Carlos Sánchez
Te chupabas el dedo. La dentadura torció su vereda en las encías. Dicen los que te vieron crecer que jugabas con tierra, inventando dragones y escaleras, tesoros en las zanjas, machincuepas en las lomas.
Le huías a la opulencia. La imaginación te bastaba para inventar el mundo predilecto. Te ven ahora, según me cuentan, por las calles, con la libertad de unos tirantes ajustados a tu espalda, por el pecho, con los jeans flojos, los zapatos bajos, la camisa de hombre sin fajar, la despreocupación por la estética.
Te gusta coleccionar imágenes urbanas, conversar con los hombres que llenan la ciudad, en esa velocidad de sus pasos guareciéndose de la vida. Me lo han dicho.
¿Nunca te has preguntado por qué la mirada de niña se queda en tu rostro para siempre? Si lo hicieras tal vez no habría respuesta. Además la conservas sin reparar en ello.
Hace unos meses visitaste el Café del Cerro, donde atiendo por las tardes la mesa dieciséis. Te observé, después de mucho tiempo de no saberte. No tuve, otra vez, la fuerza del atrevimiento para abordarte. Venías con el mismo pelo sobre los hombros, el rosario de bolitas rojas y una cruz negra. No hay manera de errar tu nombre, la mirada y la postura de tu cuerpo te describen aún a distancia.
Había reflectores, cámaras, preguntas sobre tu presencia en el país, tus proyectos, el trabajo a estrenar el próximo fin de semana. Te aplaudieron tanto. Los miré marcharse después fanáticos de tus palabras. Me quedé con atmósfera de tu presencia.
Tengo de esa tarde la servilleta con la que limpiabas tus manos, tus labios, la guardo en el buró contiguo a mi cama, la beso antes de dormir, y al despertar.
Recordé esas horas de verte cerca, y los días sucesivos, momentos que tenía en la memoria, de los cuales ni yo sabía de ellos. Fui con el pensamiento a esa escuela para damas donde mi abuela hacía el aseo y yo le acompañaba porque no tenía con quien dejarme por las mañanas.
Era escuela para niñas en ciernes de servicio a la iglesia, de mujeres con vocación para adorar a dios. Tenías un overol a cuadros, el mismo pelo, los mismos rizos. Te encontré en el pasillo hacia la capilla, yo con la cubeta amarilla y en ella el trapeador, tú con la cuerda rosa para jugar a los brincos y una bolsa de frituras ensuciando tu ropa.
No debiste compartir tu día conmigo, estuve en el lugar equivocado, no debí meter mis manos en la bolsa de tus frituras y acompañarte hacia la capilla. La monja te regañó por atreverte a tomarme del cabello, por acercar tu rostro al mío para enseñarme a rezar frente a un cristo de madera. Eso argumentaste cuando tus padres acudieron en tu defensa ante el director del colegio, eso dijiste mientras yo sólo asentía con la cabeza, sin poder pronunciar una palabra.
La otra historia, la del trapeador en la cabeza de la monja que te agredió por decir que yo no era de tu clase, que no debías comunicarte conmigo y mucho menos encerrarte en el baño de la capilla con mi compañía, la que nunca le dijimos a nadie, esa historia la encuentro ahora que me despierta la memoria. Es gozar de tu carácter, el talante para decir no. Yo siempre he sido un sometido.
Te veías en ese momento con la mirada de un perro rabioso, con la fuerza de un árbol inmenso, tenías la necesidad de callar las ofensas de esa dama dedicada a dictar órdenes y trazar caminos para formar gente de bien.
Me asustó el escupitajo que disparaste sobre su rostro, el sollozo incesante de la monja que rezaba mientras tú arremetías con palabras en contra de ella. La venciste.
Desde ese día te expulsaron del colegio, mi abuela no regresó más a su trabajo. Desde ese día vivo indagando tu paradero, desde ese instante supe que alguien podía defender mi nombre.
