Carlos Sánchez
Hay en el taller una parrilla eléctrica, una máquina de coser, varios trastes entre cucharas, platos, sartenes. Tijeras, navajas, punzones, un martillo, o dos.
Hay una grabadora que toca canciones de amor a veces. Llegan despacio y uno a uno los camaradas. Acomodan sus cuerpos en el cuadro de paredes similitud de un elevador. Parecería que al entrar allí el viaje hacia el cielo es inevitable.
Se habla de comida mientras el agua para el café hierve. Luego chilla el aceite para los huevos con chorizo, las papas; de gala también se aparecen espontáneos los jotqueis.
Escribo acaso de un lugar donde la fraternidad es el pan diario. Desde ese punto donde se puede observar que ya una parcela mueve los cuerpos de hombres que aman el oficio de la siembra, el olor superlativo de la naturaleza cultivada.
Hay en ese pequeño e inmenso cuadro de paredes de concreto y metales como puertas, ventanas, la cotidiana presencia del comandante Rodolfo quien desde su estatura observa la vida como desde un séptimo piso. El muchacho es grande y dentro le vive un corazón como su estatura lo amerita.
Lo conocí una mañana de asistir a dar el taller de literatura. No supe cómo ni cuándo pero de repente el abrazo efusivo me obligó al reparo de su capacidad de la palabra amor pendiendo de sus pupilas. Vinieron luego como desfile de emoción esas charlas sobre literatura, música, vida cotidiana, oficio, pasión por el arte y temas que construyen el intelecto y el espíritu, la sensibilidad.
Hablamos de los clásicos de la literatura, los que él ha consumido, yo ni por asomo; llegó también la colección de títulos que sobre Vicente Leñero ya ha leído. Nos paseamos por algunas rolas de Sabina. Incluso le escuché cantar alguna melodía evocando la valentía de Ernesto el Ché Guevara mientras el Pecas, su compadre, ponía notas en una guitarra.
Así se fueron construyendo los días de verlo en la vida. Dentro de ese espacio al que llaman cárcel, en ese cuadro que es su taller y desde donde chambea para aportar a la manutención de su familia. Desde allí.
Inevitable hubo un día de verlo regalarme un cinto de vaqueta para terminarse de forjar en mi cintura; después otro cinturón para sujetar los pantalones en el cuerpo de mi hijo. Y así la camaradería inscribiéndose en la honestidad de la mirada.
Hace unos días le dije a Rodolfo que me está echando a perder. Con la necesidad de hilvanar lo que en el corazón obsesiona, le he confesado que ahora lo pienso durante el día, cuando escucho alguna rola nueva, al leer un texto poca madre: esta aprehensión por ansiar el día para verlo y comentarle la literatura, me invade todos los días.
Lo sabe, lo sé: coincidir con alguien en temas que seducen, no es fácil.
En Rodolfo, más allá de la solidaridad ante un café desde sus manos y para mis tripas, más allá de la nobleza de sus acciones, la honestidad prendida de su cuerpo, más allá de una sonrisa siempre puesta, está la atmósfera y el viaje hacia el cielo por las conversaciones sobre el arte. El mar. A huevo e inevitable recorrer con sus verbos esa arena frágil de la playa de su pueblo: Mazatlán.
Se dice que Rodolfo vive preso. Difiero. No saben y lo confieso ahora cuántas ocasiones he sentido la adrenalina de la velocidad trepado en un trailer conducido desde sus palabras. Hubo una vez de llegar a un retén e increpar a una mujer policía, mientras ésta, hipnotista, nos pedía que le miráramos a los ojos. Claro, mientras esto ocurría la mente del chofer que se llama Rodolfo, cantaba una canción improvisada cuya narración iba encaminada hacia el “ya te la pelaste mamacita”.
En ese viaje el acelerador del trailer se sumergió de nuevo y hacia la frontera ya sin descansar.
Puedo decir también el trato para con las damas que alguna ocasión han visitado su taller, la posibilidad de su mirada apreciando la belleza, con discreción, con ese tacto en las palabras, sin desbocarse, con actitud de caballero.
Dónde nace la educación de este muchacho que toca los dos metros de altura, me pregunto. De dónde le viene la diversidad de temas para compartir. Qué hace que desde sus manos la vaqueta se transforme en obra artesanal ya sea al través de unos huaraches, un cinturón, una cartera, la pulsera, el sostén de los lentes.
Apenas ayer hubo día para conversar y beber café, comer jotqueis. Apenas ayer volviendo a la ciudad Jaime López me increpó con sus rolas para decirme, a la orilla de la carretera… y yo concluir: tienes que oírla camarada Rodolfo. Pronto se la compartiré como gratitud a esas mañanas de conversar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario