miércoles, 7 de diciembre de 2011

Nuestra aparente rendición: Periodismo a ras de tierra



Carlos Sánchez
Caminar entre libros. La sicosis que generan horas y horas entre títulos. Como camisa de fuerza. Me abrazan. Me aclaman. Me cortejan y nada puedo hacer para tenerlos. No todos. Si acaso uno, el que obsequia un camarada. Y contiene la firma de reporteros que un día dejaron sus casas para irse a la brega y construir el recuento de lo que ocurre allá, en la realidad. O también lo hicieron desde su lugar de origen, porque las historias ocurren incluso en el sitio donde se habita.
Llueven historias. Granizan los temas: emboscadas de ejemplares para retratar el narco, las muertes. Letras que contienen balas. Sudoración púrpura. Los libros no son culpables de la realidad de este país que es México. Sus autores tampoco, sólo forman parte de la historia que se cuenta cotidiana.
Es la Feria Internacional del Libro en Guadalajara y allí el espacio para el VII Encuentro Internacional de Periodistas: Una guerra sin frontera. Y son protagonistas en su mayoría escritores jóvenes, con la pupila filosa, con el oído aguzado, incansables, la energía se les desborda y no cesa hasta encontrar su cauce más valioso: la escritura.
A este encuentro vinieron con un libro que se gestó desde la fraternidad, con la apuesta a construir la otra nota, la que no está a cuadro, la que se escapa de los analistas en medios masivos, la que no tienen etiqueta ni horario estelar, la que sólo se construye desde el lugar de los hechos, allá donde respirar es incertidumbre, porque en el instante menos pensado una bala perdida.
Nuestra aparente rendición se llama el libro donde la nómina de coautores está de rompemadre. Lolita Bosch, de nacionalidad española, es digamos el timonel, y Diego Osorno un cómplice.
Se presentó en la Feria, en el mismo marco de Encuentro Internacional de Periodistas. Lo presentaron Froylán Enciso, Cordelia Rizzo. Y unas horas después de la presentación, luego de una michelada, un ceviche, un café de olla, dentro de una van, recorriendo las calles de Guadalajara, de regreso a la Feria, el periodista Diego Osorno contó:
Este es un proyecto que inicia Lolita Bosch, que es una gran escritora, novelista, catalana, que ha vivido en México y la India por largas temporadas, ella fundó con Mario Bellatín la Escuela Dinámica de Escritores. Aunque su obra está más enfocada a la ficción, siempre ha tenido inclinaciones sociales y hace un par de años ella decidió lanzar un Blog que convocara a escritores, intelectuales, académicos, periodistas, para manifestarse contra la violencia y por la paz, no con una pancarta sino con literatura, periodismo, trabajo de investigación, empezó a reunir materiales en un Blog muy sencillo, esto antes del movimiento de Javier Sicilia, o antes de los movimientos que este año han aparecido por el país.
El año pasado, después de la masacre de setentaidós migrantes en San Fernando Tamaulipas, el Blog se convierte en una página en forma, más desarrollada. Es difícil definir qué es, hay gente que dice que es una organización de derechos humanos, hay gente que dice que es una revista, hay gente que dice que es un Blog, pero es una cosa de estas nuevas que se producen como resultado del periodismo y el desarrollo de internet.
La idea es generar reflexión, conciencia, crítica, debate, desde el análisis de la literatura y el periodismo para descifrar el enigma del actual momento mexicano. Ahora ha salido este libro que sus ganancias son para dar becas a estudiantes huérfanos de Ciudad Juárez. Me parece muy interesante esta mezcla de lo que es en sí en la página de internet pero en el libro queda bien, con cronistas excepcionales como Alejandro Almazán, poetas como José Eugenio Sánchez, académicos como Eduardo Guerrero, reporteros como Daniela Rea, esta pluralidad de formas de la escritura lo hace un libro interesante.
La idea de Nuestra aparente rendición (también en internet), es abrir espacios, por ejemplo hay compañeros de Caborca, Sonora, que publica casi un texto por semana, hay compañeros de Campeche que también están produciendo mucho, y la idea es buscar ese periodismo que se está haciendo a ras de tierra, tal vez algunos hayamos tenido más oportunidad de publicar libros en alguna editorial que con buena distribución, pero creo que queda muy claro en nosotros, varios de los que estamos en este encuentro, que tenemos que aprovechar los espacios, que tenemos que ser decentes, en el sentido estricto de la palabra, cabales, y abordar esta realidad sin parafernalias.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Lluvia nocturna

