miércoles, 7 de diciembre de 2011
Nuestra aparente rendición: Periodismo a ras de tierra
Carlos Sánchez
Caminar entre libros. La sicosis que generan horas y horas entre títulos. Como camisa de fuerza. Me abrazan. Me aclaman. Me cortejan y nada puedo hacer para tenerlos. No todos. Si acaso uno, el que obsequia un camarada. Y contiene la firma de reporteros que un día dejaron sus casas para irse a la brega y construir el recuento de lo que ocurre allá, en la realidad. O también lo hicieron desde su lugar de origen, porque las historias ocurren incluso en el sitio donde se habita.
Llueven historias. Granizan los temas: emboscadas de ejemplares para retratar el narco, las muertes. Letras que contienen balas. Sudoración púrpura. Los libros no son culpables de la realidad de este país que es México. Sus autores tampoco, sólo forman parte de la historia que se cuenta cotidiana.
Es la Feria Internacional del Libro en Guadalajara y allí el espacio para el VII Encuentro Internacional de Periodistas: Una guerra sin frontera. Y son protagonistas en su mayoría escritores jóvenes, con la pupila filosa, con el oído aguzado, incansables, la energía se les desborda y no cesa hasta encontrar su cauce más valioso: la escritura.
A este encuentro vinieron con un libro que se gestó desde la fraternidad, con la apuesta a construir la otra nota, la que no está a cuadro, la que se escapa de los analistas en medios masivos, la que no tienen etiqueta ni horario estelar, la que sólo se construye desde el lugar de los hechos, allá donde respirar es incertidumbre, porque en el instante menos pensado una bala perdida.
Nuestra aparente rendición se llama el libro donde la nómina de coautores está de rompemadre. Lolita Bosch, de nacionalidad española, es digamos el timonel, y Diego Osorno un cómplice.
Se presentó en la Feria, en el mismo marco de Encuentro Internacional de Periodistas. Lo presentaron Froylán Enciso, Cordelia Rizzo. Y unas horas después de la presentación, luego de una michelada, un ceviche, un café de olla, dentro de una van, recorriendo las calles de Guadalajara, de regreso a la Feria, el periodista Diego Osorno contó:
Este es un proyecto que inicia Lolita Bosch, que es una gran escritora, novelista, catalana, que ha vivido en México y la India por largas temporadas, ella fundó con Mario Bellatín la Escuela Dinámica de Escritores. Aunque su obra está más enfocada a la ficción, siempre ha tenido inclinaciones sociales y hace un par de años ella decidió lanzar un Blog que convocara a escritores, intelectuales, académicos, periodistas, para manifestarse contra la violencia y por la paz, no con una pancarta sino con literatura, periodismo, trabajo de investigación, empezó a reunir materiales en un Blog muy sencillo, esto antes del movimiento de Javier Sicilia, o antes de los movimientos que este año han aparecido por el país.
El año pasado, después de la masacre de setentaidós migrantes en San Fernando Tamaulipas, el Blog se convierte en una página en forma, más desarrollada. Es difícil definir qué es, hay gente que dice que es una organización de derechos humanos, hay gente que dice que es una revista, hay gente que dice que es un Blog, pero es una cosa de estas nuevas que se producen como resultado del periodismo y el desarrollo de internet.
La idea es generar reflexión, conciencia, crítica, debate, desde el análisis de la literatura y el periodismo para descifrar el enigma del actual momento mexicano. Ahora ha salido este libro que sus ganancias son para dar becas a estudiantes huérfanos de Ciudad Juárez. Me parece muy interesante esta mezcla de lo que es en sí en la página de internet pero en el libro queda bien, con cronistas excepcionales como Alejandro Almazán, poetas como José Eugenio Sánchez, académicos como Eduardo Guerrero, reporteros como Daniela Rea, esta pluralidad de formas de la escritura lo hace un libro interesante.
La idea de Nuestra aparente rendición (también en internet), es abrir espacios, por ejemplo hay compañeros de Caborca, Sonora, que publica casi un texto por semana, hay compañeros de Campeche que también están produciendo mucho, y la idea es buscar ese periodismo que se está haciendo a ras de tierra, tal vez algunos hayamos tenido más oportunidad de publicar libros en alguna editorial que con buena distribución, pero creo que queda muy claro en nosotros, varios de los que estamos en este encuentro, que tenemos que aprovechar los espacios, que tenemos que ser decentes, en el sentido estricto de la palabra, cabales, y abordar esta realidad sin parafernalias.
viernes, 25 de noviembre de 2011
Lluvia nocturna
Carlos Sánchez
Hundí mis pis en los charcos, como se hunde el recuerdo en la memoria. Miré hacia el cielo y agradecí por las nubes, la lluvia. Luego fue inevitable, al caminar sobre el periférico sur, revirar en busca de un camión. Pasó uno y sólo me bañó con el movimiento de sus llantas. Moví mi mano para decirle adiós al chófer. Sin reproches, y seguir el rumbo.
Mientras caminaba volví a los días de infancia, con la imaginación presta me sumergí en el arroyo del barrio, un río crecido ante mis ojos, las caricias en mis pies desde la corriente, la arena después sobre mi espalda.
Caminé y caminé maravillado de tanta agua, las nubes densas, el cielo denso de un gris para emocionarme. Los camiones, la ruta cuatro, la dos, ni sus luces, y ni aún así la emoción me abandonó.
Caminé con la mochila al hombro, porque en ella carga uno sus dichas y el recuento de lo que se acumula en los días. En ella, puedo decir, traigo el corazón de peluche que un camarada levantó en la calle y me lo obsequió con su mirada transparente: “Consérvalo, hasta el día que me muera”, me dijo. Y acato.
Así anduve por la periferia, como un perro en libertad, empapado. Ahora escampa, es otro día, el cielo sutil informa la paz. Yo bebo café y celebro los charcos, los arroyos, la llantas de camión para mojarme y regresar al origen con los pies puestos en la tierra.
Hundí mis pis en los charcos, como se hunde el recuerdo en la memoria. Miré hacia el cielo y agradecí por las nubes, la lluvia. Luego fue inevitable, al caminar sobre el periférico sur, revirar en busca de un camión. Pasó uno y sólo me bañó con el movimiento de sus llantas. Moví mi mano para decirle adiós al chófer. Sin reproches, y seguir el rumbo.
Mientras caminaba volví a los días de infancia, con la imaginación presta me sumergí en el arroyo del barrio, un río crecido ante mis ojos, las caricias en mis pies desde la corriente, la arena después sobre mi espalda.
Caminé y caminé maravillado de tanta agua, las nubes densas, el cielo denso de un gris para emocionarme. Los camiones, la ruta cuatro, la dos, ni sus luces, y ni aún así la emoción me abandonó.
Caminé con la mochila al hombro, porque en ella carga uno sus dichas y el recuento de lo que se acumula en los días. En ella, puedo decir, traigo el corazón de peluche que un camarada levantó en la calle y me lo obsequió con su mirada transparente: “Consérvalo, hasta el día que me muera”, me dijo. Y acato.
Así anduve por la periferia, como un perro en libertad, empapado. Ahora escampa, es otro día, el cielo sutil informa la paz. Yo bebo café y celebro los charcos, los arroyos, la llantas de camión para mojarme y regresar al origen con los pies puestos en la tierra.
domingo, 20 de noviembre de 2011
Te lo encargo mucho, es mi hijo
por Carlos Sánchez
Lo conocí cuando cayó por primera vez a la cárcel. Era un chamaco, delgado, tenía el pelo poco crecido, lacio. Escondía la mirada.
Lo miré en el área de indiciados, en la cárcel para menores. Pronto se adaptó a la hostilidad de las rejas. Pronto entendió los códigos, las reglas, las rutinas, el encierro estrecho en punto de las cinco de la tarde, después de la cena de rigor: frijoles enteros.
El Serrus, escuché que le decían y también le dije. Jugamos a leer adentro de un aula, pateamos balones en la cancha. En el juego se le desbordaba la pasión, le pegaba con todas sus fuerzas a la bola, hacía rabietas cuando alguien fallaba, gritaba enérgico al mirar el balón que atravesaba las piedras como portería.
Un sábado encontré al Serrus en el área de visita, debajo de un árbol, encima de una banca, frente a la carpintería, enseguida del salón de medios. Estaba con aquél doño que conocí cuando me dedicaba a lijar carros para que después recibieran la pintura desde una pistola de aire. Estrechamos primero miradas, después las manos, no sé si hubo abrazos.
Era el Rigo Tovar, aquel taxista que llegaba casi a diario al taller. Tenía el pelo largo, usaba gafas, se vestía bien chilo. Nos conocimos y nos reímos pronto de las ocurrencias de los compañeros de trabajo, de las tragedias insulsas que comentaban como orden del día.
El Rigo y yo nos hicimos compas, y allí debajo de aquel árbol en sábado de visita, diciendo poco entendimos mucho. Fraternizamos y sus palabras me pidieron la solidaridad para con el Serrus: “Hay te lo encargo mucho, es mi hijo”, dijo el Rigo antes de levantarse de la banca.
Así nos fuimos, el Serrus y yo para conversar en los talleres de literatura, en la cancha, en los pasillos del penal. A veces, en fines de semana, el Serrus llegaba bien carguero adonde nos encontrábamos yo y ésos plebes que nunca tenían visita, el Serrus repartía las provisiones que el Rigo, y su esposa, le llevaban puntualmente. Así era.
Pasó el tiempo y un día me tocó ver que se fue libre. Tiempo después regresó, y se volvió a ir, luego vino otra vez. Un ir y venir constante. No supimos ni cómo ni cuándo pero ya en otro momento nos encontramos en la cárcel para adultos, allá en la clínica de desintoxicación donde se suponía yo intoxicaba de letras a los presos en rehabilitación.
Volvimos a patear balones, a leer cuentos, decir poemas. Escuchamos música, comíamos frijoles enteros. Tomábamos fotos, a veces nos metíamos a una celda a inventar el futuro.
Una mañana encontré al Serrus con el pico abajo. Me remitió a su primera mirada, en la cárcel de menores. Luego supimos la causa de su silencio. Un día antes su sobrino apareció ahorcado en el interior del baño de su casa, en el barrio el Jito. Que lo encontró pendiendo de la regadera el Rigo, su papá, nos diría después el mismos Serrus.
Pasaron otra vez los días y el Serrus para abandonar de nuevo las rejas. Y ahí me lo topé un día, en las calles, con sus vida liviana sobre los hombros, ahora dibujando sonrisas, tirándolas al viento.
Siempre, al encontrarnos, era como reinventar la fraternidad, la mirada que me dirigía ahora era la de un hijo, un hermano. Con euforia decía mi nombre, me golpeaba la palma de la mano.
Con emoción se le iluminaban los ojos y me contaba sus planes, los días de salirle a patear balones, y las ganas de cuidar de sus jefecitos: “Porque ya les he dado mucha carrilla”, me decía.
Vinieron también esos días de extraviarnos, de no coincidir más, pero siempre en el subconsciente tal vez para saber que nos encontraríamos.
Ayer fue sábado, y después de un café en la mesa nueve del café colonial, me dispuse al reencuentro con la rutina del día. Quise irme por el bulevar Vildósola hacia el sur de la ciudad que es donde tengo un par de pantalones, tres camisas, dentro de un cuarto que es la casa de madre. Intenté avanzar, me lo impidió un embotellamiento acompañado por luces de torretas y llantos de sirenas. Había un convoy policiaco haciendo su trabajo. No es novedad, me dije, y me dispuse a rodear el área, por allá por las calles donde los puestos de coyotas proliferan, en el vientre de Villa de Seris, colonia vecina del Jito.
Después de llegar al destino, concluí que de nuevo una ejecución, porque era mucha, demasiada policía. Como siempre.
Hoy que es domingo y he abierto las puertas de mi mente a las noticias, me encuentro con una foto que me devuelve a esos días de patear balones, de leer cuentos, decir poemas. Y me remite de facto a la mirada hacia abajo del Serrus, porque en una foto que ilustra un boletín policiaco, lo encuentro de nuevo, esposado, lo miro para enterarme que él formaba parte de un comando que levantó a una persona: “UN AJUSTE DE CUENTAS POR DROGAS ERA EL MÓVIL DEL GRUPO ARMADO QUE TRATÓ DE PRIVAR DE LA LIBERTAD A UNA PERSONA Y FUE DETENIDO POR LA POLICÍA MUNICIPAL.” Dice el boletín.