Tengo en una hoja de cuaderno una historieta que inventaste esa mañana. El personaje se llama como yo, la niña que juega en el columpio tiene trenzas y firma un juramento de siempre querer a su héroe que no es otro más que el que empuja con sus manos el columpio para que ella roce con su rostro y su pelo el aire del parque. Y soy yo. En los recuadros de la historia dibujada con tinta negra, está tu nombre, tu dirección, el número de teléfono al que nunca me atreví a marcar. Y todos los días deseo vencer el miedo de mi índice para poder tocar las teclas y construir la posibilidad de respuesta: tu voz.
De niña te gustaba pasar las tardes debajo del eucalipto, en el corral de tu casa, conversar con las cachoras, llenar de migajas el área donde las palomas solían bajar para refrescarse con el agua que regaba las plantas.
Me han dicho que tuviste un par de hijos, que aunque nunca creíste en el matrimonio, te decidiste a no pasar la vida sola, escuchar las voces que emergieron desde tu vientre, de acariciar el aprendizaje de dos varones que ahora te llenan la vida.
Te he visto esa tarde en el café y descubro los mismos ojos llenos de infancia. El color de tu piel es la reiteración de tus días caminando bajo el sol.
Esta noche observó desde mi ventana hacia la calle, no dejo de nombrarte, en el deseo la fantasía de encontrarte por la ciudad es una constante en mi ansiedad. Estoy lleno de ti. A veces es inevitable observarte en los otros rostros, creer que eres tú y tristemente saber que no al acercarme a los cuerpos en los que te invento.
Enciendo la memoria. Te toco y me salva el olor de la servilleta con tu sudor, con la textura de tu piel, enciendo la radio para complacerte de la Hora del jazz. Juego a tenerte. No me queda más remedio que servir dos copas de vino tinto, o si prefieres saldremos a caminar.
Despertaremos juntos y tendrás café a la cama. Te cuidaré recíproco, por esos días de infancia donde la violencia de tus palabras defendió mi nombre. Llegas otra vez en esta servilleta que froto contra mi cuerpo.
lunes, 30 de junio de 2008
También risa
por carlos sánchez
Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.
Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.
Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.
Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, y se tiró como venado al otro lado de la barda, y se llevó con el cuerpo ramas, alambres, y unos cuantos rasguños.
Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.
A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.
Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cheve y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.
Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Vicente Fernández, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va al campo donde los árboles le esperan por la tarde.
A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.
Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la tranza para comer y beber, reír y sentir.
Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el químico que es el solvente, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaiven de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río.
Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.
Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo ante los suegros en turno.
Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.
A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío lo echaba, porque andaba loco, porque no se comportaba como la gente.
Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.
Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.
Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.
Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.
Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.
En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.
Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.
Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.
Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.
Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, y se tiró como venado al otro lado de la barda, y se llevó con el cuerpo ramas, alambres, y unos cuantos rasguños.
Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.
A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.
Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cheve y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.
Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Vicente Fernández, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va al campo donde los árboles le esperan por la tarde.
A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.
Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la tranza para comer y beber, reír y sentir.
Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el químico que es el solvente, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaiven de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río.
Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.
Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo ante los suegros en turno.
Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.
A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío lo echaba, porque andaba loco, porque no se comportaba como la gente.
Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.
Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.
Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.
Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.
Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.
En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.
jueves, 26 de junio de 2008
El retablo del Conde Eros
Carlos Sánchez
Los escritores Eliseo Alberto e Inés Martínez de Castro recrean escenas vividas en el teatro París de La Habana.
En la presentación de la más reciente novela del escritor cubano (Eliseo), Ramona, personaje de la historia, cobra vida en la voz Inés, y es el vestuario, la actuación, la voz de ambos quienes remiten a los espectadores a esa cotidianeidad nocturna que fluye en el contenido de El retablo del Conde Eros.
En el Centro Delta, y en el marco de Charlas de Verano de El Imparcial, Juliancito Dalmau encuentra la muerte por intoxicación, es el actor Jorge Durazo quien da vida y de facto el deceso a ese protagonista de la novela de marras.
