martes, 23 de diciembre de 2008

Malabares pueblo

Brígite pinta sus labios con pulso de rotulista. En su cadera un pantalón de mezclilla marca las curvas hacia sus muslos. En el espejo están sus diecisiete años de vida.
En un camerino cabe la historia y la ilusión del triunfo. Brígite remarca con la punta del lápiz el negro de sus cejas, la línea perfecta que resalta la vivacidad de su rostro.
Desde la bocina encima del todo de un vochito modelo antiguo, escucha la advertencia del tiempo que falta para que inicie la función.
Ajusta el cinturón de aros cromados sobre las presillas de su pantalón, se talla la blusa roja con barbas de hilaza blanca que le acaricia el vientre. Un sombrero abandona el perchero, cae sobre su cabeza y aplana el tupé rubio contra su frente.
Dos pinceladas más de rubor, el atomizador desparrama perfume sobre su cuello, la mirada va hacia los botines marrón y la sonrisa acusa la cabalidad del vestuario, el maquillaje.
La música llena el escenario, tercera llamada. Brígite alcanza su anhelado proyecto: ofrecer el movimiento de su cuerpo a los espectadores del circo, mientras con sus manos pasea entre las gradas una caja de palomitas como oferta. El primer paso está dado al iniciar la función.

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Huele a tierra húmeda. Las luces violetas llenan el interior del cuasi globo que es el circo, y a los espectadores en las gradas de madera. Huele a esquite reventado en una olla de metal, y a salsa picante.
Las manos del recoge boletos ahora son dos palomas reventando aros hacia el viento en medio del escenario. La melena golpea la licra en la espalda del joven, en cada paso hacia sus costados se improvisa un baile al ritmo de piano y trompetas. Súbito es el disparo del payaso que avienta una flecha para acertar el medio de la esfera que arroja el malabarista, y llevarla hacia las gradas. El padre de familia levanta con orgullo y como trofeo el par de objetos. Desconcertado y feliz el hijo menor de cuatro observa cómo de las manos de su progenitor un par de aves se levanta en vuelo. Eso es magia, grita el payaso encima del aserrín, en el umbral de la pista.

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Circo Richard es el nombre, está asentado en la periferia de Cócorit, allá junto a un letrero que informa sobre el número de habitantes de la población. Tienen sus árboles la característica de un pueblo afable en su gente. El quiosco de la plaza luce la iluminación casi naranja y en derredor hay bicicletas esperando por las parejas que se apean para llenar de oxígeno los pulmones. Un niño patea una botella de plástico que reemplaza al balón, las manos de su padre son un portero sagaz.
Tiene la calma esta región de familias dedicadas a la tierra, llenos de alegría y ejerciendo el saludo transparente prendido de los ojos. La palabra amor no sabe que existe el término cursi, ni se encuentra banal, fluye en la voz de dos enamorados que se encuentran cada tercer viernes del mes, y regalan elotes recién cortados de la milpa a la primera persona que se les atraviesa en el camino, es un desplante de la felicidad y desean gritarlo con su bondad. Echan a un carro diminuto, ya como gratitud, ya como solidaridad, el fruto de la tierra, el resultado de las aguas regadas de madrugada y con una pala guiando la dirección del líquido.
Dos cuerpos son uno y la sonrisa como pauta en cada frase, en todo diálogo. Hay un trago de cerveza y el panorama es un verde nocturno en el pedazo de tierra que es la vida. Hoy es viernes y la existencia toca el corazón.

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Brígite se contorsiona, eleva un pie hacia el cielo, gira en derredor de su cuerpo, quita el antifaz y en la última vuelta los hombros desnudos son un reto para el padre espectador. Diez pesos del boleto están más que compensados. Valió la pena transformar el circo en un teibol, imaginar la cadencia de la cirquera complaciendo como gratitud de la rechifla ante su presencia en la pista.
Brígite trepa su mirada lejos, fuera de la carpa. Sabe la función como un trampolín para el futuro, lo que viene es el triunfo, su nombre en el cartel de un teatro de renombre y como primera actriz. En unos segundos el payaso que es el amo de la carpa, hace desaparecer a la mujer púber, para ese momento ya el camerino se transforma en dormitorio, afuera el sueño de los niños, la imaginación de los padres, marcha en pasos hacia sus hogares. Cócorit vive sus noches de trascendencia, lo confirma el malabarista de la melena, el recoge boletos quien ante el guiño de una cocoreña intuye que este pueblo puede ser la tierra para sembrar su apellido. Y ver a los hijos llenos de malabares. La joven, adolescente, con sus trenzas perfectas, escucha las palabras del cirquero, con emoción atiende las historias del trabajo que él le cuenta.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Desierto mar

