martes, 13 de marzo de 2012
La importancia de la música
Carlos Sánchez
Volver a Cananea. Los cerros como un camino bordado hacia el corazón.
Descendimos la cuesta, levantamos flores con los ojos, sentimos olores de tanto amar el paisaje. Ruido de pájaros, el viento luego para formarnos la idea clara de una tarde clara.
Cananea es esto y aquello: la memoria de una caminata sobre la plaza, el sicomoro alumbrando los sentidos de un niño que juega a ser guardabosques, la canción siempre repetida en noche bohemia y la historia de un preso por causa de su torpeza. Notas y versos de un pormenor.
Llegamos apenas la tarde en su pardeo, cruzamos las vías del ferrocarril y atrás la incertidumbre de la sierra, ese lugar adonde se trepa y quién sabe si uno podrá bajar. Esta ocasión, como tantas más, logramos el descenso con una sonrisa como careta inamovible.
Brindamos de manera tácita, apenas con el rumor de nuestras energías, apenas con la complicidad de la mirada. Luego fuimos a la biblioteca, después al barrio Cananeavieja, ante los ojos y las flores, esperando por nosotros Josefa, Chago, Socorro, los Rojas Molina: casa de puertas abiertas. Estrechamos las manos como vehículo de confrontar el alma.
Vimos un jardín, dos moradas para pájaros, un montón de ocre y pocos grados centígrados. Celebramos sin palabras, los párpados abiertos para describir el sentimiento.
Más tarde fue lo de Poesía en prenda, antes una sopa, unas enchiladas, una taza de café. Y vinieron las palabras para recordar al poeta ido: Abigael Bohórquez quien por el oficio todo lo diera.
Estábamos, estuvimos para celebrar los versos, la entereza, el atino de la palabra construyendo congruencia, sapiencia. Josefa Isabel Rojas Molina dijo el recuerdo y todos los presentes, después de las siete de la tarde y dentro del marco del veintisiete aniversario de la Biblioteca Pública Buenavista del Cobre, observamos al vate echando agua en la cabeza a un poeta en ciernes llamado Ramón Martínez. Porque así bautizó Abigael en su primera lectura a Ramón.
Eso fue en aquéllos años cuando Bohórquez llegó a Cananea y de cuya ciudad tenía la idea de una cabaña repleta de libros. Así la charla, después la lectura, Desazón es un poema que nos encoge el corazón y nos lo aprieta, también estuvo allí.
Vinieron comentarios, preguntas, datos fluyeron sobre el poeta Abigael, y aplausos a favor de su existencia. Así la tarde de un jueves para clausurar el día, con la poesía dispuesta, el recuerdo presente, perenne.
Al día siguiente la invitación, Verónica Canela que nos lleva de la mano generosa al restaurante de mariscos Mayra. Allí por sorpresa nos tomó la música desde el talento de Francisco Bracamontes.
Con un palo de ciego reposando en el umbral de una mesa, frente a un vitral, y más allá él con guitarra en mano, con micrófono cerca de los labios para vacilar la vida a ritmo de cumbia, de balada, unos Apson bien aplicados para recordar cuando apenas era un jovencito mi mamá me decía…
A Francisco hace algunos años se le apagó la luz de los ojos, y esto una consecuencia para encender la luz del talento, a más, porque ya lo traía, y fue entonces que ya de tarde y viernes preámbulo para la presentación de un libro más, Matar (conversaciones con asesinos), comimos acompañados de versos sin estridencia, de palabras hilarantes, divertimento ingenioso.
Un arroz, pescado frito, salsa bandera, limonada natural, camarones empanizados, caldo largo. Francisco nos convocó con su canto, y bailamos para adentro, porque el pudor nos paralizó el cuerpo. Celebramos su creatividad, la enjundia, y nuevamente supimos que Cananea es un canto constante.
Hubo un momento en el que vimos la sonrisa sostenida del cantante, y fue en el momento de entonar aquella historia de una sirena como desayuno. Nos divertimos también con la anécdota, con el equívoco en el verso y decir gallina por sirena. “Todos me dieron un carrillón”, dijo Francisco.
Y hete aquí la prueba de la música como importancia para seguir diciendo. Porque si no los ojos: sí los versos, el rasgueo, las canciones. Francisco Bracamontes se gana la vida y vive porque la música es emoción y también un oficio de generosidad.
Volvamos a cantar. Volver para bailar.
viernes, 9 de marzo de 2012
Abigael Bohórquez: poeta consecuente
Carlos Sánchez
Oh poeta de poderosa y macha poesía, Abigael Bohórquez, poeta de todas latitudes, así definió Efraín Huerta, el cocodrilo, al escritor sonorense, quizá el más trascendental de todos los tiempos en la historia de la literatura regional, y nacional.
