viernes, 30 de mayo de 2008
Horas de junio: un tributo a Víctor Hugo Rascón Banda
Por Carlos Sánchez
La palabra es el vehículo para expresar, Horas de Junio es el encuentro. Desde 1995 y a la fecha, escritores regionales, nacionales e internacionales convergen con sus propuestas y estilo en un foro situado en el desierto de Sonora.
Hermosillo es la sede de la XIII edición de este evento donde han recibido homenaje escritores de la talla de José Emilio Pacheco, Ernesto Cardenal, Juan Bañuelos, Alonso Vidal, Abigael Bohórquez, Luis Enrique García, entre otros.
La necesidad de un espacio incitó a un grupo de escritores radicados en Hermosillo y fue que se dieron a la tarea de organizar este congreso internacional que como leyenda tiene Encuentro Hispanoamericano de Escritores.
Dice Raúl Acevedo Savín, comandante de la organización, que este es un evento organizado con el apoyo de instituciones y escritores sonorenses: “La solidaridad de escritores y jóvenes aportando en este encuentro, hace que esto funcione año con año”.
Todo comenzó cuando se reunieron sus fundadores: Abigael Bohórquez (QEPD), Francisco Luna, Alejandro Aguilar Zéleny y el mismo Raúl Acevedo Savín. Con el pasar de los años, y como todo en la vida se transforma, el mayor peso de la organización fue cayendo en Savín (conocido también como Jeff Durango), quien desde hace más de diez años asume la responsabilidad organizacional del encuentro.
“No supe cuándo recayó la responsabilidad en mí, y fue quizá porque desde un principio fui tocando puertas para pedir apoyos, o quizá fue que por aquellos tiempos cuando se iniciaron los primeros encuentros dirigía revistas literarias, o por mi trabajo editorial en la Universidad de Sonora, quizá ha sido todo esto por lo que Horas de Junio ha recaído en mi persona; hemos tomado el compromiso y responsabilidad de estar al frente de este congreso que a través de los años de convivencia con escritores locales y foráneos, hemos llegado a una meta concreta que es la formación del Parlamento Hispanoamericano de Escritores, cuyos trámites están en curso”.
Raúl Acevedo Savín tiene bagaje y muchos años en la construcción de la literatura, en la edición de revistas y libros. Y sus necesidades van más allá, tal vez por eso la inquietud de realizar año con año este encuentro de escritores. ¿Por qué apostarle a Horas de junio?, se le inquiere al organizador.
“Esa pregunta me la hago sobre todo cada vez que termina un encuentro y en el transcurso para volver a organizar el otro, porque al final de cuentas están las instituciones quienes son las responsables de que se realicen este tipo de eventos. Quizá es apostarle también a que los escritores por naturaleza a veces no siguen las pautas institucionales y prefieren más libertad y Horas de junio es lo que les da: libertad de convivir, de conocerse, intercambiar.
“Sabemos que hay otros eventos organizados a nivel institucional, y allí hay candados para los participantes, aquí no los hay. Horas de Junio allí están, y no son Raúl Acevedo, son de todos y entran todos, quien no participa es porque no quiere”.
Horas de Junio está en boca de los escritores de otros estados de la república, el encuentro adquiere cada vez más trascendencia, y en él desean participar cada vez más escritores: ¿A qué le atribuyes esto?
“Creo que eso lo pueden comentar los mismo escritores que asisten al encuentro, y eso es una dificultad por la que uno atraviesa al momento de organizar, porque a veces no tenemos capacidad para tanto y siempre procuramos no rechazar a nadie, por eso las Horas de Junio da espacio a todos, y hay una convivencia permanente durante el encuentro. Y la libertad está presente: hay performance, escritores que manifiestan su estilo tanto para escribir como para leer”.
En esta XIII edición será homenajeado el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda, los porqué de esta distinción los expone Acevedo Savín.