Personajes:
SILVESTRE
ROMUALDO
Romualdo conduce su carro, lo acompaña Silvestre.
SILVESTRE (Saca una pistola y le pega un tiro en la nuca. Toma el volante, controla el carro que avanza, en el movimiento intenta acomodar a Romualdo): Muévete cabrón, vamos a chocar. Qué te vas a mover si estás bien muerto. Es un chingo de sangre, ya me manchaste la camisa. Te dije que aunque estuvieras muy grande te iba a madrear. ¿Por qué no me quieres pagar el carro? A poco crees que robar no es trabajo. Cuántas horas de espiar al jefe para ver dónde dejaba la billetera, y te amacizas tan quitado de la pena.
ROMUALDO: Le arreglé el carburador, le puse llantas, le metí las balatas, tú dijiste que lo arreglabas de una cosa y luego de otra y nunca quedaba bueno. Me lo rolaste.
SILVESTRE: ¿No entiendes que fue por hartazgo? (De reojo ve a Romualdo) No me peles los ojos. (Le da un golpe en la frente).
ROMUALDO: Son mis ojos, con los que te veo.
SILVESTRE: Con los que viste las armas, y me balconeaste, ¿o mi jefa se enteró por obra y gracia del espíritu santo del gane que me aventé?
ROMUALDO: Tú mismo las pusiste en la alacena. ¿Se te olvidó que ella cocina?
SILVESTRE: Seguramente también yo le dije a mi apá que me madreara porque me puse tus tenis que te compraron por ser el mejor en calificaciones. Pinchis verdugones que me dejó, pero qué tal, ahora tú tienes un hoyo en la nuca, y los ojos blancos como vaca degollada.
ROMUALDO: Los tenis te los regalé, te los pusiste el día que de descansó del jefe. ¿Llevas mucha prisa o qué? Vas a chocar.
SILVESTRE: Te llevo al desierto, a donde tanto te gustaba ir cuando nos escapábamos en las bicicletas.
ROMUALDO: Aún tienes las cicatrices, yo también, pinchi alambre, era de noche, no lo vimos. Te asustaste hasta llorar.
SILVESTRE: Para curarnos las heridas de los alambrazos no necesitamos mertiolate, aunque las cortadas estaban grandes, supiste cómo resolverlo.
ROMUALDO: Te metí al agua porque el mar cura todo.
SILVESTRE: Por el susto te hice caso, como siempre, tenías razón.
ROMUALDO: Nos escapamos siempre de la casa para ver ese abrazo del desierto con el mar. Me gustan las olas cuando conversan con la arena en cada movimiento.
SILVESTRE: Cada que vamos escarbo en la arena, no pierdo la esperanza de encontrar las armas que me robé; las enterré cerca de la playa, no sabía que el mar creciera tanto, creí que con el paso del tiempo se iba haciendo pequeño; ahora sé que el agua me robó las pistolas, los rifles; a huevo que al mar Dios ya lo perdonó, ladrón que roba a ladrón.
ROMUALDO: La noche que nos alambramos mi apá se enojó porque llegamos mojados.
SILVESTRE: Descargó los cintarazos y las bofetadas contra mí, a ti te dijo que te fueras a dormir.
ROMUALDO: Porque te abracé para que ya no te golpeara.
SILVESTRE: Después vinieron las patadas en la cabeza, no aprendía en la escuela, no me gustaba el béisbol, no sabía qué era una llave estilson ni unas pinzas de presión. Tú sí, todo lo sabías: el muchacho perfecto.