Carlos Sánchez
Hundí mis pis en los charcos, como se hunde el recuerdo en la memoria. Miré hacia el cielo y agradecí por las nubes, la lluvia. Luego fue inevitable, al caminar sobre el periférico sur, revirar en busca de un camión. Pasó uno y sólo me bañó con el movimiento de sus llantas. Moví mi mano para decirle adiós al chófer. Sin reproches, y seguir el rumbo.
Mientras caminaba volví a los días de infancia, con la imaginación presta me sumergí en el arroyo del barrio, un río crecido ante mis ojos, las caricias en mis pies desde la corriente, la arena después sobre mi espalda.
Caminé y caminé maravillado de tanta agua, las nubes densas, el cielo denso de un gris para emocionarme. Los camiones, la ruta cuatro, la dos, ni sus luces, y ni aún así la emoción me abandonó.
Caminé con la mochila al hombro, porque en ella carga uno sus dichas y el recuento de lo que se acumula en los días. En ella, puedo decir, traigo el corazón de peluche que un camarada levantó en la calle y me lo obsequió con su mirada transparente: “Consérvalo, hasta el día que me muera”, me dijo. Y acato.
Así anduve por la periferia, como un perro en libertad, empapado. Ahora escampa, es otro día, el cielo sutil informa la paz. Yo bebo café y celebro los charcos, los arroyos, la llantas de camión para mojarme y regresar al origen con los pies puestos en la tierra.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Te lo encargo mucho, es mi hijo