¿Qué es lo que hace que dos escritores se encuentren y de inmediato acuerden la dinámica entre ambos para convocar al espectador a la lectura de un libro? Peces en el agua, hablando con conocimiento de causa, con un dominio escénico y actoral de parte de Inés Martínez de Castro, con el atuendo preciso para matizar al personaje que es Ramona, con la experiencia necesaria para comunicarse con el autor de la novela y marcar la pauta para que éste intervenga y narre las anécdotas del contenido de su obra.
Implacable es la ansiedad por tener el libro en las manos, cuando se ha visto y disfrutado de manera directa a los personajes, escenas del ejemplar. La manera de ir narrando los motivos de la construcción, el amor por sus personajes de parte del autor, convence y convocan a los espectadores a buscar el libro para indagar en la vida de esos personajes de La Habana y su prostíbulo.
En su humildad, en la necesidad de otro trago de ron, de un Marlboro en los labios, en el inevitable dolor que también le causa el oficio, porque vive el sufrimiento de sus personajes, Eliseo Alberto ofrece en su mirada la añoranza, en su voz la dificultad de la respiración, en su rostro la pasión por las letras.
En una mesa de cantina ocurre la presentación, estrategia legítima y atinada para envolver al público en estas atmósferas de cabaret, de noches interminables, de personajes descarnados que habitan las páginas de El retablo del Conde Eros.
Noche de celebración por las letras, regalo invaluable para el escritor de origen cubano, agradecimiento para Inés Martínez de Castro cuyo bagaje le brinda la seguridad del tema que trata, las tablas para mostrarnos con su cuerpo y su voz la felicidad que le provee la lectura.
En el Centro Delta hubo también Zarzuela, en la voz y la guitarra de Juan Pablo Maldonado y Emanuel Mayoral.
Noche de letras y teatro, música y ambigú, noche de placer tocando el alma de quienes buscan el arte como refugio para el espíritu.
Los escritores Eliseo Alberto e Inés Martínez de Castro recrean escenas vividas en el teatro París de La Habana.
En la presentación de la más reciente novela del escritor cubano (Eliseo), Ramona, personaje de la historia, cobra vida en la voz Inés, y es el vestuario, la actuación, la voz de ambos quienes remiten a los espectadores a esa cotidianeidad nocturna que fluye en el contenido de El retablo del Conde Eros.
En el Centro Delta, y en el marco de Charlas de Verano de El Imparcial, Juliancito Dalmau encuentra la muerte por intoxicación, es el actor Jorge Durazo quien da vida y de facto el deceso a ese protagonista de la novela de marras.
¿Qué es lo que hace que dos escritores se encuentren y de inmediato acuerden la dinámica entre ambos para convocar al espectador a la lectura de un libro? Peces en el agua, hablando con conocimiento de causa, con un dominio escénico y actoral de parte de Inés Martínez de Castro, con el atuendo preciso para matizar al personaje que es Ramona, con la experiencia necesaria para comunicarse con el autor de la novela y marcar la pauta para que éste intervenga y narre las anécdotas del contenido de su obra.
Implacable es la ansiedad por tener el libro en las manos, cuando se ha visto y disfrutado de manera directa a los personajes, escenas del ejemplar. La manera de ir narrando los motivos de la construcción, el amor por sus personajes de parte del autor, convence y convocan a los espectadores a buscar el libro para indagar en la vida de esos personajes de La Habana y su prostíbulo.
En su humildad, en la necesidad de otro trago de ron, de un Marlboro en los labios, en el inevitable dolor que también le causa el oficio, porque vive el sufrimiento de sus personajes, Eliseo Alberto ofrece en su mirada la añoranza, en su voz la dificultad de la respiración, en su rostro la pasión por las letras.
En una mesa de cantina ocurre la presentación, estrategia legítima y atinada para envolver al público en estas atmósferas de cabaret, de noches interminables, de personajes descarnados que habitan las páginas de El retablo del Conde Eros.
Noche de celebración por las letras, regalo invaluable para el escritor de origen cubano, agradecimiento para Inés Martínez de Castro cuyo bagaje le brinda la seguridad del tema que trata, las tablas para mostrarnos con su cuerpo y su voz la felicidad que le provee la lectura.