ROMUALDO: Yo trabajo y estudio no sólo para salir adelante, también para ver por ti y enseñarte.
SILVESTRE: Muchacho perfecto. La arena del desierto también es perfecta.
ROMUALDO: Eso te lo he dicho siempre.
SILVESTRE: ¿Y el amor que sientes por los sahuaros? Nunca se te quitó la manía de posar junto a ellos para que te retrate.
ROMUALDO: Es lo más hermoso que la naturaleza parió.
SILVESTRE: (Riendo): Cuando te emocionaste y lo abrazaste tan fuerte te llevaste las espinas en la piel; me impresionó que no lloraras.
ROMUALDO: Lo gozaba. Y me ayudaste, tuviste que pedalear tú solo la bicicleta para llegar a casa.
SILVESTRE: Me asusté, y me dolía nomás de verte, no cómo tú que cuando me chingaban, disfrutabas.
ROMUALDO: Me encerraba en mi cuarto, ¿qué más podía hacer?
SILVESTRE: Vamos llegando a la arena.
ROMUALDO: De noche es más tersa, la moja el sereno del cielo.
SILVESTRE: Con la arena dormirás el resto del tiempo, hasta que el cuerpo se desintegre.
ROMUALDO: Prometimos que si tú morías primero yo te echaría al mar.
SILVESTRE: Yo a ti en el desierto. Ahora estarás en amasiato con su calor. Escucha esa canción. (Le sube al radio). Es la de Pedro y Pablo, la que habla de los hermanos engañados por una mujer. (Se carcajea). Cómo nos adueñamos de esa rola.
ROMUALDO: Nunca me dijiste que era tu novia.
SILVESTRE: Ni oportunidad me diste, no habían pasado ni dos semanas y ya no era mía, era tuya.
ROMUALDO: Llorábamos escuchando la canción, ahora sé que lo hacíamos por la necesidad de abrir el corazón. Nuestro padre no nos dejaba llorar. Porque eso es de maricas.
SILVESTRE: Jugábamos a emborracharnos por despecho, tú fingías, a mí me daban ganas de partirte la cara; me habías quitado la novia. Siempre tú más grande y más fuerte que yo, no había otro remedio que aguantarme las ganas. ¿Qué tal ahora?- Dile adiós al puerto; al desierto no porque en él te quedarás. (Apaga el carro, se baja, abre la puerta del copiloto, se esfuerza para bajar a Romualdo que está inmóvil).
ROMUALDO: Cuantas estrellas, nunca había visto tantas. Acá Venus, más allá la Próxima centauro.
SILVESTRE: Míralas. (Saca la pistola, le pega un tiro en la frente):Tenemos toda la noche para fabricar tu hogar. (Va al carro y trae un pedazo de sahuaro), te lo traje para que siempre estés abrazado de el, disfrútalo mientras te dure el cuerpo. (Silvestre echa a Romualdo en el hoyo, lo entierra).
VOZ DE ROMUALDO: Así se amarran los zapatos, cuando está bien hecha la flor jalas de las dos tiras para que se apriete el nudo.
SILVESTRE: Hermano.
VOZ DE ROMUALDO: ¿Dos por dos?, sólo suma estas dos rayitas con estas otras.
SILVESTRE: Romualdo, carnalito.
VOZ DE ROMUALDO: Está bien, ese dibujo sí es un gatito, sólo márcale las orejas, así.
SILVESTRE: (Termina de enterrar a Romualdo, escuchan aullidos de coyotes, se sube al carro, lo enciende) Vámonos carnalito, la vida se dispone.
VOZ DE ROMUALDO: Como el desierto y el mar. (El carro avanza sobre el desierto).

