por Carlos Sánchez
Me dicen que deje de joder con los temas de la raza.
Que me olvide ya de “los malandrines”, apodo peyorativo del Beto Bandido, perfecto dramatizador de las tragedias ajenas, panegírico a veces de los hombres que dictan las reglas del juego. Servidor, pues, de la gente bien, de esos empresarios que llenan de anuncios su programa Bandas y bandidos. Idem.
Me dicen que ya chole con esas historias de los que nada tienen, los que nada aportan, sino al contrario, afectan y afean la ciudad.
Terco me aferro por inercia, por una rara e inexplicable vocación de regresar a allá, a las cárceles donde viven esos apestaditos que en su historia de vida, en sus acciones, han dictado la nota roja que construye el rating del programa de marras.
Imparto desde hace un buen de años, talleres en las prisiones. El objetivo (antes que provocar que los presos lean o escriban, antes de informarles que existe el arte como herramienta para enfrentar la vida), es que los presos pasen dos horas de su tiempo fuera de sus celdas.
Vamos bien. A veces viendo películas para analizar el guión, a veces leyendo un cuento, un poema, reflexionando acerca de algún texto construido por uno de los asistentes. Hay también quebrada para el patear de balones cuando necesario es tirar la formalidad, la concentración en las clases.
Ayer, por ejemplo, los ojos todos estuvieron atentos a Sólo Dios sabe, película que dirige Carlos Bolado. Anécdota de una Brasileira que extravía su pasaporte en Tijuana y viaja a México con la esperanza de encontrarlo u obtenerlo de nuevo.
La peli quedó inconclusa en la mirada de los alumnos. Los apagones impidieron la conclusión.
Salí del penal poco después de las doce medio día, justo cuando la bendición de la yegua se apersona en las ollas de aluminio, y la cola hecha por la raza se deleita en la espera de esa llegada del carrito feliz.
Salí no sin antes ir a la clínica de desintoxicación, porque desde allá me envió un recado el Judas, un chavo del Cerrito de la Cruz. El recado decía que lo visitara, que si no había asistido a la clase era porque estaba internado y la consigna, cuando se está en la clínica, es permanecer allí por algunas semanas.
Él inició el curso de literatura. Aplicado desde el primer día sorprendió con la agilidad de su lápiz. Lo extrañamos en clase.
Llegué a la reja que da a la clínica, luego el Judas levantó su mano, saludó y me dijo que qué bien que le caía, que qué chilo el paro del Carlitos, hijo del Pancho Oviedo, el que me hizo llegar el recado.
“Le dije al carlillos que vinieras, porque tengo un texto que hice, me interesa que te lo lleves”.
Subió el Judas al lugar donde guarda sus pertenencias. Trajo algunas hojas que puso en mis manos. Advirtió antes que “es una historia de cuando estaba chavo”.
Disponerme a la lectura del texto del Judas, fue encontrar la llave otra vez de la nostalgia. En las primeras líneas descubro la adolescencia aquella en la que me trepaba por vez primera al baile, allá en el Rafles, ese congal de Villa de Seris.
Encuentro en la narración la existencia del José, ese chavo del Cerrito de la Cruz al que nosotros apodábamos el Parral.
Cuenta el Judas en su texto, los motivos para entrarle recio al desmadre, el inicio de su ejercicio en la delincuencia, los días de ponerle a la marihuana, a las píldoras. Se trepa el narrador en las piedras del Cerro de la Campana, en los callejones del barrio las Pilas.
Párrafos que me enseñan mi historia, mis calles, mi escuela secundaria, la veinticuatro. Letras construyendo oraciones como golpes contundentes en la memoria.
Me dicen que deje de joder con las historias del barrio, que la vida está hecha de otras cosas, de polémicas políticas, por ejemplo; de ciclones y alza a las tarifas eléctricas, la gasolina, el transporte.
Me dicen que hay una realidad que se llama manutención, que deje de soñar y cobre por lo que hago.
Me instruyen para que voltee a otro lado, a otras vidas, otras historias. Me critican hasta juzgarme.
Mientras esas voces se esfuerzan por abrirme los ojos, el Judas me los llena de lágrimas al contarme en su texto cómo el José su carnal murió de un tiro en la cabeza, detrás de su casa, una madrugada cualquiera. Y desde ese momento, me cuenta, su vida se transformó, porque lo amaba, porque su hermano lo protegía. Lo ilustra diciendo que el José le compraba ropa, lo traía bien línea, “quería para mí lo mejor”.
Dejo de leer y me dispongo a obedecer al instinto. Deseando que amanezca ya para encontrarme con la mirada del Judas y confesarle al través de este texto, que su carnal era mi carnal.
2 comentarios:
desgarrada es la manera de agarrarse de otras letras, de las de José, de las tuyas, de los imanes de la pena que nos enrrabian el primer dedo que baja a esta ouija mecánica, extrovertiéndonos humedades de la entraña, que suben hasta los ojos, y hasta el último aliento de un hermano recuerdo que nos vuela muy muy bajo.
Abrázote viejo
y a brindar con los mismos dolores.
saludos
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