En el Centro Delta hubo también Zarzuela, en la voz y la guitarra de Juan Pablo Maldonado y Emanuel Mayoral.
Noche de letras y teatro, música y ambigú, noche de placer tocando el alma de quienes buscan el arte como refugio para el espíritu.
miércoles, 25 de junio de 2008
Contar la malía
Carlos Sánchez
Eliseo Alberto enciende un Marlboro. Invita. Fumamos post entrevista en sala de redacción. En la calle mina el sol es un misil estallando contra la piel.
Eliseo Cuenta con la mirada historias perdidas de su Habana. Recordar a los amigos es abrir con el filo de la nostalgia grietas en el corazón. No le temas a la ternura, le había dicho su padre, el extinto poeta Eliseo Diego, en esos años de formarlo. Por eso Eliseo trae prendida de su mirada la ternura sugerida por su progenitor. No la abandona.
Tiene el escritor cubano un cuerpo inmenso, y dentro un corazón ancho, como de elefante. Observa con atención el ruido del día, escucha los colores de la ciudad repleta de sol.
La banqueta es de todos, pertenecen a ella los pasos cotidianos y sobre ella vienen ahora dos adolescentes prendidos de algarabía. Abordan a Eliseo y le piden un cigarro, el narrador obsequia, incluida la lumbre de su encendedor.
Una gorra azul es la ventana de la mirada de uno de ellos, el más parlanchín. Ante la incesante ráfaga de oraciones, Eliseo da dos pasos sobre su flanco derecho, buscando el horizonte, hacia el poniente. Las palabras del otro adolescente no cesan contando la historia de la malía, de la ausencia de droga en el cuerpo que es una pesadilla.
Ambos chavales vienen del hospital psiquiátrico conocido como El Nava. Ya apoderados de la conversación nos borran del espacio; Eliseo piensa, necesita, desea un lugar para el silencio y cerrar los ojos como descanso. En un momento lo llevarán al hotel. Por la tarde deberá regresar a presentar su novela. Los chavales me abordan mientras el escritor evada con unos pasos el ruido de las palabras.
Ya no vas a la cárcel, me pregunta el de la gorra, mientras el otro, el dueño de varios collares y un tando café, pantalones holgados y tenis blancos, se aferra al tema de las drogas: necesidad que apremia por compartir su historia. Y es un diálogo en pubertad:
--Si no me venden las pastillas que necesito voy a venir con mi familia a pelearles la causa, porque ellos no saben lo que es la pinchi malía.
Un diálogo se construye. Ambos viajan en el mismo tren, la misma travesía.
--Si no te las dan, mi jefe también brinca a paro.
--En cuanto tenga dinero voy a pagar la consulta y en cuanto me den la receta vamos a hacer revolución. A ver si no me dan la metadona, sí me la van a dar.
--Oyes, carnal, allá le caigo en la Insurgentes, ¿te acuerdas cuando jugábamos futbol en el Centro Intermedio?
El del tando insiste en la exposición de su objetivo, inventa la conversación con una farmacéutica, con un amigo de facto, al que encuentra sobre su paso en la banqueta:
--Esta carta tiene la firma del director, y aquí está el número, llámele y pregunte, yo necesito el medicamento, en el Nava ya no está permitido recetar estas pastillas, y como a mí la metadona no me funciona, la verdad señora, ando muy ansioso y necesito las rivotril. Ando muy ansioso, me tiemblan las piernas y ya estoy todo marcado de los brazos. Yo ya me metía setenta gotas de heroína diarias, andaba bien alto, un año duré prendido, un año con ochenta líneas de insulina, imagínate, y a veces me metía las cien rayas, dejando tantita sangre nomás pa’ registrar, ¿guachas? Pero la neta carnal, cuando rebotas en la cama el cuerpo se levanta como medio metro, nomás de la pura malía, la neta güey de lo que me siento orgulloso y bien a gusto, es que yo solo dije, el sábado, sabes que qué el sábado ya no voy a consumir…
Un grito espontáneo del de la gorra es la risa de ambos: güera, si me muero quien te encuera, mija.