por Carlos Sánchez

Lo conocí cuando cayó por primera vez a la cárcel. Era un chamaco, delgado, tenía el pelo poco crecido, lacio. Escondía la mirada.
Lo miré en el área de indiciados, en la cárcel para menores. Pronto se adaptó a la hostilidad de las rejas. Pronto entendió los códigos, las reglas, las rutinas, el encierro estrecho en punto de las cinco de la tarde, después de la cena de rigor: frijoles enteros.
El Serrus, escuché que le decían y también le dije. Jugamos a leer adentro de un aula, pateamos balones en la cancha. En el juego se le desbordaba la pasión, le pegaba con todas sus fuerzas a la bola, hacía rabietas cuando alguien fallaba, gritaba enérgico al mirar el balón que atravesaba las piedras como portería.
Un sábado encontré al Serrus en el área de visita, debajo de un árbol, encima de una banca, frente a la carpintería, enseguida del salón de medios. Estaba con aquél doño que conocí cuando me dedicaba a lijar carros para que después recibieran la pintura desde una pistola de aire. Estrechamos primero miradas, después las manos, no sé si hubo abrazos.
Era el Rigo Tovar, aquel taxista que llegaba casi a diario al taller. Tenía el pelo largo, usaba gafas, se vestía bien chilo. Nos conocimos y nos reímos pronto de las ocurrencias de los compañeros de trabajo, de las tragedias insulsas que comentaban como orden del día.
El Rigo y yo nos hicimos compas, y allí debajo de aquel árbol en sábado de visita, diciendo poco entendimos mucho. Fraternizamos y sus palabras me pidieron la solidaridad para con el Serrus: “Hay te lo encargo mucho, es mi hijo”, dijo el Rigo antes de levantarse de la banca.
Así nos fuimos, el Serrus y yo para conversar en los talleres de literatura, en la cancha, en los pasillos del penal. A veces, en fines de semana, el Serrus llegaba bien carguero adonde nos encontrábamos yo y ésos plebes que nunca tenían visita, el Serrus repartía las provisiones que el Rigo, y su esposa, le llevaban puntualmente. Así era.
Pasó el tiempo y un día me tocó ver que se fue libre. Tiempo después regresó, y se volvió a ir, luego vino otra vez. Un ir y venir constante. No supimos ni cómo ni cuándo pero ya en otro momento nos encontramos en la cárcel para adultos, allá en la clínica de desintoxicación donde se suponía yo intoxicaba de letras a los presos en rehabilitación.
Volvimos a patear balones, a leer cuentos, decir poemas. Escuchamos música, comíamos frijoles enteros. Tomábamos fotos, a veces nos metíamos a una celda a inventar el futuro.
Una mañana encontré al Serrus con el pico abajo. Me remitió a su primera mirada, en la cárcel de menores. Luego supimos la causa de su silencio. Un día antes su sobrino apareció ahorcado en el interior del baño de su casa, en el barrio el Jito. Que lo encontró pendiendo de la regadera el Rigo, su papá, nos diría después el mismos Serrus.
Pasaron otra vez los días y el Serrus para abandonar de nuevo las rejas. Y ahí me lo topé un día, en las calles, con sus vida liviana sobre los hombros, ahora dibujando sonrisas, tirándolas al viento.
Siempre, al encontrarnos, era como reinventar la fraternidad, la mirada que me dirigía ahora era la de un hijo, un hermano. Con euforia decía mi nombre, me golpeaba la palma de la mano.
Con emoción se le iluminaban los ojos y me contaba sus planes, los días de salirle a patear balones, y las ganas de cuidar de sus jefecitos: “Porque ya les he dado mucha carrilla”, me decía.
Vinieron también esos días de extraviarnos, de no coincidir más, pero siempre en el subconsciente tal vez para saber que nos encontraríamos.
Ayer fue sábado, y después de un café en la mesa nueve del café colonial, me dispuse al reencuentro con la rutina del día. Quise irme por el bulevar Vildósola hacia el sur de la ciudad que es donde tengo un par de pantalones, tres camisas, dentro de un cuarto que es la casa de madre. Intenté avanzar, me lo impidió un embotellamiento acompañado por luces de torretas y llantos de sirenas. Había un convoy policiaco haciendo su trabajo. No es novedad, me dije, y me dispuse a rodear el área, por allá por las calles donde los puestos de coyotas proliferan, en el vientre de Villa de Seris, colonia vecina del Jito.
Después de llegar al destino, concluí que de nuevo una ejecución, porque era mucha, demasiada policía. Como siempre.
Hoy que es domingo y he abierto las puertas de mi mente a las noticias, me encuentro con una foto que me devuelve a esos días de patear balones, de leer cuentos, decir poemas. Y me remite de facto a la mirada hacia abajo del Serrus, porque en una foto que ilustra un boletín policiaco, lo encuentro de nuevo, esposado, lo miro para enterarme que él formaba parte de un comando que levantó a una persona: “UN AJUSTE DE CUENTAS POR DROGAS ERA EL MÓVIL DEL GRUPO ARMADO QUE TRATÓ DE PRIVAR DE LA LIBERTAD A UNA PERSONA Y FUE DETENIDO POR LA POLICÍA MUNICIPAL.”‏ Dice el boletín.
Miro al Serrus retratado y tarareo una canción, en la memoria camino por los pasillos de la penitenciaría, engullo un plato de frijoles enteros. Y me encuentro con el rostro, la melena, las gafas del Rigo. Antes de cerrar la foto, escucho el cerrojo de las celdas.

martes, 25 de octubre de 2011

Para Josefa: una feria del libro


Carlos Sánchez

El viernes cuatro de noviembre, por la tarde, estará recibiendo un reconocimiento a su trayectoria. Habrá emociones diversas. Sabrán, quienes son ajenos al oficio de la poesía, que el nombre de Josefa Isabel Rojas Molina está ligado a la escritura.
Sabrán también que como vocación tiene la fraternidad, y si los presentes se internaran en alguno de sus libros, entenderán porqué el oficio de la poesía es también una consecuencia, no una pose, no un invento desde la pretensión y la búsqueda del reflector.
Existen muchos, y muchas, que andan por ahí tras bambalinas de la literatura inventándose currículum y premios, asociándose para, en grupo, erigirse como escritores. Entonces orquestan encuentros, tocan puertas de instituciones gubernamentales, consiguen apoyos y pregonan gestiones que se encaminan a la promoción de la lectura. Muchos y muchas de los que allí se agrupan no saben siquiera leer. Pero escriben.
Quienes asistan a lo que será la inauguración de la Feria del Libro Hermosillo 2011, tendrán de frente la mirada de Josefa Isabel Rojas Molina, y tal vez sepan, en caso de que supieran leer las miradas, que la honestidad es un elemento invaluable para la construcción de versos. Conocerán también el respeto que los escritores netos le confieren a la poetisa quien sin pretenderlo ha construido la posibilidad de su nombre para quitarnos el sombrero al momento de saberlo, de escucharlo, de entenderlo.
Cuántos y cuántas van por la vida con sus libros debajo del brazo, como una pose para aparentar ser letrados o leídos. Cuántos y cuántas se colocan el gafete en el pecho para que todos vean que se asiste a un encuentro de escritores porque lo son. Cuántos y cuántas organizan tertulias, obtienen espacios en medios, electrónicos e impresos, y dicen y dicen sandeces y demás creyendo descubrir el hilo negro de la literatura. Cuántos son muchos. Y logran estos espacios gracias a la ignorancia de quienes los dirigen.
Y así van por la vida, auto nombrándose escritores, lectores. Y hacen de la literatura un botín para sus viajes, y obtienen trabajos con seguridad social, y organizan y se van a los festivales de renombre y hablan en nombre de la literatura sonorense, aunque quienes hacen realmente la literatura de Sonora, como Josefa Isabel Rojas Molina, por ejemplo, ni aparezcan en esas filas de afiliados a grupos que luego según nos representan en diversos escenarios del país, incluso en otros países.
Josefa vive allá. En Cananea, y muy poco baja a la capital. Es bibliotecaria y tiene como recámara el sótano de su casa, donde acompaña a sus padres, y a su hija Mariana. Lee un montón, escribe también un chingo. Un día me comentó que cada vez se le dificulta más la lectura, porque tal vez se le acabaron los ojos con tantas letras.
Ese día sentí una conmoción. Recurro a ella cada vez que evoco a Josefa. Pero no podría ser de otra manera. Apertrechada en las letras, y en su ciudad minera, ella eligió como oficio la permanencia con los suyos, y para demostrarlo, sin pretenderlo, está ahora este reconocimiento que se le otorgará en la Feria del Libro, un reconocimiento que no buscó, pero que le viene muy bien, porque a lo único que aspira Josefa, es a escribir y por ende a publicar. Este reconocimiento será un buen pretexto para que parte de su obra encuentre divulgación a manera de libro.
Estoy feliz, estamos felices, sus amigos, y los impostores, los que se dicen escritores, los que fingen sonreír al leer el nombre de Josefa, no les queda más que aplaudir ante la elección de esta edición de Feria del Libro. Seguramente estarán por allí, cuando reciba el reconocimiento, seguramente aplaudirán fingiendo alegría, y soñando que un día estarán en el lugar de ella, la homenajeada. Pero qué difícil se avizora esa posibilidad, porque los reconocimientos de la sociedad no se pueden inventar como se inventa un currículum o un premio. Se obtienen gracias a ese pacto que se hizo desde siempre con la honestidad, la sencillez, asumiendo las consecuencias.
Mientras esto ocurre, Josefa Isabel Rojas Molina seguirá siendo resonancia de pulcritud y honradez, porque nunca un tache. Así de fácil. Para constatarlo, están sus versos.

