio, y la neta me voy a ir a topar con mi jefita, porque ella me está jalando, porque sé que todos los días reza por mí, por eso la sueño tanto.
La puerta del carro que se abre, marca el cierre de la conversación, y del viaje:
Sobres mi periodista, va la vaisa, yo soy Alejandro Cota, el Chiapas, al rato te wacho, chilo el paro.
Alejandro se encuentra sobre los rieles de lo que antes fuera la estación del ferrocarril de Benjamín Hill. Allí lo encontré, allí lo abordé.
–No soy desempleado, espero el tren, voy buscando chamba, acabo de desafanar un torzón.
Su conversación es un responder de preguntas.
–¿De dónde eres?
–De Chiapas. Me vine de allá hace cuatro años, nomás que me gustó la vida recia y pues ya ves, eso tiene sus consecuencias.
La mera neta con todo lo que pasé en el Cereso, ya se me asentó la greña; ya andaba yo muy recio, pero yo sé que ya tengo otra forma de pensar, ya no me la voy a aventar tan fácil porque ya sufrí lo que es estar laqueado, lejos de mi tierra, viendo bolsas llenas de mandado que le entraban a otros compas en la cárcel y yo nomás mirando; pero puro para adelante, no hay pedo, al rato se da la vuelta la moneda, al rato yo también le salgo a bailar sin pedirle la bacha a nadie, buscando una chamba para tener lo que se ocupe, eso es lo que tengo que pensar para darme para arriba.
Alejandro se apareció en las vías del tren poco después de abandonar la prisión, había tirado tiempo por delito contra la salud. Fue aprehendido en Puerto Peñasco y trasladado a la cárcel de Nogales.
Cuando me acerqué a saludarlo, a preguntarle sobre sus impresiones de Benjamín Hill, pueblo ferrocarrilero en riesgo de desaparecer por el cierre de Ferrocarriles Nacionales, Alejandro poco o nada supo responder.
Un par de cobijas era su compañía, y el ruido en las tripas insistente. Le invité unos tacos, luego de confesar que venía desde Chiapas, le solicité me contara su situación. La respuesta fue contundente: No.
No hubo fijón, comimos y quedé de darle un aventó a la carretera para que pidiera rayte. Su proyecto era regresar al puerto donde la autoridad lo detuvo años atrás. Antes de llevarlo a la carretera, me acompañó a elaborar un reportaje sobre el pueblo y su pobreza. Al concluir el trabajo, Alejandro me propuso un trato, el cual consistía en narrarme fragmentos de su vida a cambio de un rayte a Hermosillo. Ya estás, le dije.
Lo primero que contó fue lo de su antecedente penal, y comentó la existencia de su apodo: el Chiapas.
Tomamos carretera, no sin antes tomarnos unos refrescos y comer galletas. Le dije que pusiera la grabadora cerca de su boca, para que hablara mientras yo manejaba.
Contó el Chiapas los motivos que tuvo para emigrar hacia el Norte. El recuerdo prendido dibujó en sus palabras la añoranza por la madre, el padre y los hermanos. Que su padre tiene una tienda por allá, y que la tres comidas diarias no le faltaban. Argumento sólido dijo, era la necesidad de viajar, de conocer el mundo, por el cual se dio ese desprendimiento de la tierra y la familia.
Vino después la aventura de vivir en desventura, sorteando los días de naufragar lejos de la sangre carnala, los consejos de la jefa, el jefe, y la necesidad de vender droga para sobrevivir. Vino también la aplicación de la justicia sobre su persona. Llegaron después muchos ratos de ver pasar la muerte por sus ojos; dentro del penal matar también fue necesario para vivir.
La neta pues también me la tuve que aventar, pero porque me topé con el bato, y venía sobres, y pos era él o yo. Y todo empezó porque cuando estaba en el Alfa Sierra (área de máxima seguridad dentro del penal) tuve una bronca; allí es puro laqueo porque están puros batos que vienen tirando veinte, treinta o cuarenta años.
Tuve broncas con ese bato, y el día del motín, el cuatro de octubre, calaquearon como unos treinta locos, y aprovechando el desmadre, el bato iba sobre mis huesos, me quería dar piso el culero. Me lo topé frente al Pabellón 2 común, y me cantó un tiro a fierrazos, yo como andaba bien loco, pues simón, le capié, y en el primero lo enganché. Lo malo de él es que falló, y perdió. En un tiro a fierrazos tú no te le debes dejar ir al bato, porque él nomás te va a esperar, y tú te vas a ir a encajar, tú tienes que esperar a que se desespere y que te mande él primero, tú para atrás, y si eres trucha y rápido, te devuelves y zas, lo prendes porque lo prendes. Yo lo prendí en el cuello. La neta, lo que es, sí se murió el bato.
En el momento de la loquera, cuando lo reventé, no sentí nada, pero ya después simón, se me venían a la mente un chingo de cosas, decía yo: a la verga, me aventé a aquel bato, pero si no me fuera yo defendido, él me fuera llevado, de eso estoy seguro. Y sí me arrepiento, pero si no me fuera defendido ya hubiera yo mentido.
Mentir es término cotidiano en el sureste del país, y significa morir. El Chiapas no murió en esa trifulca, lo que sí murió fue la bronca por la cual se había enfrentado con su contrincante. El contrincante tenía veintisiete años cuando dejó de existir.
El morro era chilo, pero se picó el culo por una revista de vaqueros. Al bato le dije, qué onda Caley, presta la revista. Simón, me dijo, nomás que no se la vayas a prestar a nadie. No hay pedo, le dije. Luego llegó el Memo y me dice, qué onda Chiapas, dice el Caley que me des la revista. No, pero me dijo que no la soltara. Ya arreglé con el bato, me respondió. Se la solté y al rato aquel güey me dijo, qué onda Chiapas, pareces vieja, te están agandallando las cosas. No, yo se la solté al Memo porque me dijo que ya te la había pedido. Que se me hace que te meten terrores sicológicos y se las sueltas. No, túmbate el rollo, Caley, la tranza no es así. Cálmala tú, ¿a poco muy verga?. No, pos lo que es. Pues como quieras. Pos como quieras, por mí no hay pedo, nos pegamos el tiro, le dije.
Y simón, se metió a la celda y se puso los tenis, yo me quedé así, y me dijo, sobres, de una vez nos vamos a curar. Y mambo, nos fuimos sobres y sí nos pegamos buenos trompones, ni uno ni otro, nos bofeamos y nos desapartaron, brincaron a paro, ya cálmense, túmbense el rollo, dijeron los compas.
Al Caley no se le pasó el coraje, y ese día de la trifulca iba por mí. Él era de la mafia, del Alfa Sierra, yo estaba con los piratas, los que no teníamos visita ni poder, ni nada. Los del Alfa son puro bato maicero, y como vienen tirando tiempo son puro bato mafioso, de los que la crían, la venden.
Al Caley me lo aventé porque era él o yo. Y me salió bien todo, gracias a Dios, nadie supo nada, la mera neta tú eres el único que lo está sabiendo, así como cabrones, nunca lo había dicho. El bato era de Nogales, y tenía buti de raza, estaba yo en terreno apache, cómo iba yo a salir a flote.
Cuando me lo aventé, después sus compas comentaban: quisiera sacar a flote a ese hijo de su pinchi madre nomás para que guachara el color ese culero que reventó al Caley. Cuando escuchaba esas ondas me ponía bien nervioso, y decía, pos ni pedo, que sea lo que será.
Pero él venía sobre mí, iba yo sobre un jale, sobre el pabellón uno federal, había motín y reventaron la tienda y se me antojaron unas sabritas y una soda, andaba con un chingo de jaria; bajé por el común, ya cuando venía por el 2 me lo topé, venía bien loco, me sacó a flote por mi modo de caminar porque yo traía puesta una capucha, luego me dijo:
–¿Qué onda Chiapas?
–¿Qué tranza, Caley?
–No, pos parece que tenemos un asunto pendiente, ¿lo arreglamos de una vez?
–Túmbate el rollo, Caley, andas bien loco y ando bien loco, mejor tranquilo porque no te voy a dar pa’ tras.
–No, pos de una vez.
–Mambo rock, de una vez lo que se vaya a hacer que se haga.
La neta traía yo una punta que había hecho. El Caley se me vino sobres, me aventó el primero pero me lo quité, me le fui sobres y yo sí lo conecté. Me tiró un fierrazo, me hice para un lado, cuando el bato menos lo esperó lo prendí en el cuello y miré que se le aguadió el cuerpo, cayó, me le quedé viendo y me dije, ni pedo, este bato ya valió verga.
El laqueo
Alejandro se vino de Chiapas hacia el Norte con la intención de regresarse a su tierra con los bolsillos llenos de billetes. Vino a trabajar al campo, desde allá lo traían contratado, con la seguridad de regresar en siete meses: Mi jefita me dijo que cuando regresara yo, la tenía que llevar a comer a un restaurante.
A los bolsillos de Alejandro cayeron los dineros, más de mil pesos semanales, a cambio de que sus manos llenaran cubetas con uvas. Pero más tardaba en ganarlos que en cambiarlos por el fruto que da la uva: el vino. Mujeres y música era para él obsesivo placer.
Uta, me la llevaba en Hermosillo, en La Taberna, bien perico, y lo que es, hasta acá vine yo a conocer la droga.
Durante los siete meses que Alejandro trabajó en el campo, al cochinito no cayó un solo centavo. Las alcancías no existen cuando se tiene el ansia de engullir el mundo de un solo bocado.
Después de siete meses de trabajar en el campo, y al encenderse el motor del autobús que lo llevaría de vuelta a su tierra, a cumplir la promesa de invitar a comer a su jefita, Alejandro miró su capital que era nada y decidió en un volado jugársela hacia el Norte.
Me fui a Puerto Peñasco, allí empecé trabajando bien, luego me la aventé de vida fácil, con un perico a la venta y fue donde me tronó.
Después el laqueo, la cárcel, el atorón.
Cuando llegué al Cereso me dije: dónde vine a caer, en el infierno, pero elo verga, me la voy a rifar, no hay pedo; traía una mentalidad gacha, la neta, decía yo que al primero que me dijera algo lo iba a atravesar. Pos es que el laqueo te saca de onda, no miras la libre, nomás te la vives ahí entre puros cabrones. Después, cuando te sentencian, ya sabes cuánto tiempo vas a tirar y te haces a la idea del encierro, cambia todo.
Alejandro dice que con el correr del tiempo se adaptó; empezó a trabajar en la elaboración de cintos pitiados, luego se metió al deporte: Jugaba futbol, de medio centro, repartía el queso, eso me hacía un parote, sacaba yo dos palomas de mota por juego, y una madre de botana. El entrenador me tenía ley, me decía, Chiapas, mete el gol y aquí están las palomas.
Los que nunca le tuvieron ley, y lo dejaron morir, fueron los compas con los que se vino desde su tierra: Con decirte que venía yo con uno de Tuxtla Gutiérrez, de allá por mi rancho, y ese bato cuando andaba ondeado hasta lloraba, no, nunca me voy a desapartar de ti, si algo te pasa ahí voy a estar a tu lado porque tú eres como un carnal para mí. Y la neta nunca me fue a ver, pero uno se la rifa solo. Si no le quise pedir la bacha a mi familia, contimás a otro cabrón que ni en cuenta.
Y si no le pedí una esquina a la familia, es porque sé que mi jefa es de esas que si sabe que uno estuvo en la cárcel, ya uno no vale nada, para ella eso es lo más peor que puede vivir un bato. Ese pensamiento tiene mi madre, y yo vine saliéndole malandrín, yo soy la oveja negra, porque mis siete carnales son puros buenos morros, de hecho uno de ellos en este tiempo ya debe haberse recibido de maestro, cuando me vine para acá ya le faltaba un semestre para terminar, y no creo que se haiga aplomado y haiga dejado la escuela.
Al Chiapas ganas le sobran de reencontrase con la familia, y tiene planes de hacerlo.
Como te digo, me voy a quedar en este rancho, voy a trabajar unos siete meses, de aquí mero sale el autobús pa’mi tierra como en julio, y la neta me voy a ir a topar con mi jefita, porque ella me está jalando, porque sé que todos los días reza por mí, por eso la sueño tanto.
La puerta del carro que se abre, marca el cierre de la conversación, y del viaje:
Sobres mi periodista, va la vaisa, yo soy Alejandro Cota, el Chiapas, al rato te wacho, chilo el paro.
