miércoles, 14 de marzo de 2007

violenciudad

Carlos Sánchez

Lo cierto es que nunca fui aficionado a las balas. Trabajaba en la Matanza, barrio en el que (legalmente) se aplicó la última pena de muerte en México. Se sigue aplicando, dentro y fuera de la milicia. A la sorda. Disfrazada.
Lijaba carros que después mis primos pintaban, y era religión tomar sodas y comer pan en las tardes. En esos días de los granos en el rostro, las ganas del mundo entero engulléndolo todo, el deseo de las miradas sobre mi nombre, la ausencia de la madre y el alcohol presente en el padre, hubo días de tirar cuetes y juntar balas. De correr feliz por la adrenalina del peligro.
El primer zumbido del plomo lo sentí al llegar a los catorce de existencia: el policía sacó su pistola y jaló del gatillo. Era la necesidad de asustarnos, de comunicarnos que el poderoso era él. Mis camaradas, igual que yo, sintieron el chorro caliente mojando sus pantalones. No paré de correr, hasta entrar en el callejón de la casa del Yoyo, allí la vida estaba controlada por mi adolescencia. Era invencible.
Al día siguiente el comentario y como héroe, me llegaba de los camaradas que presenciaron la escena: “eres una liebre, un coyote, el miedo no anda en burro”.
Y así las frases mientras erguía mi pecho.
La segunda ocasión fue la escuadra de un militar retirado del ejército: apuntó a la entrada del callejón por donde veníamos nosotros, yo iba adelante, fui el primero en asomarme al cañón y dar la media vuelta, gritando “trae pistola, trae pistola”. No me alcanzaron pero sí las oí zumbando por encima de mi cabeza.
Tuve la suerte de no encontrar con mi cuerpo el zumbido. Tuve la fortuna trágica (de no ser yo) de ver a los camaradas que caían inertes entre las piedras del barrio. Vivo para contarla, a la Gabo y sus ochenta cumplidos.
De lo que no me he podido salvar es de la paranoia de estos días. Ayer en el trayecto a mi casa, en el super Vocho, una caja de cartón de tamaño regular, impedía el tráfico, nadie se animaba a quitarla. Mi hijo que se llama Abigael y tiene setenta años menos que el Gabo, asomó su cabeza y dijo: ha de estar un policía muerto dentro de la caja”.
Tragué gordo, porque según yo que llevo a mi hijo a su juego de futbol, que le compro unos nachos y soda en el snack, que le cuento con mis labios besos de amor, él vive en similitud del paraíso de ese niño personaje de la película La vida es bella.
La violencia es inevitable, inocultable, y no sólo la de esas balas que se aparecen ahora para matar a policías, la violencia, más bien la divulgación de la violencia, es una ráfaga constante hacia la sociedad. Y no hay de otra, como lo señala el Meño Larios en su nota de antier, donde destaca los titulares de Expreso y El imparcial, medios que duramente compiten hoy con la i y Entorno, diarios que se han vuelto más rojos que el Bandido y su espectacular capacidad histriónica verbal en la radio.
Ningún ciudadano nos hemos podido salvar de la nota roja, porque es la que naturalmente se construye todos los días, con mayor énfasis estas últimas semanas.
Trabajar en la Matanza, crecer en las Pilas, fue una experiencia del encontronazo con las balas, los cuchillos, las piedras, las balas. Me resistí siempre a saber que es un modo de vida del que uno se acostumbra, he vivido en la búsqueda de otros escenarios, de otras cotidianeidades, de otras culturas donde la tolerancia sea rectora como oportunidad para seguir respirando.
Me doy de topes (nuevamente) con esta realidad violenta, en la que sé ahora distinguir las diferencias: antes veía la mano del hombre jalando los cabellos de su esposa, el cuchillo del padre perforando la piel de su hijo, el garrote de mi camarada en la cabeza de su hermano. Ahora son los dueños de los lujos, los de cadena en el cuello, los de al volante en el último modelo, los que mandan matar como si las mandaran cantar en cualquier cantina.
Son los años los que abren mis ojos para con sorpresa enterarme que el barrio no es un Macondo, un invento literario y es la ciudad y sus balas buscando policías y no, la que me llena de desesperanza.
Antes mi hijo comentaba los goles de su equipo predilecto, el túnel del Chelito a su contrincante, la reflexión de los comentaristas deportivos. Ahora cada que se me acerca me da miedo prever el tema que abordará porque si ayer fue la especulación sobre el policía dentro de la caja, antier fue su comentario sobre un “bato muerto y amarrado que encontraron rumbo a la Nuevo Hermosillo”.
Nunca me gustaron las balas, pero tuve cercanía con ellas. La violencia tampoco he podido evitarla, la he consumido como un aderezo del pan en todos los días. Y cuando creí que esa violencia la escribiría en mis memorias, que sé ahora será sobre mis muertos tristes, la ciudad llena la boca de mi hijo que me abre los ojos: “aquí están otra vez las balas”.

2 comentarios:

Navo dijo...

Que tranza muñeco, acá me ando dando el rol por tu blog. Chilo como camilo, chilas letras desde aquellas vez que presentamos tus linderos alucinados en comunicación. Sale bato, te dejo un abrazo desde acá de la selva de Chiapas...hace un verguero de calor.
Todo la pinchi culpa es de los gobiernos, acá también matan, más por pobreza que por los narcos. no hay a quién irle

lapesteyyo dijo...

¡oh!. me encuentro con esto. me gustó mucho. la realidad es la principal musa. que chingón escribes compadrito.