El mejor golpe se lo di a López Portillo
Carlos Sánchez
Cohabitan y conviven. Se
desplazan como peces. Un grito, una mirada. Un silbido y la coreografía de la
vida se manifiesta.
En el Reclusorio Norte todos
visten color caqui. Los internos mercan sus ropas en el Kilómetro, que es un
tianguis. Allí la verdura, las ropas, las artesanías, a veces un libro, un
mueble, una lámpara, los cigarros, los chuchulucos.
Nomás atravesar la malla como
cerca y un murmullo se extiende. Las imágenes aprehenden. De pronto un reo se
trepa de los sueños en un ring de box imaginario. El boxeador en ciernes tira
un jab, un volado, un gancho al hígado, y de pronto el knockout a su contrincante también imaginario.
Mientras esto ocurre y el
anunciador da los generales del enfrentamiento, otro reo se viste de gimnasta y
trepa a los tubos que antes sirvieron de columpios, divertimento para niños en las
horas de visita familiar, minutos para el reencuentro.
Aquí se habla un lenguaje con sus
códigos, decir cana, por ejemplo, significa condena y algunos ya acumulan
varias. Uno de esos de varias canas es el Carrizos, septuagenario de mirada
lánguida, hombros hacia el suelo, pelo cano y corto, su semblante es el de un
águila a punto de jubilación.
El Carrizos llega al área
escolar, allí donde los presos aprenden títulos de nuevos autores literarios,
donde conversan sobre el más reciente poema de un autor desconocido, allí donde
los mismos presos son los personajes de sus propias historias, escritas y
dichas en un taller de escritura, de autobiografía.
No hay tiempo para el protocolo,
adiós a los formalismos, el Carrizos pide sólo un cigarro y las palabras le
vienen a borbotones, allí sentadito, de cuclillas, mientras el divertimento de
los presos es el ejercicio, escolar y deportivo, mientras la nubes tejen su
lienzo, los pájaros huyen, el Carrizos para viajar a lo que según él son actos
de justicia, “Porque yo le robé a Echeverría cuando era presidente de México, y
él fue quien mató a los estudiantes”.
Cuenta quien por nombre lleva
Efraín Alcaraz Montes de Oca, que cuando lo llevaron a la UNAM, luego de que el
documental donde es protagonista, Los
ladrones viejos: las leyendas del artegio, de Everardo González, se
difundiera, los estudiantes no lo dejaban irse, “Se pusieron rete contentos con
la historia de Echeverría, yo sólo les dije que le robé a quien tenía, nunca
anduve haciendo daño a los pobres, pero ellos saben la clase de persona que fue
Echeverría y el daño que le hizo a los estudiantes”.
Del júbilo que despierta la
memoria, a los dolores de la realidad. El Carrizos tiende sus manos al viento,
tal vez porque en ellas está su arte, la sutileza, la inteligencia, y habla con
ellas, porque desde allí su oficio que es de ladrón y no de ratero como lo
argumentara en el documental de marras.
Las manos en movimiento acompañan
las palabras, las historias aquellas de cuando muchacho y se trepaba por vez
primera a un condominio donde ya desactivó la alarma, las cámaras, y entonces
entrar como Juan por su casa, apoderarse del botín, salir de allí con la mira
puesta en un rincón de la ciudad y después celebrar.
La celebración hecha muchas
veces, porque, al compás de ese cigarro que juega a ser una cigarra en sus
labios, el Carrizos cuenta una y otra anécdota, la elegancia en el vestir, los
zapatos bien boleados, el bigote en su lugar, “Porque para robar hay que tener
porte, calidad”.
Y también vinieron los días
duros, cuando un comandante de la policía lo traicionó, de cuando lo detuvieron
una y otra vez y de eso ya más de cuarenta años se acumulan en su vida como
condena. Porque salir de la prisión se convirtió nomás en un ir y venir. Ahora
que rebasa los setenta, la permanencia en la cárcel es más densa, porque ya la
mirada no tiene su mismo alcance como en juventud, cuando veía volar las
monedas y ganar volados, porque “Los chamacos de ahora no están a la altura y
qué voy a platicar yo con ellos”.
Cuenta el Carrizos que en sus
últimos años en la cárcel han sido los más pesados, no obstante el horizonte
tiene un proyecto, y ya lo construye, porque conoció a un escritor quien le
ayudará a contar su vida, “Quedará elegante mi historia, vamos a vender los
puros libros, vas a ver”.
Y de allí para recordar que de Los ladrones viejos: las leyendas del
artegio él obtuvo dos Arieles, que esa misma película lo catapultó y por
ende el reconocimiento y el lugar que merece. “Pida otros dos cigarros, joven”.
El Carrizos para seguir contando con la mirada, y volver al pasado, meterse en
un auto de lujo, dirigirse a una de las colonias ricas que habitan el Distrito
Federal, y de pronto, ya en el umbral de la mansión y a punto de entrar “Que me
sueltan una ráfaga, no’mbre, me subí de vuelta al carro, ya con las piernas
flojas, ratatatata, nomás oí los rafagazos, esa fue la vez que más me asusté,
joven”.
--¿Y el mejor golpe?
“No, pues a López Portillo, le
abrí dos cajas fuertes, agarré los puros centenarios”.
Para este momento de la
conversación y dos cigarros después, los rings de boxeo se multiplican, las
peleas son una y otra, por allá un grito de que falta alguien en la lista y es
un guardia que empuja a un reo, le reprocha, el preso mira con sumisión. El
Carrizos afana en la llama de los cerillos. En la moneda que avienta al
vendedor de cigarros y chuchulucos. Las palabras se suplen por miradas, las
nubes continúan en su afán de texturizar el cielo que es el techo de la
prisión. Los pájaros huyen otra vez.
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