En el mercado
Texto y foto: carlos sánchez
En el mercado se construye la vida. A las cinco de la mañana amanece el día. El ruido del candado abriendo las puertas es la existencia de quienes con su esfuerzo ganan el salario, la manutención.En el mercado municipal confluyen diversas tradiciones, distintas culturas. Pero los objetivos siempre son similares: trabajar por el amor a la familia y su ciudad.Hay dentro de su arquitectura la atmósfera que construye el pueblo. Se debate en torno de una taza de café, en el olor de las verduras y las frutas, los temas del día, las noticias que interesan a la sociedad.Se cambia de semblante ante un plato de menudo, pozole, gallina pinta, tacos de cabeza, barbacoa. Con un refresco de cola, agua de horchata o una malteada, especialidad de la casa.Los pasos de los ciudadanos son el ritmo del esfuerzo, es el latido del corazón de esta ciudad, nuestra ciudad. Visitar el mercado municipal es encontrar las postales del trabajo permanente, la conversación siempre dispuesta. El mercado es la chistera del mago, de donde los ciudadanos podemos extraer un kilo de frijoles, un pedazo de carne, un filete de pescado. También podemos encontrar los ingredientes para una buena guarnición en el plato: papas, zanahorias, calabacitas, arroz. Y el postre: plátanos, manzanas, peras, melones, sandías, papayas.Se busca en el mercado los motivos para seguir en la vida. Se encuentra la suerte en un cachito de lotería, en la mirada tierna de un comerciante, en las palabras llenas de experiencia de esas personas que tienen los años como argumento.En el mercado se resuelven los problemas cotidianos de la dama de casa, una aguja y el hilo del color necesario está en la mercería. O el sombrero de palma a la medida para el jornalero. En Hermosillo existe la tradición de la lectura, prueba fehaciente son los años de ese puesto que oferta publicaciones, revistas y periódicos, es allí donde a diario asisten los ciudadanos por sus ejemplares predilectos.Dicen que en nuestra ciudad se cocina de manera ejemplar el tradicional menudo. Es tanta la aceptación de los comensales, que el escritor Facundo Bernal, algún día residente en el barrio del Cerro de la Campana, escribió este soneto en honor al delicioso platillo:Oh sabroso menudo, te saludoEn esta fresca mañanita aurora,En que reclamo alimento algunoPues creo que ya es horaEn que tú estás cocido, y yo estoy crudoManjar tan delicioso jamás pudoPoner en su mesa una señora,Solamente si es ama de SonoraLa tierra favorita del menudo.Por eso te respeto y te saludoPor eso te regalo este soneto,De tu grato sabor de alabanza,Por llevar los cinco componentes:Caldo, maíz, patas, tripas y panzaEn el mercado municipal se construye también nuestra historia. Pásele, por favor.
martes, 4 de noviembre de 2008
jueves, 25 de septiembre de 2008
de repente
Encuentro un gato con la lengua
la sangre los ojos la saliva
lame con fruición y celo
en el asfalto los restos de la gata
las llantas dibujaron en un costado
la palabra muerte
cuán simple el desconsuelo
después de correr los callejones
trepar los árboles
el placer es un arrebato
por una máquina que ruge de rabia
en las tripas del conductor
en el volante feroz
la sangre los ojos la saliva
lame con fruición y celo
en el asfalto los restos de la gata
las llantas dibujaron en un costado
la palabra muerte
cuán simple el desconsuelo
después de correr los callejones
trepar los árboles
el placer es un arrebato
por una máquina que ruge de rabia
en las tripas del conductor
en el volante feroz
domingo, 21 de septiembre de 2008
Balones y sueños
(Foto: Rafael Soto Gil)
por Carlos Sánchez
Un grillo cae en la cerveza. Se retuerce y muere. Muchos bichos vuelan en torno a las candilejas. En el cielo una avioneta blanca parpadea en sus faros rojos y azules.
A los grillos le gusta el alcohol: concluye el señor chapo y regordete que exasperado tira el líquido sobre el palco. Y grita a la dama de mandil amarillo: “otra cheve, pero esta sí bien helada”.
Hace uno par de minutos, en el estadio Héroe de Nacozari, el árbitro silbó el inicio del encuentro: Búhos de Hermosillo v.s. Cruz Azul Ecatepec, hace otros tantos que la afición inició su marcha hacia las gradas, con el ulular de sus gargantas, con la fe puesta en el equipo de sus amores, los universitarios.
El balón rueda ligero sobre el pasto, el clima dócil complace a los jugadores y a los mismos aficionados. Es noche de pelear por la permanencia del invicto como locales, de intentar la suma de otros tres puntos, de construir sin pausa el camino a la calificación.
Un balón se estrella en el larguero; el pie izquierdo del delantero universitario golpea la esfera hacia la tribuna, un cabezazo es desviado por el portero. Desde los primero minutos los Búhos se empeñan en abrir el marcado, están en su tierra, con su gente, tienen la confianza y el deseo de seguir sumando. El balón se resiste a tocar la red.
Botana
El Charalero, personaje citadino que vive de trabajar en los eventos deportivos, toma un billete de cincuenta, devuelve a su cliente veinticinco pesos, extrae de una bolsa un puño de cacahuates, echa una dosis de clamato, un poco de salsa, rompe con sus dedos una vara de apio y la zambulle en el vaso: los pepihuates llevan además de limón y sal, los residuos del dinero tallando la piel de vendedor.
No hay tiempo para la higiene, la demanda aumenta, la fila se pierde entre los pasos de los otros vendedores, el Charalero y su barba crecida, su ceño fruncido, su simpatía forzada, es una bomba de ira a punto de estallar.
No hay crédito para la paciencia, si alguien solicita unos duros, unos cacahuates, el vendedor en tono de regaño le aclarará que “allá va la fila, señor”. Y el señor renegará por la forma y el tono con que se expresa el comerciante.
Si la oportunidad existe, si la autoridad del estadio se presenta en torno al Charalero, éste sonreirá, o extraerá de su chistera el argumento más banal para hacerse el gracioso, después, el mal humor con el que atiende regresará por sus fueros, mientras en otros puestos, otras actitudes, continuarán con su oferta de duros, sodas, frutas, cheves, souvenirs.
Medio tiempo
Un grillo, otro grillo, muchos grillos rondan las cabezas de los aficionados; éstos ni se inmutan, los versos de cielito lindo, los cachunes una y otra vez, el saludo al arbitro en son de paz, sólo recordándole a la progenitora, la algarabía en un pañuelo ondeado al aire se suma a ese grupo de adolescentes que en el futbol les va la libertad, la posibilidad de soñar con la mirada. Buscan con sus cantos y gritos el poder para los locales, la motivación para el equipo.
Media hora de cantos y ya la recompensa se incrusta en la portería del rival. Un cabezazo de El Cholo López a pase de Julián Piri estremece al estadio. El balón finalmente se ha incrustado en el arco del rival. El marcador es 1-0.
Los grillos ronronean con mayor fuerza, la avioneta blanca permanece en su vuelo sobre el estadio, un niño escucha la historia de su padre quien le cuenta que desde allá tirarán balones como regalo para los fans Búhos.
Y en la ocarina del señor de negro fenece el primer tiempo. En el receso un grupo de bastoneras se esmeran por alegrar al respetable con el movimiento de sus cuerpos. Los batanes giran al ritmo de una canción inaudible, evidencia de lo desangelado de la organización en esta empresa deportiva.
Las damas en sus minifaldas se ofrecen profesionales, con su coreografía al viento y a los ojos de los enfutbolados fanáticos que aplauden y agradecen, que adulan y galanean con el chiflido espontáneo. Al final de los desplantes el hombre de negro ordena de nuevo que el balón ruede. Las bastoneras suben a las gradas.
Colofón
El balón es un potro que doma el medio campista de los contrarios, el 10 en la espalda de José Jordán es garante de la facilidad para el gambeteo, el nivel de la técnica, el recorte exacto en el umbral del área para sacar el disparo que ya se incrusta en el ángulo de esa portería que resguarda Miguel portillo, guardameta Búho.
Más tarde, ante el desplome de los grillos, el enojo perenne de el Charalero, las bastoneras en las gradas siendo unas más de las aficionadas, los balones disparados por los locales escribirán la historia del ya merito, por una mini madre, ufffff. Y en los penales los hermosillenses caerán con la cara al sol, un 4-2 de trámite que les otorgará un punto más y la dicha feliz de permanecer invicto en el Héroe de Nacozari.
Dos semanas después las candilejas se encenderán de nuevo. El balón acariciará el césped, el Charalero tendrá más barba y más enojo, las bastoneras seguirán en busca de un buen equipo de sonido, y el sueño de los balones bajando desde la avioneta blanca, tal vez acompañe al niño quien al final del partido permanecía con la vista al cielo, esperando por ese momento.
viernes, 8 de agosto de 2008
Pedalear
por Carlos Sánchez
La casa se convierte en un chaleco que me blinda la posibilidad de la respiración. Urge llevar el cuerpo hacia el ruido de la ciudad. Trepo en mis zapatos y camino sin rumbo definitivo.
El sudor me recuerda que es agosto. Veo las banquetas, los cables pendiendo de los postes, los grafittis llenando las paredes, la manipulación de los colores construidos desde una lata de espray en las manos de un adolescente con la necesidad de encontrarse, de exhibir su existencia. Me maravillan los trazos.
De niño las bicicletas me hacían feliz. Huía de los gritos represores, del desamor consuetudinario. Tomaba los cuernos para pedalear la libertad.
Recuerdo entonces que hay una bicicleta cuyo nombre es Jacinta. Color guinda, tiene parrilla en la parte trasera, guardafangos impecables, palanca de velocidades. Camino ahora sí con un objetivo: el cuarto de cartón al final del corral de la casa de mi madre. Allí aguarda la bicicleta que compré en abonos de cien pesos quincenales. Camino y el claxon de un sedán blanco me detiene, el pelo largo y los ojos llenándole el rostro, me convocan, no hay manera de negarme al aventón, más bien lo solicito.
En el asiento trasero una niña lucha con su llanto para que me bajé de su auto, la madre juega a contentarla mientras avanzamos por el periférico, hacia la casa de mi madre. Hago una tregua con la mirada, la niña sabe, por su inteligencia, que pronto bajaré de su auto. Se reconforta.
Una rola de Real de catorce narra las peripecias de un amor a contra ley, la conductora explica que esa canción es para mí, en mi introversión le digo que aborté mi casa porque no me gusta la vida que llevo, demasiado tiempo dentro de cuatro paredes, que la ciudad es sinónimo de vida y cuán necesaria se presentan ahora las calles en mi cuerpo. Con un beso al viento cierro la puerta del sedán.
Encuentro en su morada, los brazos siempre dispuestos de mi madre, su atención para con mi nombre, su deseo de saber que estoy y estaré bien.
Me mira con entusiasmo mientras limpió la bicicleta y le repaso las actividades de mi día. Nada trascendente: escribir por la mañana, resolver la manutención de esas horas, un poco de tristeza para no perder la costumbre, encontrar la emoción otra vez al hilvanar los textos. Por ahí se va el trajín cotidiano.
Pedaleo la Jacinta. Siento en mi rostro el viento y el pelo que me vuela por los hombros. Soy el dueño de mi tiempo, la libertad del aire me llena los pulmones de vida. Apenas ayer niño adolescente insistía en la pregunta de cuándo seré grande para ser libre. Lo soy. Y envejezco a prisa.
Brincar las guarniciones para avanzar en sentido contrario es un reto desde siempre. Trasgredir las reglas es un encanto. Recuerdo lo del camión aquel que se atravesó en mi camino, y sin más recurso que los reflejos, y para evitar el impacto contra las láminas, deslicé la bicicleta y mi cuerpo pasando así por debajo de la carrocería. Me levanté, sacudí el pantalón ante el asombro de los usuarios que me vieron sorprendidos, tan llenos de miedo como yo. Salí victorioso, como si barrerme para lograr la faena fuera parte del guión de mis días en bicicleta. Todo está calculado, repetía en mi memoria para ahuyentar el temblor en mis piernas y las ganas de llorar ante el pánico de lo que pudo ser. Doña Marta, vecina de mi abuela, trepada en el camión, me gritó: vete a tu casa chamaco baboso.
Pedaleo ahora convencido de esta frase que me ha salvado tantas veces: para estar donde estoy es demasiado. Me lo repito para evadir la angustia a veces de la austeridad, de las imposibilidades estas de transar para tener monedas, de remarcar constantemente la persecución de la congruencia, intención que me lleva a la radicalización y como consecuencia a esta isla de soledad.
Un semáforo detiene mi vuelo, dos niños juegan a ganarse la vida expulsando fuego de sus bocas, una niña me regala la última flor de la tarde, la que no pudo vender. Lo hace con una sonrisa que rebasa la belleza de la flor. Soy un afortunado. Me conmueve hasta las lágrimas el gesto, porque creyendo no merecer nada, me lo dan todo. Chingada madre.
A la conductora del sedán blanco la tengo metida en la conciencia, en el deseo, desvío la dirección de las ruedas, sujeto la flor con mis dientes y me lleno de valentía: esa casa donde vive la dama que me ha dado el aventón, la misma que me cierra sus puertas por la intolerancia de sus padres, es ahora el objetivo de mi viaje.
No me importa la persecución que hará el perro ladrándome, ni la mirada perdonavidas del padre dictador, ni el riesgo de un regaño, o una pedrada buscando mi cabeza. Avanzo.
Son diez metros, quince, los que me separan del objetivo, el corazón se desborda, tiemblo, tomo la flor en mi derecha y al pasar por el umbral de la casa, aviento con todas mis fuerzas la flor. Suspiro de pensar que sabrá de dónde proviene el obsequio. Lo tendrá en sus manos, lo pondrá en su pecho y dormirá con el polen imaginando mi olor.
sábado, 2 de agosto de 2008
La doble vida de Víctor Hugo Rascón Banda
por Alegría Martínez
"Toda la comida me sabe a dulce: azúcar pura que se deshace en mi boca; sólo con mucho chile logro a veces que me sepa distinto, pero entonces mi estómago lo resiente y sale peor”, decías por teléfono hace unos días.
Ese placer se fue de tus días como tantos otros sin posibilidad de retorno, pero el chiste era seguir vivo.
“Adelgacé más de 15 kilos. Cuando fui a la Feria del Libro de Minería me subieron cargando… odio esas escaleras. No encuentro un solo lugar donde vendan tirantes para mis pantalones y estoy chupado como mi papá, hecho un ancianito”.
Era domingo, te saliste de casa sin chofer, al volante de tus ganas de seguir aquí, aunque te faltara el aire.
Reacio a aceptar ayuda, trajiste los libros ausentes de mi biblioteca con el contenido de tu tema favorito: tus obras, tu vida.
No quisiste cruzar la puerta de mi casa, pero tampoco querías irte; apenas sentado sobre la media barda de la fachada, platicabas de aquella tarde en que un señor te reconoció por la calle.