lunes, 17 de octubre de 2011

Porque no los labios

Carlos Sánchez

Estos son los versos de una canción que canta Jaime López:
El árabe tocaba / la armónica en la barda / y ella lo ahuyentaba / con piedras juguetonas / el siglo era joven / y ella una niña / que ya la alborotaba / el cuerpo las hormonas…
Y esta es la impotencia que me despierta la ausencia de Manuela Esmeralda, mujer de dieciséis años y a quien matara a golpes un tipo cuyo argumento para la violencia, según dijo al rendir su declaración, es la intolerancia ante el desdén. Quiso besarla a la fuerza, después de una fiesta, quiso tomarla porque sintió el derecho que según él le otorga el encaminar hacia su casa a una chica. Así lo dice un parte policiaco.
Al árabe en el patio, le daba de patadas / coqueta de reojo / saltándole la cuerda / y así el adolescente / fogoso insistía / tocándole a Angelina / tonadas muy muy viejas / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita / se llamaba Angelita / ay Angelita / ay Angelita…
La armónica y su sonido entrañable, nostálgico, y me hace penetrar la oscuridad de esas calles por donde caminó por última vez Manuela Esmeralda, con su nombre que también me remite a aquella escena cruenta de una historia que construyera el chileno José Donoso, y donde ese personaje, de nombre Manuela, también feneciera en manos de la violencia.
Manuela Esmeralda tal vez caminaba con sus pasos despreocupados, feliz de sus primeras canciones en compañía de los amigos de la escuela, del barrio. Y en su casa los padres para aguardar su llegada. Pero el error fue decir sí a la oferta de quien se ofreció acompañarla. Porque a esa edad ni dios ni la malicia estuvieron de su lado, a esa hora cuando el perfume se desgasta y la feromona invade el olfato. Ni la luna llena apareció.
Los golpes de la vida / un día le cambiaron / su pueblo de alacrán / de la tierra nayarita / sería un infinito / rezarnos el rosario / así que del vía crucis / mejor ni hablar ahorita…
Porque octubre trajo su inmensa luz de noche, pero eso fue ayer, antier. Esa madrugada no. Esmeralda tan sola bajo el cielo, sobre la calle, de la mano de la traición, de la violencia convertida en un manojo de músculos para doler en cada uno de los golpes contra el rostro, el cuerpo.
El árabe tocaba / la armónica y lo veo / en un recuerdo que / de repente se le sale / el siglo ya envejece / y ella con arrugas / retorna a ser la niña / que vino a ser mi madre / porque la niña aquella / pequeña y tan traviesa / con cara de diablita…
Y dónde la luz de un rayo para cegar la violencia, dónde la voz de Manuela Esmeralda para atrapar el auxilio, dónde los gendarmes, las legislaturas, las marchas para implorar, reclamar, la paz, los listones color rosa formando un moño que pende de la solapa, dónde un grito para ahuyentar la violencia, dónde la consecuencia de los rosarios a la hora de la misa, dónde los principios que le inculcaron a él, dónde los sueños de ella, dónde en la ciudad que es civilización cercanía también del valle del mayo.
Manuela Esmeralda ahora es estadística, móvil para el salario de un ministerio público. Manuela Esmeralda la resonancia dentro del cuerpo de sus familiares, y un motivo irrefrenable para sentir que la respiración se nos escapa. Idéntico se escapó su aliento antes del amanecer.
Y apareció allí, en la calle.
Ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita / ay Angelita…