Miro al Serrus retratado y tarareo una canción, en la memoria camino por los pasillos de la penitenciaría, engullo un plato de frijoles enteros. Y me encuentro con el rostro, la melena, las gafas del Rigo. Antes de cerrar la foto, escucho el cerrojo de las celdas.
martes, 25 de octubre de 2011
Para Josefa: una feria del libro
Carlos Sánchez
El viernes cuatro de noviembre, por la tarde, estará recibiendo un reconocimiento a su trayectoria. Habrá emociones diversas. Sabrán, quienes son ajenos al oficio de la poesía, que el nombre de Josefa Isabel Rojas Molina está ligado a la escritura.
Sabrán también que como vocación tiene la fraternidad, y si los presentes se internaran en alguno de sus libros, entenderán porqué el oficio de la poesía es también una consecuencia, no una pose, no un invento desde la pretensión y la búsqueda del reflector.
Existen muchos, y muchas, que andan por ahí tras bambalinas de la literatura inventándose currículum y premios, asociándose para, en grupo, erigirse como escritores. Entonces orquestan encuentros, tocan puertas de instituciones gubernamentales, consiguen apoyos y pregonan gestiones que se encaminan a la promoción de la lectura. Muchos y muchas de los que allí se agrupan no saben siquiera leer. Pero escriben.
Quienes asistan a lo que será la inauguración de la Feria del Libro Hermosillo 2011, tendrán de frente la mirada de Josefa Isabel Rojas Molina, y tal vez sepan, en caso de que supieran leer las miradas, que la honestidad es un elemento invaluable para la construcción de versos. Conocerán también el respeto que los escritores netos le confieren a la poetisa quien sin pretenderlo ha construido la posibilidad de su nombre para quitarnos el sombrero al momento de saberlo, de escucharlo, de entenderlo.
Cuántos y cuántas van por la vida con sus libros debajo del brazo, como una pose para aparentar ser letrados o leídos. Cuántos y cuántas se colocan el gafete en el pecho para que todos vean que se asiste a un encuentro de escritores porque lo son. Cuántos y cuántas organizan tertulias, obtienen espacios en medios, electrónicos e impresos, y dicen y dicen sandeces y demás creyendo descubrir el hilo negro de la literatura. Cuántos son muchos. Y logran estos espacios gracias a la ignorancia de quienes los dirigen.
Y así van por la vida, auto nombrándose escritores, lectores. Y hacen de la literatura un botín para sus viajes, y obtienen trabajos con seguridad social, y organizan y se van a los festivales de renombre y hablan en nombre de la literatura sonorense, aunque quienes hacen realmente la literatura de Sonora, como Josefa Isabel Rojas Molina, por ejemplo, ni aparezcan en esas filas de afiliados a grupos que luego según nos representan en diversos escenarios del país, incluso en otros países.
Josefa vive allá. En Cananea, y muy poco baja a la capital. Es bibliotecaria y tiene como recámara el sótano de su casa, donde acompaña a sus padres, y a su hija Mariana. Lee un montón, escribe también un chingo. Un día me comentó que cada vez se le dificulta más la lectura, porque tal vez se le acabaron los ojos con tantas letras.
Ese día sentí una conmoción. Recurro a ella cada vez que evoco a Josefa. Pero no podría ser de otra manera. Apertrechada en las letras, y en su ciudad minera, ella eligió como oficio la permanencia con los suyos, y para demostrarlo, sin pretenderlo, está ahora este reconocimiento que se le otorgará en la Feria del Libro, un reconocimiento que no buscó, pero que le viene muy bien, porque a lo único que aspira Josefa, es a escribir y por ende a publicar. Este reconocimiento será un buen pretexto para que parte de su obra encuentre divulgación a manera de libro.
Estoy feliz, estamos felices, sus amigos, y los impostores, los que se dicen escritores, los que fingen sonreír al leer el nombre de Josefa, no les queda más que aplaudir ante la elección de esta edición de Feria del Libro. Seguramente estarán por allí, cuando reciba el reconocimiento, seguramente aplaudirán fingiendo alegría, y soñando que un día estarán en el lugar de ella, la homenajeada. Pero qué difícil se avizora esa posibilidad, porque los reconocimientos de la sociedad no se pueden inventar como se inventa un currículum o un premio. Se obtienen gracias a ese pacto que se hizo desde siempre con la honestidad, la sencillez, asumiendo las consecuencias.
Mientras esto ocurre, Josefa Isabel Rojas Molina seguirá siendo resonancia de pulcritud y honradez, porque nunca un tache. Así de fácil. Para constatarlo, están sus versos.
lunes, 17 de octubre de 2011
Porque no los labios
Carlos Sánchez
Estos son los versos de una canción que canta Jaime López:
El árabe tocaba / la armónica en la barda / y ella lo ahuyentaba / con piedras juguetonas / el siglo era joven / y ella una niña / que ya la alborotaba / el cuerpo las hormonas…
Y esta es la impotencia que me despierta la ausencia de Manuela Esmeralda, mujer de dieciséis años y a quien matara a golpes un tipo cuyo argumento para la violencia, según dijo al rendir su declaración, es la intolerancia ante el desdén. Quiso besarla a la fuerza, después de una fiesta, quiso tomarla porque sintió el derecho que según él le otorga el encaminar hacia su casa a una chica. Así lo dice un parte policiaco.
Al árabe en el patio, le daba de patadas / coqueta de reojo / saltándole la cuerda / y así el adolescente / fogoso insistía / tocándole a Angelina / tonadas muy muy viejas / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita / se llamaba Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
La armónica y su sonido entrañable, nostálgico, y me hace penetrar la oscuridad de esas calles por donde caminó por última vez Manuela Esmeralda, con su nombre que también me remite a aquella escena cruenta de una historia que construyera el chileno José Donoso, y donde ese personaje, de nombre Manuela, también feneciera en manos de la violencia.
Manuela Esmeralda tal vez caminaba con sus pasos despreocupados, feliz de sus primeras canciones en compañía de los amigos de la escuela, del barrio. Y en su casa los padres para aguardar su llegada. Pero el error fue decir sí a la oferta de quien se ofreció acompañarla. Porque a esa edad ni dios ni la malicia estuvieron de su lado, a esa hora cuando el perfume se desgasta y la feromona invade el olfato. Ni la luna llena apareció.
Los golpes de la vida / un día le cambiaron / su pueblo de alacrán / de la tierra nayarita / sería un infinito / rezarnos el rosario / así que del vía crucis / mejor ni hablar ahorita…
Porque octubre trajo su inmensa luz de noche, pero eso fue ayer, antier. Esa madrugada no. Esmeralda tan sola bajo el cielo, sobre la calle, de la mano de la traición, de la violencia convertida en un manojo de músculos para doler en cada uno de los golpes contra el rostro, el cuerpo.
El árabe tocaba / la armónica y lo veo / en un recuerdo que / de repente se le sale / el siglo ya envejece / y ella con arrugas / retorna a ser la niña / que vino a ser mi madre / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita…
Y dónde la luz de un rayo para cegar la violencia, dónde la voz de Manuela Esmeralda para atrapar el auxilio, dónde los gendarmes, las legislaturas, las marchas para implorar, reclamar, la paz, los listones color rosa formando un moño que pende de la solapa, dónde un grito para ahuyentar la violencia, dónde la consecuencia de los rosarios a la hora de la misa, dónde los principios que le inculcaron a él, dónde los sueños de ella, dónde en la ciudad que es civilización cercanía también del valle del mayo.
Manuela Esmeralda ahora es estadística, móvil para el salario de un ministerio público. Manuela Esmeralda la resonancia dentro del cuerpo de sus familiares, y un motivo irrefrenable para sentir que la respiración se nos escapa. Idéntico se escapó su aliento antes del amanecer.
Y apareció allí, en la calle.
Ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
Estos son los versos de una canción que canta Jaime López:
El árabe tocaba / la armónica en la barda / y ella lo ahuyentaba / con piedras juguetonas / el siglo era joven / y ella una niña / que ya la alborotaba / el cuerpo las hormonas…
Y esta es la impotencia que me despierta la ausencia de Manuela Esmeralda, mujer de dieciséis años y a quien matara a golpes un tipo cuyo argumento para la violencia, según dijo al rendir su declaración, es la intolerancia ante el desdén. Quiso besarla a la fuerza, después de una fiesta, quiso tomarla porque sintió el derecho que según él le otorga el encaminar hacia su casa a una chica. Así lo dice un parte policiaco.
Al árabe en el patio, le daba de patadas / coqueta de reojo / saltándole la cuerda / y así el adolescente / fogoso insistía / tocándole a Angelina / tonadas muy muy viejas / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita / se llamaba Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
La armónica y su sonido entrañable, nostálgico, y me hace penetrar la oscuridad de esas calles por donde caminó por última vez Manuela Esmeralda, con su nombre que también me remite a aquella escena cruenta de una historia que construyera el chileno José Donoso, y donde ese personaje, de nombre Manuela, también feneciera en manos de la violencia.
Manuela Esmeralda tal vez caminaba con sus pasos despreocupados, feliz de sus primeras canciones en compañía de los amigos de la escuela, del barrio. Y en su casa los padres para aguardar su llegada. Pero el error fue decir sí a la oferta de quien se ofreció acompañarla. Porque a esa edad ni dios ni la malicia estuvieron de su lado, a esa hora cuando el perfume se desgasta y la feromona invade el olfato. Ni la luna llena apareció.
Los golpes de la vida / un día le cambiaron / su pueblo de alacrán / de la tierra nayarita / sería un infinito / rezarnos el rosario / así que del vía crucis / mejor ni hablar ahorita…
Porque octubre trajo su inmensa luz de noche, pero eso fue ayer, antier. Esa madrugada no. Esmeralda tan sola bajo el cielo, sobre la calle, de la mano de la traición, de la violencia convertida en un manojo de músculos para doler en cada uno de los golpes contra el rostro, el cuerpo.
El árabe tocaba / la armónica y lo veo / en un recuerdo que / de repente se le sale / el siglo ya envejece / y ella con arrugas / retorna a ser la niña / que vino a ser mi madre / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita…
Y dónde la luz de un rayo para cegar la violencia, dónde la voz de Manuela Esmeralda para atrapar el auxilio, dónde los gendarmes, las legislaturas, las marchas para implorar, reclamar, la paz, los listones color rosa formando un moño que pende de la solapa, dónde un grito para ahuyentar la violencia, dónde la consecuencia de los rosarios a la hora de la misa, dónde los principios que le inculcaron a él, dónde los sueños de ella, dónde en la ciudad que es civilización cercanía también del valle del mayo.
Manuela Esmeralda ahora es estadística, móvil para el salario de un ministerio público. Manuela Esmeralda la resonancia dentro del cuerpo de sus familiares, y un motivo irrefrenable para sentir que la respiración se nos escapa. Idéntico se escapó su aliento antes del amanecer.
Y apareció allí, en la calle.
Ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
miércoles, 5 de octubre de 2011
Silencio ausencia
Escucho los pájaros. Tengo un té y la resaca. La cartera sobre el buró, vacía. Anoche fue la resurrección del pecado, el divertimento como una culpa.
Anoche me arroparon sus manos, resbaló por mi rostro con su tacto. Vino como aquella vez cuando niña y me susurró al oído el secreto que guardaba.
Tengo ahora el silencio, los pájaros que también acuerdan la desbandada, el té que aminora, mi madre un recuerdo y su nombre impronunciable en el interior de la casa.
Vino, dije, y estuvo entre canciones de radiola, con sonidos de acordeón y bajo sexto, bailando para mí, y para ellos que también la veían sin disimulo. Quién puede fingir indiferencia ante una luz que encandila de tanto brillo, y sobre todo cuando esa luz llena todos los rincones, y en esta ocasión vino para llenar la cantina.
Vino y no supe cómo llegó, de pronto estaba a mi lado, diciendo su nombre como si yo necesitara que me dijera quién es y dónde nos conocimos. Con una frase le expliqué todo, eres hija de Nacho. Y recordé entonces las mañanas que Nacho llegaba acompañada de su hija para dejarla de encargo con mi madre antes de trepar en el camión que nos llevaba a trabajar en la mina.
Recordé en ese momento también la manera con la que ella me miraba en esos años, recordé de a poco la ocasión que la encontré detrás de la cortina dentro del cuarto donde yo dormía, donde duermo. Recuerdo ahora que se recostó sobre mi pecho, y dibujó con su dedo índice un camino imaginario sobre mi piel.
Ella también lo recordó, pero no lo dijo, sólo me miró y empezó a mover su cuerpo, con una cadencia que ahora me deja más solo de lo habitual. Movía sus manos y mientras bailaba yo la sentía recorrerme con sus dedos, se paseaba por mis hombros, por mi rostro, y la veía y me preguntaba si serían ya los tragos que me hacían sentir lo que estaba sintiendo.
No paró de bailar, una y otra canción, una más. Así durante la noche, el ruido de sus tacones persiguiendo el ruido del bajo sexto. Yo a intervalos dando uno que otro grito que son rigor en el interior de una cantina.