“Después de la muerte del maestro Emilio Carballido, el más importante dramaturgo vivo en el país, para muchos críticos a nivel hispanoamericano, es Víctor Hugo Rascón Banda. Su trabajo, con un estilo muy personal que le ha dado al teatro mexicano e hispanoamericano, nos hace voltear hacia esta personalidad de las letras chihuahuenses que es un escritor universal. El encuentro, que le brinda un tributo cada año a un escritor, ya se lo ha dado a novelistas, a poetas, y a un sacerdote poeta como es Ernesto Cardenal, consideramos que ya es la hora de homenajear a un dramaturgo y elegimos a Víctor Hugo quien es hoy por hoy el más importante dramaturgo que existe en Latinoamérica.
El encuentro inicia el miércoles 4 de junio en sindicato del STAUS, en Yañez y Luis Encinas, el día 5 y 6 las lecturas se ofrecerán en Sociedad Sonorense de Historia, Rosales y Monterrey; el día 7 el encuentro de traslada a Bahía de Kino viejo donde será la clausura.
4 de junio: responso por Alonso Vidal a las 18:00 horas en sindicato de STAUS.
5 de junio homenaje a Víctor Hugo Rascón Banda a partir de las 19:00 horas en Sociedad Sonorense de Historia.
miércoles, 21 de mayo de 2008
Soluciones habitacionales para indigentes literarios
Por Fernanado Royuela / tomado de el país
Asistimos en estos tiempos a debates bizantinos sobre la naturaleza de la novela orquestados de espaldas a la realidad. Todo empezó con el anuncio de su muerte, cuando al escritor Eduardo Mendoza se le ocurrió divulgar la tontería. Después otros recogieron el testigo y se lanzaron a hacer decálogos de inexcusable cumplimiento.
Que si la novela está muerta o está viva, que si la novela debe ser ficción o no ficción, que si la novela o es fragmentada o no será, son diatribas estériles de necesidad. Cada cual airea su paja mental y cuenta la guerra según le conviene. Esto es al fin y al cabo muy humano (salvo en el caso de los creacionistas, que como es sabido defienden el origen divino de sus novelas) pero harta igual.
La novela es un género flexible, tolerante y magnánimo en el que todo cabe salvo el aburrimiento. Intentar acotarla o encauzarla carece de sentido histórico y sólo evidencia papanatismo intelectual o crematístico afán de notoriedad.
La novela carece de reglas. La novela es por excelencia el último bastión de la libertad creativa del individuo. La novela es el territorio de la fantasía, el trasunto imposible de la realidad, el big bang del pensamiento libre y el instrumento con el que el mundo se reinventa una y otra vez. Pura catarsis, puro caos, pura pasión.
Me enervan quienes pretenden ponerle puertas al campo para delimitar sus soluciones habitacionales. Me fastidian los doctrinarios de la primera persona del singular, los certificadores de defunción del texto clásico, y cuantos pretenden ser modernos echando ketchup en el coño de Madame Bovary.
La novela como vehículo de expresión artística ni está muerta, ni es predicable, ni es previsible. Toda visión del mundo tiene en ella cabida, todo estilo ubicación y toda narración asiento. Quienes no tienen una historia que contar, quienes carecen de visión del mundo o son incapaces de desarrollar un lenguaje propio gustan de exhibir su indigencia predicando por los medios el fin de la novela, su mutación genética o su retirada menstrual. Algunos de ellos deberían empezar por releerse el Lazarillo por si pudiera servirles como solución habitacional de su problema literario.
Pero además todo lo dicho es inservible porque por mucho que se empeñen los profetas sin lector no hay novela. Al otro lado de la escritura aguarda la lectura y muchas veces nos olvidamos de que el lector es juez y parte y de que su decisión resulta inapelable. De nada sirve un texto si no es para ser leído por los demás. Pretender por tanto hacer una novela al margen de un destinatario es tarea inútil que no sólo presupone engreimiento sino también desprecio y estupidez.