La rubia soslaya, sigue su curso.
…no cualquier cabrón la deja así nomás, me cae, y todo tranquilo, nomás dije, no le voy a poner, y no le puse, y ya estuvo a la verga, el lunes me la pasé bien malía…
Aguas al del telégrafo (otro grito del de la gorra, otra vez la risa).
…no aguanté y me desconecté, perdí el conocimiento, me hizo el paro la familia y me trasladaron para el hospital, para el Nava, duré dos tres días loco, puras mamadas hablaba, me quedé arriba y ciego como quince días, no veía nada…
Vámonos ya, al rato compa, quiero que luego escribas algo sobre nosotros. (El de la gorra quiebra el monólogo).
…me dicen el Meño, luego te topo, voy a ver si la cuajo con esta receta, las rivotril son las únicas que me pueden controlar esta pinchi malía.
Para el momento final de la conversación de los urbanos plebeyos, Eliseo Alberto viaja en una suburban refrigerada. En la noche habrá de reencontrarse con sus personajes en esa novela que le exige viajar para su difusión.
Qué maravilla de chavales contando la historia ante Eliseo como un simple peatón. No pretender la complacencia, el verbo por necesidad de comunicarse. Y la siguiente ruta hacia la farmacia, para alcanzar el objetivo: sepultar la malía que provoca la ausencia de heroína. Adentro la ciudad es un río de historias que se escriben cotidianas. Seguramente La Habana del escritor contiene ese mar de adolescencia similitud de la búsqueda de su identidad en el filo de una aguja.
Eliseo Alberto enciende un Marlboro. Invita. Fumamos post entrevista en sala de redacción. En la calle mina el sol es un misil estallando contra la piel.
Eliseo Cuenta con la mirada historias perdidas de su Habana. Recordar a los amigos es abrir con el filo de la nostalgia grietas en el corazón. No le temas a la ternura, le había dicho su padre, el extinto poeta Eliseo Diego, en esos años de formarlo. Por eso Eliseo trae prendida de su mirada la ternura sugerida por su progenitor. No la abandona.
Tiene el escritor cubano un cuerpo inmenso, y dentro un corazón ancho, como de elefante. Observa con atención el ruido del día, escucha los colores de la ciudad repleta de sol.
La banqueta es de todos, pertenecen a ella los pasos cotidianos y sobre ella vienen ahora dos adolescentes prendidos de algarabía. Abordan a Eliseo y le piden un cigarro, el narrador obsequia, incluida la lumbre de su encendedor.
Una gorra azul es la ventana de la mirada de uno de ellos, el más parlanchín. Ante la incesante ráfaga de oraciones, Eliseo da dos pasos sobre su flanco derecho, buscando el horizonte, hacia el poniente. Las palabras del otro adolescente no cesan contando la historia de la malía, de la ausencia de droga en el cuerpo que es una pesadilla.
Ambos chavales vienen del hospital psiquiátrico conocido como El Nava. Ya apoderados de la conversación nos borran del espacio; Eliseo piensa, necesita, desea un lugar para el silencio y cerrar los ojos como descanso. En un momento lo llevarán al hotel. Por la tarde deberá regresar a presentar su novela. Los chavales me abordan mientras el escritor evada con unos pasos el ruido de las palabras.
Ya no vas a la cárcel, me pregunta el de la gorra, mientras el otro, el dueño de varios collares y un tando café, pantalones holgados y tenis blancos, se aferra al tema de las drogas: necesidad que apremia por compartir su historia. Y es un diálogo en pubertad:
--Si no me venden las pastillas que necesito voy a venir con mi familia a pelearles la causa, porque ellos no saben lo que es la pinchi malía.
Un diálogo se construye. Ambos viajan en el mismo tren, la misma travesía.
--Si no te las dan, mi jefe también brinca a paro.