Y allí empezó este sentimiento de tristeza, de a poco la alegría se tornó en vacío, afanaba por seguir sintiendo sus manos por mi piel, y nada, de pronto y como un rayo que llega y se va así se fue el divertimento. Ella iba de aquí para allá, y se ufanaba de tanta celebración de los otros quienes admiraban sus movimientos.
Quise entonces por honor a la familia de mi amigo Nacho, decirle que acá son otros tiempos, otras formas, que distinto, muy distinto es la fiesta a según de esos lugar de donde ella venía, pero no, no dije nada porque bien sabía yo que estaba mintiendo en mi intención de capturarla. Pretendía tal vez llevarla a mi lado, entrar en este mismo cuarto en el que algún día ella entró en silencio, en este cuarto que es el mismo en el que ahora despierto para encontrarme solo otra vez.
No recuerdo cuál fue la última canción, sin embargo sí recuerdo el final de aquél día cuando me trepó y con sus manos pequeñas dibujaba el camino imaginario sobre mi pecho.
Recuerdo que me le quedé mirando, no podía hacer más, no podía incluso ni hablar, sintió mi mirada y el camino que dibujaba de pronto encontró otras veredas, cambió de rumbo y en un instante su manos provocaron que de mí naciera un río. Ella sonrió antes de entrar en la corriente, después, también en silencio, desapareció con pasos pequeños.
Un día su padre la mandó a casa de sus tíos para que estudiara en la ciudad. Un día también a Nacho se le cayó la cara de vergüenza e intentó ocultar el nombre de ella. No la volvimos a ver, ni a mencionarla en las pláticas en el interior de la mina. Nacho, como es destino, también se fue un día. Para siempre.
Y la he visto de nuevo. Con otro cuerpo, con otras manos, con la misma mirada. No sé si volveremos a encontrarnos, no sé adónde me lleven estos recuerdos, no sé si me lo invento o los pájaros regresan para despojarme los silencios, y traerme las ausencias.
domingo, 2 de octubre de 2011
¿Adónde van los desaparecidos?
carlosánchez
Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.
Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.
Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.
“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.
Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.
Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.
Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.
Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.
Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.
Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.
(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)
Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.
Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.
Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.
Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.
Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.
Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.
“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.
Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.
Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.
Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.
Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.
Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.
Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.
(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)
Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.
Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.
Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.
jueves, 29 de septiembre de 2011
Reencuentro
Carlos Sánchez
Lo miré en el bulevar, con atuendo de overol azul y zapatos rojos. Ofrecía helados con una bolsa sobre su pecho. Parecía un canguro. Le compré uno con la intención de verlo a los ojos. Pensé que el Resortes podría reconocerme y recordar los días aquéllos, la historia aquélla.
Me miró sin parpadear y en lo que dura la luz roja entré en un túnel de la memoria. Vinieron entonces las imágenes intactas, de esos días cuando él llegaba al callejón, donde jóvenes discutíamos el fuera de lugar, el ponche sin estraic, la memoria tan ágil como los lanzamientos que hiciera el toro Valenzuela con los Dodgers de Los Ángeles.
Fue en esos tiempos, de la serie mundial, la fernandomanía, cuando una mañana llegó el Resortes a pedirme unos zapatos prestados, porque según le dijo su madre lo fueron a buscar los de la Judicial del Estado, y debía presentarse.
Sabía que no tenía bronca, según nos dijo, que por eso iría al Ministerio Público, para no andarse escondiendo. Así fue, se llevó los zapatos bien boliados, incluso una camisa que mi hermano el mayor me envió de los Estados Unidos. La camisa tenía un Cadillac rojo tatuado en la parte posterior.
Dicen los de la raza, quienes vieron al Resortes, otro día por la mañana, para ir a presentarse a la Judicial, que el loco iba bien línea, que poco antes su jefa le dio la bendición, que incluso le prometió que al volver estarían listas las almejas con chile colorado y jugo de limón. Que no se tardara mucho, le advirtió.
La luz del semáforo se puso en verde y al salir del túnel de la memoria entendí que el Resortes no me reconoció. Aplasté el acelerador y mientras manejaba, regresé a la memoria.
Entonces vinieron los días de ausencia, el Resortes ya no estaba en el barrio. Ya no volvió. Pero cómo, se preguntaba la Gina, su madre. Y todos apostamos por hacer una vaca y conseguir un buen licenciado. Su madre, y nosotros, no creíamos lo del Reé.
Era calmado, ya para ese entonces trabajaba en la albañileada, le gustaba el tequila y escuchaba al Scorpion’s. Se ponía línea los sábados, con overol de mezclilla y tenis converse, nunca compró zapatos. Había ocasiones en que llegaba al barrio en un taxi, y se apeaba sin pagarlo, se sumergía en los callejones y el chofer en turno no duraba mucho esperando aquella promesa de ahorita vuelvo, voy a con la jefa para que me preste para pagarte.
Luego venían las risas, el seguir conversando con alcohol, y uno que otro churro para tronarnos en el cerebro. Nos gustaba sacar la tivi de la casa, ponerla sobre la horqueta del mezquite a la cual le hicimos una ranura para que la tivi quedara más alta, y sentarnos sobre los ladrillos que al puro chingazo nos quedaban al momento de mirar el fut o el beis. Nos encantaban los deportes.
Un día el Resortes, o el Reé, que al fin de cuentas era el mismo, llegó al barrio con una maquinita tatuadora, venía de la fontera, porque ya para esa edad la ciudad le quedaba chica, entonces que empezó a viajarse, trepado en el carguero se iba para el norte, a veces para el sur. Cuando venía del sur traía huaraches de vaqueta, de Culiacán, nos los regalaba, y algunas estampas de ese santo al que tanto adoraba, por ese tiempo casi no lo conocíamos, pero gracias a él nos hicimos fieles de los milagros de Malverde. En la pared que da a la cancha le hizo el Reé un dibujo bien grande, y en el frente le estachó una cruz de fierro, negra, porque este bato fue un malandro, y los malandros tienen negro el corazón, eso decía el Reé.
Con la tatuadora nos amanecimos pintándonos lo que se nos ocurriera, la aguja corría bien chilo sobre la piel, con un hilo en la punta empapado de tinta china, los nombres de las morras se nos fueron acomodando en el pecho, en los brazos. El tatuaje más loco fue el mismo que se puso el Reé.
Así la pasaba, era digamos, su adicción el divertimento, los viajes, la espontaneidad era su mejor invención. Le caía bien al barrio, las doñitas le abrían las puertas de sus casas sin empacho, un día para comer con una, otra tarde para cafecear en otra. Y así. Sin broncas.
Por eso cuando en el barrio se supo lo del Reé, no dábamos crédito, cómo puede ser, decíamos todos, y las doñitas nomás haciendo énfasis en las lamentaciones, porque creo que ellas fueron las más perjudicadas, el Reé no les quedaba mal nunca, para todas era la solución a sus nervios, dicen que el Reé tenía en su mirada el remedio para las tristezas, y en las palabras, por eso a las doñas les gustaba su compañía.
Cuando eso pasó todos nos apostamos afuera de la Judicial, a pedir explicaciones, a gritar consignas para que lo liberaran, a pedir información porque los policías no dijeron nada a nadie, ni a la Gina la mamá del Reé.
Pasaron los días y nomás nos trajeron con cuentos. Que saldrá libre, que parece una confusión, eso decía un chavo que trabajaba de mandadero en el Ministerio Público, era digamos la única persona con la que podíamos hablar, y esto creo yo porque los de la Judicial ya estaban cansado de tanto vernos afuera de la Procuraduría.
Pasaron los días y nos fuimos desanimando, ya ni el mandadero nos informaba, y pronto supimos que el Reé ya estaba en la grande y no en el arraigo dentro de un hotel. Poco a poco se nos hizo costumbre ver el fut sin él, el beis sin él, la madrugada ya sin las rolas del Scorpion’s desde su grabadora. No más huaraches de baqueta desde el sur para la raza. Y las doñitas en desconsuelo ya como una costumbre.
Un día dijeron que la bronca del Resortes era gruesa, que estaba ligado con un asalto a mano armada en una tienda de auto servicio, y que allí hubo un empleado muerto, otro día dijeron que lo embroncaron por el caso de un morrito al que violaron cerca del barrio, y como el Reé tenía tatuado un canguro en su hombro derecho, con los huevos de fuera, no hubo defensa que valiera. La Gina su madre contó que le dijeron los de la judicial que su hijo era un maniaco, y que sólo a una persona con esa mente se le podría ocurrir llevar en su cuerpo un animal tatuado con los huevos de fuera.
Unas cuantas cuadras más después de ese semáforo donde lo encontré vendiendo helados, tomé el retorno para buscarlo. El túnel que me abrió los años en la memoria, me provocó la necesidad de verlo, escucharlo, preguntarle qué fue de su vida, cuánto tiempo estuvo preso, qué fue de su madre, la Gina, qué fue de las canciones del Scorpion’s, si aún seguía escuchándolas.
Mientras aceleraba hacia el semáforo dónde lo miré, iba yo muy contento, porque su existencia me hacía regresar al barrio, el recuerdo de mi carnal el Camelio, mi jefe a quien le apodaban el Truchas. Y así.
Aceleré con mayor contento. Miré a lo lejos el overol azul, allá sigue, me dije. Entonces se me vinieron muchas preguntas a la mente, muchas sonrisas dibujadas en la cara del Reé. Aceleré tanto que no medí la velocidad. Cuando recobré el conocimiento estaba en una cama de hospital y a mi lado un policía leía la sección policiaca de un diario. Al verme señaló el titular de una nota, en la fotografía que ilustraba se veía un semáforo, y una sábana blanca sobre el asfalto.
Lo miré en el bulevar, con atuendo de overol azul y zapatos rojos. Ofrecía helados con una bolsa sobre su pecho. Parecía un canguro. Le compré uno con la intención de verlo a los ojos. Pensé que el Resortes podría reconocerme y recordar los días aquéllos, la historia aquélla.
Me miró sin parpadear y en lo que dura la luz roja entré en un túnel de la memoria. Vinieron entonces las imágenes intactas, de esos días cuando él llegaba al callejón, donde jóvenes discutíamos el fuera de lugar, el ponche sin estraic, la memoria tan ágil como los lanzamientos que hiciera el toro Valenzuela con los Dodgers de Los Ángeles.
Fue en esos tiempos, de la serie mundial, la fernandomanía, cuando una mañana llegó el Resortes a pedirme unos zapatos prestados, porque según le dijo su madre lo fueron a buscar los de la Judicial del Estado, y debía presentarse.
Sabía que no tenía bronca, según nos dijo, que por eso iría al Ministerio Público, para no andarse escondiendo. Así fue, se llevó los zapatos bien boliados, incluso una camisa que mi hermano el mayor me envió de los Estados Unidos. La camisa tenía un Cadillac rojo tatuado en la parte posterior.
Dicen los de la raza, quienes vieron al Resortes, otro día por la mañana, para ir a presentarse a la Judicial, que el loco iba bien línea, que poco antes su jefa le dio la bendición, que incluso le prometió que al volver estarían listas las almejas con chile colorado y jugo de limón. Que no se tardara mucho, le advirtió.
La luz del semáforo se puso en verde y al salir del túnel de la memoria entendí que el Resortes no me reconoció. Aplasté el acelerador y mientras manejaba, regresé a la memoria.
Entonces vinieron los días de ausencia, el Resortes ya no estaba en el barrio. Ya no volvió. Pero cómo, se preguntaba la Gina, su madre. Y todos apostamos por hacer una vaca y conseguir un buen licenciado. Su madre, y nosotros, no creíamos lo del Reé.
Era calmado, ya para ese entonces trabajaba en la albañileada, le gustaba el tequila y escuchaba al Scorpion’s. Se ponía línea los sábados, con overol de mezclilla y tenis converse, nunca compró zapatos. Había ocasiones en que llegaba al barrio en un taxi, y se apeaba sin pagarlo, se sumergía en los callejones y el chofer en turno no duraba mucho esperando aquella promesa de ahorita vuelvo, voy a con la jefa para que me preste para pagarte.
Luego venían las risas, el seguir conversando con alcohol, y uno que otro churro para tronarnos en el cerebro. Nos gustaba sacar la tivi de la casa, ponerla sobre la horqueta del mezquite a la cual le hicimos una ranura para que la tivi quedara más alta, y sentarnos sobre los ladrillos que al puro chingazo nos quedaban al momento de mirar el fut o el beis. Nos encantaban los deportes.