miércoles, 5 de octubre de 2011

Silencio ausencia




Escucho los pájaros. Tengo un té y la resaca. La cartera sobre el buró, vacía. Anoche fue la resurrección del pecado, el divertimento como una culpa.
Anoche me arroparon sus manos, resbaló por mi rostro con su tacto. Vino como aquella vez cuando niña y me susurró al oído el secreto que guardaba.
Tengo ahora el silencio, los pájaros que también acuerdan la desbandada, el té que aminora, mi madre un recuerdo y su nombre impronunciable en el interior de la casa.
Vino, dije, y estuvo entre canciones de radiola, con sonidos de acordeón y bajo sexto, bailando para mí, y para ellos que también la veían sin disimulo. Quién puede fingir indiferencia ante una luz que encandila de tanto brillo, y sobre todo cuando esa luz llena todos los rincones, y en esta ocasión vino para llenar la cantina.
Vino y no supe cómo llegó, de pronto estaba a mi lado, diciendo su nombre como si yo necesitara que me dijera quién es y dónde nos conocimos. Con una frase le expliqué todo, eres hija de Nacho. Y recordé entonces las mañanas que Nacho llegaba acompañada de su hija para dejarla de encargo con mi madre antes de trepar en el camión que nos llevaba a trabajar en la mina.
Recordé en ese momento también la manera con la que ella me miraba en esos años, recordé de a poco la ocasión que la encontré detrás de la cortina dentro del cuarto donde yo dormía, donde duermo. Recuerdo ahora que se recostó sobre mi pecho, y dibujó con su dedo índice un camino imaginario sobre mi piel.
Ella también lo recordó, pero no lo dijo, sólo me miró y empezó a mover su cuerpo, con una cadencia que ahora me deja más solo de lo habitual. Movía sus manos y mientras bailaba yo la sentía recorrerme con sus dedos, se paseaba por mis hombros, por mi rostro, y la veía y me preguntaba si serían ya los tragos que me hacían sentir lo que estaba sintiendo.
No paró de bailar, una y otra canción, una más. Así durante la noche, el ruido de sus tacones persiguiendo el ruido del bajo sexto. Yo a intervalos dando uno que otro grito que son rigor en el interior de una cantina.
Y allí empezó este sentimiento de tristeza, de a poco la alegría se tornó en vacío, afanaba por seguir sintiendo sus manos por mi piel, y nada, de pronto y como un rayo que llega y se va así se fue el divertimento. Ella iba de aquí para allá, y se ufanaba de tanta celebración de los otros quienes admiraban sus movimientos.
Quise entonces por honor a la familia de mi amigo Nacho, decirle que acá son otros tiempos, otras formas, que distinto, muy distinto es la fiesta a según de esos lugar de donde ella venía, pero no, no dije nada porque bien sabía yo que estaba mintiendo en mi intención de capturarla. Pretendía tal vez llevarla a mi lado, entrar en este mismo cuarto en el que algún día ella entró en silencio, en este cuarto que es el mismo en el que ahora despierto para encontrarme solo otra vez.
No recuerdo cuál fue la última canción, sin embargo sí recuerdo el final de aquél día cuando me trepó y con sus manos pequeñas dibujaba el camino imaginario sobre mi pecho.
Recuerdo que me le quedé mirando, no podía hacer más, no podía incluso ni hablar, sintió mi mirada y el camino que dibujaba de pronto encontró otras veredas, cambió de rumbo y en un instante su manos provocaron que de mí naciera un río. Ella sonrió antes de entrar en la corriente, después, también en silencio, desapareció con pasos pequeños.
Un día su padre la mandó a casa de sus tíos para que estudiara en la ciudad. Un día también a Nacho se le cayó la cara de vergüenza e intentó ocultar el nombre de ella. No la volvimos a ver, ni a mencionarla en las pláticas en el interior de la mina. Nacho, como es destino, también se fue un día. Para siempre.
Y la he visto de nuevo. Con otro cuerpo, con otras manos, con la misma mirada. No sé si volveremos a encontrarnos, no sé adónde me lleven estos recuerdos, no sé si me lo invento o los pájaros regresan para despojarme los silencios, y traerme las ausencias.

domingo, 2 de octubre de 2011

¿Adónde van los desaparecidos?

carlosánchez
Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.

Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.

Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.

“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.

Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.

Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.

Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.

Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.

Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.

Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.

(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)

Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.

Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.

Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.