Noventa mililitros de Orendáin. Es lo único que me queda. Tequila blanco. Tengo la desesperación de la ausencia de cocaína. Hace unos días estoy convertido en guía antidrogas para con jóvenes preparatorianos. Sé que sueltan sus carcajadas cuando concluyo mi charla. La exposición de motivos para que no busquen incentivos mentales, físicos.
Tengo la desesperación en el cuerpo. Como todos los domingos de ociosidad. He abortado un par de libros, un cuentario, y una novela que habla de los últimos días de Hemingway en la Habana. Me trepo a una literatura menos pretenciosa, a un J.M Servín que me cuenta a manera de diario sus días en el Bronx: Por amor al dólar. Me entretiene la mirada en el metro, ante el pordiosero que brincando sobre su única pierna, sortea su vida con un discurso impreso en un cartón sobre su pecho. Pide para seguir viviendo.
Días atrás conversaba con un par de periodistas, ellas argumentaban la importancia del estilo, hacían garras las líneas de una que otra dama que promueve la banalidad en sus textos. Tú eres muy buena, comentaba una a la otra. Es que el estilo, manita...
Escribo ahora y mi única aspiración es que los minutos como lápida de este domingo de desencuentro caigan como coito en el lunes. Que se termine ya esta tarde noche en la que Sabina pálido destapa por tenerla más larga todavía que un lunes sin trabajo.
Un trago al tequila blanco, pachita le decía mi padre, la cual jamás pudo abandonar; la encuentro ahora como aliciente para soltar los músculos de la quijada que me apresan el rostro.
Afuera son cinco años los que celebran de existencia a un amigo de mi hijo. Mi padre vuelve ahora que escucho risas y el contar del tiempo mientras una niña parte con el palo una piñata.
Llega a estas letras mi carnal el Noé, al que muchas veces le rompieron la cabeza con los palos, en esas piñatas del barrio donde los dulces eran su éxito. Mi padre lo jalaba de un brazo, Que no te metas cuando le están pegando, te digo, ya te pegaron otra vez. Caía la tarde y en ese cuarto minúsculo sobre un catre reposaban también nuestros cuerpos diminutos. Mi padre seguía con su pachita y las paredes llenas de un radio que narraba el juego de pelota.
De madrugada escuchaba al “Peludo” recorrer las calles del barrio con su amante de esa noche, a la que sin duda y como religión arrastraría de las greñas por el piso de su casa. Fui creciendo y a la par la sed de revancha. Hubo un día en el que al “Peludo” que se llamaba como yo, lo aterricé de un madrazo en la frente. Bajaba a la fuerza, de un taxi, a su dama de compañía, era de noche, no soporté ver el pie derecho de él estrellándose en la cara de ella. El golpe fue certero, la sangre brotó, No te metas, me dijo. La dama ya era una sola carrera. Mi sorpresa se disparó al día siguiente al descubrirlos abrazados, llenado de besos las banquetas de Las pilas, mi barrio.
Afuera hay tambores, concursos de baile, sigo con Sabina en mis oídos, y un trago del tequila, blanco, como para no dejar que este instante muera, porque tener a mi padre dentro es un regocijo, y a mi carnal, y la vida de mi hijo latiendo en su voz, que va y viene.
Es domingo y un chiflo funciona con el aire de la infancia. No tengo más estímulo que la ansiedad de mis dedos en el teclado. ¿Por qué no se aleja la necesidad de no existir?
Mañana habrá vida en mis ojos y las horas serán de prisa, porque la velocidad de la rutina es un refugio para este pecho desmadrado que ahora continúa hospedado en la protección del recuerdo, de los versos, del tequila.
Hoy amanecí conversando con un hijo que no es mi hijo. Ahora debe tener veinte años. Lo encontré con su madre soltera y en unos meses aprendí a amarlo. Pensé que lo había olvidado, pero hoy –domingo al fin- la nostalgia me lo trajo de nuevo.
Era inocente en su sonrisa, despreciado como ser indefenso, por el padre, similitud que alguna vez se escribió en mi historia.
Lo bañaba, lo cambiaba, trabajaba para él. Tío era su manera de nombrarme. Me encantaba (me encanta) su sonrisa, y esa manera de llorarme a confesión de su necesidad de mis brazos cuidándolo. Soy ese niño que me abrazaba, que me abrazó hoy al despertar.
Dejo de escribir ahora que encuentro la imagen de mi padre con sus lentes empañados, él en silencio, porque las palabras le ahorcan la emoción. No puede hablar, sólo me mira. Es mi padre que como una daga me abre el cuello para que pueda respirar. Y seguir viviendo.
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