Un día el Resortes, o el Reé, que al fin de cuentas era el mismo, llegó al barrio con una maquinita tatuadora, venía de la fontera, porque ya para esa edad la ciudad le quedaba chica, entonces que empezó a viajarse, trepado en el carguero se iba para el norte, a veces para el sur. Cuando venía del sur traía huaraches de vaqueta, de Culiacán, nos los regalaba, y algunas estampas de ese santo al que tanto adoraba, por ese tiempo casi no lo conocíamos, pero gracias a él nos hicimos fieles de los milagros de Malverde. En la pared que da a la cancha le hizo el Reé un dibujo bien grande, y en el frente le estachó una cruz de fierro, negra, porque este bato fue un malandro, y los malandros tienen negro el corazón, eso decía el Reé.
Con la tatuadora nos amanecimos pintándonos lo que se nos ocurriera, la aguja corría bien chilo sobre la piel, con un hilo en la punta empapado de tinta china, los nombres de las morras se nos fueron acomodando en el pecho, en los brazos. El tatuaje más loco fue el mismo que se puso el Reé.
Así la pasaba, era digamos, su adicción el divertimento, los viajes, la espontaneidad era su mejor invención. Le caía bien al barrio, las doñitas le abrían las puertas de sus casas sin empacho, un día para comer con una, otra tarde para cafecear en otra. Y así. Sin broncas.
Por eso cuando en el barrio se supo lo del Reé, no dábamos crédito, cómo puede ser, decíamos todos, y las doñitas nomás haciendo énfasis en las lamentaciones, porque creo que ellas fueron las más perjudicadas, el Reé no les quedaba mal nunca, para todas era la solución a sus nervios, dicen que el Reé tenía en su mirada el remedio para las tristezas, y en las palabras, por eso a las doñas les gustaba su compañía.
Cuando eso pasó todos nos apostamos afuera de la Judicial, a pedir explicaciones, a gritar consignas para que lo liberaran, a pedir información porque los policías no dijeron nada a nadie, ni a la Gina la mamá del Reé.
Pasaron los días y nomás nos trajeron con cuentos. Que saldrá libre, que parece una confusión, eso decía un chavo que trabajaba de mandadero en el Ministerio Público, era digamos la única persona con la que podíamos hablar, y esto creo yo porque los de la Judicial ya estaban cansado de tanto vernos afuera de la Procuraduría.
Pasaron los días y nos fuimos desanimando, ya ni el mandadero nos informaba, y pronto supimos que el Reé ya estaba en la grande y no en el arraigo dentro de un hotel. Poco a poco se nos hizo costumbre ver el fut sin él, el beis sin él, la madrugada ya sin las rolas del Scorpion’s desde su grabadora. No más huaraches de baqueta desde el sur para la raza. Y las doñitas en desconsuelo ya como una costumbre.
Un día dijeron que la bronca del Resortes era gruesa, que estaba ligado con un asalto a mano armada en una tienda de auto servicio, y que allí hubo un empleado muerto, otro día dijeron que lo embroncaron por el caso de un morrito al que violaron cerca del barrio, y como el Reé tenía tatuado un canguro en su hombro derecho, con los huevos de fuera, no hubo defensa que valiera. La Gina su madre contó que le dijeron los de la judicial que su hijo era un maniaco, y que sólo a una persona con esa mente se le podría ocurrir llevar en su cuerpo un animal tatuado con los huevos de fuera.
Unas cuantas cuadras más después de ese semáforo donde lo encontré vendiendo helados, tomé el retorno para buscarlo. El túnel que me abrió los años en la memoria, me provocó la necesidad de verlo, escucharlo, preguntarle qué fue de su vida, cuánto tiempo estuvo preso, qué fue de su madre, la Gina, qué fue de las canciones del Scorpion’s, si aún seguía escuchándolas.
Mientras aceleraba hacia el semáforo dónde lo miré, iba yo muy contento, porque su existencia me hacía regresar al barrio, el recuerdo de mi carnal el Camelio, mi jefe a quien le apodaban el Truchas. Y así.
Aceleré con mayor contento. Miré a lo lejos el overol azul, allá sigue, me dije. Entonces se me vinieron muchas preguntas a la mente, muchas sonrisas dibujadas en la cara del Reé. Aceleré tanto que no medí la velocidad. Cuando recobré el conocimiento estaba en una cama de hospital y a mi lado un policía leía la sección policiaca de un diario. Al verme señaló el titular de una nota, en la fotografía que ilustraba se veía un semáforo, y una sábana blanca sobre el asfalto.
sábado, 24 de septiembre de 2011
Mi mundo adentro: una mirada hacia el interior
(foto de Briseidy Y. Ch. V.)
Carlos Sánchez
Después de poco más de un mes de taller, donde la actividad fue observar fotografías proyectadas en una pared, la programación de la película La vida es bella, del ejercicio escritural y de lecturas, las morritas internas en la Granja san Antonio de Instituto de Tratamiento de Aplicación y Medidas para Adolescentes (ITAMA), inauguraron el martes pasado su exposición fotográfica: Mi mundo adentro.
Auspiciadas por Instituto Sonorense de Cultura, dentro del marco de Fotoseptiembre, las chavas tuvieron en sus manos cámaras desechables, y en ellas la posibilidad de creación a partir de la mirada.
Antes de la exposición, como tallerista, me surgían las dudas de rigor: qué lograrán estas morras con sus cámaras, hacia adónde llegaremos cuando tengamos las fotos impresas, qué surgirá de todo esto.
Me llenaba de incertidumbre, porque el compromiso final de la propuesta de taller de fotografía, fue la exposición fotográfica.
Para mi fortuna, las morras que son más truchas que la gravedad de sus delitos, el resultado fue lindo, interesante, cada una en su propuesta discursiva concentrada en el tema que previamente escribió. Y lograron lo que se propusieron.
Aquí comparto los testimonios que acompañan cada una de las series expuestas en un salón de clases acondicionado como galería, gracias también a la labor del Natchío, coordinador de artes visuales de la institución que auspicia, de los museógrafos Nacho y Fidel, quienes montaron mamparas y el trabajo mismo.
Van los testimonios resultados de este taller de fotografía creativa:
La cocina
Cuando Carlos nos dio la cámara, no tenía ni la menor idea que fotografías iba a tomar¸ ni sabía cómo empezar a hacerlo, después me dio una idea y empecé a tomar fotos, me agradó mucho retratar los objetos de la cocina, me dio mucha alegría haber participado para esta exposición, gracias a que Carlos Sánchez nos enseñó a tomar fotografías, cuando tengamos nuestra libertad sabremos tomar fotos bien, y en un futuro podremos tomar en eventos grandes, también le agradezco a la señora directora Marielena porque siempre busca nuestro porvenir y aprovechamiento de cada taller en lo particular le agradezco porque gracias a los talleres que tomamos estamos aprendiendo algo mejor para nuestras vidas.
Beatriz M. S.
El tendedero
La verdad yo me sentí, muy feliz porque no me imaginé que pudiéramos tener una cámara, me sentí con libertad porque me encanta tomar fotos, también me sentí con mucha felicidad, porque yo sé que cuando salga voy a poder seguir tomando fotos y ser una fotógrafa muy feliz, con el apoyo de mi familia lo voy a poder lograr, me sentí muy feliz porque nos pudimos tomar fotos entre compañeras.
Diana. L. S.
Autorretrato
Yo me sentí contenta, porque las fotos que tomé son de mí misma, no me podía imaginar que algún día pudiéramos tener cámaras dentro de nuestra celda y hacernos cargo de nuestras propias cámaras, nunca me imaginé que íbamos a tener una cámara y poder exponer fotografía aquí adentro, me sentía toda una fotógrafa, lo que más me encantó de este taller de fotografía es que en diferentes partes del instituto fueron donde tomé fotos y que pudimos sacar curas entre compañeras, y sobre todo que los custodios nos estaban dando consejos de dónde podíamos tomar las fotos.
Yobanka. R. LL.
Anoche tuve un sueño
Me sentí emocionada porque me dieron la oportunidad de expresar mis sentimientos, pensamientos, metas, etc. Por medio de la fotografía, me sentí un poco libre de manera insignificante, pero al fin de cuentas libre, porque en pocas palabras le tomé fotos a lo que yo quise, me sentía como una niña con juguete nuevo, aparte de que me la pasé muy a gusto, la tarde estuvo muy bonita y divertida porque sacamos curas entre compañeras, estuvimos riéndonos de todo, y sobre todo me dio mucha risa que mi compañera Diana para poder tomar sus fotos tuvo que corretear a las chivas, esa tarde fue única e inolvidable porque todas estuvimos contentas.
Claudia A. L. L.
Las morras
En lo personal, yo me sentí muy a gusto con las fotografías, el tema que me toco fue muy bueno, yo no pensé que estando aquí adentro fuera a tocar una cámara, pues estamos en un lugar donde están prohibidas muchas cosas; al tomar las fotos no me sentí feliz por ello, siendo sincera, me sentí a gusto en el momento cuando nos dejaron salir a tomarlas, lo que me agradó mucho es que pudimos convivir más entre compañeras.
Grecia N. E. C.
Reflejos
Yo con mi cámara tomé muchas fotos y la cuidé mucho, me sentí feliz porque nunca me imaginé que aquí pudiéramos tener nuestra propia cámara y además que me sentí con libertad, entusiasmo y confianza a mí misma, además siempre me ha gustado la fotografía.
Angélica I. H. C.
El juego
Cuando empecé a tomar las fotografías me sentí libre, y muy feliz porque nunca pensé que algún día nos dejaran tener una cámara en nuestra celda, me sentí con mucha responsabilidad porque cuidé mucho mi cámara y al momento de tomar las fotos me sentí muy emocionada, contenta y libre de tomar fotos.
Isabel S. M.
Los pies
Cuando estaba tomando las fotos me sentí libre, relajada, con mucha emoción porque cuando me estaba tomando fotos con mis compañeras me acordé cuando me tomaba fotos con mi hermana, con este taller de fotografía nos ha ayudado a sacar emociones y tristezas, gracias esto podemos a prender más sobre la fotografía.
Deyanira A. L. Q.
La libertad
Mi tema se trató acerca de la libertad, porque es algo que ahora valoro, nunca me esperé tener la libertad de tener una cámara aquí adentro, me dio emoción al tomar las fotos que a mí me gustan, es algo nuevo, además salimos de rutina, me gustó la idea de exponer, y cuando estaba tomando las fotos, me di cuenta que hay lugares bonitos aquí adentro que ni siquiera me imaginaba, pude sentir la libertad a través de las fotos, fueron momentos que me hicieron olvidar donde me encuentro, pude viajar a otros lugares, me dio mucha satisfacción haber podido sentir esto.
Baudelia A. C. A.
Puertas
Estoy alegre por el proyecto de Fotoseptiembre, sobre mi sentir con este proyecto fue emocionante, porque nunca me imaginé estar dentro, me sentí libre al poder manejar mi cámara a mi antojo, sentí emoción, nervios y felicidad. Me gustó mucho el taller que llevamos porque gracias a esto pudimos aprender más sobre la fotografía, le damos gracias a Carlos Sánchez por su apoyo al realizar este taller, a la señora directora Marielena por habernos aprobado este taller y al personal del centro.
Francisca G. M. R.
La virgen
Sentí mucha energía, libertad, al hacer este trabajo, me reí, y sobre todo me motivó el tener una cámara en mis manos, nunca pensé tener ese objeto tan valioso y poder cuidar de ella y tomar fotos a algo que a mí me gustara, también sentí miedo y nervios cuando estaba tomando las fotos porque pensaba que iban a salir pésima, también me gustó tomar fotos porque mis compañeras estaban felices y libres tomando sus propias fotografías, cada foto que tomábamos la valorábamos y se reía de mi Nohemí porque parecía niña con juguete nuevo. Ese flash fue como una chispita de felicidad en cada instante de cada foto de mi compañera.
Fernanda G. E. R.
El taller de costura
Me sentí emocionada de haber tomado fotos al taller y que podíamos traer con nosotros las cámaras para tomar fotos, me sentí contenta por este taller.
Zulema Y. O. P.
El guardia
Cuando tomé las fotos me sentí bien, porque aparte de que ya tenía mucho tiempo que no tomaba fotos me sentí muy bien, la verdad me gustó tomar fotos a Martín porque pude platicar con él acerca del campo, también me sentí libre porque salimos a tomar fotos, me gustó mucho como tomé las fotos y también de haber agarrado una cámara aquí adentro.
Dalia M. S. G.
Ventanas
Sentí mucha libertad, me sentí feliz como cuando estaba afuera y me gustó mucho tomar fotos, sentí muy padre cuando me dijeron que iba a tomar foto aquí adentro porque nunca me imaginé tomar fotos aquí, hace mucho que no tomaba fotos y me gustó mucho haberle tomado fotos a las ventanas.