Abigael Bohórquez, poeta consecuente, vivió asumiendo una actitud vital ante su oficio. Constantemente marginado de la nómina institucional, el vate apostó lo que tuvo desde su talento, a la creación de su obra dramática y poética, ésta última traducida en fechas reciente al idioma francés e inglés, y se gesta también la traducción a la lengua portuguesa.
Abigael nació el 12 de marzo de 1937, por lo tanto este lunes próximo cumpliría la edad de 75 años. No obstante falleció de un infarto masivo, como mueren los poetas, en el mes de noviembre de 1995, a la edad de 58 años.
Actualmente su poesía circula, viaja a diferentes países, en un recuento de poemas publicado por Mantis Editores, el cual lleva por título Poesía en prenda. Este ejemplar se presentó en la edición próxima pasada de la Feria Internacional de Libro.
Si el poeta muere, la poesía tal vez permanezca para siempre, en este caso Abigael permanece.
Aquí un poema, quizá el más conocido por los lectores:
Llanto por la Muerte de un Perro
Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”
Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.
Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.
(Fe de bautismo, 1960).
jueves, 8 de marzo de 2012
Es mujer
Carlos Sánchez
Blanca desciende, por el callejón del barrio, desde la casa en que habita, donde la voz cantante la tiene su concubino, un mecánico que usa la mirada humilde en el trato con los cliente, y la energía del índice para ordenar a su mujer.
Blanca perfumada fue y bebió, bailó. Regresó después de la media noche, y el marido no quiso abrir la puerta, a través de una ventana le dijo que se fuera, que ya nada tenía que hacer allí, que ni su ropa iba a encontrar.
Blanca, antes de salir de su casa, hacia la fiesta, intentó localizar al marido, le marcó varias veces a su celular, éste no respondió, quería decirle que la mesa estaba lista, las camisas planchadas, que la voz de los niños no le perturbarían a la hora de su llegada, porque simplemente no hay niños, porque al señor le incordia la risa, el revuelo.
Quiso informarle, Blanca, que esa noche celebrarían el cumpleaños de su hermana, que si él quería podía acompañarla y celebrar con música y cerveza, comida. Él no respondió.
Blanca, en su intento infructuoso por entrar al hogar, después de la media noche, se retiró y como tantas otras veces pidió morada en la casa de su madre, y no durmió, esperó paciente la hora en que el marido ya no estuviera en la casa, porque los domingos es su costumbre dirigirse a misa, cumplir con los mandamientos, ofrecer el diezmo.
Blanca, ante la ausencia del concubino, encontró en el patio las cenizas de lo que fuera su ropa. Y en su voz el tarareo de una canción muchas veces repetida la noche anterior.
***
Es domingo, y supone que habrá celebración porque es día de la familia. Se dirige entonces a la casa de su madre, y le acompaña su hijo el menor.
Está segura que la vida en orden, porque ya dejó los platos y manteles en su lugar preciso. Lavada toda la ropa, tendidas todas las camas. Por eso atraviesa la plaza, camina las calles, hala de la mano a su hijo el menor, los otros hijos ya se valen por sí solos y ya desde temprano también tomaron su rumbo, otro rumbo.
Sabe que le espera la guitarra de su tío, el reencuentro con las palomas que hace años empezó a criar en el corral de la casa. Lo que más le seduce es el canto y ver cómo se aman entre ellas.
Tiene varias jaulas, con las puertas abiertas, y le reconforta ver cómo vuelan, y más le llena de felicidad ver cómo regresan. En ocasiones ha dicho que siente ser una de ellas, con la diferencia que la aves tienen alas.
Le gusta saber que existen las palomas, porque su vida está contenida, reducida a las rutinas y lo que ordene el señor de la casa. Por eso hace muchos años un día dijo: Si no puedo ir y venir con libertad, serán ellas las que me llenen de su libertad.
Por eso un día fue que emprendió la crianza, y ahora espera los fines de semana, el domingo para ser precisos, y volar entonces en las alas, en parvada.
***
Todos los caminos la llevan al cerro. Se llama Dolores, Esperanza, Sierva, Cristiana. Juega sobre las piedras y a golpear con sus pies la infancia que no abandona.
Aferrada a los días de escurrir los mocos, espantar los piojos, se trepa cada tarde en el picacho, donde un día encontró el rojo descendiendo por entre sus piernas y entonces otras realidades que le espantaron la inocencia.
Su madre, a como pudo, estuvo para contarle cuentos de caballos y sirenas, de mares y desiertos. Un día el último hálito de su madre sepultó las historias. Ella callada siguió el andar trepada de las piedras como recuerdo de la felicidad.