Sentado lo anterior que cada cual emprenda la novela que le salga, que fragmente o no fragmente, que ficcione o no ficcione, que escarbe en el intertexto o que le dé forma de blog, pero, por favor, que no nos dé más el coñazo dogmatizando sobre si la novela tiene sexo o no. -
Fernando Royuela (Madrid, 1963) es autor, entre otras novelas, de El rombo de Michaelis (Alfaguara, 2007).
jueves, 15 de mayo de 2008
lunes, 12 de mayo de 2008
jueves, 8 de mayo de 2008
lunes, 5 de mayo de 2008
click
Tiemblo. Recojo el sobre que dejaste por debajo de mi puerta. Hablas de tu infancia, sobre una hoja con letra de molde y tinta azul. No sé si sea tu pulso temblando mientras escribes o mis ojos en movimiento. Leo difuso.
Agradeces a la vida de tu padre, los abrazos de niña, su presencia constante provocando tu risa, tu felicidad.
En un sobre dentro del sobre está lo que titulas “travesuras de mi lente”, es la última sorpresa, dice entre paréntesis. Tiemblo y sé que no podré rasgar la puerta del papel Manila, que no encontraré de facto la travesura, que apenas la vista me alcanza para saber de tu suerte echada en una carta.
Si el agua para el café me avisa su nobleza para beber lo antes posible, tendré la opción de regresar de mi modorra, de ese shock en el que tiemblo sin cesar.
La regadera es otra opción. La cocaína ya no, hace tiempo que dejó de funcionar. La mariguana sólo me llena de peso el cerebro, de paranoia, de ganas de que el efecto claudique, de volver a ver difuso, conciente, sin estímulos.
Pienso que escuchas esta reflexión y sé que no me creerías, porque insistías que dejara el consumo, que me dedicara a lo mío, la música, que cuidara la flauta, que compusiera con responsabilidad, que respetara los contratos, las invitaciones, los espectadores, el teatro lleno esperando por mí.
Mala influencia esas lecturas, repetías cada vez que recostado en el sofá se me iban las horas en la lectura. Me desconectaba del mundo, olvidaba la premura por la composición. Discutía con los personajes de Mutis, me sumergía en los barcos y sus desventuras, caía en naufragio, vivía las pesadillas de Maqroll, de Ilona, gritaba como Abdull Bashur al brindar por la crueldad de la vida.
Pasaban las horas y me sumergía en los olores de la base de cocaína, el bote de aluminio convertido en pipa improvisada, en las jeringas reciclando mis venas.
Llegabas para salvarme, ponías la flauta en mis labios, salía el aire suficiente para construir las piezas de tu predilección. No sabíamos de dónde alcanzaba fuerza, pero nos atorábamos en el baño, entre el lavabo y la taza, llenos de sudor.
Volvías a la ciudad con tu atuendo de gerente del cine. Cumplo ahora la promesa de no recordar cuántas veces nuestra silueta se colaba en la pantalla, porque nos divertía besarnos ante la luz del proyector.
Siempre la madrugada esperándome, y tú entrando a la habitación después de recorrer amores, porque así acordamos, porque lo que te atrajo de mí fue la libertad en la propuesta de darnos.
Volvías con botellas de cerveza, con el aliento cansado de besos, con las manos de recorrer caricias. Volvías con tu pelo de engrudo, cayendo, con la piel y la cintura exactas.
El café ahora calienta mi garganta, y hace la función de cocerme el estómago, de sentir la lengua, de excitarme el hambre de esos días de mirarte entrando en mi buhardilla, la que no deja de ser la misma, la que guarda esas fotos que experimentabas en la azotea, con el cuerpo desnudo y la ciudad de fondo.
Te metías al baño con el revelador y las charolas, las pinzas que te hice con el cadáver de la última flauta que aplaste con mis pasos torpes. El carrizo es inmune a los químicos. Lo supimos cuando extendías las impresiones, para que escurrieran, para que estuvieran listas y entregarlas a tiempo a la sección dominical del periódico.
La maravilla de tus labios es vigente en mi memoria, tus ojos descubriendo las imágenes recién capturadas por la lente de tu Canon. Levantabas las historias de los transeúntes, el vuelo de los pájaros, la tragedia de las alas en ese alambre donde un corto apagó la vida de una paloma blanca. Tengo esa foto en la pared de tu recámara, llena de impacto los ojos fuera de la cabeza, atrás las alas piden clemencia al viento. El marco es de carrizo, de otras flautas, de otras torpezas.
