martes, 3 de agosto de 2010
Pero del otro lado ver: amanecer
por Carlos Sánchez
Doce años preso. Algunos meses más. Toca la guitarra y lee a Luis Spota. Conducía un tráiler cuando lo aprehendieron los federales, en el retén de Benjamín Hill. Transportaba mariguana hacia la frontera.
Desde ese día vive adentro, y ya con un pie afuera. Está por cumplir la condena y en breve reincorporarse a su familia. En Mazatlán lo esperan, con novedades, muchos nietos, el pueblo más ancho, el mar incólume.
Nació un treinta de julio. Se llama Rodolfo. No obstante la prisión, también en cautiverio la celebración existe. Y hubo pastel, un asador y el chirriar de la carne. Guitarras, cantos y percusiones. Porque ayer llegó a los cuarentainueve de existencia.
A la prisión también llegan las nubes, crecen los árboles, caen las noticias. En ese tiempo de celebración, por ejemplo, debajo de un mezquite y con la diversidad de los temas (porque allí hay un licenciado que fue catedrático en la universidad, un trailero, dos, un radiotécnico que de pronto es todólogo, un músico o dos o tres, un pueblerino que ama la naturaleza y se la vive de recordar cuando apeaba panales), se habla de literatura y narcotráfico. Se recrea la región de Sinaloa que colinda con Chihuaha y Durango, se da santo y seña de uno de los mayores capos del país y abatido apenas hace un par de días por las fuerzas federales.
Antes de las velas encendidas sobre el pastel, Rodolfo rasga la guitarra y se sumerge en un repertorio sabinero, y no le caben en los gestos de su rostro tanta emoción al ir cantando. Cierra los ojos, los abre, es seguramente el recuerdo de cambio de luces que tantas veces le sorprendió en la carretera.
Por el bulevar de los sueños rotos es una insistencia permanente. Sube la voz y se estaciona en el mismo tono, lo sostiene, van los versos hacia los muros del pabellón, tocan las rejas, se instalan en las mazmorras, los presos arriba, en su trajín cautivo asoman su curiosidad mientras las piernas inconscientes se mueven al ritmo de los sueños rotos.
(Mientras esto ocurre el Chino Valencia observa por encima de sus anteojos. Hojea una revista que anuncia ofertas. Él es escritor, y atiende la biblioteca den centro.)
***
Le dicen el Pato. Lo veíamos subir y bajar con mamparas en la Casa de la Cultura. Iba y venía con el pelo golpeándole la espalda. Jugaba futbol, de pronto tocaba los bongós encima de la ciudad.
Anduvo varios años armando escenarios en diversos festivales artísticos. Después tuvo un trabajo en una escuela preparatoria, dentro del auditorio. Sonreía siempre. Una vez en la carretera el volante le ganó el tirón y dio tumbos. El auto deshecho, él y sus colegas de trabajo sanos y salvos. Iban a montar un escenario para una obra de teatro de Sergio Galindo, el mayor de los dramaturgos de acá de este lado. Después siguieron los días de aprendizaje entorno al arte, los contactos con la raza que hace música, la alegría de golpear el cuero y escuchar las voces, las notas de guitarras. Él a veces cantando.
También sobre el pastel y la carne en el asador, las palabras bajo el mezquite, el Pato llega con su espalda hacia las nubes, apenas un pantalón corto y unas sandalias. Llega sin camisa y golpea con ganas el cuero, acompaña al Rodolfo, acompaña a otro de sus camaradas de presidio. Cantar es convocar al cielo para que continúe en esa tesitura: nubes para amainar los grados centígrados que son muchos, y dentro de las celdas, calientan. Más.
En un receso el Pato dice que le anduvo buscando por lo derecho, para alivianar a la familia, pero en la escuela donde trabajaba “me quisieron bajar el sueldo a la mitad, y si ya de por sí con lo que me daban no la hacía, pues se me hizo fácil entrarle a lo otro”.
Tres años y fracción debe permanecer dentro, le dijeron los del gobierno. Ya casi va para dos, y espera pronto un beneficio, para seguir cantando, tocando las percusiones, “pero en la libre. Y la greña, me la corté antes que los guardias se chacalearan, porque ya me habían advertido. En la greña se fueron catorce años de mi vida. Ya crecerá después”.
(Continúa en su ojear de la revista. De pronto entona unas estrofas. El Chino Valencia también es trailero y ya le anda por salir, dice que nomás al poner un pie afuera, las manos se aferrarán de nuevo a un volante. “Quiero irme a trabajar al sur del país”.)
***
Van al mar, van al mar… El Meni construye un bajeo con su lira. Canta con su voz grave y feliz. Debajo del mezquite. A un lado de la cerca que divide los pabellones, la raza se acopla para verle la voz mientras los golpes de tambor le acompañan en esa rola de los Fabulosos Cadillacs. Van al mar…
Hace poco más de trece años que el Meni llegó a la cárcel, lo trajeron de un pueblo del sur, de donde es oriundo. Al juzgarlo ‘le tiraron con el libro’ y eso en el código penitenciario significa un chingo de tiempo. Adentro de la cárcel supo que los hijos crecieron y un día su hija mayor le llegó ya con su primer nieto. El Meni conserva una foto donde está él con sus hermanas, y sus hijos. Su nieto… su nieto.
Van al mar… las venas del cuello se le hinchan… van al mar… los presos recargados en la cerca bailan y en sus rostros está la sonrisa que ya recibe unas cuantas gotas de lluvia. El canto del Meni, los tronidos de tambor desde las manos del Pato, golpean los muros del pabellón. Llanto dolor sufrimiento…
Quiero ver / amanecer… los presos desinhibidos ya bailan en bola, entre más golpes al cuero y más alta la voz, más intensos los movimientos… pero del otro lado ver / amanecer… el tatuaje de un Jesucristo, impreso en el hombro de un gordito amanerado, resucita y también baila… pero que alguien se quede aquí…es viernes y mañana habrá visita, por eso es preciso afinar la actitud, verse en el espejo del aire mientras se baila, reiteración de que la alegría no tiene sentencia…por eso quiero ver / amanecer / pero del otro lado ver / amanecer…
(En Chino Valencia deja cierra la revista. Una mosca le ronda la cara. Manotea y al desafanar el vuelo de la mosca hunde su dentadura en una manzana verde).
Pero que alguien se quede aquí / para saber / si yo sigo vivo…
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