“Quiso tomarme una foto, así de flaco como ando, con mi boina de español. Díganle que no soy yo, que soy el abuelito de Víctor Hugo Rascón Banda que anda paseándolo por la ciudad.
“Después le dije que sí era yo, pero que iba a posar como Rodolfo Usigli, con mi bastón verde de acero con tornasoles que me regaló Gerardo Luna. Hasta eso, me ilusiona sacar mi bastón. Lo malo es que yo, con muchos años menos que Usigli, me veo casi como él se veía”.
Decías que te daba flojera ir a fiestas y ceremonias, que preferías quedarte en tu cama, en tu cocina, en tu casa leyendo tonterías, pero coincidimos en una boda hace poco, a la que llegaste sofocado, y hablamos de tus pendientes.
Debías conseguir dinero porque la enfermedad te salía muy cara y además tu papá, don Epigmenio, estaba delicado.
La fuga de dinero se notaba en la sala de tu casa, donde las paredes iban quedando vacías de obras originales al calor de la urgencia para pagar el altísimo costo de tu tratamiento médico.
Te recuerdo en tus oficinas de Banca Cremi, donde parecía que la ruina del país podía esperar cuando se trataba de hablar de teatro.
Nos reíamos de tu doble vida, por un lado de abogado banquero y, por otro, de teatrero de un clóset del que te expulsó pronto el reconocimiento.
Allí, ante el ventanal hacia Paseo de la Reforma, protegido por tu ángel guardián de nombre Amparo —que aún no interrumpía pláticas con su tono inflexible para que tomaras tus medicinas ni posponía tus planes para que fueras al doctor—, allí, tu fantasía de dramaturgo viajaba sin ataduras.
Amparo no imaginaba entonces que, años después, en tu oficina de la Sogem se convertiría en guardiana de los minutos, los segundos, las horas estiradas más allá de los límites calculados por la ciencia.
También Pastora escondió sus alas mientras atendía tu casa, tu comida, la bienvenida des-de tu cochera tapizada con los carteles de tus obras. Preocupada no sólo por lo que te rodeaba y por tratar bien a tus invitados, Pastora se ocupó también de evitar la muerte de tus regalos, como la de un caprichoso bonsái que una amiga ignorante de la angustia que implicaba además mantenerlo vivo, te llevó con la esperanza de que fuera un cómplice de tus deseos.
Así Maribel, la más joven de tus protectoras, se hacía cargo de ayudarte con tus escritos, en llamar a la prensa, en pedir apoyo para ti y para quienes te lo pedían.
Qué fortuna contar con tres aliadas a prueba de balas, consagradas a cumplir tus objetivos.
¿A quién pedirán consejo ahora María Rojo y Sari Bermúdez para entender cosas, sin un árbitro de tu investidura concertadora que hablaba más de un idioma?
¿Dónde guardaste esa foto de periódico en la que el fotógrafo te sorprendió enfundado en ropa deportiva y en feliz carrera matutina por las veredas de Chapultepec?
“Me llamó el presidente Carlos Salinas cuando la vio”, llegaste a decir.
Tu imagen fue durante mucho tiempo una parte de tu orgullo, te devolvía lo que te gustaba ver de ti.
Hace poco todavía pensabas recuperarte, engordar, dejar guardados el tirante y el bastón, aunque a veces con ellos llegaste a sentirte Chéjov o Tolstoi, como dijiste, con tu nuevo look.
“Soy el único pendejo que dice la verdad”, confesaste, para agregar que Don Quijote te aburría.
“Lo detesto, aquí entre nos, aunque no tanto como al famoso Platero y yo que tiré a la basura o como El viejo y el mar, porque en esos libros no pasa nada. Y a mí me gusta la acción, por eso escribo teatro.
“Yo quiero hablar de los narcos y de mi salud y de la vida de un escritor en un país donde no se lee y todos tenemos que trabajar en otra cosa para poder vivir.
“Cuando llega a tocar mi puerta una mamá con un hijo chiquito y me dice: ‘Mi niño quiere ser escritor, ayúdeme, ¿cómo le hago?’ Yo lo que trato es de desalentarla, de decirle que la escritura no le da una vida digna a nadie, que yo escribo por frustración y por indignación, pero antes elegí estudiar Derecho, que era la carrera más lucrativa de que tenía noticia.
“Escribí en serio cuando ya estaba grande, cuando dejé atrás mi pueblo minero abandonado, donde lo único que existía era la palabra”.
viernes, 25 de julio de 2008
Cuando la lucha se convierte en baile
Por Carlos Sánchez
De baja estatura, con ojos que intentan comerse la vida de un solo tajo. El delantal donde guarda las monedas para el cambio sirve de atuendo: similitud de faldas en una colegiala.
La lucha por la vida inicia. De dos a tres caídas es la consigna, la regla, y a su vez metáfora de las vicisitudes de los días todos.
Vende cervezas y se divierte. Contagia la música a su cuerpo que ya obedece las notas y los hombros en un temblor perfecto mientras su rostro se llena de sonrisa.
Tiene como estilo para la venta el divertimento. Malabarea con los vasos mientras desde su voz se escucha la oferta: cheve, cheve, cheve. Acompaña con el grito el pasito lento que va bajando su cuerpo hasta casi tocar el suelo.
*****
Destroyer acaricia con su rostro el aire, vuela desde la tercera cuerda, impacta su cuerpo contra el Chapulín colorado, ambos ruedan por el concreto, entre las sillas y los pies de fanáticos. Es la primera función y ya los luchadores aprovechan la posibilidad de sus pocos minutos de fama.
Las mejores piruetas, el grito implacable hacia las gradas intentando encontrar complicidad. Los cuerpos imberbes tiene el ansia de exponerse, de explotar ante el público lo aprendido durante la semana de entrenamiento, optimizar el reflector, decirles que sí a todos que no son muchos pidiendo autógrafos, exigiendo una fotografía a su lado, estrechando las manos, sugiriéndoles el castigo otra vez, para su rival otra vez.
En esta primera lucha se estrena la función, y el humor involuntario, porque al Chapulín le sobran pantalones, es literal, se le dibuja en el trasero una bolsa de aire simulando un pañal, los espectadores aprovechan la imagen para mofarse del luchadorcito, lo acusan de cagarse de miedo, se burlan de sus ganas de hacer reír y le critican lo escuálido de su cuerpo, pero lo ven feliz, corriendo hacia los camerinos, con la sonrisa de triunfo, aunque haya perdido la pelea, estar en los ojos de los espectadores es su victoria, su placer.
****
El baile es ahora intermitente. Un paso, dos. El bailador no cesa en su oficio que es la venta de cerveza. Gira sobre el encordado, su melena es la identificación inmediata para sus clientes, el chiflido una vía de comunicación.
La alegría está en su cuerpo, celebra el negocio, la tristeza está en la mirada, en ella se concentra la realidad de lo que deja en casa, de la existencia de quienes le esperan, divertirse es trabajar, construir un estilo de protección, un escudo también para la adversidad, una realidad para exhibir las preferencias escondidas, tumbar las compuertas de la contención del deseo.
El devaneo es la ganancia más efectiva, las monedas un paliativo para la manutención en el hogar. Bailar es un estilo para el comercio, bailar es un contagio paradójico en la alegría que también se llama lucha libre.
****
Vienen los payasos que son Psicos Circus. Dice el Calín ( mi hijo), que esos luchadores se llevan a los niños, que a veces los meten en un saco. Eso le da miedo. Por eso se esconde en la tercera fila, lejos de las garras de los enmascarados.
Y son los ojos del Calín dos esferas a punto de estallar de emoción. Ver al Dark Mocho que es el Cota, rodando por el cemento, lleno de pies y puños en su cuerpo, quejándose de tanto dolor, allí en lo inmediato, verlos a ellos vestidos ganándose la vida ,jugando a la violencia, es uno de los sueños hechos realidad en mi hijo.
El Mocho Cota es una institución en la lucha libre, sus años en los rings le han dado la posibilidad de reconocimiento. El Mocho Cota alcanza ya los sesenta, pero tiene ganas de volar, de ver los flashes contra su rostro, de firmar autógrafos y posar al lado de sus seguidores. Al luchador le gusta ejercer también el poder, y lo hace ante el jovencito que lo increpa y le dice que la lucha la perdió de manera legal. El Mocho Cota tiene varios hijos que le siguen los pasos, que hace rato lucharon, que también llenaron de risa la arena del Expoforum. El Mocho Cota tiene completo el oficio, y en su mano faltan dedos para contar las hazañas vividas en la lucha.
****
Pero mira cómo baila la Parka, el luchador nacido en la colonia Villa de Seris emula a Michael Jakson, ofrece su mejor coreografía, convoca a las risas, juega a engañar a sus rivales. Su baile es tenue, desangelado.
La Parka nació en Hermosillo, y cuando en un cartel de lucha aparece su nombre, las sonrisas de los fanáticos se dibujan de facto. Pero esta noche no ha sido la mejor de todas en el profesionalismo del luchador.
Subió al ring sin aspavientos, con su ya cansada rutina, como si en esta actuación fuera implícito el trámite nada más su aparición para luego recibir el pago de sus honorarios. En la segunda caída La Parka inventa un golpe en su mano izquierda (¿o sí lo sufre?), desaparece por unos minutos para luego regresar y en una lucha de trámite, sin mucho que ofrecer, levanta las manos en pos de la victoria.
Ni rechiflos ni reclamos. A un ídolo se le quiere, aunque éste se valga de ello para ofrecer sólo la presencia encima del encordado, como si con eso la función estuviera cubierta. Así es esto de la fama y sus reflectores, dormirse sobre los laureles dura mientras la realidad es un pinchazo en las costillas, eso se verá dentro de poco, cuando a La Parka se le apersone un público que exija, en su ciudad natal o fuera de ella.
****
Antes de apagarse las luces del recinto para la lucha, antes de ver a La Parka sacudirse de sus admiradores, de intentar alcanzar el camerino y despojarse de su máscara como sacrificio, el último baile de la noche en el vendedor de cerveza, la última sacudida de su cuerpo sobre el cemento.
Los ojos avivados y el corazón agitado, los calambres en las nalgas, el abrazo efusivo del grupo de clientes como si en el estrechón les fuera la gratitud por su manera de divertirlos.
Es la cheve la pauta para las monedas, el comercio como oficio, la alegría improvisada rebasando la calidad del espectáculo que dieron los profesionales del ring.
El Calín esperará un mes para celebrar la emoción; el Mocho Cota aguardará esos treinta días para ejercer el poder de su cuerpo y su deseo de controlar a los espectadores; el vendedor de cerveza se ausentará cuatro semanas de la arena, pero permanecerá en la alegría de los bebedores, en la carcajada de las damas, las esposas, en la sorpresa de los morritos.
Atrás quedará la cubeta con la cheve, a su paso se aproxima ya la existencia de los suyos, en la orilla de la ciudad, debajo de un techo de lámina, encima de un suelo de tierra. Bailar otra vez será la defensa contra la realidad. Siempre bailar.
De baja estatura, con ojos que intentan comerse la vida de un solo tajo. El delantal donde guarda las monedas para el cambio sirve de atuendo: similitud de faldas en una colegiala.
La lucha por la vida inicia. De dos a tres caídas es la consigna, la regla, y a su vez metáfora de las vicisitudes de los días todos.
Vende cervezas y se divierte. Contagia la música a su cuerpo que ya obedece las notas y los hombros en un temblor perfecto mientras su rostro se llena de sonrisa.
Tiene como estilo para la venta el divertimento. Malabarea con los vasos mientras desde su voz se escucha la oferta: cheve, cheve, cheve. Acompaña con el grito el pasito lento que va bajando su cuerpo hasta casi tocar el suelo.
*****
Destroyer acaricia con su rostro el aire, vuela desde la tercera cuerda, impacta su cuerpo contra el Chapulín colorado, ambos ruedan por el concreto, entre las sillas y los pies de fanáticos. Es la primera función y ya los luchadores aprovechan la posibilidad de sus pocos minutos de fama.
Las mejores piruetas, el grito implacable hacia las gradas intentando encontrar complicidad. Los cuerpos imberbes tiene el ansia de exponerse, de explotar ante el público lo aprendido durante la semana de entrenamiento, optimizar el reflector, decirles que sí a todos que no son muchos pidiendo autógrafos, exigiendo una fotografía a su lado, estrechando las manos, sugiriéndoles el castigo otra vez, para su rival otra vez.
En esta primera lucha se estrena la función, y el humor involuntario, porque al Chapulín le sobran pantalones, es literal, se le dibuja en el trasero una bolsa de aire simulando un pañal, los espectadores aprovechan la imagen para mofarse del luchadorcito, lo acusan de cagarse de miedo, se burlan de sus ganas de hacer reír y le critican lo escuálido de su cuerpo, pero lo ven feliz, corriendo hacia los camerinos, con la sonrisa de triunfo, aunque haya perdido la pelea, estar en los ojos de los espectadores es su victoria, su placer.
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El baile es ahora intermitente. Un paso, dos. El bailador no cesa en su oficio que es la venta de cerveza. Gira sobre el encordado, su melena es la identificación inmediata para sus clientes, el chiflido una vía de comunicación.
La alegría está en su cuerpo, celebra el negocio, la tristeza está en la mirada, en ella se concentra la realidad de lo que deja en casa, de la existencia de quienes le esperan, divertirse es trabajar, construir un estilo de protección, un escudo también para la adversidad, una realidad para exhibir las preferencias escondidas, tumbar las compuertas de la contención del deseo.
El devaneo es la ganancia más efectiva, las monedas un paliativo para la manutención en el hogar. Bailar es un estilo para el comercio, bailar es un contagio paradójico en la alegría que también se llama lucha libre.