Cuentas en tus letras azules, ya con menos temblor en mis ojos, que alguien vino y te propuso matrimonio, que la propuesta para exhibir tus fotos en Europa fue la oferta de una beca, que estudiar en el extranjero siempre te sedujo. Me dices que en unos días tu visa estará lista. Que te llevarás en la maleta uno de mis discos, el pañuelo que atrapaste al final del último concierto que di, el que aventé con premeditación a la penúltima fila, donde estabas como invitada especial. Después del concierto me escribiste en el programa de mano: El auditorio estaba frío y yo estaba en todos lados, en cada asiento, esperando, observando. Mi cuerpo inmóvil en el instante el que todo se movía de arriba abajo, viajando de lado a lado. Eran tus notas un barco dentro de mi cuerpo.
El temblor en mis manos disminuye. Saber que te llevas algo de mí es saber que algo queda dentro de ti.
Con mis uñas desprendo la solapa del sobre, va emergiendo un papel flexible, de textura frágil. El blanco y negro de la imagen se vuelve un golpe en mis sienes. Encuentro difuso en la mirada la fotografía que hiciste una mañana, antes de tu vuelo.(carlos sánchez)
domingo, 4 de mayo de 2008
Móvil
Foto:Pina Saucedo
No sé porqué las notas de esa canción me llevan a ti. En el refrigerador quedaron las flores que no recibiste. Dicen que si los pétalos se congelan, se congelará también la emoción.
Esta cama de campaña la heredé de mi padre, de cuando él era cazador y llevaba en su espalda la mochila con los utensilios necesarios para sobrevivir en esa búsqueda de animales. Cada que me conversaba de sus aventuras, por más que intentaba no podía entender el placer de sus ojos al recordar esas balas perforando el cuero y apagando vida. Eran venados, sus cuernos trofeos, símbolo de grandeza.
Me abrazo a la lona y juego con los resortes y las patas de fierro corrugado, intento volver un poco a esas noches de verlo tirado sobre esta misma cama, delirándome cuentos de mujeres y tráfico de drogas, Cuando todo estaba virgen, cuando era más fácil el bisnes, cuando me llenaba las bolsas de billetes.
Si la vista se enreda en el techo, sabré que esta noche volverás en el sueño, si la vista es hacia el espejo, encontraré el físico, idéntico, de mi padre cuando tenía mi edad, y usaba las mismas camisetas de tirantes, blancas, como ejercicio de limpieza, o como la posibilidad de atrapar el sudor mientras la ciudad encuentra el cuerpo.
Ir al mercado siempre nos trae nuevas cosas para el pensamiento, decía mi padre, quien como rutina tenía ir a la licorería muy de mañana, y pasar a las carnicerías para encontrar la voz de sus amigos de infancia, aquellos que crecieron a la orilla de un río y entre melodías de orquestas. Bailábamos hasta sacarle brillo a la cancha, allí donde ahora están los lavaderos, donde mataron al Piojo, el hijo de la Mariana. Y desde esa daga súbita la ausencia de las parejas los sábados por la tarde. La orquesta en silencio.
Me gusta verme la camiseta, sus tirantes me evocan tus dedos diminutos, las uñas apenas rascando mis hombros, la reacción lubricándome por el tacto.
Por la noche entra la luz. Encuentro las palabras con las que podría explicarte el sentimiento. Siempre te mofabas de mi silencio, de la impotencia abotagada en los ojos, de la necesidad de hablarte, de los límites por el miedo de no decir lo que necesitaba decirte.
En un cuaderno están algunas de las frases que guardo para el instante de tu regreso. Pude escribir con orden y simplificar la tarde aquella cuando te paraste en la acera del malecón para que abrochara tus zapatos, y explicar la risa que nos tomó por sorpresa cuando un carro levantó agua de los charcos y nos mojó la cara. Llovía y nos tomamos de la mano. El aire nos retaba, el agua era una sábana enredándonos.