--En cuanto tenga dinero voy a pagar la consulta y en cuanto me den la receta vamos a hacer revolución. A ver si no me dan la metadona, sí me la van a dar.
--Oyes, carnal, allá le caigo en la Insurgentes, ¿te acuerdas cuando jugábamos futbol en el Centro Intermedio?
El del tando insiste en la exposición de su objetivo, inventa la conversación con una farmacéutica, con un amigo de facto, al que encuentra sobre su paso en la banqueta:
--Esta carta tiene la firma del director, y aquí está el número, llámele y pregunte, yo necesito el medicamento, en el Nava ya no está permitido recetar estas pastillas, y como a mí la metadona no me funciona, la verdad señora, ando muy ansioso y necesito las rivotril. Ando muy ansioso, me tiemblan las piernas y ya estoy todo marcado de los brazos. Yo ya me metía setenta gotas de heroína diarias, andaba bien alto, un año duré prendido, un año con ochenta líneas de insulina, imagínate, y a veces me metía las cien rayas, dejando tantita sangre nomás pa’ registrar, ¿guachas? Pero la neta carnal, cuando rebotas en la cama el cuerpo se levanta como medio metro, nomás de la pura malía, la neta güey de lo que me siento orgulloso y bien a gusto, es que yo solo dije, el sábado, sabes que qué el sábado ya no voy a consumir…
Un grito espontáneo del de la gorra es la risa de ambos: güera, si me muero quien te encuera, mija.
La rubia soslaya, sigue su curso.
…no cualquier cabrón la deja así nomás, me cae, y todo tranquilo, nomás dije, no le voy a poner, y no le puse, y ya estuvo a la verga, el lunes me la pasé bien malía…
Aguas al del telégrafo (otro grito del de la gorra, otra vez la risa).
…no aguanté y me desconecté, perdí el conocimiento, me hizo el paro la familia y me trasladaron para el hospital, para el Nava, duré dos tres días loco, puras mamadas hablaba, me quedé arriba y ciego como quince días, no veía nada…
Vámonos ya, al rato compa, quiero que luego escribas algo sobre nosotros. (El de la gorra quiebra el monólogo).
…me dicen el Meño, luego te topo, voy a ver si la cuajo con esta receta, las rivotril son las únicas que me pueden controlar esta pinchi malía.
Para el momento final de la conversación de los urbanos plebeyos, Eliseo Alberto viaja en una suburban refrigerada. En la noche habrá de reencontrarse con sus personajes en esa novela que le exige viajar para su difusión.
Qué maravilla de chavales contando la historia ante Eliseo como un simple peatón. No pretender la complacencia, el verbo por necesidad de comunicarse. Y la siguiente ruta hacia la farmacia, para alcanzar el objetivo: sepultar la malía que provoca la ausencia de heroína. Adentro la ciudad es un río de historias que se escriben cotidianas. Seguramente La Habana del escritor contiene ese mar de adolescencia similitud de la búsqueda de su identidad en el filo de una aguja.
lunes, 2 de junio de 2008
Río fiesta y regazo
por Carlos Sánchez
Mis ojos resbalan hacia el agua de ese río embravecido. En la vorágine contemplan los peces maravillados de tanto color en el cielo. Los siento solos y a pesar de la multitud. Hay la voz de una niña cantando las estrofas que le enseña un payaso. Hay el silbato de un policía ordenando las calles, las banquetas, el corazón citadino que celebra el natalicio de su ciudad.
Existe la clase dominante, los que organizan la fiesta para después cosechar: el otro escalón, los peldaños como reto para ordenarlo todo y esculpir el poder. Existe también la despreocupación de los que poseen como vida un alud cotidiano. Y acatan la invitación pendiendo de los postes en la calle con carteles coloridos.
Hace unos años que me ha parecido bien la idea de vivir. A veces lo logro. Abrazo febril los instantes de placer en las otras miradas, los otros cuerpos celebrando la música y empuñando un vaso térmico con cerveza fresca.