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Vienen los payasos que son Psicos Circus. Dice el Calín ( mi hijo), que esos luchadores se llevan a los niños, que a veces los meten en un saco. Eso le da miedo. Por eso se esconde en la tercera fila, lejos de las garras de los enmascarados.
Y son los ojos del Calín dos esferas a punto de estallar de emoción. Ver al Dark Mocho que es el Cota, rodando por el cemento, lleno de pies y puños en su cuerpo, quejándose de tanto dolor, allí en lo inmediato, verlos a ellos vestidos ganándose la vida ,jugando a la violencia, es uno de los sueños hechos realidad en mi hijo.
El Mocho Cota es una institución en la lucha libre, sus años en los rings le han dado la posibilidad de reconocimiento. El Mocho Cota alcanza ya los sesenta, pero tiene ganas de volar, de ver los flashes contra su rostro, de firmar autógrafos y posar al lado de sus seguidores. Al luchador le gusta ejercer también el poder, y lo hace ante el jovencito que lo increpa y le dice que la lucha la perdió de manera legal. El Mocho Cota tiene varios hijos que le siguen los pasos, que hace rato lucharon, que también llenaron de risa la arena del Expoforum. El Mocho Cota tiene completo el oficio, y en su mano faltan dedos para contar las hazañas vividas en la lucha.
****
Pero mira cómo baila la Parka, el luchador nacido en la colonia Villa de Seris emula a Michael Jakson, ofrece su mejor coreografía, convoca a las risas, juega a engañar a sus rivales. Su baile es tenue, desangelado.
La Parka nació en Hermosillo, y cuando en un cartel de lucha aparece su nombre, las sonrisas de los fanáticos se dibujan de facto. Pero esta noche no ha sido la mejor de todas en el profesionalismo del luchador.
Subió al ring sin aspavientos, con su ya cansada rutina, como si en esta actuación fuera implícito el trámite nada más su aparición para luego recibir el pago de sus honorarios. En la segunda caída La Parka inventa un golpe en su mano izquierda (¿o sí lo sufre?), desaparece por unos minutos para luego regresar y en una lucha de trámite, sin mucho que ofrecer, levanta las manos en pos de la victoria.
Ni rechiflos ni reclamos. A un ídolo se le quiere, aunque éste se valga de ello para ofrecer sólo la presencia encima del encordado, como si con eso la función estuviera cubierta. Así es esto de la fama y sus reflectores, dormirse sobre los laureles dura mientras la realidad es un pinchazo en las costillas, eso se verá dentro de poco, cuando a La Parka se le apersone un público que exija, en su ciudad natal o fuera de ella.
****
Antes de apagarse las luces del recinto para la lucha, antes de ver a La Parka sacudirse de sus admiradores, de intentar alcanzar el camerino y despojarse de su máscara como sacrificio, el último baile de la noche en el vendedor de cerveza, la última sacudida de su cuerpo sobre el cemento.
Los ojos avivados y el corazón agitado, los calambres en las nalgas, el abrazo efusivo del grupo de clientes como si en el estrechón les fuera la gratitud por su manera de divertirlos.
Es la cheve la pauta para las monedas, el comercio como oficio, la alegría improvisada rebasando la calidad del espectáculo que dieron los profesionales del ring.
El Calín esperará un mes para celebrar la emoción; el Mocho Cota aguardará esos treinta días para ejercer el poder de su cuerpo y su deseo de controlar a los espectadores; el vendedor de cerveza se ausentará cuatro semanas de la arena, pero permanecerá en la alegría de los bebedores, en la carcajada de las damas, las esposas, en la sorpresa de los morritos.
Atrás quedará la cubeta con la cheve, a su paso se aproxima ya la existencia de los suyos, en la orilla de la ciudad, debajo de un techo de lámina, encima de un suelo de tierra. Bailar otra vez será la defensa contra la realidad. Siempre bailar.
lunes, 14 de julio de 2008
altanoche
Ahora que la de ocho en los diarios todos es la cara cínica de un político
cuesta cinco pesos el viaje en suba
los marchantes abren sus paraguas para detener el sol
un ocho pac es más la urgencia que siempre
dos cucharones de hielo es un peso con cincuenta centavos
duros con salsa sonora y chamoy
andar las banquetas dispuestos al chapuzón desde las llantas de un vocho
en esta ciudad los perros reciclan los ladridos
y ya nadie se atreve a ir al puesto de revistas por memín pinguín
en la banqueta me encuentro la esperanza
son las páginas de altanoche una revista de arte
con trazos de poetas y reseñas de dibujadores apaciguo el calor
de los disparos de hielo en esas portadas de los medios todos
leer
cuesta cinco pesos el viaje en suba
los marchantes abren sus paraguas para detener el sol
un ocho pac es más la urgencia que siempre
dos cucharones de hielo es un peso con cincuenta centavos
duros con salsa sonora y chamoy
andar las banquetas dispuestos al chapuzón desde las llantas de un vocho
en esta ciudad los perros reciclan los ladridos
y ya nadie se atreve a ir al puesto de revistas por memín pinguín
en la banqueta me encuentro la esperanza
son las páginas de altanoche una revista de arte
con trazos de poetas y reseñas de dibujadores apaciguo el calor
de los disparos de hielo en esas portadas de los medios todos
leer
miércoles, 9 de julio de 2008
abril
carlos sánchez
Debajo del puente dibujo tu nombre. Tengo una lata de espray anaranjado, el mejor de todos los colores. Debajo de los converse negros que pintaste con tinta negra, de cordones blancos, escribo las sílabas de tu apellido.
Mientras yo hundía mi boca en la bolsa naranja inhalando el solvente para sentir los calambres en el cuerpo, el letargo en mi respiración, tú trazabas la suela, la estrella como etiqueta, la punta de los alambres simulando una calle del barrio en la que las travesuras nos hacían tomar por asalto los cables de electricidad y tirarlos para insertarlos ahí: un homenaje a los tenis que ya se rendían de tanto andar. Eran una gasta, el vestigio de nuestros pasos.
En una alucinación el espray en tu mano inició el trazo. Llegábamos esa tarde de recorrer los cruceros del bulevar, de levantar monedas entre los conductores, de ofrecer tu baile al ritmo de mis palmas golpeando un par de congas. Tu falda se alzaba con el ritmo de esa coreografía urbana, entre el ruido de motores, el aire golpeaba las miradas que agrandaban sus párpados, para verte mejor.
Te serví el menú que compramos en la refaccionara, por apertura la oferta era al dos por uno. Elegimos el color naranja y el negro. El primero porque te hacía volar de alegría, la felicidad chillante dentro de una bolsa pintándote la risa en el sube y baja de las caricias. Inhalar. El segundo como sinónimo de oscuridad del alma, para no perder el origen de nuestras vidas, el color negro de la historia cruenta.
En las estructuras que sostienen el concreto, el asfalto, nos trepamos para sentir la vibración, el ruido de los carros circulando encima de nuestras cabezas. Ahí surgió la idea del reto, la inquietud por pintar en la parte más alta del puente el homenaje a los pasos por la ciudad, el trazo de los converse negros con cordones blancos.
Yo seguía en mi ritual, en la respiración latiendo dentro de la bolsa naranja, en tus manos el espray fue un revolver disparando la imaginación, el recuerdo de los cables de esas calles del barrio, la travesura adolescente: tenis perfectos con cordones atados a los alambres de luz que inventabas en las paredes del puente, con tus pies entrelazados a la estructura metálica para no resbalar; corrías la tinta con aire y era un verte volar entre las nubes del cielo, las que se apuntaban en mi memoria, dentro del viaje, con ese boleto de color chillante.
Nunca tuvimos un techo, y ese puente era nuestro. Nos gustaba inventarnos nuestra casa, lo era, vaciar la cubeta de agua en nuestros cuerpos, ampliar los cartones como cama y apagar la luz cerrando los ojos. Roncabas con tu cabeza en mi brazo, despertabas con un vacío reseco en tu garganta, con el mismo zumbido de mi cerebro rasgando la ansiedad en el tuyo.
Era la necesidad de otra dosis la que nos impulsaba a ponernos los converse, mojar la cara y existir dentro del tráfico. Otra vez el talón, las miradas en tu piel. Nunca dudamos sobre la prioridad entre comida o latas de pintura. Éramos pasos mecanizados hacia la ferretería, la refaccionaria. A veces también había latas de frijoles, panes fríos, del día anterior, chiles en raja, cocacola caliente. Comer para tener fuerzas de respirar otra vez en las bolsas llenas de tinta, moverlas exactas entorno a nuestros rostros, la fiesta perfecta, la impostergable de todos los días.
Hubo ocasiones de verte desnuda, con las piernas abiertas, la boca seca, tenías encima mi cuerpo a veces, las manos de otros también, eran esas la garantía de otras monedas, de más horas sin el zumbido de resaca que no taladraba el cerebro.
Te gustaba reír al recordar la panza enorme del tipo jadeando encima de ti, concluir que gracias a la necesidad de otros por un cuerpo, nos devolvía la alegría de las latas en nuestras manos, de recuperar el placer de inhalar, y del tuyo, el más intenso: la construcción en líneas de esas imágenes citadinas, de alambres y postes, de converses negros y cordones blancos.
Había también instantes de calor en tu frente, de dolor en tus piernas, de lágrimas por el recuerdo. Hablabas dormida, espantabas fantasmas acechándote, contabas en fragmentos la infancia acelerada, la negación de las muñecas, la banalidad de las otras niñas entretenidas brincando las rayas dibujadas en la tierra.
Vieron tus ojos más de la cuenta, la normalidad aprendida entre los gritos de los grandes que te rodeaban, los que se apersonaron para rasgarte el vestido, con la anuencia de los que te guiaban.
Aprendiste a dibujar en los albergues, cuando los cómics eran tu refugio, cuando la saliva humedecía el grafito que deslizabas por el concreto del piso donde te encerraban de protección.
Veo ahora la pintura formando el recuerdo de los pasos, la que salió desde tus manos, de tu imaginación. La toco línea por línea, con mis dedos, para sentir el temblor de tu pulso. Inhalar es retenerte, saberte viva, contarte historias de madrugadas con policías tirándome a macanazos, encima de las calles, dentro de la comandancia: vivencias que te llenaban de risa.
Escribo dos nombres y un apellido, para refrendar el abandono. Letras que rubrican la autoría de tu paso por el placer del solvente, por la alegría de dibujar. Es mi venganza de tu ausencia, firmar con tu nombre el cuadro que nunca fue graffiti, porque no te gustaba esa palabra, porque lo tuyo, decías, era mucho menos que eso. Yo sólo rayo para ser feliz, comentabas.
Dibujo tu nombre al pie del converse negro, para inmortalizarte, para decirle a la vida que tu existencia no se reduce a una nota en la sección policiaca de un periódico amarillo.
Debajo del puente dibujo tu nombre. Tengo una lata de espray anaranjado, el mejor de todos los colores. Debajo de los converse negros que pintaste con tinta negra, de cordones blancos, escribo las sílabas de tu apellido.
Mientras yo hundía mi boca en la bolsa naranja inhalando el solvente para sentir los calambres en el cuerpo, el letargo en mi respiración, tú trazabas la suela, la estrella como etiqueta, la punta de los alambres simulando una calle del barrio en la que las travesuras nos hacían tomar por asalto los cables de electricidad y tirarlos para insertarlos ahí: un homenaje a los tenis que ya se rendían de tanto andar. Eran una gasta, el vestigio de nuestros pasos.
En una alucinación el espray en tu mano inició el trazo. Llegábamos esa tarde de recorrer los cruceros del bulevar, de levantar monedas entre los conductores, de ofrecer tu baile al ritmo de mis palmas golpeando un par de congas. Tu falda se alzaba con el ritmo de esa coreografía urbana, entre el ruido de motores, el aire golpeaba las miradas que agrandaban sus párpados, para verte mejor.
Te serví el menú que compramos en la refaccionara, por apertura la oferta era al dos por uno. Elegimos el color naranja y el negro. El primero porque te hacía volar de alegría, la felicidad chillante dentro de una bolsa pintándote la risa en el sube y baja de las caricias. Inhalar. El segundo como sinónimo de oscuridad del alma, para no perder el origen de nuestras vidas, el color negro de la historia cruenta.
En las estructuras que sostienen el concreto, el asfalto, nos trepamos para sentir la vibración, el ruido de los carros circulando encima de nuestras cabezas. Ahí surgió la idea del reto, la inquietud por pintar en la parte más alta del puente el homenaje a los pasos por la ciudad, el trazo de los converse negros con cordones blancos.
Yo seguía en mi ritual, en la respiración latiendo dentro de la bolsa naranja, en tus manos el espray fue un revolver disparando la imaginación, el recuerdo de los cables de esas calles del barrio, la travesura adolescente: tenis perfectos con cordones atados a los alambres de luz que inventabas en las paredes del puente, con tus pies entrelazados a la estructura metálica para no resbalar; corrías la tinta con aire y era un verte volar entre las nubes del cielo, las que se apuntaban en mi memoria, dentro del viaje, con ese boleto de color chillante.
Nunca tuvimos un techo, y ese puente era nuestro. Nos gustaba inventarnos nuestra casa, lo era, vaciar la cubeta de agua en nuestros cuerpos, ampliar los cartones como cama y apagar la luz cerrando los ojos. Roncabas con tu cabeza en mi brazo, despertabas con un vacío reseco en tu garganta, con el mismo zumbido de mi cerebro rasgando la ansiedad en el tuyo.