Cuántas calles caminamos para llegar a tu casa, y encontrarnos con una risa cómplice de tu madre, Mira cómo vienen. Un pantalón de tu hermano quedó preciso en mi cintura, una camiseta que guardabas para mi cumpleaños tuvo estreno prematuro, y aun conservo las sandalias azules. Me baño con ellas, recorro el cuarto con ellas, para contarle al vacío que en mis pies está tu nombre.
Con las palabras a borbotones, lluvia abrazándome en la madrugada, he podido ver los motivos de tu lejanía. Que no hay quien te entienda, me decías siempre que girabas la perilla de la puerta y azotabas el fin del día, de la noche, hasta perderte de mi vista, allá entre los árboles del camellón.
Sólo las canciones podían explicarme el sentimiento. Y encendía la radio, aplastaba el play en la cinta, en el momento posterior al sudor bañándonos de placer, y movía con mis manos tu cintura, intentaba hacerte saber el contenido de la letra, apretaba tu cuerpo para decírtelo, pero nunca la palabras, imposibles las palabras.
Era tu venganza, ahora lo descubro, abrir el libro de poesía de un escritor nacido en el desierto, levantar la voz y con ironía en el tono leer sin cesar. Cuánto placer verme en el rincón, contiguo a la mesa y la estufa, de cuclillas, escuchando, fingiendo un soslayo a tu cuerpo en movimiento, siguiendo el ritmo de las palabras, Porque las palabras tienen ritmo, algo que tú nunca entenderás, decías frunciendo el seño.
Cerrabas el libro, lo aventabas a la cama de campaña, en la que estoy ahora, ordenabas a mi cuerpo, y obedecerte para situarnos frente a la ventana, y morder con tus labios mi vientre, y bajar, no sin antes pedirme que no volteara hacia tu cara, que mis ojos se concentraran en lo que pasaba por la calle, la vida, las personas, los pájaros, el ruido de los carros, el olor del viento. Me era imposible, los sentidos todos presos tenía de tu boca escribiéndome la palabra placer.
Ahora una serie de libros habitan junto al refrigerador, donde está la radio y esa botella de vino tinto que debimos beber tu primer día de trabajo, porque al fin te convertirías en empleada, en esa fábrica de muñecas, de donde sólo pretendías saber cómo se fabrican los ojos de las monas, lo que desde niña, según me contaste, siempre te llamó la atención. Celebraríamos también que la comida no faltaría, porque tendrías un sueldo semanal.
En este cuarto ya no faltan los libros, los he comprado para ti, en abonos semanales, y los pago con el dinero de la pensión de mi padre. Están ahí, encima de la repisa, donde tus ojos me miran en sepia.
Desde esta cama de campaña me alcanza la vista para esperar que la perilla de la puerta gire, que tus manos sosteniendo las llaves rompan la ausencia. Que con tus palabras exactas me expliques porqué esa canción me hace recordarte, aunque no necesite explicación al respecto. Será mejor saberlo, y asentir con la cabeza cuando me expongas el móvil de tu lejanía. (Carlos Sánchez)
sábado, 3 de mayo de 2008
espera
por carlos sánchez
Te gustan los corridos de narco. Y miras de reojo mientras bailas frente al espejo. De tu pieza a la mía existe un semáforo de distancia.
Te veo en el microbús con tu mochila al hombro. Te gusta la música que cuenta historias con desenlace trágico, lo sé al leerte en los labios los estribillos de moda.
Por la manera de mirar hacia el exterior mientras el micro avanza, sé que debes ir a secundaria, tal vez a primero de preparatoria. De los uniformes colegiales sé poco, de lo que mueve en mi interior la manera que tienes de caminar, sé mucho.
A veces las horas de la tarde se me van sin moverme de la ventana. Corro la cortina mientras enciendo otro cigarro, sólo para esperar la hora en que has de trepar a tu bicicleta morada. Me deleita verte el pelo suelto, y tus zapatos blancos. Me inquieta saber por qué no usas calcetines. Me inquietan otras cosas, pero aun no me atrevo a indagarte.
