Cuando escucho Guitarra negra un verso rebota en mis sienes: hoy dejaré las puertas y las ventanas de mi casa abiertas para siempre, me doy cuenta que de niño nunca tuve casa .
No había tiempo, ni oportunidad, para el abrazo del padre, el beso de la madre, era yo la inercia de un barco de papel en un día de lluvia agua abajo por la banqueta de la calle del barrio.
En mis ojos estaba la ciudad, la recorría vendiendo periódicos, limpiando calzado, lavando carros, formando mi soledad inevitable. Comía donde había, un día en casa de la abuela cuyo profesionalismo para el desamor era de gran manufactura, otro día en casa de la tía, la vecina, el súper mercado después de juntar monedas limpiando vidrios de los carros.
Luego vino lo del padre que sin serlo otorgó su apellido Sánchez y en él un destello perenne de amor. Hasta morir. Se fue de cáncer en el pecho. A veces viene y me habla de amor con su aliento alcohólico.
Jugaba, cierto, inventando la diversión a pesar de las voces que como consigna tenían reventarme el nombre de mi madre y su ausencia.
Vuelta la memoria hacia esos años, no tengo más que agradecer el accidente de la vida, el ser bastardo, la lejanía maternal. Agradezco porque ahora cuando la pretensión que frustra se aparece en mi vida, resolver es fácil: para estar donde estoy es bastante. Porque: ¿de qué puede adolecer alguien que nunca tuvo nada? Para estar donde estoy es bastante. Tengo el aire y la luz de mis ojos para acariciar la vida. Y un niño como estaca en el pecho, que no me abandona nunca. (c.s.)
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