Era la necesidad de otra dosis la que nos impulsaba a ponernos los converse, mojar la cara y existir dentro del tráfico. Otra vez el talón, las miradas en tu piel. Nunca dudamos sobre la prioridad entre comida o latas de pintura. Éramos pasos mecanizados hacia la ferretería, la refaccionaria. A veces también había latas de frijoles, panes fríos, del día anterior, chiles en raja, cocacola caliente. Comer para tener fuerzas de respirar otra vez en las bolsas llenas de tinta, moverlas exactas entorno a nuestros rostros, la fiesta perfecta, la impostergable de todos los días.
Hubo ocasiones de verte desnuda, con las piernas abiertas, la boca seca, tenías encima mi cuerpo a veces, las manos de otros también, eran esas la garantía de otras monedas, de más horas sin el zumbido de resaca que no taladraba el cerebro.
Te gustaba reír al recordar la panza enorme del tipo jadeando encima de ti, concluir que gracias a la necesidad de otros por un cuerpo, nos devolvía la alegría de las latas en nuestras manos, de recuperar el placer de inhalar, y del tuyo, el más intenso: la construcción en líneas de esas imágenes citadinas, de alambres y postes, de converses negros y cordones blancos.
Había también instantes de calor en tu frente, de dolor en tus piernas, de lágrimas por el recuerdo. Hablabas dormida, espantabas fantasmas acechándote, contabas en fragmentos la infancia acelerada, la negación de las muñecas, la banalidad de las otras niñas entretenidas brincando las rayas dibujadas en la tierra.
Vieron tus ojos más de la cuenta, la normalidad aprendida entre los gritos de los grandes que te rodeaban, los que se apersonaron para rasgarte el vestido, con la anuencia de los que te guiaban.
Aprendiste a dibujar en los albergues, cuando los cómics eran tu refugio, cuando la saliva humedecía el grafito que deslizabas por el concreto del piso donde te encerraban de protección.
Veo ahora la pintura formando el recuerdo de los pasos, la que salió desde tus manos, de tu imaginación. La toco línea por línea, con mis dedos, para sentir el temblor de tu pulso. Inhalar es retenerte, saberte viva, contarte historias de madrugadas con policías tirándome a macanazos, encima de las calles, dentro de la comandancia: vivencias que te llenaban de risa.
Escribo dos nombres y un apellido, para refrendar el abandono. Letras que rubrican la autoría de tu paso por el placer del solvente, por la alegría de dibujar. Es mi venganza de tu ausencia, firmar con tu nombre el cuadro que nunca fue graffiti, porque no te gustaba esa palabra, porque lo tuyo, decías, era mucho menos que eso. Yo sólo rayo para ser feliz, comentabas.
Dibujo tu nombre al pie del converse negro, para inmortalizarte, para decirle a la vida que tu existencia no se reduce a una nota en la sección policiaca de un periódico amarillo.
lunes, 7 de julio de 2008
sábado, 5 de julio de 2008
Recuerdo de Xorge del Campo
por Ignacio Trejo-fuentes
El escritor Xorge del Campo, una de las mayores autoridades en narrativa cristera y de la Revolución mexicana, murió el pasado martes 1 de julio víctima del cáncer.
Doctor en Letras Iberoamericanas por la Universidad Complutense de Madrid, Del Campo nació el 9 de julio de 1945 en Calimaya, estado de México. Pese a que cultivó casi todos los géneros literarios, me parece que su obra no tuvo el reconocimiento que merecía, que merece. Publicó poesía (Fogatas de la zarza en la aurora, Animal de amor (finalista del Premio Xavier Villaurrutia en 1963), El diablo eros, Flauta de ceniza, Relámpago de nardos), cuento (Hospital de sueños), novela (Caramelo), crónica (Crónicas de un chilango), varios libros de ensayo sobre distintos temas y un sinnúmero de antologías, entre las cuales deben destacarse las dedicadas a la Revolución mexicana y a la guerra Cristera (su Diccionario Ilustrado de narradores cristeros, publicado por Amate Editores, es una obra que exige mayor atención). En estas materias el trabajo de Xorge no tiene equivalente, así sea que otros, con méritos menores, gocen de todas las medallas y los reflectores. Algún día sus agudas, serias e interminables investigaciones en esos rubros ocuparán el lugar que merecen.
Del Campo fue además un bibliófilo extraordinario, sabía dónde encontrar los materiales más inusitados, y por cierto su tarea de gambusino literario fue su modus vivendi durante muchos años: bastaba recurrir a él, a su sapiencia, para localizar libros apenas imaginados. Se dedicó también a la intermediación entre artistas plásticos y sus clientes: un dealer con toda la barba. Y algo que lo distinguió fue su tenaz oposición al glamour social, detestaba los grupos, las cofradías, y en consecuencia fue siempre marginado, no se le consideró entre los grandes bateadores de nuestro ámbito literario. Su postura en ese sentido fue inclaudicable.
Xorge simpatizó, desde que era joven (es decir en tiempos de grave riesgo) con las causas populares, fue intransigente con los modelos opresivos de gobierno y eso contribuyó a su aislamiento (ahora cualquier pelagatos se dice progresista, de izquierda, cualquier cosa que eso sea). Nunca tuvo acceso a los premios importantes, ni a las becas (ceguera de los jueces) ni a las demás prerrogativas que suelen acompañar a quienes marchan por la derecha y en orden. Y esas posturas se ponen de relieve en su narrativa: tanto en sus cuentos como en sus crónicas y en su novela, los protagonistas tienen mucho del autor, son contestatarios, críticos feroces, insubordinados ante los actos de poder y de mando. Caramelo, la adolescente protagonista de la obra homónima, es claro ejemplo de inconformidad ante todo y ante todos, y es en verdad una criatura memorable.
En su poesía se abocó a otras cosas, más íntimas, amorosas. Fue un cantor fiel de la felicidad, aun cuando en muchos de sus poemas aletea la presencia de la muerte, de la devastación, de lo frágil de este valle de lágrimas. En sus Crónicas de un chilango hace gala de su erudición histórica, y sus alter ego recorren la Ciudad de México para dar cuenta de sus recovecos en tiempos distantes y en los actuales: pocos cronistas saben combinar tan bien esas aristas, el pasado y el presente. Y son crónicas siempre vivas, donde uno se reconoce, o reconoce, al menos, sus deudas con el pasado.
Los últimos años Xorge los dedicó a afinar su documentado rastreo por los textos en torno a la Revolución y a la guerra Cristera: sus fichas eran impresionantes por abundantes: ¡quién sabe de dónde y a qué horas sacaba tanta información! Ocasionalmente se le veía en alguna cantina (El Palacio, por ejemplo), donde asombraba a los contertulios con su erudición; a veces desaparecía: se daba treguas y caía en la abstinencia.
Lo vi por última vez hace más o menos dos meses. Se veía flaco y demacrado, y sólo unos días después me enteré de que le habían diagnosticado un cáncer a esas alturas irreversible: se le extendió por todas partes. Por eso, debió dejar su departamento en la colonia Guerrero y se refugió en casa de su hermana. Cuentan los amigos que lo visitaron que estaba perfectamente consciente de que sus días estaban contados (“Ya tengo el pase de abordar”, dicen que dijo), y le consternaba no tener dinero para costear su funeral: calculó la posibilidad de vender su biblioteca especializada en la Revolución y la guerra Cristera para no dejar endeudados a sus parientes; creo que no lo logró.
A dondequiera que estés, Xorge, te mando un abrazo. Y te digo salud, aunque este brindis suene paradójico o estúpido.
El escritor Xorge del Campo, una de las mayores autoridades en narrativa cristera y de la Revolución mexicana, murió el pasado martes 1 de julio víctima del cáncer.
Doctor en Letras Iberoamericanas por la Universidad Complutense de Madrid, Del Campo nació el 9 de julio de 1945 en Calimaya, estado de México. Pese a que cultivó casi todos los géneros literarios, me parece que su obra no tuvo el reconocimiento que merecía, que merece. Publicó poesía (Fogatas de la zarza en la aurora, Animal de amor (finalista del Premio Xavier Villaurrutia en 1963), El diablo eros, Flauta de ceniza, Relámpago de nardos), cuento (Hospital de sueños), novela (Caramelo), crónica (Crónicas de un chilango), varios libros de ensayo sobre distintos temas y un sinnúmero de antologías, entre las cuales deben destacarse las dedicadas a la Revolución mexicana y a la guerra Cristera (su Diccionario Ilustrado de narradores cristeros, publicado por Amate Editores, es una obra que exige mayor atención). En estas materias el trabajo de Xorge no tiene equivalente, así sea que otros, con méritos menores, gocen de todas las medallas y los reflectores. Algún día sus agudas, serias e interminables investigaciones en esos rubros ocuparán el lugar que merecen.
Del Campo fue además un bibliófilo extraordinario, sabía dónde encontrar los materiales más inusitados, y por cierto su tarea de gambusino literario fue su modus vivendi durante muchos años: bastaba recurrir a él, a su sapiencia, para localizar libros apenas imaginados. Se dedicó también a la intermediación entre artistas plásticos y sus clientes: un dealer con toda la barba. Y algo que lo distinguió fue su tenaz oposición al glamour social, detestaba los grupos, las cofradías, y en consecuencia fue siempre marginado, no se le consideró entre los grandes bateadores de nuestro ámbito literario. Su postura en ese sentido fue inclaudicable.
Xorge simpatizó, desde que era joven (es decir en tiempos de grave riesgo) con las causas populares, fue intransigente con los modelos opresivos de gobierno y eso contribuyó a su aislamiento (ahora cualquier pelagatos se dice progresista, de izquierda, cualquier cosa que eso sea). Nunca tuvo acceso a los premios importantes, ni a las becas (ceguera de los jueces) ni a las demás prerrogativas que suelen acompañar a quienes marchan por la derecha y en orden. Y esas posturas se ponen de relieve en su narrativa: tanto en sus cuentos como en sus crónicas y en su novela, los protagonistas tienen mucho del autor, son contestatarios, críticos feroces, insubordinados ante los actos de poder y de mando. Caramelo, la adolescente protagonista de la obra homónima, es claro ejemplo de inconformidad ante todo y ante todos, y es en verdad una criatura memorable.
En su poesía se abocó a otras cosas, más íntimas, amorosas. Fue un cantor fiel de la felicidad, aun cuando en muchos de sus poemas aletea la presencia de la muerte, de la devastación, de lo frágil de este valle de lágrimas. En sus Crónicas de un chilango hace gala de su erudición histórica, y sus alter ego recorren la Ciudad de México para dar cuenta de sus recovecos en tiempos distantes y en los actuales: pocos cronistas saben combinar tan bien esas aristas, el pasado y el presente. Y son crónicas siempre vivas, donde uno se reconoce, o reconoce, al menos, sus deudas con el pasado.
Los últimos años Xorge los dedicó a afinar su documentado rastreo por los textos en torno a la Revolución y a la guerra Cristera: sus fichas eran impresionantes por abundantes: ¡quién sabe de dónde y a qué horas sacaba tanta información! Ocasionalmente se le veía en alguna cantina (El Palacio, por ejemplo), donde asombraba a los contertulios con su erudición; a veces desaparecía: se daba treguas y caía en la abstinencia.
Lo vi por última vez hace más o menos dos meses. Se veía flaco y demacrado, y sólo unos días después me enteré de que le habían diagnosticado un cáncer a esas alturas irreversible: se le extendió por todas partes. Por eso, debió dejar su departamento en la colonia Guerrero y se refugió en casa de su hermana. Cuentan los amigos que lo visitaron que estaba perfectamente consciente de que sus días estaban contados (“Ya tengo el pase de abordar”, dicen que dijo), y le consternaba no tener dinero para costear su funeral: calculó la posibilidad de vender su biblioteca especializada en la Revolución y la guerra Cristera para no dejar endeudados a sus parientes; creo que no lo logró.
A dondequiera que estés, Xorge, te mando un abrazo. Y te digo salud, aunque este brindis suene paradójico o estúpido.
jueves, 3 de julio de 2008
Huellas
carlos sánchez
Está nublado y nacen ganas de ti. Escucho nuestro juramento otra vez. Y se llena de angustia mi corazón. La voz de Julio Jaramillo me pone en nostalgia. Quisiera morir primero.
Se apagaron tus pies descalzos al llegar a los catorce años. Dejaste de repartir tortillas por todo el barrio. Me gustaba tanto tu trenza deshecha, tu rostro con ojeras, tu voz delicada y urgente al cobrar el costo del producto con las deudoras que se escondían de tu presencia.
Mamá Chabela que es tu abuela me llamaba (me sigue llamando) para que atizara a la hornilla. A las cinco de la mañana de todos los días y aprovechaba siempre para verte en el catre del patio, bostezando, y el agua esperando por tu cuerpo para iniciar el trajín.
Venías de una madre perdida no sé en qué pueblo de la sierra, de un padre que nadie supo, ambos fueron los que nunca regresaron. Tenías la angustia de los regaños de la abuela, como yo, la obligación del quehacer en la casa, el apoyo para juntar monedas de manutención.
Tenías la necesidad de la alegría, y trepabas los árboles, corrías descalza la tierra del barrio, montabas una bicicleta oxidada, jugabas a volados el paquete de tortillas, te arriesgabas para burlarte de tu derrota, de tu tragedia.
No tengo mejor sabor en la boca que el recuerdo del café tostado en casa, que las tortillas amasadas desde tus manos. En silencio nos veíamos mientras el trabajo de la mañana avanzaba. Tus faldas impecables, tus dientes chuecos, las pecas rodeando tu nariz y la sonrisa eterna en tus labios pequeños, delgados: un pincel preciso.
Hubo un día de encontrarnos en la falda del cerro, a orillas del río, mientras yo acomodaba la zafra de leña y tú levantabas verdolagas. Tampoco hubo palabras. Te seguí entre los mezquites y las jécotas, hacia la arena.
