domingo, 20 de noviembre de 2011
Te lo encargo mucho, es mi hijo
por Carlos Sánchez
Lo conocí cuando cayó por primera vez a la cárcel. Era un chamaco, delgado, tenía el pelo poco crecido, lacio. Escondía la mirada.
Lo miré en el área de indiciados, en la cárcel para menores. Pronto se adaptó a la hostilidad de las rejas. Pronto entendió los códigos, las reglas, las rutinas, el encierro estrecho en punto de las cinco de la tarde, después de la cena de rigor: frijoles enteros.
El Serrus, escuché que le decían y también le dije. Jugamos a leer adentro de un aula, pateamos balones en la cancha. En el juego se le desbordaba la pasión, le pegaba con todas sus fuerzas a la bola, hacía rabietas cuando alguien fallaba, gritaba enérgico al mirar el balón que atravesaba las piedras como portería.
Un sábado encontré al Serrus en el área de visita, debajo de un árbol, encima de una banca, frente a la carpintería, enseguida del salón de medios. Estaba con aquél doño que conocí cuando me dedicaba a lijar carros para que después recibieran la pintura desde una pistola de aire. Estrechamos primero miradas, después las manos, no sé si hubo abrazos.
Era el Rigo Tovar, aquel taxista que llegaba casi a diario al taller. Tenía el pelo largo, usaba gafas, se vestía bien chilo. Nos conocimos y nos reímos pronto de las ocurrencias de los compañeros de trabajo, de las tragedias insulsas que comentaban como orden del día.
El Rigo y yo nos hicimos compas, y allí debajo de aquel árbol en sábado de visita, diciendo poco entendimos mucho. Fraternizamos y sus palabras me pidieron la solidaridad para con el Serrus: “Hay te lo encargo mucho, es mi hijo”, dijo el Rigo antes de levantarse de la banca.
Así nos fuimos, el Serrus y yo para conversar en los talleres de literatura, en la cancha, en los pasillos del penal. A veces, en fines de semana, el Serrus llegaba bien carguero adonde nos encontrábamos yo y ésos plebes que nunca tenían visita, el Serrus repartía las provisiones que el Rigo, y su esposa, le llevaban puntualmente. Así era.
Pasó el tiempo y un día me tocó ver que se fue libre. Tiempo después regresó, y se volvió a ir, luego vino otra vez. Un ir y venir constante. No supimos ni cómo ni cuándo pero ya en otro momento nos encontramos en la cárcel para adultos, allá en la clínica de desintoxicación donde se suponía yo intoxicaba de letras a los presos en rehabilitación.
Volvimos a patear balones, a leer cuentos, decir poemas. Escuchamos música, comíamos frijoles enteros. Tomábamos fotos, a veces nos metíamos a una celda a inventar el futuro.
Una mañana encontré al Serrus con el pico abajo. Me remitió a su primera mirada, en la cárcel de menores. Luego supimos la causa de su silencio. Un día antes su sobrino apareció ahorcado en el interior del baño de su casa, en el barrio el Jito. Que lo encontró pendiendo de la regadera el Rigo, su papá, nos diría después el mismos Serrus.
Pasaron otra vez los días y el Serrus para abandonar de nuevo las rejas. Y ahí me lo topé un día, en las calles, con sus vida liviana sobre los hombros, ahora dibujando sonrisas, tirándolas al viento.
Siempre, al encontrarnos, era como reinventar la fraternidad, la mirada que me dirigía ahora era la de un hijo, un hermano. Con euforia decía mi nombre, me golpeaba la palma de la mano.
Con emoción se le iluminaban los ojos y me contaba sus planes, los días de salirle a patear balones, y las ganas de cuidar de sus jefecitos: “Porque ya les he dado mucha carrilla”, me decía.
Vinieron también esos días de extraviarnos, de no coincidir más, pero siempre en el subconsciente tal vez para saber que nos encontraríamos.
Ayer fue sábado, y después de un café en la mesa nueve del café colonial, me dispuse al reencuentro con la rutina del día. Quise irme por el bulevar Vildósola hacia el sur de la ciudad que es donde tengo un par de pantalones, tres camisas, dentro de un cuarto que es la casa de madre. Intenté avanzar, me lo impidió un embotellamiento acompañado por luces de torretas y llantos de sirenas. Había un convoy policiaco haciendo su trabajo. No es novedad, me dije, y me dispuse a rodear el área, por allá por las calles donde los puestos de coyotas proliferan, en el vientre de Villa de Seris, colonia vecina del Jito.
Después de llegar al destino, concluí que de nuevo una ejecución, porque era mucha, demasiada policía. Como siempre.
Hoy que es domingo y he abierto las puertas de mi mente a las noticias, me encuentro con una foto que me devuelve a esos días de patear balones, de leer cuentos, decir poemas. Y me remite de facto a la mirada hacia abajo del Serrus, porque en una foto que ilustra un boletín policiaco, lo encuentro de nuevo, esposado, lo miro para enterarme que él formaba parte de un comando que levantó a una persona: “UN AJUSTE DE CUENTAS POR DROGAS ERA EL MÓVIL DEL GRUPO ARMADO QUE TRATÓ DE PRIVAR DE LA LIBERTAD A UNA PERSONA Y FUE DETENIDO POR LA POLICÍA MUNICIPAL.” Dice el boletín.
Miro al Serrus retratado y tarareo una canción, en la memoria camino por los pasillos de la penitenciaría, engullo un plato de frijoles enteros. Y me encuentro con el rostro, la melena, las gafas del Rigo. Antes de cerrar la foto, escucho el cerrojo de las celdas.
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