Carlos Sánchez
El ruido de la escoba es música posterior a las canciones de celebración. Ayer despedida, hoy bienvenida. Un año más, un año menos.
Después de un letargo, el ruido de los automóviles llena la ciudad y es síntoma de que la vida recobra su rutina, sus hábitos, los horarios establecidos para seguir: el empleo, la escuela.
Hace apenas un par de noches atrás las copas para estrecharse, el grito en la garganta, los cuetes en el cielo. Hace apenas un par de noches la antigüedad en el calendario de un año marcado por el diez. Hoy es dos mil once y los proyectos de ciudadanos, usted y yo, él y ella, compañeros, inician su curso hacia la realización.
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En noche buena comimos tamales, bebimos café. Brindamos dentro de una prisión, detrás de la barda al final de la calle en el barrio, en torno a una lumbrada. En navidad jugamos a ser niños, quebramos piñatas, saboreamos dulces, escuchamos la radio y le subimos al volumen para seguir bailando. En navidad nos entristecimos de alegría y lloramos de felicidad.
En noche buena jugamos a los mejores vestidos, el pantalón para estrenarse, las botas de avestruz, la zapatilla de tacón dorado. Jugamos a las sonrisas, a la bastedad de la comida, a las luces llenando las paredes frontales de la casa, a la rendija en el techo de cartón por donde se cuela el viento. En noche buena todos los rincones fueron sinónimo de fiesta, aun en esos sitios donde se aspira a recobrar la salud, o la libertad. Oportunidad fue la noche buena para sentir que extraordinaria es la existencia.
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Vino año nuevo, no sin antes las prisas en el súper mercado, el tianguis, la fila en la mueblería, la desesperación por la ausencia de ese transporte urbano que tarda más de la cuenta, porque el número de unidades disminuye, porque también el número de usuarios es menor en estos días.
Llegó el momento del ruido de los cuetes, las canciones, no sin antes hacer fila en la tortillería para comprar nixtamal, la masa, en la carnicería los retazos, en el mercado las hojas, la harina, la manteca, el proyecto de los tamales y buñuelos.
A las doce la estridencia, aullidos de perros, abrazos febriles, gritos de celebración. A las doce el ulular de una ambulancia, lágrimas de amor por el hijo que vive en el otro lado y no vino ahora, porque no pudo venir. A las doce el brindis del bohemio quién sabe desde que casa y se escucha en todo el barrio. A las doce más ruidos y luces estallando en el cielo. A las doce bailamos, sí, cómo no, otra, una más, otra y ya, una más.
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El reloj implacable. Tic tac puntual. Año nuevo que significa el primero de enero. La modorra no llega, porque el cuerpo resiste y la fiesta persiste. Recalentar el menudo, los tamales, el pozole, échale más agua a los frijoles que vienen los parientes, aquellos que hace mucho no aparecían por acá.
Más tarde en la conversación de familia: Fíjate que no ha llegado, que se fue desde ayer que disque a recibir el año y no ha llegado, iba muy guapa, llevaba el saco que le heredó la abuela y es de lana y le cubre hasta las rodillas. Y más tarde quién sabe si llegará.
El reloj en su sonido, el único guión sin concesiones, sin dislate, sin pausa. El primer día del año para irse como un papalote debajo del cielo nublado y con escasos grados centígrados de clima, el día que vuela y acerca más pronto que rápido el despertador para ese instante en el que informa otra vez la vuelta a la realidad, el reloj checador esperando por nuestros nombres.
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Apenas antier la noche buena, la navidad, ayer el año nuevo, hoy la escoba suena en su música y la vida se ordena en el grito de una dama, de un señor, que piden la parada en la esquina. Apenas hoy el ruido de la escoba nos dice que todo pasó, y que todo empieza. Otra vez.