Briseidy Y. Ch. V.
miércoles, 21 de septiembre de 2011
Pedro Galindo y Rodríguez
Carlos Sánchez
El balón no deja de rodar. Antes de ponerse el sol, como es costumbre, los niños de la Hacienda de la flor construyen sus mejores jugadas. Y solo ponen el cerrojo a la diversión cuando la oscuridad obliga.
Hoy es una tarde distinta. El campo se reduce porque una parte, exactamente frente al rótulo del nombre de la cancha, ahora las sillas aguardan a quienes conocieron al pionero del futbol en Hermosillo: Pedro Galindo y Rodríguez. Y vienen éstos, futbolistas de diversas generaciones, a otorgarle el último adiós al maestro Galindo y Rodríguez.
Comentan los niños, mientras el balón abandona la cancha y el más liviano de todos se tiende sobre su recuperación, hacia la calle, que don Pedrín falleció el lunes por la noche, que una ambulancia vino una vez, y luego otra vez, hasta que dijeron que ya había fallecido. Eso dicen los niños mientras ya de nuevo se tienden como hormigas sobre el balón.
En la cancha la tierra es roja, su firmeza obedece a la petición que hiciera el maestro Pedro Galindo ante las autoridades para que el campo mejorara sus condiciones.
Por esta misma tierra desfilan ahora los futbolistas, veteranos, jóvenes, ex futbolistas, incluso, comentaristas deportivos. Desfilan en una peregrinación para la cita con lo que será el último adiós, aunque poco después Martín Acuña, el Jícamas, tomará el micrófono para decir que dentro de poco allá hacia adonde Pedrín se dirige, armarán un nuevo equipo. Ante esta consigna se escucha en campo abierto un aplauso que parece interminable.
Y se eriza la piel porque con el tronido de palmas la memoria recorre el camino hacia esas mañanas de domingo donde Pedrín echaba de gritos a sus pupilos, y con euforia para dirigirlos hacia la victoria casi siempre.
Hoy, mientras los niños golpean el balón y levantan polvo, Pedro Galindo y Rodríguez está allí, dentro de una caja gris, y el padre Tomás Herrera levanta la voz para citar al poeta Antonio Machado (a quien tan bien interpreta Serrat), y recita de memoria el verso de Cuando un amigo se va, se queda algo en el alma.
Los habitantes del barrio se congregan, encima del campo, con la mirada hacia la caja gris, con los oídos entorno a la voz del presbítero. Callados todos ceden esos minutos de sus tiempos a la memoria del Pedrín.
Porque saben lo que hizo, y lo que su nombre significa, porque si esos niños que ahora patean el balón no claudican en el juego, es también la inercia, la pasión, la entereza con la que el maestro Pedro defendiera la existencia de ese juego de veintidós locos persiguiendo un balón.
Hubo un día, o muchos, que los nacidos en Sonora tildaron al maestro Pedro de Guachito loco. Porque con voz de profeta sentenció que el norte podría también ser protagonista, semillero, incluso, de jugadores de futbol. Y así lo hizo. No de barbas esos nombres sonorenses que ahora son historia desde la primera división: Francisco Ramírez; Aarón Gamal; Fernando Bernal, y muchos más que ahora militan en equipos de prestigio. Y los otros que también desde acá han tocado el balón en un partido de selección nacional.
El balón no deja de rodar. Y cae la tarde mientras una carroza dirige de nuevo el cuerpo de Pedrín hacia su última morada, hacia esa casa donde tuvo su último aliento, la casa marcada con el número cincuentaicinco en la calle Hermenegildo Peña Valencia, en pleno corazón de la Hacienda de la flor.
Hoy que la semana se parte, parte también el precursor del futbol en Hermosillo. Mañana vendrán las cenizas, sus hijos esparcirán sobre la tierra de la cancha los restos de Pedrín, que al fin de cuentas sólo son sumas, y a favor.
El balón no deja de rodar.
El balón no deja de rodar. Antes de ponerse el sol, como es costumbre, los niños de la Hacienda de la flor construyen sus mejores jugadas. Y solo ponen el cerrojo a la diversión cuando la oscuridad obliga.
Hoy es una tarde distinta. El campo se reduce porque una parte, exactamente frente al rótulo del nombre de la cancha, ahora las sillas aguardan a quienes conocieron al pionero del futbol en Hermosillo: Pedro Galindo y Rodríguez. Y vienen éstos, futbolistas de diversas generaciones, a otorgarle el último adiós al maestro Galindo y Rodríguez.
Comentan los niños, mientras el balón abandona la cancha y el más liviano de todos se tiende sobre su recuperación, hacia la calle, que don Pedrín falleció el lunes por la noche, que una ambulancia vino una vez, y luego otra vez, hasta que dijeron que ya había fallecido. Eso dicen los niños mientras ya de nuevo se tienden como hormigas sobre el balón.
En la cancha la tierra es roja, su firmeza obedece a la petición que hiciera el maestro Pedro Galindo ante las autoridades para que el campo mejorara sus condiciones.
Por esta misma tierra desfilan ahora los futbolistas, veteranos, jóvenes, ex futbolistas, incluso, comentaristas deportivos. Desfilan en una peregrinación para la cita con lo que será el último adiós, aunque poco después Martín Acuña, el Jícamas, tomará el micrófono para decir que dentro de poco allá hacia adonde Pedrín se dirige, armarán un nuevo equipo. Ante esta consigna se escucha en campo abierto un aplauso que parece interminable.
Y se eriza la piel porque con el tronido de palmas la memoria recorre el camino hacia esas mañanas de domingo donde Pedrín echaba de gritos a sus pupilos, y con euforia para dirigirlos hacia la victoria casi siempre.
Hoy, mientras los niños golpean el balón y levantan polvo, Pedro Galindo y Rodríguez está allí, dentro de una caja gris, y el padre Tomás Herrera levanta la voz para citar al poeta Antonio Machado (a quien tan bien interpreta Serrat), y recita de memoria el verso de Cuando un amigo se va, se queda algo en el alma.
Los habitantes del barrio se congregan, encima del campo, con la mirada hacia la caja gris, con los oídos entorno a la voz del presbítero. Callados todos ceden esos minutos de sus tiempos a la memoria del Pedrín.
Porque saben lo que hizo, y lo que su nombre significa, porque si esos niños que ahora patean el balón no claudican en el juego, es también la inercia, la pasión, la entereza con la que el maestro Pedro defendiera la existencia de ese juego de veintidós locos persiguiendo un balón.
Hubo un día, o muchos, que los nacidos en Sonora tildaron al maestro Pedro de Guachito loco. Porque con voz de profeta sentenció que el norte podría también ser protagonista, semillero, incluso, de jugadores de futbol. Y así lo hizo. No de barbas esos nombres sonorenses que ahora son historia desde la primera división: Francisco Ramírez; Aarón Gamal; Fernando Bernal, y muchos más que ahora militan en equipos de prestigio. Y los otros que también desde acá han tocado el balón en un partido de selección nacional.
El balón no deja de rodar. Y cae la tarde mientras una carroza dirige de nuevo el cuerpo de Pedrín hacia su última morada, hacia esa casa donde tuvo su último aliento, la casa marcada con el número cincuentaicinco en la calle Hermenegildo Peña Valencia, en pleno corazón de la Hacienda de la flor.
Hoy que la semana se parte, parte también el precursor del futbol en Hermosillo. Mañana vendrán las cenizas, sus hijos esparcirán sobre la tierra de la cancha los restos de Pedrín, que al fin de cuentas sólo son sumas, y a favor.
El balón no deja de rodar.
jueves, 25 de agosto de 2011
El cartel de Sinaloa, saudade anticipado
Carlos Sánchez
Aún no concluyo la lectura y ya las deducciones son un dardo en la emoción.
Avanzo en las páginas y veo a un reportero tirándose desde el boing de la investigación. Lo miro dando tumbos dentro de terrenos minados. Anota las imágenes en una libreta, las imágenes que ahora me comparte.
El Cartel de Sinaloa (Una historia del uso político del narco; ed. Grijalbo), no deja de ser atractivo en su título y entonces, por aquello de la oportunidad y el momento que vivimos los mexicanos, seguro el éxito comercial. Y qué bueno.
Lo que el contenido de este libro me (nos) revela, es aquella otra lectura sobre los miembros o cabezas que conforman los carteles. Aquí, Diego Enrique Osorno (quien tuvo la amabilidad de comprar en una librería del Aeropuerto Internacional de Hermosillo, y después de rubricar, obsequiarme el ejemplar), ejerce esa consigna del periodismo: mostrar, más no demostrar.
Con hábil narrativa, Diego me (nos) transporta a esos otros terrenos de la mítica Sinaloa, y deja ver el otro lado de la historia del narco, la que no aparece de manera cotidiana en los medios, si acaso por ahí en alguna revista dedicada a la investigación.
Historia, crónica, cifras, datos, puntualidad en la construcción del contenido desde los primeros días de la violencia en Sinaloa, desde tiempos en que se va forjando el trasiego de la droga hacia el gabacho. Y es también este preciso volumen, un atisbo a lo que dentro del pensamiento y la emoción de algunos narcotraficantes, aflora.
Existen en estas páginas la encrucijada de lo que es permanecer en un penal de máxima seguridad, ya con la chaqueta de otrora todo poderosos, cáncer social, actor de una interminable lista de atributos que sólo conducen al ejercicio de la crueldad. Y se vuelve entonces este currículum vitae un argumento para ser sometido, sin margen para la réplica.
Es el Caso de Miguel Ángel Félix Gallardo, quien de pluma y letra, por aquello de la imposibilidad de entrevistarse con Osorno directamente, los testimonios fueron fluyendo desde un lugar con poca luz, con el pulso ya tembloroso de tantos años de enfermedad, de soledad. En ese lugar en el que declara que allí espera la muerte.
Cuenta aquí el “tan famoso capo”, la violación de derechos humanos que sufre, el desconcierto cotidiano, los nombres que han pasado por la misma prisión y que sólo han abandonado el lugar cuando dejan ya de respirar. Félix Gallardo tiene en su retrato de personalidad la habilidad para la lectura, el gusto por el arte plástico, y sobre todo, la preocupación por la violencia que se vivió en esos años de ser un ciudadano más en su natal Sinaloa.
Y cuenta aquí su incursión para frenar los esporádicos asesinatos que en los ochenta se dieron en Sinaloa, y describe cómo le preocupaba, le preocupa, la exacerbación de la violencia, por lo cual clama equidad en las oportunidades para los mexicanos tanto en educación como en empleo.
Un sentido estrictamente humano de las voces que cayeron en desgracia, por ejemplo, las vicisitudes del hijo de un capo famoso que tiene que ver su suerte y dejar al amor de su vida por el pecado de llevar en su existencia el apellido etiquetado, confinado. Y a paliar todos los días contra los dedos índices que le señalan en el campus de la vida.
El cartel de Sinaloa es un atisbo no sólo a la historia de los carteles en el país, sobre todo en el noroeste, es además de datos precisos, un estilo de narración intensa donde el lector no podrá salir librado de una conjetura, o dos, o múltiples.
Osorno con su libreta debajo del brazo, para construir este libro, tuvo que andar vestido de militar y sacar no sólo fuerzas para compilar documentos, tuvo además que resistir los caminos de la sierra, allá donde la mariguana arroja sus colas, las que como destino tienen el otro lado. O este.
Diego en su ejercicio periodístico, nos cuenta los terrenos de la violencia, el lujo del narcotráfico para arrojar cadáveres en un terreno que paradójicamente lleva por nombre La primavera, y en la cual, nomás de tanta crueldad, allí el terreno nunca florece, salvo de cadáveres cada amanecer.
Escribo ahora en una pausa a la lectura, detenido en la página doscientos noventaisiete, nomás por esa nostalgia que ya se avecina. Nomás por esa tristeza que a veces me toca la post lectura de algo que me ha tocado para siempre el pensamiento.
El cartel de Sinaloa no sólo me ha trastocado el pensamiento, con tanto dato, tanto nombre, tanta traición. Angustiado me deja también este ejemplar en su apartado La cultura del narco, porque puedo leer la desprotección del hijo de un capo, ese hijo quien ahora vive para guardar las formas y acatar (incluso magnificar) las reglas de comportamiento social, porque parecería ser que la vida sólo busca un pretexto para condenarlo.
Volveré a la lectura.
jueves, 11 de agosto de 2011
Soy un escritor que me dejo invadir por los personajes: Eliseo Alberto
Eliseo Alberto
foto: Edith Cota
Esta entrevista la realicé en verano de 2008, en el centro de Hermosillo, Sonora. Eliseo Alberto vino a presentar su novela El retablo del Conde Eros. Su mirada estaba marchita, su respiración la similitud de un radio mal sintonizado.
