Por Harold Alvarado Tenorio
Hace treinta y cinco años vi por primera vez a María Kodama. Fue en el vestíbulo de uno de esos hoteles de la calle Laugavegur, de Reykjavik, donde hacía unos segundos Norman Thomas di Giovanni, el traductor norteamericano y entonces acompañante de Borges, acababa de arrebatármelo tras hacerme una foto, la única que conservo con el genio. María Kodama entraba al hotel y la recuerdo porque ya era la enigmática mujer que viajaría con Borges hasta el resto de sus días. Luego la vería en el ascensor del Hotel Palace de Madrid, a mediados de 1977, cuando presentaron la lujosa edición de Rosa y Azul y por último, hace unas semanas, en Buenos Aires, donde, en un café cercano a la nueva Biblioteca Nacional, conversamos sobre los veinte años de la muerte de su maestro y marido y de ella misma, convertida hoy, por los medios de comunicación, en una suerte de malevo de las orillas, a quien las editoriales y los abandonados por Borges detestan. Kodama es la única criatura borgiana de carne y hueso que le sobrevive, la otra fue Bioy Casares. Hablar con ella, ver y oír recordarle, es prueba de que la trasmigración de las almas de que habla el budismo, existe. Ella es su espejo y su memoria. Heredera testamentaria de su obra y su viuda, María Kodama nació en Buenos Aires el 10 de marzo de 1937, hija de un sintoísta japonés descendiente de samuráis, químico y fotógrafo llamado Yosaburo Kodama, y de la hija de un alemán y una católica española, la pianista Maria Antonia Schweitzer, de cuyo matrimonio, roto a los tres años, habría otro hijo, Jorge, casi desconocido. Yosaburo le llevaba treinta años a María Antonia y, aunque nunca vivieron juntos, parece haber visto los fines de semana a la niña, a quien contaba historias de los cuchilleros japoneses e inculcaba en ella los sentidos de la belleza, el honor, el deber, la responsabilidad y la lucidez suficientes para admitir que en este mundo podemos hacer de todo siempre que no nos mueva el temor. La vida de María Kodama se hace hoy en los aviones donde va y viene a conferencias y homenajes al gran escritor. Son centenares los lugares donde se ha escuchado su testimonio y también numerosas las distinciones que ha recibido. Como Presidenta de la Fundación Internacional jlb, ha organizado unos cuarenta homenajes a Borges, y en 2006 la Fundación organizó en Argentina sesenta y ocho eventos. Kodama, que quiso ser marino cuando niña, que practica la equitación y la natación, baila flamenco, rock, salsa, sirtaki y baidoushka, la danza de los carniceros griegos, decidió dedicarse a la literatura, según la mitología que ella misma ha creado, cuando descubrió en Borges la mágica relación que existe entre las palabras y los sentidos que ellas delatan. Mientras estudiaba inglés, a sus cinco años, su maestra le habría leído la versión de César y Cleopatra, de Bernard Shaw.
Por sus elucidaciones –me dice– entendí que aquel hombre, con su afán de poder y con una fuerza increíble, había logrado, precisamente por estas características, enamorar a aquella mujer, porque ella era igual que él y la podía ayudar. Después me leyó un poema que Borges había escrito a una mujer de la que él estaba enamorado. Las líneas que recuerdo son, más o menos: "Puedo ofrecerte mi soledad, el hambre de mi corazón. Estoy tratando de sobornarte con mi incertidumbre, con mi peligro, con mi derrota." Lo que me emocionó de ese poema es que pretendía llegar al mismo punto que César con Cleopatra, pero por el camino contrario. Me pregunté, desde mi mentalidad de niña, con cuál de esas dos personalidades podría jugar, con cuál podría tener una aproximación de amistad, y pensé que no sería Julio César, sino alguien como Borges.
–Pero le conoció físicamente más tarde.
–Sí, un amigo de mi padre, que admiraba a Borges, me llevó a oír una de sus conferencias cuando yo tenía como doce años. No recuerdo haber comprendido mayor cosa. Luego, cuando tuve dieciséis comencé a estudiar con él anglosajón e islandés, y el destino me deparó la maravillosa historia que ha sido mi vida.
–¿Cómo era Borges?
–Complejo e impredecible, de una inteligencia fascinante y una imaginación incontenible. Era genial en el sentido del creador, del poeta, porque además desde chico supo cual sería su destino, intuyó que a pesar de las vicisitudes y malas jugadas su destino era ser Borges. Era genial porque creó, a partir de esa insistencia en las múltiples variaciones que le sugería su saber del budismo, una prosodia y una sintaxis identificable para el siglo de Borges; como Darío lo hizo para el XX, creó la nueva forma de narrar en español, algo que sin duda tiene un sustrato en su temprano conocimiento de varias lenguas en las cuales escribieron los grandes narradores de su tiempo que él divulgó en Buenos Aires durante los años de entreguerras. Borges era muy divertido, lleno de vida, con una enorme curiosidad por todo. Tengo maravillosos recuerdos de la complicidad que nos unía, más allá de los momentos muy importantes en los que me dictaba su obra.