La ocasión aquella de premeditar la cercanía contigo, fue non grato. Simulé varias inquietudes con el mecánico del taller de bicicletas, sólo para verte de frente, de espaldas, sentir la cercanía después de tantos meses de saber que existes. Me sudaron las manos, temblaron mis piernas. Dolí hacia dentro la imposibilidad de hablarte, tocarte.
Las preguntas que no pude hacer, porque supongo que el mecánico no tiene las respuestas, es por qué te pasas las horas de los sábados observando las montañas de rines de bicicletas en el patio trasero del taller, cómo es que conduces tu bicicleta sin tomar los cuernos, de dónde sacas esa capacidad de sujetarte de los camiones repartidores de refrescos para alcanzar mayor velocidad sobre tu vehículo de dos ruedas.
Tampoco he podido preguntar, a nadie, qué tiene esa pierna zurda que hace que los balones disparados por ti se impacten con tanta fuerza en la portería del baldío donde juegas como si fueras un muchacho más.
De lo que estoy seguro, es del placer que siento al verte correr. O de la tristeza que me aborda cuando alguien carga tu mochila, o cuando los músculos de un joven pedalea tu bicicleta mientras tú encima de los diablos del rin trasero parecería que le cantas una canción de narco a ese tu conductor designado.
Desde ese sábado de entrar al taller de bicicletas, no he dejado de ir ni una sola vez en fin de semana. Me gusta observarte entre las herramientas, escalando las montañas de rines, verte cómo acaricias el cromo del aro, la punta de tus dedos dando caricias a los rayos, tus ojos maravillados entre tantas piezas oxidadas.
No son las piernas abiertas, la falda despreocupada, el color rojo de tus mejillas, el grosor rozado de tus labios, las pestañas pequeñas, la nariz apenas sugerida, las caderas pronunciadas. No son los senos apenas erguidos, el pelo rebasándote los hombros, el color negro de tus rizos. No son las palabras inocentes que pretenden saberlo todo en esos diálogos con el mecánico, con los clientes, con los que pasan y se asoman curiosos también de tu presencia.
Tampoco me lo explico, ni pretendo, por qué siempre te imagino dentro de mi pieza, sentada de cuclillas o girando en derredor de la mesa, bailando, cantando, preguntando sin cesar. Cuando menos pienso, al estarte pensando, trepas a mis brazos con tu peso leve, y con el índice partes tus labios invitándome al silencio.
Son mis manos en tu espalda dos cangrejos perfectos masajeando los músculos, acariciando el cabello, apretando para prolongar el mutis.
Me gusta correr la cortina y verte entrar por mi ventana. Saber de tu sed, de la prisa en tus tareas, del accidente en bicicleta y como consecuencia ese paso lento que te duró un par de semanas.
Enciendo la radio y sintonizo la estación que programa tus canciones preferidas. Me divierto con la banalidad de los conductores, y me descubro ausente de la crítica que siempre hacía, ante esos medios que desinforman y forman sociedades enajenadas.
Me encuentro lejos de los análisis sesudos de intelectual cincuentón, los que cotidianamente y sin cesar hacía en las clases, con mis alumnos de universidad, ante esos rostros jóvenes en los que te encuentro ahora, y todos los días.
Me da placer el color de tu bicicleta, la manera de retar el asfalto mientras tus manos elevadas son la burla de los cuernos que no sujetas, para saberte intrépida, libre, con el deseo permanente del peligro en tu rostro, la influencia directa de esos corridos que te gusta tararear mientras avanzas encima de las dos ruedas.
Te veo siempre, y no sé cuál de los momentos está más dentro de mi memoria: el verte comiendo una paleta payaso, pateando el balón, trepada en la baica, partiendo con el índice tus labios, o encima de mí con tu falda intacta.
Me es adictivo seguir en la radio, es la recurrencia por el deseo de saber que escuchamos la misma canción.