Por Carlos Sánchez
En su mirada cuenta la añoranza por esa Cuba a la que ha vuelto en circunstancias fatales: La muerte de su hermano, y la más reciente, la de su madre. En su mente viven sus amigos presos de un régimen autoritario cuyo final parece inalcanzable.
Eliseo Alberto habla con ironía y en un dolor agudo de su voz sentencia que al parecer a los protagonistas del control cubano les agrada encarcelar a sus amigos, “porque mientras unos son liberados, otros son sentenciados; parecería que le dan a uno más fuerza para el dolor”.
“El retablo del Conde Eros”, su más reciente novela que vino a presentar en Hermosillo, es el pretexto de esta entrevista. Sus ojos son un pozo profundo que contiene años de imágenes, Eliseo conversa sobre esos días de infancia donde la ínfima edad le impedía conocer por dentro los teatros nocturnos de La Habana, donde transcurre la historia de este libro.
“Los teatros que narro en la novela yo no los conocí, porque cuando éstos existían yo tenía cinco años y eran para hombres grandes. La novela sucede en La Habana en las altas horas de la noche, en un mundo un tantito calenturiento, en un teatro sólo para hombres, con unos personajes que yo estoy inventando”.
Apegado a la realidad
Al llegar a Hermosillo, lo primero que pidió Eliseo, fue agua. En el tráfico de la ciudad aumentó su sed, y la petición de líquido fue insistente. El calor arreciaba y caía en su cuerpo cuyo desvelo le exigía reposo.
Ante un trago más de agua, se le inquiere sobre esas noches calurosas de La Habana que Eliseo cuenta sobre la inclusión de su novela, las cuales, seguramente no tendrán nada qué ver con el calor que hace en Hermosillo: “No te creas, en Cuba hace un calor igual pero con más humedad, y también tenemos nuestros cuarenta grados, cuarenta y uno”.
Volver a la infancia es inevitable si el recuerdo, la memoria inventada, como bien lo sugiere el cubano, fluye en la conversación: “En esta novela hay un bonito ejercicio, porque con la memoria puedes hacer dos cosas: Activarla y recordar o inventarla. Este cuento es inventado, desde niño he ido acumulando memoria falsa, a la cual me apego. Fue un bonito ejercicio de algunas zonas de la ciudad, de una zona que está condenada a desaparecer, para unos para bien, para otros para mal.
“Hace poco hablaba con unos amigos, y concluía que en México hay muchas ciudades, unas puestas sobre las otras, si tú sales en la noche puedes llegar a los cuarenta, con una prostitución igualita a la de esos años, pero si sigues caminando ten cuidado porque puedes llegar al siglo XVII, en ese México profundo, y puedes llegar hasta los indígenas.
“En Cuba no es así, es demasiado chiquito, y esa Cuba de mi novela desapareció hace mucho tiempo, porque lo que pasó en Cuba fue una revolución y se dio cambio en el sistema social, económico, un cambio brutal que de tan brutal no dejó nada, los edificios, las casas, se fueron cayendo, ha sido un proceso complicado pero al mismo tiempo muy grato.
“En la construcción de esta novela he investigado sobre los arquitectos, he escuchado a los músicos, he leído a los escritores cubanos, sobre todo a Guillermo Cabrera Infante, gran narrador”.
¿Escribir esta novela desde México le da la posibilidad de disfrutarla, pero también de dolerle?
Una cosa es elegir el tiempo, el escenario donde sucede una historia que quieres contar, yo soy un escritor que me dejo invadir por los personajes, hay otros escritores más seguros quizá, que le ponen freno a sus personajes, y tratan de llevarlos.
Como escritor soy una prostituta, yo dejo que mis personajes me penetren, por decirlo de alguna manera, con albur. Pero la historia principal contada en doscientas y tantas páginas de esta novela que es como una colmena, son muchos personajes en el teatro y a quienes yo vengo oyendo desde hace mucho.
Conocí a los personajes; para mí el proceso más grato escribiendo la novela es cómo voy conociendo a los personajes que voy a contar y que me van a acompañar durante mucho tiempo, yo los extraño mucho, cuando los mato o se mueren, los entierro pero los que quedan vivos andan dando vuelta por ahí.
Los amigos que me han leído completo, saben que cada novela que hago la trato de hacer diferente, pero seguramente algún crítico encontrara en mis novelas la misma mirada.
El dolor de la pobreza en La Habana, contada también en ese libro intitulado “Informe contra mí mismo”, de su autoría, ¿es vigente?
Las últimas veces que he ido a La Habana fue por la muerte de mi madre, y la penúltima vez fue la muerte de mi hermano, así que son viajes marcados por estos acontecimientos. Yo no estoy al día que lo que pasa en Cuba, estoy al tanto que es distinto, yo no veo ningún avance, yo veo a la gente sin camisa, veo hambre, y veo trescientos presos políticos, mucho menos de los que había antes, y hasta que no suelten a esos presos políticos no creo en ningún cambio, y también no sólo Cuba se destruye en el mapa, se destruye en mi memoria, soy yo el olvido... estoy condenado a olvidarla”.
Si volteas a La Habana y encuentras esas restricciones políticas para salir de ella, podrás observar que ahora la palabra te otorga la posibilidad de viajar, ¿eres un privilegiado?
Habría que voltear esa pregunta, otros son los que ponen las reglas del juego, y uno juega esas reglas que ellos mismos trazaron: Por qué uno tiene que pedir perdón por irse de su casa, no sé; por qué alguien si se va de su casa al volver ya se la quitaron, no sé; por qué alguien que no piensa igual no tiene derecho a estar cerca del cadáver de su papá, no sé; pero esta es la vida que a mí me tocó y a millones de cubanos, y si volviera a nacer me gustaría que fuera igualita, y conocer a mucha gente en circunstancias extraordinarias”.
Volver a la vida
Desesperado clama por un espacio abierto; es la urgencia del encendedor prendiendo su tabaco, similitud de oxígeno para acompañar esa respiración agitada. Una bocanada de humo es volver a la vida.
Por su manera de hablar, de respirar, de caminar incluso, Eliseo Alberto es la evidencia del cansancio, se le comenta y ágil repara: “Es que anoche no dormí nada, me fui de parranda con mi amigo Carlos Varela, y los Van Van, estoy cansado... es importante la fiesta, porque para los cubanos música es igual que fiesta, fiesta igual a amigos: Música, fiesta y amigos es igual a una buena noche”.
Mordaza
Personajes:
SECUESTRADOR
SECUESTRADO
En un cuarto de seguridad.
SECUESTRADO: No te desesperes. Sí lo van a resolver. Conmigo ganarás dinero sin trabajar.
SECUESTRADOR: Robar es trabajar. Decidirse cuesta. Te doy quebrada de que hables porque ya son muchos días de terror. Sé lo que se siente. También me machacaron los huevos con pinza los judiciales.
SECUESTRADO: Pero yo te sirvo más vivo que muerto. Si quieres el dinero no hay necesidad de torturarme.
SECUESTRADOR: Tu cuerpo no interesa, tu dinero sí. Eso te tiene aquí. Pero tu esposa que no quiere pagar. Algún cabrón la estará agasajando.
SECUESTRADO: Anda consiguiendo el dinero, seguro te lo completa. Estamos cortos, nomás el apellido nos queda, hace mucho que la empresa se vino a pique.
SECUESTRADOR: Avisó a la policía.
SECUESTRADO: Ella no haría eso.
SECUESTRADOR: Para ti, para ustedes que todo lo tienen la vida se les hace fácil. A mí no me enseñaron ni a lavarme los dientes. A ti todo te lo dieron. La correccional fue mi escuela. Allí conocí la marihuana; aprendí a evitar las violaciones. Tú de chamaco conociste los carros, los aviones.
SECUESTRADO: No soy culpable de tu vida. Mira la mía, respétala, por favor.
SECUESTRADOR: Yo me hacía la puñeta a los ocho; a los diez tuve experiencias sexuales con la señora que repartía la ropa en la correccional, de ahí vino mi gusto por las señoras mayores. Tu esposa no está nada mal.
SECUESTRADO: Aflójame las manos, me lastima la cuerda.
SECUESTRADOR: A tu vieja pídele que te atienda, y que te lleve el desayuno a la cama, yo ni te conozco cabrón. (Le corta un dedo). A ver si con esto reacciona tu puta mujer.
SECUESTRADO (Contenido): Estoy enfermo de los riñones, tengo seca la boca. Marta, baja la hielera del carro.
SECUESTRADOR: Alucinas. Te callas o te pongo la bolsa en la cabeza.
SECUESTRADO: Marta, me estoy secando. Desátame, ya no quiero soñar.
SECUESTRADOR: ¿Qué es el sueño si no la vida?
SECUESTRADO: No quiero morir arrepentido.
SECUESTRADOR: ¿Arrepentirse de qué? La corbata te da el privilegio de mirar pa’bajo a los demás. Aquí somos iguales.
SECUESTRADO: No hago más que trabajar.
SECUESTRADOR: Chingando al prójimo. Amasando billetes. Ya murieron los años de cultivar callos en las manos, con esta pistola la lana cae sola.
SECUESTRADO: ¿Cuántos días van? No siento las piernas.
SECUESTRADOR: Ni las sentirás.
SECUESTRADO: Aflójale un poquito al mecate. Disfrutas del dolor ajeno. Cuanta pobreza en tu alma.
SECUESTRADOR: ¿Por qué tienes dinero crees que la tuya es rica? Ustedes gozan de jodernos, siempre bocabajeándonos.
SECUESTRADO: Gritando exhibes tu soberbia. En cabeza hueca, reacción de animal.
SECUESTRADOR: Las sábanas de seda te dan inteligencia.
SECUESTRADO: Mi casa está llena de libros. En tu tierra ni los conocen. ¿Apuesto que tu firma la imprimes con el pulgar?
SECUESTRADOR: La falta de educación es culpa de los gobiernos, y de gente como tú que fabrica miseria para agrandar su fortuna.
SECUESTRADO (Ríe con cinismo): La inteligencia se mama. Naciste entre la mierda y jodido morirás.
SECUESTRADOR (Ofuscado, le pone una capucha): No te mato yo, te mata ella por no querer soltar los billetes.(Le dispara en la sien).
Poesía también del cielo
Carlos Sánchez
Tronó el cielo. Se dijo poesía. Vino la lluvia y después en calma el camino se dibujó otra vez al paso de cananenses.
Congregó el vate, a quien por nombre le dicen Omar Gámez Navo. Y la sala de la biblioteca Buenavista del Cobre, se atiborró de oídos prestos para con los versos.
Josefa Isabel Rojas Molina ama a la poesía, y la propaga. Coordina desde hace muchos años, lecturas y talleres, presentaciones de libros. Siempre con la pupila como un tributo a la palabra.
Y el vate al que le llaman Navo, entonces llegó para decir lo que en su pecho se hospeda como equipaje, y estuvo para compartir los versos, decir por ejemplo: Ese día te moriste / como si no estuviera tan solo / ya Navobaxia no será igual / de tus tardes de café colado / las tortillas en la hornilla / en la sombra del chalatón / y el yucateco / sin el dame un peso / dame un beso / y los sobrinos se quedan huérfanos de tus historias…
El poeta blandiendo la palabra, los presentes receptivos y regresando palabras como respuesta al sentimiento.
Muchas abuelas se apersonaron en la memoria, porque Mamachula, el poemario presentado (ediciones Lengua de Camaleón, Universidad de Sonora), trae a cuento la historia de la abuela siempre eterna.
Qué mejor escenario pudo disponer a vida que una tarde-noche llena de lluvia y poesía. Por eso Cananea es especial en el mapa de Sonora, porque se tiende sobre la sierra y es un colchón para la palabra, la naturaleza para otorgar sus dosis de complicidad.
Dijo el Navo, como respuesta a lo que inquirió una señora también amante de la poesía, que Mamachula es de todos, para todos, es decir: las abuelas de todos dentro de un poema.
Hubo en la presentación docentes que secuestraron el poemario y advirtieron compartirlo para con sus alumnos. Al vate una sonrisa le atravesó los labios.
Fue viernes y hubo palabras. Los libros hacia los bolsillos de los presentes, quienes aprovecharon la estadía del poeta para rubricar la primera hoja con un souvenir de letras de molde.
Cananea otra vez un disparo de gratitud hacia el cielo, desde el cielo la lluvia para aderezar los versos. Volverá el poeta a Cananea. Así sea.
jueves, 21 de julio de 2011
son garnachas
Juega con su cuerpo. Los pies dentro de sus tenis se deslizan sobre el concreto. Es una duela imaginaria. Va y viene al son del ruido de autos que a final de cuentas se convierte en música para sus desplantes.