Mirabas al cielo, deshacías las trenzas de tu pelo, te recostabas de a poco bajo la sombra de un árbol.
Me veías, te veía. El ruido de las alas de una codorniz llenaba el aire. De tu boca la onomatopeya imitando el gorjeo, de mis ojos el delirio de verte la piel desde el cuello y hasta el vientre.
No supe si era un ritual consuetudinario el tuyo al desnudarte dentro de la sombra. Nunca las palabras interrogando la libertad de tus manos desechando la blusa, la falda. El corazón al rojo vivo latiendo en mis pupilas.
Vinieron después las noches de lluvia y verte con agua rondando los adoquines de la plaza, cantando a la par de los relámpagos, nuestro juramento, silvando de placer fresco dentro y fuera de tu cuerpo.
En un relámpago de tiempo también fue que se marcharon los días de tu presencia en los callejones, con las tortillas bajo del brazo, te llegó la inevitable belleza joven para arrancarte de tajo la inocencia de tus pies descalzos.
Hacen nubes y me llegas otra vez hasta adentro. Lo converso conmigo como si fueras tú, para hacer tangible tu existencia. Y sube la marea a mis sienes, porque no debí escuchar la conversación de tu abuela Chabela, porque no debí pasar por allí en ese instante.
Puedo jurar que no es cierto lo que dicen. Ayer me trepé al cerro, para contar los pasos que hay desde tu casa hasta allí. Escarbé en el río para corroborar la mentira.
Porque cuentan que el motivo de tu desaparición del barrio y para siempre, es el hurto y el pillaje, que los monederos todos de las deudoras todas los fuiste robando uno por uno. Que la alcancía de tu abuela la sembraste por un tiempo debajo del aquel árbol donde acostumbrabas quitarte la ropa. Que después te vieron disfrazada de mujer alegre dentro de una cantina y cantando para los hombres falsos.
De qué serviría enfrentar con la verdad a los que te nombran con mala voluntad. Mejor será seguir atizando la hornilla de tu abuela, mirando nomás de reojo la ausencia de tu cuerpo en el catre, las huellas de tus pies descalzos que conservo en los callejones de mi memoria.
Dicen los que me ven que han crecido mis canas, que el tiempo me dobla la espalda, que las rodillas me traicionan y resbalo fácil por la soledad que me habita.
Que nunca fui capaz de buscar una mujer que acompañara mi vejez. Cómo, digo yo, si la sonrisa en tu rostro vive aún dentro de mi garganta, y me la froto para sentirte siempre.
No hubo tal pacto, el cual en mi desesperación invento. No prometiste volver porque el vuelo de los desamparados no tiene la garantía del retorno. Ni posibilidad.
Ahora que te beso en el recuerdo debe ser ya de madrugada, porque el gallo de la abuela Chabela anda en revuelo. Froto mis manos para encontrarme con el instante más feliz del día. En unos minutos más te veré de nuevo, en tu catre vacío, en la risa intacta que me das mientras pongo otro leño en el fuego. Tarareo aquella canción.
Está nublado y nacen ganas de ti. Escucho nuestro juramento otra vez. Y se llena de angustia mi corazón. La voz de Julio Jaramillo me pone en nostalgia. Quisiera morir primero.
Se apagaron tus pies descalzos al llegar a los catorce años. Dejaste de repartir tortillas por todo el barrio. Me gustaba tanto tu trenza deshecha, tu rostro con ojeras, tu voz delicada y urgente al cobrar el costo del producto con las deudoras que se escondían de tu presencia.
Mamá Chabela que es tu abuela me llamaba (me sigue llamando) para que atizara a la hornilla. A las cinco de la mañana de todos los días y aprovechaba siempre para verte en el catre del patio, bostezando, y el agua esperando por tu cuerpo para iniciar el trajín.
Venías de una madre perdida no sé en qué pueblo de la sierra, de un padre que nadie supo, ambos fueron los que nunca regresaron. Tenías la angustia de los regaños de la abuela, como yo, la obligación del quehacer en la casa, el apoyo para juntar monedas de manutención.
Tenías la necesidad de la alegría, y trepabas los árboles, corrías descalza la tierra del barrio, montabas una bicicleta oxidada, jugabas a volados el paquete de tortillas, te arriesgabas para burlarte de tu derrota, de tu tragedia.
No tengo mejor sabor en la boca que el recuerdo del café tostado en casa, que las tortillas amasadas desde tus manos. En silencio nos veíamos mientras el trabajo de la mañana avanzaba. Tus faldas impecables, tus dientes chuecos, las pecas rodeando tu nariz y la sonrisa eterna en tus labios pequeños, delgados: un pincel preciso.
Hubo un día de encontrarnos en la falda del cerro, a orillas del río, mientras yo acomodaba la zafra de leña y tú levantabas verdolagas. Tampoco hubo palabras. Te seguí entre los mezquites y las jécotas, hacia la arena.
Mirabas al cielo, deshacías las trenzas de tu pelo, te recostabas de a poco bajo la sombra de un árbol.
Me veías, te veía. El ruido de las alas de una codorniz llenaba el aire. De tu boca la onomatopeya imitando el gorjeo, de mis ojos el delirio de verte la piel desde el cuello y hasta el vientre.
No supe si era un ritual consuetudinario el tuyo al desnudarte dentro de la sombra. Nunca las palabras interrogando la libertad de tus manos desechando la blusa, la falda. El corazón al rojo vivo latiendo en mis pupilas.
Vinieron después las noches de lluvia y verte con agua rondando los adoquines de la plaza, cantando a la par de los relámpagos, nuestro juramento, silvando de placer fresco dentro y fuera de tu cuerpo.
En un relámpago de tiempo también fue que se marcharon los días de tu presencia en los callejones, con las tortillas bajo del brazo, te llegó la inevitable belleza joven para arrancarte de tajo la inocencia de tus pies descalzos.
Hacen nubes y me llegas otra vez hasta adentro. Lo converso conmigo como si fueras tú, para hacer tangible tu existencia. Y sube la marea a mis sienes, porque no debí escuchar la conversación de tu abuela Chabela, porque no debí pasar por allí en ese instante.
Puedo jurar que no es cierto lo que dicen. Ayer me trepé al cerro, para contar los pasos que hay desde tu casa hasta allí. Escarbé en el río para corroborar la mentira.
Porque cuentan que el motivo de tu desaparición del barrio y para siempre, es el hurto y el pillaje, que los monederos todos de las deudoras todas los fuiste robando uno por uno. Que la alcancía de tu abuela la sembraste por un tiempo debajo del aquel árbol donde acostumbrabas quitarte la ropa. Que después te vieron disfrazada de mujer alegre dentro de una cantina y cantando para los hombres falsos.
De qué serviría enfrentar con la verdad a los que te nombran con mala voluntad. Mejor será seguir atizando la hornilla de tu abuela, mirando nomás de reojo la ausencia de tu cuerpo en el catre, las huellas de tus pies descalzos que conservo en los callejones de mi memoria.
Dicen los que me ven que han crecido mis canas, que el tiempo me dobla la espalda, que las rodillas me traicionan y resbalo fácil por la soledad que me habita.
Que nunca fui capaz de buscar una mujer que acompañara mi vejez. Cómo, digo yo, si la sonrisa en tu rostro vive aún dentro de mi garganta, y me la froto para sentirte siempre.
No hubo tal pacto, el cual en mi desesperación invento. No prometiste volver porque el vuelo de los desamparados no tiene la garantía del retorno. Ni posibilidad.
Ahora que te beso en el recuerdo debe ser ya de madrugada, porque el gallo de la abuela Chabela anda en revuelo. Froto mis manos para encontrarme con el instante más feliz del día. En unos minutos más te veré de nuevo, en tu catre vacío, en la risa intacta que me das mientras pongo otro leño en el fuego. Tarareo aquella canción.
lunes, 30 de junio de 2008
En la memoria papel
Carlos Sánchez
Te chupabas el dedo. La dentadura torció su vereda en las encías. Dicen los que te vieron crecer que jugabas con tierra, inventando dragones y escaleras, tesoros en las zanjas, machincuepas en las lomas.
Le huías a la opulencia. La imaginación te bastaba para inventar el mundo predilecto. Te ven ahora, según me cuentan, por las calles, con la libertad de unos tirantes ajustados a tu espalda, por el pecho, con los jeans flojos, los zapatos bajos, la camisa de hombre sin fajar, la despreocupación por la estética.
Te gusta coleccionar imágenes urbanas, conversar con los hombres que llenan la ciudad, en esa velocidad de sus pasos guareciéndose de la vida. Me lo han dicho.
¿Nunca te has preguntado por qué la mirada de niña se queda en tu rostro para siempre? Si lo hicieras tal vez no habría respuesta. Además la conservas sin reparar en ello.
Hace unos meses visitaste el Café del Cerro, donde atiendo por las tardes la mesa dieciséis. Te observé, después de mucho tiempo de no saberte. No tuve, otra vez, la fuerza del atrevimiento para abordarte. Venías con el mismo pelo sobre los hombros, el rosario de bolitas rojas y una cruz negra. No hay manera de errar tu nombre, la mirada y la postura de tu cuerpo te describen aún a distancia.
Había reflectores, cámaras, preguntas sobre tu presencia en el país, tus proyectos, el trabajo a estrenar el próximo fin de semana. Te aplaudieron tanto. Los miré marcharse después fanáticos de tus palabras. Me quedé con atmósfera de tu presencia.
Tengo de esa tarde la servilleta con la que limpiabas tus manos, tus labios, la guardo en el buró contiguo a mi cama, la beso antes de dormir, y al despertar.
Recordé esas horas de verte cerca, y los días sucesivos, momentos que tenía en la memoria, de los cuales ni yo sabía de ellos. Fui con el pensamiento a esa escuela para damas donde mi abuela hacía el aseo y yo le acompañaba porque no tenía con quien dejarme por las mañanas.
Era escuela para niñas en ciernes de servicio a la iglesia, de mujeres con vocación para adorar a dios. Tenías un overol a cuadros, el mismo pelo, los mismos rizos. Te encontré en el pasillo hacia la capilla, yo con la cubeta amarilla y en ella el trapeador, tú con la cuerda rosa para jugar a los brincos y una bolsa de frituras ensuciando tu ropa.
No debiste compartir tu día conmigo, estuve en el lugar equivocado, no debí meter mis manos en la bolsa de tus frituras y acompañarte hacia la capilla. La monja te regañó por atreverte a tomarme del cabello, por acercar tu rostro al mío para enseñarme a rezar frente a un cristo de madera. Eso argumentaste cuando tus padres acudieron en tu defensa ante el director del colegio, eso dijiste mientras yo sólo asentía con la cabeza, sin poder pronunciar una palabra.
La otra historia, la del trapeador en la cabeza de la monja que te agredió por decir que yo no era de tu clase, que no debías comunicarte conmigo y mucho menos encerrarte en el baño de la capilla con mi compañía, la que nunca le dijimos a nadie, esa historia la encuentro ahora que me despierta la memoria. Es gozar de tu carácter, el talante para decir no. Yo siempre he sido un sometido.
Te veías en ese momento con la mirada de un perro rabioso, con la fuerza de un árbol inmenso, tenías la necesidad de callar las ofensas de esa dama dedicada a dictar órdenes y trazar caminos para formar gente de bien.
Me asustó el escupitajo que disparaste sobre su rostro, el sollozo incesante de la monja que rezaba mientras tú arremetías con palabras en contra de ella. La venciste.
Desde ese día te expulsaron del colegio, mi abuela no regresó más a su trabajo. Desde ese día vivo indagando tu paradero, desde ese instante supe que alguien podía defender mi nombre.
Tengo en una hoja de cuaderno una historieta que inventaste esa mañana. El personaje se llama como yo, la niña que juega en el columpio tiene trenzas y firma un juramento de siempre querer a su héroe que no es otro más que el que empuja con sus manos el columpio para que ella roce con su rostro y su pelo el aire del parque. Y soy yo. En los recuadros de la historia dibujada con tinta negra, está tu nombre, tu dirección, el número de teléfono al que nunca me atreví a marcar. Y todos los días deseo vencer el miedo de mi índice para poder tocar las teclas y construir la posibilidad de respuesta: tu voz.
De niña te gustaba pasar las tardes debajo del eucalipto, en el corral de tu casa, conversar con las cachoras, llenar de migajas el área donde las palomas solían bajar para refrescarse con el agua que regaba las plantas.
Me han dicho que tuviste un par de hijos, que aunque nunca creíste en el matrimonio, te decidiste a no pasar la vida sola, escuchar las voces que emergieron desde tu vientre, de acariciar el aprendizaje de dos varones que ahora te llenan la vida.
Te he visto esa tarde en el café y descubro los mismos ojos llenos de infancia. El color de tu piel es la reiteración de tus días caminando bajo el sol.
Esta noche observó desde mi ventana hacia la calle, no dejo de nombrarte, en el deseo la fantasía de encontrarte por la ciudad es una constante en mi ansiedad. Estoy lleno de ti. A veces es inevitable observarte en los otros rostros, creer que eres tú y tristemente saber que no al acercarme a los cuerpos en los que te invento.
Enciendo la memoria. Te toco y me salva el olor de la servilleta con tu sudor, con la textura de tu piel, enciendo la radio para complacerte de la Hora del jazz. Juego a tenerte. No me queda más remedio que servir dos copas de vino tinto, o si prefieres saldremos a caminar.
Despertaremos juntos y tendrás café a la cama. Te cuidaré recíproco, por esos días de infancia donde la violencia de tus palabras defendió mi nombre. Llegas otra vez en esta servilleta que froto contra mi cuerpo.