En este pensarte me va la vida. Ahora es de noche y caigo en la cuenta que no has venido hoy por la calle, no has entrado por mi ventana, los muchachos juegan futbol sin ti. Hace hambre y cansancio. Permanezco en la búsqueda de tu cuerpo, y el mío obliga al reposo, peor no me resigno a tu ausencia de hoy. Y mis dedos se resisten a girar la perilla de la radio, apagar el ruido sería desconectarme una noche sin ti.
jueves, 1 de mayo de 2008
leve
Recorrer la cortina es encontrarme con ese papel estraza. Entender la precisión de tus palabras escritas con un lápiz delineador.
Amanezco con la modorra del desvelo, con la ausencia de tabaco, con dos monedas encima del buró. Atrapo el aire cayendo de las hojas de ese álamo donde solías orinar imitando a los hombres. Levantabas tu falda y con ambas manos forzabas la piel de la trompa. Salía un chorrillo directo hacia el tronco. Te divertía el reto que te inventabas al orinar parada.
El pelo me cae en los párpados. La boca amarga es la presencia de la resaca. Y no hay instante en el que tu nombre deje de palpitar en mis labios.
La radio no cesa con las piezas de Vivaldi, con las que te inquietaba el cuerpo durante y después de la ducha.
Llevo por inercia o por deseo del dolor presente, las letras impresas en el papel estraza: las acaricio en mi frente.
Duele la comprensión, saber que las horas de esa noche donde después de cantar tuvimos un lugar privilegiado para encontrarnos y amanecernos con café y caricias.
Cantabas emulando a Era Fitzgerald, con la pasión desgarrando la garganta, yo con la gabardina y el pelo hasta la espalda, las botas negras y el tequila en la cantimplora, bailaba discreto entre los otros locos complacidos ante el alcance de tus notas. Los aplausos eran tan míos como de ti mi existencia.
Nos colamos esa noche en la mejor habitación. Ninguno de los artistas importantes tuvo la vista de nuestro cuarto de hotel, el Palacio lírico, el de adobe y puertas de arcos, de varillas corrugadas y camas de vaqueta. El desayuno llegaba a la puerta, en la chimenea encendía la leña, en las paredes rebotaba tu risa.
Sé que de algo servirá este instante de recuerdo. Que imaginarme de nuevo tu voz cautivando las miradas, me hará saber que algún día estuviste.
Al final del mensaje escrito con tu lápiz delineador, has dibujado un ancla. Me convocas al lugar donde una vez la arena dibujó nuestros pasos. Y cayeron en nosotros las aguas del cielo, la luz de los faros de esos barcos a punto de partir.
No hago más que aferrarme a la historia. Escribirla, pensarla es reiterarla. Mirar de nuevo hacia adentro me hará descubrirte otra vez bailando descalza un domingo en el vientre de la iglesia, acompañada del ritmo de los cánticos del coro, tú transformándolos en notas de una cumbia. Continúo en la prisión de tu irreverencia, en la nieve resbalando por tu cuerpo mientras el vendedor de helados te observaba atónito porque pagaste para embarrarte y no para comerla como lo hacen las niñas sentadas en las bancas del parque.
Encuentro la frase definitiva. Los significados determinantes para entender. Voltear hacia el abismo pretendiendo deshacerme de la realidad, viendo volar el pedazo de estraza entre las hojas del álamo, es sólo el engaño que me invento. Es la pretensión de enterrar en el viento las palabras ciertas que ahora te escriben en lejanía.
En el puño marcando tu párpado izquierdo me explicaste la razón de la partida. En la cólera de mi ignorancia escrita está como argumento de tus pasos buscando las otras ciudades, los otros nombres, los posibles escenarios donde tu voz seduzca otra vez.
Levantas tu falda de nuevo. Es la memoria y su nobleza, la posibilidad de verte en una foto pegada a la nevera, los labios marcados en el cristal de la jarra, donde un poco de cerveza caliente es vestigio de la última ocasión de embriagarnos juntos hasta el amanecer. Fue ayer el claudicar de tu tolerancia.
Un pedazo de tabaco en mis labios. La última bacha. Es la imaginación otra vez dentro de esa habitación de lujo, donde la leña arde, donde tus piernas vuelan, donde la leche en mi garganta es el robo de la niña que amamantas.