–Las diferencias de edades y la genialidad de Borges debieron hacer difícil su relación.
–No, ciertamente. Si ello hubiese sucedido me habría sorprendido desde cuando lo conocí. Primero fue una relación maestro discípula y siempre fue algo desenfadado. Yo le hablaba de manera natural y espontánea, hasta me atrevía a discutirle sobre autores y asuntos que no podía sostener entonces. Pero a medida que lo fui conociendo, a medida que fui descubriendo, digamos, sus misterios, él se divertía con mis ocurrencias y fue entendiendo mi carácter, nada obsecuente, como él mismo lo era, libre como un animal selvático, libre gracias a su genialidad. A su lado mi vida fue especial y maravillosa. Desde siempre he dedicado mi vida a la literatura y a estudiar y mi curiosidad por los libros sigue siendo enorme, como desde los días en que pude trabajar a su lado y pude crecer hasta donde ahora he llegado. Fue un viaje hacia la sabiduría, una experiencia que no puede repetirse, Borges no hubo sino uno.
–Borges dijo que su mayor virtud era el silencio.
–Quizás porque soy una persona muy callada, que gusta de la soledad, como sucede a los japoneses. Yo, cuando él estaba pensando, porque era lo que más hacía, cosa que había aprendido en Schopenhauer, eso de mejor pensar por sí propio que leer en otros para que entonces ellos piensen por uno, ni le interrumpía ni le molestaba. Tampoco él me invadía. Para que una relación de amor sea duradera y maravillosa, la base es el respeto por la identidad. Borges decía que soy como el ojo del huracán: serenidad y silencio cuando todo se arremolina a su alrededor.
–¿De qué otras cosas gustaba?
–Gustaba de mi ludismo para vivir. Aun cuando creo que más lúdico era él. Borges era fanático de los Beatles, de los Rolling Stones, de Pink Floyd. Amaba la música que le daba fuerza, le gustaban los espirituales negros, muchas veces fuimos a Nueva Orleans a escuchar jazz, también le gustaban los blues y la milonga le gustaba muchísimo. Le gustaban los viejos tangos, que eran totalmente distintos a lo que él decía que había hecho Gardel con el tango, hacerlo llorón, sentimental, arruinarlo.
–Usted que trabajó con él por tantos años, ¿cómo era su ritmo de escritura, cuáles sus manías?
–No tenía un método definitivo, un día podía ser una cosa y otro otra. Nada rígido, como era su mismo pensamiento. Cuando tenía una idea para un poema o un cuento, era resultado casi siempre de días y noches de rumia. Hasta que de un momento a otro podía decir: esta idea nos servirá para un cuento o este para un poema. Y así podía suceder varios días hasta que decidía dictarlo después de haberlo elaborado en su memoria, y a medida que dictada iba corrigiendo y volvía sobre el texto una y otra vez. Pero lo notable era que luego de las varias correcciones se dedicaba a pensar el cuento y el poema hasta que le parecía satisfactorio. Borges tenía un orden de prioridades a la hora de corregir; primero uno le leía el texto y él hacía comentarios sobre la continuidad o no de los párrafos, todo lo iba estructurando en su memoria prodigiosa; siempre, antes de avanzar en un cuento, debía tener decidido el comienzo y el final.
–Usted ha prolongado de alguna manera las polémicas que Borges había generado cuando estaba vivo.
–Y habría que decir, que quizás sea cierto. Borges sigue vivo, lo extraño cuando viajo, en la forma como nos divertíamos, las bromas que gastábamos, la forma de llevar nuestras vidas. Cuando uno ha amado a la persona que otros siguen amando, hace que uno sienta el tibio calor del recuerdo y esa compañía es muy vigorosa y cierta. Borges sigue generando polémicas porque fue un hombre totalmente libre, crítico e irónico. Nunca medraba al opinar sobre algo o sobre alguien, siempre decía lo que pensaba de las cosas, no tenía obligaciones con nadie, ni aceptaba sobornos. Borges creía en el libre albedrío y así lo demostró a lo largo de su vida tomando las decisiones sin seguir a las mayorías ni a los poderosos. Ser libre para él era no traicionarse, ser uno mismo y eso le llevo a perder, incluso, el Premio Nobel.
–¿Por qué?
–Porque, como usted podrá recordar, en dos ocasiones burló las aspiraciones de Arthur Lundqvist, el académico sueco que prácticamente concedía el Nobel a los escritores de nuestra lengua. La primera, cuando Victoria Ocampo lo trajo hasta Buenos Aires, le organizó una cena en San Isidro y puso a Borges al lado del sueco, que con su tradicional apetito de gloria leyó a Borges uno de sus poemas y Borges le dijo que le parecía digno del inventor de la dinamita, y luego, cuando en Chile le ofrecieron aquel doctorado en la Universidad Católica siendo Pinochet el dictador y le llamaron para advertirle que si iba a recibirlo no recogería el Nóbel ese año, y Borges respondió que había dos cosas que un hombre no se puede permitir: ni amenazar ni ser amenazado, ni chantajear ni ser chantajeado. Fue muy genial porque le dije: "Borges ¿por qué no lo piensa?, puede decir que no se siente bien, que está mal." Y no olvido que tomándome por los hombres me preguntó: "¿Usted lo haría?" Y le respondí: "Usted sabe que no." Entonces dijo: "¿Por qué quiere que yo lo haga?" Lo cierto es que ese traductor y poeta sueco no quiso nunca a Borges. Recuerdo que Lundqvist tenía un emisario español que visitaba el mundo de habla hispana recibiendo elogios de cuanto candidato había en esos años, incluso creo que el emisario recibió algún Premio Nobel de manos del rey sueco.