Te chupabas el dedo. La dentadura torció su vereda en las encías. Dicen los que te vieron crecer que jugabas con tierra, inventando dragones y escaleras, tesoros en las zanjas, machincuepas en las lomas.
Le huías a la opulencia. La imaginación te bastaba para inventar el mundo predilecto. Te ven ahora, según me cuentan, por las calles, con la libertad de unos tirantes ajustados a tu espalda, por el pecho, con los jeans flojos, los zapatos bajos, la camisa de hombre sin fajar, la despreocupación por la estética.
Te gusta coleccionar imágenes urbanas, conversar con los hombres que llenan la ciudad, en esa velocidad de sus pasos guareciéndose de la vida. Me lo han dicho.
¿Nunca te has preguntado por qué la mirada de niña se queda en tu rostro para siempre? Si lo hicieras tal vez no habría respuesta. Además la conservas sin reparar en ello.
Hace unos meses visitaste el Café del Cerro, donde atiendo por las tardes la mesa dieciséis. Te observé, después de mucho tiempo de no saberte. No tuve, otra vez, la fuerza del atrevimiento para abordarte. Venías con el mismo pelo sobre los hombros, el rosario de bolitas rojas y una cruz negra. No hay manera de errar tu nombre, la mirada y la postura de tu cuerpo te describen aún a distancia.
Había reflectores, cámaras, preguntas sobre tu presencia en el país, tus proyectos, el trabajo a estrenar el próximo fin de semana. Te aplaudieron tanto. Los miré marcharse después fanáticos de tus palabras. Me quedé con atmósfera de tu presencia.
Tengo de esa tarde la servilleta con la que limpiabas tus manos, tus labios, la guardo en el buró contiguo a mi cama, la beso antes de dormir, y al despertar.
Recordé esas horas de verte cerca, y los días sucesivos, momentos que tenía en la memoria, de los cuales ni yo sabía de ellos. Fui con el pensamiento a esa escuela para damas donde mi abuela hacía el aseo y yo le acompañaba porque no tenía con quien dejarme por las mañanas.
Era escuela para niñas en ciernes de servicio a la iglesia, de mujeres con vocación para adorar a dios. Tenías un overol a cuadros, el mismo pelo, los mismos rizos. Te encontré en el pasillo hacia la capilla, yo con la cubeta amarilla y en ella el trapeador, tú con la cuerda rosa para jugar a los brincos y una bolsa de frituras ensuciando tu ropa.
No debiste compartir tu día conmigo, estuve en el lugar equivocado, no debí meter mis manos en la bolsa de tus frituras y acompañarte hacia la capilla. La monja te regañó por atreverte a tomarme del cabello, por acercar tu rostro al mío para enseñarme a rezar frente a un cristo de madera. Eso argumentaste cuando tus padres acudieron en tu defensa ante el director del colegio, eso dijiste mientras yo sólo asentía con la cabeza, sin poder pronunciar una palabra.
La otra historia, la del trapeador en la cabeza de la monja que te agredió por decir que yo no era de tu clase, que no debías comunicarte conmigo y mucho menos encerrarte en el baño de la capilla con mi compañía, la que nunca le dijimos a nadie, esa historia la encuentro ahora que me despierta la memoria. Es gozar de tu carácter, el talante para decir no. Yo siempre he sido un sometido.
Te veías en ese momento con la mirada de un perro rabioso, con la fuerza de un árbol inmenso, tenías la necesidad de callar las ofensas de esa dama dedicada a dictar órdenes y trazar caminos para formar gente de bien.
Me asustó el escupitajo que disparaste sobre su rostro, el sollozo incesante de la monja que rezaba mientras tú arremetías con palabras en contra de ella. La venciste.
Desde ese día te expulsaron del colegio, mi abuela no regresó más a su trabajo. Desde ese día vivo indagando tu paradero, desde ese instante supe que alguien podía defender mi nombre.
Tengo en una hoja de cuaderno una historieta que inventaste esa mañana. El personaje se llama como yo, la niña que juega en el columpio tiene trenzas y firma un juramento de siempre querer a su héroe que no es otro más que el que empuja con sus manos el columpio para que ella roce con su rostro y su pelo el aire del parque. Y soy yo. En los recuadros de la historia dibujada con tinta negra, está tu nombre, tu dirección, el número de teléfono al que nunca me atreví a marcar. Y todos los días deseo vencer el miedo de mi índice para poder tocar las teclas y construir la posibilidad de respuesta: tu voz.
De niña te gustaba pasar las tardes debajo del eucalipto, en el corral de tu casa, conversar con las cachoras, llenar de migajas el área donde las palomas solían bajar para refrescarse con el agua que regaba las plantas.
Me han dicho que tuviste un par de hijos, que aunque nunca creíste en el matrimonio, te decidiste a no pasar la vida sola, escuchar las voces que emergieron desde tu vientre, de acariciar el aprendizaje de dos varones que ahora te llenan la vida.
Te he visto esa tarde en el café y descubro los mismos ojos llenos de infancia. El color de tu piel es la reiteración de tus días caminando bajo el sol.
Esta noche observó desde mi ventana hacia la calle, no dejo de nombrarte, en el deseo la fantasía de encontrarte por la ciudad es una constante en mi ansiedad. Estoy lleno de ti. A veces es inevitable observarte en los otros rostros, creer que eres tú y tristemente saber que no al acercarme a los cuerpos en los que te invento.
Enciendo la memoria. Te toco y me salva el olor de la servilleta con tu sudor, con la textura de tu piel, enciendo la radio para complacerte de la Hora del jazz. Juego a tenerte. No me queda más remedio que servir dos copas de vino tinto, o si prefieres saldremos a caminar.
Despertaremos juntos y tendrás café a la cama. Te cuidaré recíproco, por esos días de infancia donde la violencia de tus palabras defendió mi nombre. Llegas otra vez en esta servilleta que froto contra mi cuerpo.
También risa
por carlos sánchez
Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.
Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.
Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.
Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, y se tiró como venado al otro lado de la barda, y se llevó con el cuerpo ramas, alambres, y unos cuantos rasguños.
Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.
A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.
Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cheve y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.
Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Vicente Fernández, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va al campo donde los árboles le esperan por la tarde.
A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.
Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la tranza para comer y beber, reír y sentir.
Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el químico que es el solvente, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaiven de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río.
Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.
Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo ante los suegros en turno.
Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.
A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío lo echaba, porque andaba loco, porque no se comportaba como la gente.
Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.
Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.
Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.
Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.
Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.
En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.
Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.
Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.
Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.
Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, y se tiró como venado al otro lado de la barda, y se llevó con el cuerpo ramas, alambres, y unos cuantos rasguños.
Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.
A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.
Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cheve y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.
Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Vicente Fernández, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va al campo donde los árboles le esperan por la tarde.
A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.
Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la tranza para comer y beber, reír y sentir.
Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el químico que es el solvente, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaiven de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río.
Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.
Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo ante los suegros en turno.
Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.
A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío lo echaba, porque andaba loco, porque no se comportaba como la gente.
Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.
Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.
Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.
Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.
Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.
En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.
jueves, 26 de junio de 2008
El retablo del Conde Eros
Carlos Sánchez
Los escritores Eliseo Alberto e Inés Martínez de Castro recrean escenas vividas en el teatro París de La Habana.
En la presentación de la más reciente novela del escritor cubano (Eliseo), Ramona, personaje de la historia, cobra vida en la voz Inés, y es el vestuario, la actuación, la voz de ambos quienes remiten a los espectadores a esa cotidianeidad nocturna que fluye en el contenido de El retablo del Conde Eros.
En el Centro Delta, y en el marco de Charlas de Verano de El Imparcial, Juliancito Dalmau encuentra la muerte por intoxicación, es el actor Jorge Durazo quien da vida y de facto el deceso a ese protagonista de la novela de marras.
¿Qué es lo que hace que dos escritores se encuentren y de inmediato acuerden la dinámica entre ambos para convocar al espectador a la lectura de un libro? Peces en el agua, hablando con conocimiento de causa, con un dominio escénico y actoral de parte de Inés Martínez de Castro, con el atuendo preciso para matizar al personaje que es Ramona, con la experiencia necesaria para comunicarse con el autor de la novela y marcar la pauta para que éste intervenga y narre las anécdotas del contenido de su obra.
Implacable es la ansiedad por tener el libro en las manos, cuando se ha visto y disfrutado de manera directa a los personajes, escenas del ejemplar. La manera de ir narrando los motivos de la construcción, el amor por sus personajes de parte del autor, convence y convocan a los espectadores a buscar el libro para indagar en la vida de esos personajes de La Habana y su prostíbulo.
En su humildad, en la necesidad de otro trago de ron, de un Marlboro en los labios, en el inevitable dolor que también le causa el oficio, porque vive el sufrimiento de sus personajes, Eliseo Alberto ofrece en su mirada la añoranza, en su voz la dificultad de la respiración, en su rostro la pasión por las letras.
En una mesa de cantina ocurre la presentación, estrategia legítima y atinada para envolver al público en estas atmósferas de cabaret, de noches interminables, de personajes descarnados que habitan las páginas de El retablo del Conde Eros.
Noche de celebración por las letras, regalo invaluable para el escritor de origen cubano, agradecimiento para Inés Martínez de Castro cuyo bagaje le brinda la seguridad del tema que trata, las tablas para mostrarnos con su cuerpo y su voz la felicidad que le provee la lectura.
En el Centro Delta hubo también Zarzuela, en la voz y la guitarra de Juan Pablo Maldonado y Emanuel Mayoral.
Noche de letras y teatro, música y ambigú, noche de placer tocando el alma de quienes buscan el arte como refugio para el espíritu.
Los escritores Eliseo Alberto e Inés Martínez de Castro recrean escenas vividas en el teatro París de La Habana.
En la presentación de la más reciente novela del escritor cubano (Eliseo), Ramona, personaje de la historia, cobra vida en la voz Inés, y es el vestuario, la actuación, la voz de ambos quienes remiten a los espectadores a esa cotidianeidad nocturna que fluye en el contenido de El retablo del Conde Eros.
En el Centro Delta, y en el marco de Charlas de Verano de El Imparcial, Juliancito Dalmau encuentra la muerte por intoxicación, es el actor Jorge Durazo quien da vida y de facto el deceso a ese protagonista de la novela de marras.
¿Qué es lo que hace que dos escritores se encuentren y de inmediato acuerden la dinámica entre ambos para convocar al espectador a la lectura de un libro? Peces en el agua, hablando con conocimiento de causa, con un dominio escénico y actoral de parte de Inés Martínez de Castro, con el atuendo preciso para matizar al personaje que es Ramona, con la experiencia necesaria para comunicarse con el autor de la novela y marcar la pauta para que éste intervenga y narre las anécdotas del contenido de su obra.
Implacable es la ansiedad por tener el libro en las manos, cuando se ha visto y disfrutado de manera directa a los personajes, escenas del ejemplar. La manera de ir narrando los motivos de la construcción, el amor por sus personajes de parte del autor, convence y convocan a los espectadores a buscar el libro para indagar en la vida de esos personajes de La Habana y su prostíbulo.
En su humildad, en la necesidad de otro trago de ron, de un Marlboro en los labios, en el inevitable dolor que también le causa el oficio, porque vive el sufrimiento de sus personajes, Eliseo Alberto ofrece en su mirada la añoranza, en su voz la dificultad de la respiración, en su rostro la pasión por las letras.
En una mesa de cantina ocurre la presentación, estrategia legítima y atinada para envolver al público en estas atmósferas de cabaret, de noches interminables, de personajes descarnados que habitan las páginas de El retablo del Conde Eros.
Noche de celebración por las letras, regalo invaluable para el escritor de origen cubano, agradecimiento para Inés Martínez de Castro cuyo bagaje le brinda la seguridad del tema que trata, las tablas para mostrarnos con su cuerpo y su voz la felicidad que le provee la lectura.
En el Centro Delta hubo también Zarzuela, en la voz y la guitarra de Juan Pablo Maldonado y Emanuel Mayoral.
Noche de letras y teatro, música y ambigú, noche de placer tocando el alma de quienes buscan el arte como refugio para el espíritu.
miércoles, 25 de junio de 2008
Contar la malía
Carlos Sánchez
Eliseo Alberto enciende un Marlboro. Invita. Fumamos post entrevista en sala de redacción. En la calle mina el sol es un misil estallando contra la piel.
Eliseo Cuenta con la mirada historias perdidas de su Habana. Recordar a los amigos es abrir con el filo de la nostalgia grietas en el corazón. No le temas a la ternura, le había dicho su padre, el extinto poeta Eliseo Diego, en esos años de formarlo. Por eso Eliseo trae prendida de su mirada la ternura sugerida por su progenitor. No la abandona.
Tiene el escritor cubano un cuerpo inmenso, y dentro un corazón ancho, como de elefante. Observa con atención el ruido del día, escucha los colores de la ciudad repleta de sol.
La banqueta es de todos, pertenecen a ella los pasos cotidianos y sobre ella vienen ahora dos adolescentes prendidos de algarabía. Abordan a Eliseo y le piden un cigarro, el narrador obsequia, incluida la lumbre de su encendedor.
Una gorra azul es la ventana de la mirada de uno de ellos, el más parlanchín. Ante la incesante ráfaga de oraciones, Eliseo da dos pasos sobre su flanco derecho, buscando el horizonte, hacia el poniente. Las palabras del otro adolescente no cesan contando la historia de la malía, de la ausencia de droga en el cuerpo que es una pesadilla.
Ambos chavales vienen del hospital psiquiátrico conocido como El Nava. Ya apoderados de la conversación nos borran del espacio; Eliseo piensa, necesita, desea un lugar para el silencio y cerrar los ojos como descanso. En un momento lo llevarán al hotel. Por la tarde deberá regresar a presentar su novela. Los chavales me abordan mientras el escritor evada con unos pasos el ruido de las palabras.