Anoche mis ojos fundaron un río oscuro en el umbral de palacio municipal, y mientras la gente bebía y se mofaba preguntándole al policía dónde venden cheve y éste custodiaba comida, yo generaba agua en los párpados: eran por el dolor del yeso en el pie izquierdo del oficialito.
Por qué un agente debe trabajar si está lesionado, me preguntaba, le pregunté. La respuesta ni yo ni él la sabemos. Pero existe tal vez el argumento del poder, para que desquite el sueldo, o para que no deje de disfrutar el placer del trabajo.
Le decía con la mirada y con palabras, que uno de los platos de comida debería regalármelo. Indiferente un monosílabo concluía con lo que yo pretendía fuera un diálogo convincente: quería comerme ese pedazo de pan, y frijoles, sopa fría, cocacola. Que tal vez ni ese era el menú, sin embargo el hambre me hacía soñarlo. ¿Me dio un plato de comida el policía? Tampoco lo recuerdo.
Mucho más antes, cuando se hacían las ferias en el Vado del Río, y llegaban circos y juegos de sillas volando, cuartos pequeños con hombres vestidos de diablo retando a la puntería de los chavales para que le atinaran un pelotazo en el rostro, yo me dedicaba a ver los animales en cautiverio, con las moscas rondándole los ojos. Siempre me llamó la atención el dolor de los demás, que debo reconocer nunca me es ajeno. A veces placentero.
Han pasado muchos años de esas primeras aguas de algarabía partiendo la ciudad. Me maravilla saber que sigo en la misma tesitura, el inexorable deseo de observar hacia todos los rincones, los más oscuros de la fiesta.
Anoche, por ejemplo, mientras el contrabajo dibujaba notas al viento, yo me perdía en los brazos de una mujer que tenía en su regazo a una niña. Veía cómo le acariciaba la frente, le acomodaba el pelo, la observaba atónita, como si en ella viera la muñeca que nunca tuvo, la infancia recuperada, los motivos más preciados para seguir con un corazón latiendo.
Podría asumirme erudito, y decir que había esperado todo el año para escuchar a ese magistral grupo, el Big Band Jazz, y saber y confesar que estoy mintiendo. Y con honestidad inevitable debería acotar que la interpretación más bella estuvo esa noche.
No obstante, la música se fue de facto, nada recuerdo de esas melodías, y es falso si digo que las disfruté un instante. Las palmas de la madre de esa niña dormida en su regazo, me hicieron volverme niño y disfrutar del tacto: me desborda el placer de la ternura al recordar y volver a mirarla.
Nada ha sido tan bello ante mis ojos, desde hace muchos años, como esa boca dibujada encima de unas piernas madres tan infantiles también como su hija. Estaban ambas sentadas sobre una banqueta, a unos pasos de la multitud, adentro de una esfera plena de romance, podría decir que eran una sola mujer.
No tengo la capacidad de los escritores para describir la textura del pelo, el color de sus ojos que son idénticos; no hay el talento, ni lo pretendo, para calcular las edades, o su situación socioeconómica por el tipo de vestimenta, y lo que es más: no estoy seguro si es real haberlas visto.
Absorber la imagen del grito briago, el movimiento sensual, la caricia libidinosa, es inevitable en ese tumulto cotidiano. Es la fiesta el móvil de la asistencia.
He vuelto esta mañana a ese sitio, y el lugar es un desierto. He vuelto porque en el río debe haber luz e intento recuperar la presencia de ese instante maternal. Dos mariposas como broche para el pelo, a un lado de una bolsa de sabritas y una lata de soda vacía, son el único indicio de que anoche hubo algarabía, y de que esa niña en el regazo tal vez estuvo allí. Nunca estaré cierto, pero sí de las notas de anoche, adentro de ese río oscuro, con pianos y voces en el cielo, que jamás fueron tan banales ante las manos de una madre niñas recorriendo la frente de su hija, en mis ojos.
Volveré más tarde. Quiero refrendar la existencia del sito, la banqueta, los pasos de una madre que imaginé volar en la cabina de un taxi, hacia un barrio de la ciudad.
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