viernes, 27 de marzo de 2009

Unison: rencinto político y un letargo para el pensamiento


Tarde de actuación, política, y artística en ciernes


Carlos Sánchez
Devastado. La emoción se hace añicos y la vida continúa.
En mi hombro la mano de Juan Pablo Maldonado, invidente, en mi corazón la palabra teatro latiendo.
Íbamos con entusiasmo a ver la obra, La cacatúa verde, en el foro del Centro de las Artes. Mientras lo guiaba, a él que es cantante y también estudió en la Universidad de Sonora, le dije que escribiría sobre el trabajo de esa tarde.
Ni una sola línea sobre la puesta en escena. Porque no pudimos ver la actuación, porque se nos anticipó un acto político en el puro corazón del Centro de las Artes, porque a un prominente ranchero se le ocurrió manifestar sus aspiraciones partidistas allí, en esa alma máter donde no sé desde cuándo se fundó el derecho de pernada.
Los políticos avasallan el espacio, y en este caso, los carros impidieron el ágil acceso al foro, y los minutos que no dan prórroga, nos mutilaron la posibilidad. Resignados Juanpa y yo, nos dirigimos a otro lugar, el que sea, él consolándose, “al fin que yo no veo”, insistía.
El lamento en la rabia. Los pinchis políticos tienen la culpa. Por qué si existe un recinto para las transas, allá a un costado del parque Madero, y se llama PRI, con un auditorio enorme, por qué se empecinan en apoderarse de un lugar donde se supone existe la filosofía, la sensibilidad, el estudio de generaciones que se gestan en la formación como profesionales.
Porque es negocio, dijo una empleada, la misma que nos informaba que no podíamos acceder a la obra de teatro, porque se pasaron algunos minutos y se cerró la puerta.
Es negocio, claro, la Universidad de Sonora es una empresa, al servicio del estado y sus pugnas partidistas. Y se alquilan sus entrañas al mejor postor.
No pudimos ver La cacatúa verde. Algunos padres de familia tampoco, y también el lamento fue inevitable: “la culpa es de los políticos”. Y de quienes le secundan.

Qué lamento

El cartel es diverso, por fortuna, y en este Festival de Teatro Universitario, la oferta es de dos obras por día. Por la noche, a las ocho, tuvimos otra opción, ahora en el auditorio Emiliana de Zubeldía,
Ya el Juanpablo andaba con sus ojos blancos buscando las monedas de la manutención en el Fiesta americana, ese hotel en el que canta para ganarse algunos días de la vida.
Supe que La vereda tropical, musical bajo la dirección de Marcos González, donde actúan alumnos de la licenciatura en artes, sería el motivo para olvidar la tristeza que da la impotencia cuando el cometido de observar el arte, no se logra.
Me dispuse en la butaca, con el deseo de entrar en la historia, solté los músculos, concentré la respiración. A salvarme de la incordia de esos entrometidos políticos rebotando en mis sienes.
Dieron tercera llamada. El oscuro cayó no supe cuándo, pero sigo sin entender lo que allí, arriba del escenario, ocurrió. Devastado otra vez. De qué hablaron estos muchachos, por qué cantan si no tienen, ya no digamos conocimiento de canto, ni una pizca de talento en la voz. Pensé que esa noche, como lo he pensado de las noches anteriores, en el teatro ocurriría algo para incitarme a la reflexión. Sigo sin entender, incluso, el júbilo de los espectadores al terminar la obra. ¿Obra?
Peco de inconforme, tal vez, empero, sin ánimo de erudición, un día aprendí que el teatro se realiza a fin de exponernos a los espectadores diversas aristas de la vida, una anécdota cuyo contenido, desarrollo, conflicto, clímax, resolución, es la oferta para motivar la conciencia, el pensamiento.
Al levantarme de la butaca, y caminar aún más con la derrota en los hombros, con un saudade implacable por la despreocupada valentía del director y sus alumnos que treparon a interpretar cancionzotas y las convirtieron en cancioncitas, sin miedo al ridículo, todo está perdido, me he dicho.
Y si en la Universidad de Sonora los políticos entran como Juan por su casa, y enarbolan sus banderas de la democracia, y los alumnos no se inmutan, menos las autoridades ¿autoridades?, agachar aún más la mirada es lo que procede. Porque de nada servirán estas letras, o sí: etiqueta de un tipo inconforme que va por la vida creyendo en la revolución, en los derechos de las sociedades a una educación que forme y no que aletargue.
El deseo por el respeto a los espacios educativos es a estas alturas de la vida un sueño simplón. Me veo entonces como un soñador que va derecho al desierto de la comprensión, porque no se puede coincidir con la sonrisa de los maestro, educandos, que juegan a formar sociedades pasivas ante los embates del estado. Aquí todo está bien.
Antes de abandonar el auditorio, en la rechifla adulando, ofendiéndome, topé con Roberto Corella, dramaturgo, director, quien afanaba con un par de muletas, para incorporarse. Qué pasó, me dijo. Mi respuesta fue: consternado.
Coincidimos: “Algo está pasando, esto no puede ser, supongo que estás maravillado, por eso tu consternación”.
Al fin sonreí, gratitud en los labios ante un pensamiento irónico y con afinidad. Esta noche hay teatro. ¿Iré?

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