Ya no vas a la cárcel, me pregunta el de la gorra, mientras el otro, el dueño de varios collares y un tando café, pantalones holgados y tenis blancos, se aferra al tema de las drogas: necesidad que apremia por compartir su historia. Y es un diálogo en pubertad:
--Si no me venden las pastillas que necesito voy a venir con mi familia a pelearles la causa, porque ellos no saben lo que es la pinchi malía.
Un diálogo se construye. Ambos viajan en el mismo tren, la misma travesía.
--Si no te las dan, mi jefe también brinca a paro.
--En cuanto tenga dinero voy a pagar la consulta y en cuanto me den la receta vamos a hacer revolución. A ver si no me dan la metadona, sí me la van a dar.
--Oyes, carnal, allá le caigo en la Insurgentes, ¿te acuerdas cuando jugábamos futbol en el Centro Intermedio?
El del tando insiste en la exposición de su objetivo, inventa la conversación con una farmacéutica, con un amigo de facto, al que encuentra sobre su paso en la banqueta:
--Esta carta tiene la firma del director, y aquí está el número, llámele y pregunte, yo necesito el medicamento, en el Nava ya no está permitido recetar estas pastillas, y como a mí la metadona no me funciona, la verdad señora, ando muy ansioso y necesito las rivotril. Ando muy ansioso, me tiemblan las piernas y ya estoy todo marcado de los brazos. Yo ya me metía setenta gotas de heroína diarias, andaba bien alto, un año duré prendido, un año con ochenta líneas de insulina, imagínate, y a veces me metía las cien rayas, dejando tantita sangre nomás pa’ registrar, ¿guachas? Pero la neta carnal, cuando rebotas en la cama el cuerpo se levanta como medio metro, nomás de la pura malía, la neta güey de lo que me siento orgulloso y bien a gusto, es que yo solo dije, el sábado, sabes que qué el sábado ya no voy a consumir…
Un grito espontáneo del de la gorra es la risa de ambos: güera, si me muero quien te encuera, mija.
La rubia soslaya, sigue su curso.
…no cualquier cabrón la deja así nomás, me cae, y todo tranquilo, nomás dije, no le voy a poner, y no le puse, y ya estuvo a la verga, el lunes me la pasé bien malía…
Aguas al del telégrafo (otro grito del de la gorra, otra vez la risa).
…no aguanté y me desconecté, perdí el conocimiento, me hizo el paro la familia y me trasladaron para el hospital, para el Nava, duré dos tres días loco, puras mamadas hablaba, me quedé arriba y ciego como quince días, no veía nada…
Vámonos ya, al rato compa, quiero que luego escribas algo sobre nosotros. (El de la gorra quiebra el monólogo).
…me dicen el Meño, luego te topo, voy a ver si la cuajo con esta receta, las rivotril son las únicas que me pueden controlar esta pinchi malía.
Para el momento final de la conversación de los urbanos plebeyos, Eliseo Alberto viaja en una suburban refrigerada. En la noche habrá de reencontrarse con sus personajes en esa novela que le exige viajar para su difusión.
Qué maravilla de chavales contando la historia ante Eliseo como un simple peatón. No pretender la complacencia, el verbo por necesidad de comunicarse. Y la siguiente ruta hacia la farmacia, para alcanzar el objetivo: sepultar la malía que provoca la ausencia de heroína. Adentro la ciudad es un río de historias que se escriben cotidianas. Seguramente La Habana del escritor contiene ese mar de adolescencia similitud de la búsqueda de su identidad en el filo de una aguja.
Eliseo Alberto enciende un Marlboro. Invita. Fumamos post entrevista en sala de redacción. En la calle mina el sol es un misil estallando contra la piel.
Eliseo Cuenta con la mirada historias perdidas de su Habana. Recordar a los amigos es abrir con el filo de la nostalgia grietas en el corazón. No le temas a la ternura, le había dicho su padre, el extinto poeta Eliseo Diego, en esos años de formarlo. Por eso Eliseo trae prendida de su mirada la ternura sugerida por su progenitor. No la abandona.
Tiene el escritor cubano un cuerpo inmenso, y dentro un corazón ancho, como de elefante. Observa con atención el ruido del día, escucha los colores de la ciudad repleta de sol.
La banqueta es de todos, pertenecen a ella los pasos cotidianos y sobre ella vienen ahora dos adolescentes prendidos de algarabía. Abordan a Eliseo y le piden un cigarro, el narrador obsequia, incluida la lumbre de su encendedor.
Una gorra azul es la ventana de la mirada de uno de ellos, el más parlanchín. Ante la incesante ráfaga de oraciones, Eliseo da dos pasos sobre su flanco derecho, buscando el horizonte, hacia el poniente. Las palabras del otro adolescente no cesan contando la historia de la malía, de la ausencia de droga en el cuerpo que es una pesadilla.
Ambos chavales vienen del hospital psiquiátrico conocido como El Nava. Ya apoderados de la conversación nos borran del espacio; Eliseo piensa, necesita, desea un lugar para el silencio y cerrar los ojos como descanso. En un momento lo llevarán al hotel. Por la tarde deberá regresar a presentar su novela. Los chavales me abordan mientras el escritor evada con unos pasos el ruido de las palabras.
Ya no vas a la cárcel, me pregunta el de la gorra, mientras el otro, el dueño de varios collares y un tando café, pantalones holgados y tenis blancos, se aferra al tema de las drogas: necesidad que apremia por compartir su historia. Y es un diálogo en pubertad:
--Si no me venden las pastillas que necesito voy a venir con mi familia a pelearles la causa, porque ellos no saben lo que es la pinchi malía.
Un diálogo se construye. Ambos viajan en el mismo tren, la misma travesía.
--Si no te las dan, mi jefe también brinca a paro.
--En cuanto tenga dinero voy a pagar la consulta y en cuanto me den la receta vamos a hacer revolución. A ver si no me dan la metadona, sí me la van a dar.
--Oyes, carnal, allá le caigo en la Insurgentes, ¿te acuerdas cuando jugábamos futbol en el Centro Intermedio?
El del tando insiste en la exposición de su objetivo, inventa la conversación con una farmacéutica, con un amigo de facto, al que encuentra sobre su paso en la banqueta:
--Esta carta tiene la firma del director, y aquí está el número, llámele y pregunte, yo necesito el medicamento, en el Nava ya no está permitido recetar estas pastillas, y como a mí la metadona no me funciona, la verdad señora, ando muy ansioso y necesito las rivotril. Ando muy ansioso, me tiemblan las piernas y ya estoy todo marcado de los brazos. Yo ya me metía setenta gotas de heroína diarias, andaba bien alto, un año duré prendido, un año con ochenta líneas de insulina, imagínate, y a veces me metía las cien rayas, dejando tantita sangre nomás pa’ registrar, ¿guachas? Pero la neta carnal, cuando rebotas en la cama el cuerpo se levanta como medio metro, nomás de la pura malía, la neta güey de lo que me siento orgulloso y bien a gusto, es que yo solo dije, el sábado, sabes que qué el sábado ya no voy a consumir…
Un grito espontáneo del de la gorra es la risa de ambos: güera, si me muero quien te encuera, mija.
La rubia soslaya, sigue su curso.
…no cualquier cabrón la deja así nomás, me cae, y todo tranquilo, nomás dije, no le voy a poner, y no le puse, y ya estuvo a la verga, el lunes me la pasé bien malía…
Aguas al del telégrafo (otro grito del de la gorra, otra vez la risa).
…no aguanté y me desconecté, perdí el conocimiento, me hizo el paro la familia y me trasladaron para el hospital, para el Nava, duré dos tres días loco, puras mamadas hablaba, me quedé arriba y ciego como quince días, no veía nada…
Vámonos ya, al rato compa, quiero que luego escribas algo sobre nosotros. (El de la gorra quiebra el monólogo).
…me dicen el Meño, luego te topo, voy a ver si la cuajo con esta receta, las rivotril son las únicas que me pueden controlar esta pinchi malía.
Para el momento final de la conversación de los urbanos plebeyos, Eliseo Alberto viaja en una suburban refrigerada. En la noche habrá de reencontrarse con sus personajes en esa novela que le exige viajar para su difusión.
Qué maravilla de chavales contando la historia ante Eliseo como un simple peatón. No pretender la complacencia, el verbo por necesidad de comunicarse. Y la siguiente ruta hacia la farmacia, para alcanzar el objetivo: sepultar la malía que provoca la ausencia de heroína. Adentro la ciudad es un río de historias que se escriben cotidianas. Seguramente La Habana del escritor contiene ese mar de adolescencia similitud de la búsqueda de su identidad en el filo de una aguja.
lunes, 2 de junio de 2008
Río fiesta y regazo
por Carlos Sánchez
Mis ojos resbalan hacia el agua de ese río embravecido. En la vorágine contemplan los peces maravillados de tanto color en el cielo. Los siento solos y a pesar de la multitud. Hay la voz de una niña cantando las estrofas que le enseña un payaso. Hay el silbato de un policía ordenando las calles, las banquetas, el corazón citadino que celebra el natalicio de su ciudad.
Existe la clase dominante, los que organizan la fiesta para después cosechar: el otro escalón, los peldaños como reto para ordenarlo todo y esculpir el poder. Existe también la despreocupación de los que poseen como vida un alud cotidiano. Y acatan la invitación pendiendo de los postes en la calle con carteles coloridos.
Hace unos años que me ha parecido bien la idea de vivir. A veces lo logro. Abrazo febril los instantes de placer en las otras miradas, los otros cuerpos celebrando la música y empuñando un vaso térmico con cerveza fresca.
Anoche mis ojos fundaron un río oscuro en el umbral de palacio municipal, y mientras la gente bebía y se mofaba preguntándole al policía dónde venden cheve y éste custodiaba comida, yo generaba agua en los párpados: eran por el dolor del yeso en el pie izquierdo del oficialito.
Por qué un agente debe trabajar si está lesionado, me preguntaba, le pregunté. La respuesta ni yo ni él la sabemos. Pero existe tal vez el argumento del poder, para que desquite el sueldo, o para que no deje de disfrutar el placer del trabajo.
Le decía con la mirada y con palabras, que uno de los platos de comida debería regalármelo. Indiferente un monosílabo concluía con lo que yo pretendía fuera un diálogo convincente: quería comerme ese pedazo de pan, y frijoles, sopa fría, cocacola. Que tal vez ni ese era el menú, sin embargo el hambre me hacía soñarlo. ¿Me dio un plato de comida el policía? Tampoco lo recuerdo.
Mucho más antes, cuando se hacían las ferias en el Vado del Río, y llegaban circos y juegos de sillas volando, cuartos pequeños con hombres vestidos de diablo retando a la puntería de los chavales para que le atinaran un pelotazo en el rostro, yo me dedicaba a ver los animales en cautiverio, con las moscas rondándole los ojos. Siempre me llamó la atención el dolor de los demás, que debo reconocer nunca me es ajeno. A veces placentero.
Han pasado muchos años de esas primeras aguas de algarabía partiendo la ciudad. Me maravilla saber que sigo en la misma tesitura, el inexorable deseo de observar hacia todos los rincones, los más oscuros de la fiesta.
Anoche, por ejemplo, mientras el contrabajo dibujaba notas al viento, yo me perdía en los brazos de una mujer que tenía en su regazo a una niña. Veía cómo le acariciaba la frente, le acomodaba el pelo, la observaba atónita, como si en ella viera la muñeca que nunca tuvo, la infancia recuperada, los motivos más preciados para seguir con un corazón latiendo.
Podría asumirme erudito, y decir que había esperado todo el año para escuchar a ese magistral grupo, el Big Band Jazz, y saber y confesar que estoy mintiendo. Y con honestidad inevitable debería acotar que la interpretación más bella estuvo esa noche.
No obstante, la música se fue de facto, nada recuerdo de esas melodías, y es falso si digo que las disfruté un instante. Las palmas de la madre de esa niña dormida en su regazo, me hicieron volverme niño y disfrutar del tacto: me desborda el placer de la ternura al recordar y volver a mirarla.
Nada ha sido tan bello ante mis ojos, desde hace muchos años, como esa boca dibujada encima de unas piernas madres tan infantiles también como su hija. Estaban ambas sentadas sobre una banqueta, a unos pasos de la multitud, adentro de una esfera plena de romance, podría decir que eran una sola mujer.
No tengo la capacidad de los escritores para describir la textura del pelo, el color de sus ojos que son idénticos; no hay el talento, ni lo pretendo, para calcular las edades, o su situación socioeconómica por el tipo de vestimenta, y lo que es más: no estoy seguro si es real haberlas visto.
Absorber la imagen del grito briago, el movimiento sensual, la caricia libidinosa, es inevitable en ese tumulto cotidiano. Es la fiesta el móvil de la asistencia.
He vuelto esta mañana a ese sitio, y el lugar es un desierto. He vuelto porque en el río debe haber luz e intento recuperar la presencia de ese instante maternal. Dos mariposas como broche para el pelo, a un lado de una bolsa de sabritas y una lata de soda vacía, son el único indicio de que anoche hubo algarabía, y de que esa niña en el regazo tal vez estuvo allí. Nunca estaré cierto, pero sí de las notas de anoche, adentro de ese río oscuro, con pianos y voces en el cielo, que jamás fueron tan banales ante las manos de una madre niñas recorriendo la frente de su hija, en mis ojos.
Volveré más tarde. Quiero refrendar la existencia del sito, la banqueta, los pasos de una madre que imaginé volar en la cabina de un taxi, hacia un barrio de la ciudad.