A veces baja con la mirada gacha, porque no encuentra la voz, por más que la busca mirando al cielo. A veces una sonrisa es la firma de la felicidad, porque se comunica con la madre ida. Trepa al cerro para que le quede más cerca, y así encontrarse, ambas rememorar la tarde llena de un papalote que juntas construyeron para liberarlo, y verlo perderse en el más allá.
Tiene infancia, presencia constante que le exonera de la realidad, en estos días donde su nombre consta en un acta de matrimonio y un apellido le hace su presa.
Se llama Dolores, Esperanza, Sierva, Cristiana. Es mujer.
Blanca desciende, por el callejón del barrio, desde la casa en que habita, donde la voz cantante la tiene su concubino, un mecánico que usa la mirada humilde en el trato con los cliente, y la energía del índice para ordenar a su mujer.
Blanca perfumada fue y bebió, bailó. Regresó después de la media noche, y el marido no quiso abrir la puerta, a través de una ventana le dijo que se fuera, que ya nada tenía que hacer allí, que ni su ropa iba a encontrar.
Blanca, antes de salir de su casa, hacia la fiesta, intentó localizar al marido, le marcó varias veces a su celular, éste no respondió, quería decirle que la mesa estaba lista, las camisas planchadas, que la voz de los niños no le perturbarían a la hora de su llegada, porque simplemente no hay niños, porque al señor le incordia la risa, el revuelo.
Quiso informarle, Blanca, que esa noche celebrarían el cumpleaños de su hermana, que si él quería podía acompañarla y celebrar con música y cerveza, comida. Él no respondió.
Blanca, en su intento infructuoso por entrar al hogar, después de la media noche, se retiró y como tantas otras veces pidió morada en la casa de su madre, y no durmió, esperó paciente la hora en que el marido ya no estuviera en la casa, porque los domingos es su costumbre dirigirse a misa, cumplir con los mandamientos, ofrecer el diezmo.
Blanca, ante la ausencia del concubino, encontró en el patio las cenizas de lo que fuera su ropa. Y en su voz el tarareo de una canción muchas veces repetida la noche anterior.
***
Es domingo, y supone que habrá celebración porque es día de la familia. Se dirige entonces a la casa de su madre, y le acompaña su hijo el menor.
Está segura que la vida en orden, porque ya dejó los platos y manteles en su lugar preciso. Lavada toda la ropa, tendidas todas las camas. Por eso atraviesa la plaza, camina las calles, hala de la mano a su hijo el menor, los otros hijos ya se valen por sí solos y ya desde temprano también tomaron su rumbo, otro rumbo.
Sabe que le espera la guitarra de su tío, el reencuentro con las palomas que hace años empezó a criar en el corral de la casa. Lo que más le seduce es el canto y ver cómo se aman entre ellas.
Tiene varias jaulas, con las puertas abiertas, y le reconforta ver cómo vuelan, y más le llena de felicidad ver cómo regresan. En ocasiones ha dicho que siente ser una de ellas, con la diferencia que la aves tienen alas.
Le gusta saber que existen las palomas, porque su vida está contenida, reducida a las rutinas y lo que ordene el señor de la casa. Por eso hace muchos años un día dijo: Si no puedo ir y venir con libertad, serán ellas las que me llenen de su libertad.
Por eso un día fue que emprendió la crianza, y ahora espera los fines de semana, el domingo para ser precisos, y volar entonces en las alas, en parvada.
***
Todos los caminos la llevan al cerro. Se llama Dolores, Esperanza, Sierva, Cristiana. Juega sobre las piedras y a golpear con sus pies la infancia que no abandona.
Aferrada a los días de escurrir los mocos, espantar los piojos, se trepa cada tarde en el picacho, donde un día encontró el rojo descendiendo por entre sus piernas y entonces otras realidades que le espantaron la inocencia.
Su madre, a como pudo, estuvo para contarle cuentos de caballos y sirenas, de mares y desiertos. Un día el último hálito de su madre sepultó las historias. Ella callada siguió el andar trepada de las piedras como recuerdo de la felicidad.
A veces baja con la mirada gacha, porque no encuentra la voz, por más que la busca mirando al cielo. A veces una sonrisa es la firma de la felicidad, porque se comunica con la madre ida. Trepa al cerro para que le quede más cerca, y así encontrarse, ambas rememorar la tarde llena de un papalote que juntas construyeron para liberarlo, y verlo perderse en el más allá.
Tiene infancia, presencia constante que le exonera de la realidad, en estos días donde su nombre consta en un acta de matrimonio y un apellido le hace su presa.
Se llama Dolores, Esperanza, Sierva, Cristiana. Es mujer.
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