Tiene una escultura tatuada en el cuerpo, es delgado, estatura regular, y en su cabeza un micrófono crece cada día más, los rizos son más rizos y al moverlos la similitud de un árbol cae sobre la mirada de los transeúntes.
Todas las noches, o no sé si todas, pero ayer, antier, lo descubrí bailando en solitarios, sobre el bulevar de la opulencia, donde la estatua de un general se yergue y cuenta una región de nuestra historia. Lo miré esculpiendo con su cuerpo la cadencia de un baile sugerido, moviéndose apenas, optimizando, ya lo dije, el ruido de los carros, utilizándolo a su favor. Y al bailar lo hace dentro de sí mismo. Como si al moverse desconectara de su organismo la vida misma para encender la concentración y sentir el golpe de sus latidos, el torrente sanguíneo.
Y obedecer solamente al deseo del baile que al final de cuentas se convierte en pasión. Y de pasión está hecho su trabajo, porque allá detrás de su cuerpo sugiriendo alegría, (¿a poco no el baile es sólo felicidad?), está la nomenclatura, o un poste metálico que sostiene la palabra Alto y es para ilustrar a los conductores, y allí, recargadito sobre el metal un anuncio sobre un vinil negro con letras blancas que forman la palabra GARNACHAS, y la escribo ahora con mayúsculas, GARNACHAS, y la repito porque ya de por sí la palabra me sugiere el divertimento, me hace evocar el apodo de una mujer que se llama Ignacia o bien la parte trasera de alguna dama que tal vez miré en la adolescencia también.
GARNACHAS otra vez y lo digo ahora en la memoria, mientras sigue intacto el momento de verlo con su cuerpo espigado, emulando a Michael Jackson, sobre el concreto, la acera del bulevar de la opulencia, donde se oferta la cena supongo de preparación ágil. Bailar es su empleo, y mientras se mueve de a poco sus párpados ocultan sus ojos, se concentra para sentir el ruido sobre el asfalto y así convocar a los conductores al reparo sobre el anuncio que oferta con letras blancas la palabra GARNACHAS.
Si uno como tripulante de una nave voltea a ver al chavo del micrófono crecido sobre su cabeza, y lo disfruta y vuelve con la mirada a su cadencia, encontrará entonces que el móvil del baile es informar que allí, en su costado, el puesto de GARNACHAS es opción para la cena de esa noche. Y entonces el sueldo del bailarín estará justificado.
Lo que no se pretende justificar, ni s necesario, porque está fuera del guión del dueño del puesto de comida, o cena, es el placer que genera este muchacho ante mis ojos, y digo el plus que me enseña su actitud, porque cuántas ocasiones desee despojarme de mis límites y bailar con libertad sobre una fiesta, un cumpleaños, una boda, una posada. Muchas veces. Y sigo contenido.
Él, con su necesidad de empleo, ahora baila despacio, y es su cuerpo una caricia al viento, a la mirada. Yo en continencia, con el deseo de cualesquiera de todos los días, más bien las noches, saber a qué sabe una GARNACHA. De esas que venden en el bulevar de la opulencia, mientras un bailarín acapara la mirada de los transeúntes.
Tiene una escultura tatuada en el cuerpo, es delgado, estatura regular, y en su cabeza un micrófono crece cada día más, los rizos son más rizos y al moverlos la similitud de un árbol cae sobre la mirada de los transeúntes.
Todas las noches, o no sé si todas, pero ayer, antier, lo descubrí bailando en solitarios, sobre el bulevar de la opulencia, donde la estatua de un general se yergue y cuenta una región de nuestra historia. Lo miré esculpiendo con su cuerpo la cadencia de un baile sugerido, moviéndose apenas, optimizando, ya lo dije, el ruido de los carros, utilizándolo a su favor. Y al bailar lo hace dentro de sí mismo. Como si al moverse desconectara de su organismo la vida misma para encender la concentración y sentir el golpe de sus latidos, el torrente sanguíneo.
Y obedecer solamente al deseo del baile que al final de cuentas se convierte en pasión. Y de pasión está hecho su trabajo, porque allá detrás de su cuerpo sugiriendo alegría, (¿a poco no el baile es sólo felicidad?), está la nomenclatura, o un poste metálico que sostiene la palabra Alto y es para ilustrar a los conductores, y allí, recargadito sobre el metal un anuncio sobre un vinil negro con letras blancas que forman la palabra GARNACHAS, y la escribo ahora con mayúsculas, GARNACHAS, y la repito porque ya de por sí la palabra me sugiere el divertimento, me hace evocar el apodo de una mujer que se llama Ignacia o bien la parte trasera de alguna dama que tal vez miré en la adolescencia también.
GARNACHAS otra vez y lo digo ahora en la memoria, mientras sigue intacto el momento de verlo con su cuerpo espigado, emulando a Michael Jackson, sobre el concreto, la acera del bulevar de la opulencia, donde se oferta la cena supongo de preparación ágil. Bailar es su empleo, y mientras se mueve de a poco sus párpados ocultan sus ojos, se concentra para sentir el ruido sobre el asfalto y así convocar a los conductores al reparo sobre el anuncio que oferta con letras blancas la palabra GARNACHAS.
Si uno como tripulante de una nave voltea a ver al chavo del micrófono crecido sobre su cabeza, y lo disfruta y vuelve con la mirada a su cadencia, encontrará entonces que el móvil del baile es informar que allí, en su costado, el puesto de GARNACHAS es opción para la cena de esa noche. Y entonces el sueldo del bailarín estará justificado.
Lo que no se pretende justificar, ni s necesario, porque está fuera del guión del dueño del puesto de comida, o cena, es el placer que genera este muchacho ante mis ojos, y digo el plus que me enseña su actitud, porque cuántas ocasiones desee despojarme de mis límites y bailar con libertad sobre una fiesta, un cumpleaños, una boda, una posada. Muchas veces. Y sigo contenido.
Él, con su necesidad de empleo, ahora baila despacio, y es su cuerpo una caricia al viento, a la mirada. Yo en continencia, con el deseo de cualesquiera de todos los días, más bien las noches, saber a qué sabe una GARNACHA. De esas que venden en el bulevar de la opulencia, mientras un bailarín acapara la mirada de los transeúntes.
viernes, 24 de junio de 2011
Tengo ganas de ver bailar a un loco. Por el bulevar de la muerte, donde todas las noches un borracho fallece, después de librar la puerta de la cantina. Tengo ganas de ver bailar un loco, después que los faros de un automóvil alumbre su cuerpo y el vendedor de flores arrojé sobre el asfalto las flores que no vendió. Y un borracho inerte a un costado, en la cera de enfrente.
miércoles, 15 de junio de 2011
Como esperando a Alfredo
Carlos Sánchez
La rabia madre por Dios tengo frío. Es éste un verso de Días y flores, una canción de Silvio Rodríguez. La escucho y se me vuelcan a la memoria los ojos de Esperanza, señora madre de un periodista desaparecido hace ya no sé cuántos años. Lo secuestraron y no lo ha vuelto a ver. No lo hemos vuelto a ver.
Un día, no sé exactamente la hora, ella me lo dijo dentro de la cocina de su hogar, en Empalme, Sonora, “Soñé a Alfredo, estaba dentro de una celda, mojado, me pedía una camisa, me decía tengo frío”.
Esperanza tenía su mirada lejos ese día en el que no recuerdo la hora. Luego me contó la alegría de su hijo de oficio periodista, otrora fanático del buen comer y apasionado de la noticia que revela con pelos y señales.
A Esperanza se le abotagaban los ojos en cada frase para construir anécdotas de Alfredo Jiménez. En varias ocasiones sonrió al recordar la sonrisa de su hijo. La pasamos ese día, ¿o tarde?, dentro de la cocina, encima de una mesa. Bebimos café y comimos galletas. Allí Esperanza se convirtió en una esponja apretada por la fuerza de la nostalgia. Y gotear en líquido de añoranza por tanto tiempo ya sin la voz de él irrumpiendo en la casa, como lo hacía habitualmente los fines de semana, al regresar de la capital del estado, donde trabajaba, en el diario de mayor influencia de la región.
Esperanza me dijo que Alfredo está vivo, y que un día regresará. Han pasado ya algunos años desde esa exclamación de fe. Y ahora que ando por el rumbo de la misma búsqueda, en esa línea de conducta dispuesto a explorar mis dolores y los otros, regreso constante al nombre de madre Esperanza que significa no sé si ironía o coincidencia, si un pleonasmo o la implacable marca del destino que puso en ella la etiqueta desde sus primeros días de existencia.
Esperanza se me apersona en esta canción de Silvio, y me remarca la ausencia de su hijo el énfasis al escuchar la elocuencia de sus versos: La rabia bomba, la rabia de muerte / la rabia imperio asesino de niños / la rabia se me ha podrido el cariño / la rabia madre por Dios tengo frío / la rabia es mío esto es mío sólo mío / la rabia bebo pero no me mojo / la rabia miedo a perder el manojo / la rabia hijo zapato de tierra / la rabia dame o te hago la guerra…
Suenan los versos y miro la ciudad que se tiende dispuesta a recibir la infamia en las notas de un periódico que pregona códigos de ética, y el cual exhibe una fotografía de Alfredo, desaparecido, y al cual Esperanza su madre aún espera.
Suenan los versos y las imágenes de Alfredo en el sueño de su madre, mojado dentro de una celda y pidiendo una camisa, me impiden la fácil movilidad de mis mandíbulas, porque me toma con fuerza la impotencia. Y veo en los ojos de la madre mis ojos por la incertidumbre de lo que será en los años de mis hijos que están por crecer.
Ayer por accidente abrí las puertas de un hotel de la ciudad, allí se concentraban distinguidos militantes de un partido político. Uno de los presentes es ahora secretario dentro del organigrama del gobierno del estado. El mismo que coordinaba las labores que en el momento de su desaparición, Alfredo Jiménez realizaba.
Ahora este secretario es quien dicta los lineamientos hacia lo que deben decir y hacer los medios, de acatar las consignas dependen los contratos y las prebendas gubernamentales. Si se le contradice, el medio que se atreva, de plano a rascarse con sus uñas en el confinamiento similitud de Auschwitz. Se llama Jorge Morales, el secretario quien antes se dedicaba a hacer notas y entrevistas, después a dar órdenes de trabajo. Y fue que un día no previó las dimensiones del terreno adonde enviaba a uno de sus trabajadores más entusiastas, Alfredo Jiménez.
Se llama Jorge Morales el secretario, y va por la vida de manera tenebrosa, con arrogancia de dictador.
La rabia madre por Dios tengo frío. Es éste un verso de Días y flores, una canción de Silvio Rodríguez. La escucho y se me vuelcan a la memoria los ojos de Esperanza, señora madre de un periodista desaparecido hace ya no sé cuántos años. Lo secuestraron y no lo ha vuelto a ver. No lo hemos vuelto a ver.
Un día, no sé exactamente la hora, ella me lo dijo dentro de la cocina de su hogar, en Empalme, Sonora, “Soñé a Alfredo, estaba dentro de una celda, mojado, me pedía una camisa, me decía tengo frío”.
Esperanza tenía su mirada lejos ese día en el que no recuerdo la hora. Luego me contó la alegría de su hijo de oficio periodista, otrora fanático del buen comer y apasionado de la noticia que revela con pelos y señales.
A Esperanza se le abotagaban los ojos en cada frase para construir anécdotas de Alfredo Jiménez. En varias ocasiones sonrió al recordar la sonrisa de su hijo. La pasamos ese día, ¿o tarde?, dentro de la cocina, encima de una mesa. Bebimos café y comimos galletas. Allí Esperanza se convirtió en una esponja apretada por la fuerza de la nostalgia. Y gotear en líquido de añoranza por tanto tiempo ya sin la voz de él irrumpiendo en la casa, como lo hacía habitualmente los fines de semana, al regresar de la capital del estado, donde trabajaba, en el diario de mayor influencia de la región.
Esperanza me dijo que Alfredo está vivo, y que un día regresará. Han pasado ya algunos años desde esa exclamación de fe. Y ahora que ando por el rumbo de la misma búsqueda, en esa línea de conducta dispuesto a explorar mis dolores y los otros, regreso constante al nombre de madre Esperanza que significa no sé si ironía o coincidencia, si un pleonasmo o la implacable marca del destino que puso en ella la etiqueta desde sus primeros días de existencia.