Pero Borges también se reía mucho con ese asunto del Nóbel. Recuerdo que un día lo detuvo un señor en la calle y le dijo: "Maestro, voy a hacer una promesa a Dios para que se lo den este año." Y Borges respondió: "Dios lo libre de hacer eso, si es que Dios existe. Porque si me lo dan este año seré uno más en la ya larga lista, pero si no, me convierto en un mito escandinavo, en ese hombre que siempre se presentaba y no se lo daban; prefiero ser el mito escandinavo, el eterno aspirante."
–Se anuncia ahora la publicación del diario que Adolfo Bioy Casares llevó sobre su amistad con Borges por cuarenta años. Dicen que usted separó a Borges de Bioy.
–Nunca quise alejar a Borges de nadie, fue el comportamiento de sus amigos lo que alejó a Borges de ellos. Bioy, en ese diario que van a publicar muestra también cómo lo envidiaba, como lo utilizaba. Quizás sea cierto que le tuvo mucho afecto, pero también es cierto que era muy egoísta. Un día Borges me dijo: "Adolfito sólo viene o me invita a comer cuando quiere leer o que yo corrija cosas de él. Pero nunca me invita al campo." Yo le insistí: "Pero, Borges, a usted no le gusta el campo." Y él me contestó: "Eso no importa. El debe proponérmelo y yo, en todo caso, decir que no." Borges era tímido pero, como todas las personas introvertidas, muy observador de la personalidad y del alma del otro. ¿Por qué no iba yo a querer a sus amigos? Yo soy oriental y no soy celosa. Los celos son amor propio, no amor al otro.
–¿Qué más ama de la obra de Borges?
–La poesía. Contrario a lo que dice la gente, es un poeta extraordinario; recuerde por ejemplo estos versos de "El tango": "Gira en el hueco la amarilla rueda/ de caballos y leones, y oigo el eco/ de esos tangos de Arolas y de Greco/ que yo he visto bailar en la vereda,/ en un instante que hoy emerge aislado,/ sin antes ni después, contra el olvido,/ y que tiene el sabor de lo perdido,/ de lo perdido y lo recuperado."
–Porque sigue enterrado Borges en Ginebra, ¿no cree que sus cenizas nos pertenecen?
–Porque así fue el final. Un final que desconocíamos. Borges tenía una gira por Italia y aun cuando sabía que tenía cáncer, el médico dijo que podía viajar porque el cáncer en los viejos no es tan agresivo, y luego en Italia me dijo que volviésemos a Suiza, que no deseaba volver a Argentina. Traté de convencerlo del regreso, que podíamos volver en un avión sanitario, pero lo había afectado mucho aquel escándalo periodístico durante la enfermedad y la muerte del doctor Ricardo Balbín, en 1981, a quien fotografiaron cuando estaba en terapia intensiva y esas fotos aparecieron en carteles empapelando la ciudad. Su hijo sufrió un ataque al corazón cuando vio a su padre convertido en un afiche y en esa situación espantosa. Borges me dijo que no quería que su agonía fuera transformada en un espectáculo y su último suspiro vendido luego en un casete. Que quería morir conmigo, la persona que él quería, a su lado. También me dijo que quería morir normalmente, en su casa, como sus antepasados. Pero todo esto no quiere decir que no quisiera mucho a Buenos Aires.
–Hay quienes dicen que usted admiraba de joven furiosamente también a Cortázar y que una vez lo tuvo a su lado mientras iba con Borges y veía un cuadro de Goya, otro de sus amores.
–Sí, fue en Madrid, el año cuando usted estuvo con Borges toda esa tarde en la Plaza Mayor. Porque aun cuando habían invitado a Mújica Lainez, a Cortázar y a Borges para grabar unos programas de televisión, nunca se encontraron en el hotel. Creo que al otro día de su visita fuimos al Museo del Prado y cuando justamente estaba yo mirando el gigantesco perro semihundido que pintó en la Casa del Sordo vi a Cortázar y se lo dije a Borges. Él me preguntó si yo quería saludarle y le dije que si el quería yo quería. "Sí, claro... ¿por qué no?", me dijo. Y en ese mismo momento Cortázar vio a Borges, y entonces se acercó, y fue divino y maravilloso y único... uno de esos instantes irrepetibles que nos regala la vida. Cortázar le recordó que le había llevado su primer cuento, y destacó la generosidad de Borges con él. Y Borges rió y le dijo: "Bueno, no me equivoqué, fui profético."
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