Tienes a delicadeza de un metal perforando tu ombligo, las letras dibujadas en el elástico de tu calzón exhibiendo tres ositos amarillos y sonrientes. Tengo el límite de la mirada difusa, el sabor en mi garganta de tu llanto de niña.
Amanezco con la modorra del desvelo, con la ausencia de tabaco, con dos monedas encima del buró. Atrapo el aire cayendo de las hojas de ese álamo donde solías orinar imitando a los hombres. Levantabas tu falda y con ambas manos forzabas la piel de la trompa. Salía un chorrillo directo hacia el tronco. Te divertía el reto que te inventabas al orinar parada.
El pelo me cae en los párpados. La boca amarga es la presencia de la resaca. Y no hay instante en el que tu nombre deje de palpitar en mis labios.
La radio no cesa con las piezas de Vivaldi, con las que te inquietaba el cuerpo durante y después de la ducha.
Llevo por inercia o por deseo del dolor presente, las letras impresas en el papel estraza: las acaricio en mi frente.
Duele la comprensión, saber que las horas de esa noche donde después de cantar tuvimos un lugar privilegiado para encontrarnos y amanecernos con café y caricias.
Cantabas emulando a Era Fitzgerald, con la pasión desgarrando la garganta, yo con la gabardina y el pelo hasta la espalda, las botas negras y el tequila en la cantimplora, bailaba discreto entre los otros locos complacidos ante el alcance de tus notas. Los aplausos eran tan míos como de ti mi existencia.
Nos colamos esa noche en la mejor habitación. Ninguno de los artistas importantes tuvo la vista de nuestro cuarto de hotel, el Palacio lírico, el de adobe y puertas de arcos, de varillas corrugadas y camas de vaqueta. El desayuno llegaba a la puerta, en la chimenea encendía la leña, en las paredes rebotaba tu risa.
Sé que de algo servirá este instante de recuerdo. Que imaginarme de nuevo tu voz cautivando las miradas, me hará saber que algún día estuviste.
Al final del mensaje escrito con tu lápiz delineador, has dibujado un ancla. Me convocas al lugar donde una vez la arena dibujó nuestros pasos. Y cayeron en nosotros las aguas del cielo, la luz de los faros de esos barcos a punto de partir.
No hago más que aferrarme a la historia. Escribirla, pensarla es reiterarla. Mirar de nuevo hacia adentro me hará descubrirte otra vez bailando descalza un domingo en el vientre de la iglesia, acompañada del ritmo de los cánticos del coro, tú transformándolos en notas de una cumbia. Continúo en la prisión de tu irreverencia, en la nieve resbalando por tu cuerpo mientras el vendedor de helados te observaba atónito porque pagaste para embarrarte y no para comerla como lo hacen las niñas sentadas en las bancas del parque.
Encuentro la frase definitiva. Los significados determinantes para entender. Voltear hacia el abismo pretendiendo deshacerme de la realidad, viendo volar el pedazo de estraza entre las hojas del álamo, es sólo el engaño que me invento. Es la pretensión de enterrar en el viento las palabras ciertas que ahora te escriben en lejanía.
En el puño marcando tu párpado izquierdo me explicaste la razón de la partida. En la cólera de mi ignorancia escrita está como argumento de tus pasos buscando las otras ciudades, los otros nombres, los posibles escenarios donde tu voz seduzca otra vez.
Levantas tu falda de nuevo. Es la memoria y su nobleza, la posibilidad de verte en una foto pegada a la nevera, los labios marcados en el cristal de la jarra, donde un poco de cerveza caliente es vestigio de la última ocasión de embriagarnos juntos hasta el amanecer. Fue ayer el claudicar de tu tolerancia.
Un pedazo de tabaco en mis labios. La última bacha. Es la imaginación otra vez dentro de esa habitación de lujo, donde la leña arde, donde tus piernas vuelan, donde la leche en mi garganta es el robo de la niña que amamantas.
Tienes a delicadeza de un metal perforando tu ombligo, las letras dibujadas en el elástico de tu calzón exhibiendo tres ositos amarillos y sonrientes. Tengo el límite de la mirada difusa, el sabor en mi garganta de tu llanto de niña.
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