Esperanza se me apersona en esta canción de Silvio, y me remarca la ausencia de su hijo el énfasis al escuchar la elocuencia de sus versos: La rabia bomba, la rabia de muerte / la rabia imperio asesino de niños / la rabia se me ha podrido el cariño / la rabia madre por Dios tengo frío / la rabia es mío esto es mío sólo mío / la rabia bebo pero no me mojo / la rabia miedo a perder el manojo / la rabia hijo zapato de tierra / la rabia dame o te hago la guerra…
Suenan los versos y miro la ciudad que se tiende dispuesta a recibir la infamia en las notas de un periódico que pregona códigos de ética, y el cual exhibe una fotografía de Alfredo, desaparecido, y al cual Esperanza su madre aún espera.
Suenan los versos y las imágenes de Alfredo en el sueño de su madre, mojado dentro de una celda y pidiendo una camisa, me impiden la fácil movilidad de mis mandíbulas, porque me toma con fuerza la impotencia. Y veo en los ojos de la madre mis ojos por la incertidumbre de lo que será en los años de mis hijos que están por crecer.
Ayer por accidente abrí las puertas de un hotel de la ciudad, allí se concentraban distinguidos militantes de un partido político. Uno de los presentes es ahora secretario dentro del organigrama del gobierno del estado. El mismo que coordinaba las labores que en el momento de su desaparición, Alfredo Jiménez realizaba.
Ahora este secretario es quien dicta los lineamientos hacia lo que deben decir y hacer los medios, de acatar las consignas dependen los contratos y las prebendas gubernamentales. Si se le contradice, el medio que se atreva, de plano a rascarse con sus uñas en el confinamiento similitud de Auschwitz. Se llama Jorge Morales, el secretario quien antes se dedicaba a hacer notas y entrevistas, después a dar órdenes de trabajo. Y fue que un día no previó las dimensiones del terreno adonde enviaba a uno de sus trabajadores más entusiastas, Alfredo Jiménez.
Se llama Jorge Morales el secretario, y va por la vida de manera tenebrosa, con arrogancia de dictador.
lunes, 30 de mayo de 2011
sábado, 28 de mayo de 2011
viernes, 27 de mayo de 2011
árboles voces
He vuelto a casa de la tía Lola. Vine a regar las plantas. Enamorado del limón que ya tiene crías converso con él. Le cuento que partiste una tarde en tranvía, sin dejar siquiera un número de teléfono, algún código postal. Vuelvo y le digo a los árboles tu nombre, el viento los mueve a la par de las sílabas desde mi voz. Al invocarte también se estremecen.
Los veo y sus ramajes me reviven la textura de tu piel. Recuerdo. Solíamos abandonar la penúltima clase de universidad, trepar el camión después de burlar el contador con una sola tarjeta.
Apenas nos completábamos para avanzar por la ciudad. Teníamos mochila y dentro de ella un montón de sueños. Tú cantabas para que yo bailara y así solicitar monedas a los usuarios. Un día tuvimos para un paquete de salchichas, pan integral y un frasco de mostaza. Primero mercamos una lata de mariguana, de la verde limón.
He vuelto a la casa de la tía. La tierra en mis ojos me construye una alegría perdida, vuelvo acá y te encuentro en toda la casa, dentro del patio. Te encuentro sin encontrarte. Una canción de Joaquín Sabina hace énfasis en su armónica. Aún conservo la Honnher azul que un día me regalaste. O me la prestaste y me la quedé. La canción de Sabina se va extinguiendo a la par del sol en el horizonte. ¿Habrá algo más nostálgico que una tarde llena de fuego en el cielo al ponerse el sol?
No voy bien con eso de las imágenes para decirte que volver a la casa de la tía me pone un tizón en la panza. Ni qué hacer ni cómo contarte que el comedor huele a ti. Te veías linda detrás de la estufa, inventando recetas de cocina, preparando panes mexicanos con harina francesa, y en un baño de miel elaborada de azúcar con agua.
Sabía rico el postre después de fumar. Y reíamos de las pobrezas. La precariedad era un incentivo para la felicidad. Reíamos de todo. Incluso de los ojos rojos manifestando sueños de tanto humo en el cerebro.
Vengo a la casa de la tía porque necesario es saber que un día estuviste. Que también hubo un momento, o muchos, de abalanzarnos sobre la emoción. Vengo acá para refrendar los días de inventar la vida feliz nomás por la fortuna de acompañarnos.
Sé, porque me lo han dicho los años, que los sicólogos mienten, pero que a veces las teorías que utilizan, a partir de la ciencia, también es un acierto. Y entiendo sin entender que la alegría permanece unos meses, las coincidencias sólo un tiempo, y mientras éstas estén, aprovecharlas, intentar mojar más los árboles de la memoria para así tener un buen recurso cuando ya el sol de las coincidencias se apague con las noches de paranoia, de incomprensión. O simplemente se marchiten porque ya era hora.
En la casa de la tía me contabas historias, despacio, apenas articulando oraciones. Las que más me gustaban eran esas aventuras que veía a través de tus ojos, cuando los ponías lejos, sin un punto fijo, entonces yo entraba en ellos y me trepaba en tu memoria, y allí encontrar la infancia, los dolores y alegrías. Reías mientras yo me asustaba de tu expresión.
Me gustaba verte correteando entre los árboles, escucharte conversar con los pájaros, aunque no entendiera tus palabras, te veías feliz. Tus huaraches mojados, tu pelo largo tendido sobre tu espalda para hacerte ver más niña, casi un ángel. Un día interrumpiste la llamada y sólo alcancé a escuchar el ruido del tranvía.
miércoles, 23 de marzo de 2011
Tengo una Catarina en medio del corazón
martes, 4 de enero de 2011
La vida otra vez
Carlos Sánchez
El ruido de la escoba es música posterior a las canciones de celebración. Ayer despedida, hoy bienvenida. Un año más, un año menos.
Después de un letargo, el ruido de los automóviles llena la ciudad y es síntoma de que la vida recobra su rutina, sus hábitos, los horarios establecidos para seguir: el empleo, la escuela.
Hace apenas un par de noches atrás las copas para estrecharse, el grito en la garganta, los cuetes en el cielo. Hace apenas un par de noches la antigüedad en el calendario de un año marcado por el diez. Hoy es dos mil once y los proyectos de ciudadanos, usted y yo, él y ella, compañeros, inician su curso hacia la realización.
***
En noche buena comimos tamales, bebimos café. Brindamos dentro de una prisión, detrás de la barda al final de la calle en el barrio, en torno a una lumbrada. En navidad jugamos a ser niños, quebramos piñatas, saboreamos dulces, escuchamos la radio y le subimos al volumen para seguir bailando. En navidad nos entristecimos de alegría y lloramos de felicidad.
En noche buena jugamos a los mejores vestidos, el pantalón para estrenarse, las botas de avestruz, la zapatilla de tacón dorado. Jugamos a las sonrisas, a la bastedad de la comida, a las luces llenando las paredes frontales de la casa, a la rendija en el techo de cartón por donde se cuela el viento. En noche buena todos los rincones fueron sinónimo de fiesta, aun en esos sitios donde se aspira a recobrar la salud, o la libertad. Oportunidad fue la noche buena para sentir que extraordinaria es la existencia.
****
Vino año nuevo, no sin antes las prisas en el súper mercado, el tianguis, la fila en la mueblería, la desesperación por la ausencia de ese transporte urbano que tarda más de la cuenta, porque el número de unidades disminuye, porque también el número de usuarios es menor en estos días.
Llegó el momento del ruido de los cuetes, las canciones, no sin antes hacer fila en la tortillería para comprar nixtamal, la masa, en la carnicería los retazos, en el mercado las hojas, la harina, la manteca, el proyecto de los tamales y buñuelos.
A las doce la estridencia, aullidos de perros, abrazos febriles, gritos de celebración. A las doce el ulular de una ambulancia, lágrimas de amor por el hijo que vive en el otro lado y no vino ahora, porque no pudo venir. A las doce el brindis del bohemio quién sabe desde que casa y se escucha en todo el barrio. A las doce más ruidos y luces estallando en el cielo. A las doce bailamos, sí, cómo no, otra, una más, otra y ya, una más.
***
El reloj implacable. Tic tac puntual. Año nuevo que significa el primero de enero. La modorra no llega, porque el cuerpo resiste y la fiesta persiste. Recalentar el menudo, los tamales, el pozole, échale más agua a los frijoles que vienen los parientes, aquellos que hace mucho no aparecían por acá.
Más tarde en la conversación de familia: Fíjate que no ha llegado, que se fue desde ayer que disque a recibir el año y no ha llegado, iba muy guapa, llevaba el saco que le heredó la abuela y es de lana y le cubre hasta las rodillas. Y más tarde quién sabe si llegará.
El reloj en su sonido, el único guión sin concesiones, sin dislate, sin pausa. El primer día del año para irse como un papalote debajo del cielo nublado y con escasos grados centígrados de clima, el día que vuela y acerca más pronto que rápido el despertador para ese instante en el que informa otra vez la vuelta a la realidad, el reloj checador esperando por nuestros nombres.
****
Apenas antier la noche buena, la navidad, ayer el año nuevo, hoy la escoba suena en su música y la vida se ordena en el grito de una dama, de un señor, que piden la parada en la esquina. Apenas hoy el ruido de la escoba nos dice que todo pasó, y que todo empieza. Otra vez.
El ruido de la escoba es música posterior a las canciones de celebración. Ayer despedida, hoy bienvenida. Un año más, un año menos.
Después de un letargo, el ruido de los automóviles llena la ciudad y es síntoma de que la vida recobra su rutina, sus hábitos, los horarios establecidos para seguir: el empleo, la escuela.
Hace apenas un par de noches atrás las copas para estrecharse, el grito en la garganta, los cuetes en el cielo. Hace apenas un par de noches la antigüedad en el calendario de un año marcado por el diez. Hoy es dos mil once y los proyectos de ciudadanos, usted y yo, él y ella, compañeros, inician su curso hacia la realización.
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En noche buena comimos tamales, bebimos café. Brindamos dentro de una prisión, detrás de la barda al final de la calle en el barrio, en torno a una lumbrada. En navidad jugamos a ser niños, quebramos piñatas, saboreamos dulces, escuchamos la radio y le subimos al volumen para seguir bailando. En navidad nos entristecimos de alegría y lloramos de felicidad.
En noche buena jugamos a los mejores vestidos, el pantalón para estrenarse, las botas de avestruz, la zapatilla de tacón dorado. Jugamos a las sonrisas, a la bastedad de la comida, a las luces llenando las paredes frontales de la casa, a la rendija en el techo de cartón por donde se cuela el viento. En noche buena todos los rincones fueron sinónimo de fiesta, aun en esos sitios donde se aspira a recobrar la salud, o la libertad. Oportunidad fue la noche buena para sentir que extraordinaria es la existencia.
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Vino año nuevo, no sin antes las prisas en el súper mercado, el tianguis, la fila en la mueblería, la desesperación por la ausencia de ese transporte urbano que tarda más de la cuenta, porque el número de unidades disminuye, porque también el número de usuarios es menor en estos días.
Llegó el momento del ruido de los cuetes, las canciones, no sin antes hacer fila en la tortillería para comprar nixtamal, la masa, en la carnicería los retazos, en el mercado las hojas, la harina, la manteca, el proyecto de los tamales y buñuelos.
A las doce la estridencia, aullidos de perros, abrazos febriles, gritos de celebración. A las doce el ulular de una ambulancia, lágrimas de amor por el hijo que vive en el otro lado y no vino ahora, porque no pudo venir. A las doce el brindis del bohemio quién sabe desde que casa y se escucha en todo el barrio. A las doce más ruidos y luces estallando en el cielo. A las doce bailamos, sí, cómo no, otra, una más, otra y ya, una más.
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El reloj implacable. Tic tac puntual. Año nuevo que significa el primero de enero. La modorra no llega, porque el cuerpo resiste y la fiesta persiste. Recalentar el menudo, los tamales, el pozole, échale más agua a los frijoles que vienen los parientes, aquellos que hace mucho no aparecían por acá.
Más tarde en la conversación de familia: Fíjate que no ha llegado, que se fue desde ayer que disque a recibir el año y no ha llegado, iba muy guapa, llevaba el saco que le heredó la abuela y es de lana y le cubre hasta las rodillas. Y más tarde quién sabe si llegará.
El reloj en su sonido, el único guión sin concesiones, sin dislate, sin pausa. El primer día del año para irse como un papalote debajo del cielo nublado y con escasos grados centígrados de clima, el día que vuela y acerca más pronto que rápido el despertador para ese instante en el que informa otra vez la vuelta a la realidad, el reloj checador esperando por nuestros nombres.
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Apenas antier la noche buena, la navidad, ayer el año nuevo, hoy la escoba suena en su música y la vida se ordena en el grito de una dama, de un señor, que piden la parada en la esquina. Apenas hoy el ruido de la escoba nos dice que todo pasó, y que todo empieza. Otra vez.