martes, 9 de diciembre de 2008

De a perritos

Mientras el sudor de sus manos mojaba mi cuello, la humedad de sus labios se incrustaba en los míos. Tencha es así: velocidad luz para el brillo de sus ojos abriendo la puerta de la libido.
Debajo del puente es la escala obligada. Son apenas cinco cuadras antes de llegar a su casa, y si no es allí, ya no será. Por eso en similitud de cámara rápida, suelto el broche de su pelo mientras ella hunde sus uñas en mi espalda, por sobre la camisa.
En eso estábamos cuando el olfato me golpeó el vientre, luego un líquido amargo, amarillo, surgió desde mi garganta. El olor provenía de las suelas de mis botas rebosantes de sangre, hundidas en las vísceras de un perro. Propuso entonces que lo rescatáramos. Nunca imaginé que después de sus labios en los míos, con su carita mustia, me pidiera que abrazara al animalito, y pa’cabarla de chingar, que le diera respiración con mi boca.
Me quité la camisa y la enredé en mis manos para revolver las entrañas de la perra muerta, antes de conseguir extraer al cachorrito, tuve que sacar lo que parecía un pedazo de riñón. El cachorro apenas respiraba, lo mismo que nosotros en medio de la peste. Tencha estaba emocionadísima, mi héroe, dijo, con un ademán dramático y acartonado como de película de los treinta.
Seguiría lo más insólito: cavar para, antes de llevar el recién nacido con nosotros, dar sepultura a la madre muerta. Nunca antes improvisé con la hebilla de mi cinturón un pico para levantar la tierra. El hoyo quedó en las dimensiones exactas, mis uñas formaron un circulo perfecto. En eso estábamos, al punto de echar al animal al agujero cuando las torretas de una patrulla me encandilaron.
--Joven, Joven, lo que usted está haciendo es un delito, mire que sepultar a un animal en plena vía pública. Tendrá que acompañarnos.
Traté de explicarle que la perra no era mía, que antes que cometer un delito, estaba haciendo un servicio social, haciendo el trabajo de la Secretaría de Salubridad, pero el policía no entendía razones. Tencha intervino tratando de ser simpática, incluso algo seductora, pero con el hedor que la envolvía solamente consiguió que el oficial se replegara y amenazara con pedir refuerzos si nos resistíamos.
Tencha, profesional del devaneo, recorrió con la punta de la lengua sus labios, miró sin parpadear hacia los ojos del oficial (¿por qué los policías usan gafas incluso de noche?). Mientras le decía algo en el oído, continué mi labor de enterrar a la perra. No supe en qué momento Tencha y el policía subieron a la unidad, en mi concentración por concluir la encomienda, de no dejar una sola parte del cuerpo del animal descubierto, perdí noción de lo que acontecía entre ella y él.
Terminé de cubrir con tierra a “la rubia”, ya hasta la había bautizado en homenaje a su piel clarita, cuando recordé al cachorrito envuelto en mi camisa. Al incorporarme para ir a revisarlo, quedé de frente a la patrulla y una certeza me devolvió a la realidad: los vidrios estaban empañados y un vaivén bizarro arrullaba al metálico armatoste.
No sé si sirva de consuelo, o si los camaradas de mi barrio me creerán. Tomé al cachorro, lo llevé a mi casa, y antes de dormir inicié el festín. Oír el llanto del perrito era recordar la imagen de los vidrios empañados. Allí descubrí el placer de los celos, puse rienda suelta a mi imaginación. Tencha era mucho más bella, ágil y zagas en los brazos de un policías. Cuánto placer me da desde esa noche y hasta hoy, imaginarla con los ojos en blanco, reflejados en el cristal de las gafas del oficial.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

tijuana morras


Les late el corazón. Puedo verlo, sentirlo, en cada una de sus pupilas. Tiemblan sus ojos como el temblor en las piernas de un adolescente que descubre el placer del cuerpo. Tocan el cielo con el silencio de su historia. Engullen las frases que revientan desde mis labios.
Se llaman morras y viven con el proyecto de encontrar la paz en sus miradas. Las he visto en un viaje aterrizado encima de la duela de un albergue para el amor de sí mismas. Las he tocado con las letras desde mi pecho y están justamente allí, dentro, hasta el fondo.
Tijuana es heavy, idéntica a la vida. Hay una aguja acosándoles la vena, el polvo incisivo para habitar en la nariz. Tijuana es el hogar para el consumo inmediato. Tijuana es la palabra como sombra que alberga la existencia de estas tantas morras. Allí me las he topado, con la bendición de las letras en las páginas de un libro, con la seducción por las historias para encontrarse a sí mismas. Lee otra, me sugieren.
No he sido yo, ni quienes me invitaron a visitarlas, ha sido la historia en cada una de ellas dentro de las páginas de un libro dos la responsable del enganche, del encuentro inmediato para dialogar a rienda suelta, como camaradas de toda la vida.
Tengo impreso en el corazón que es la mente la risa de una de las chavas, la mirada de todas, el deseo de otro cuento, otra crónica, los textos todos y por favor, incluida la apacibilidad después de la resaca perenne. Tengo escasos los dedos para enumerar las dulces puñaladas de recuerdo que me fabricaron en cada una de sus intervenciones durante esa ronda de respuestas ante las preguntas.
Nunca nadie tan niñas como ellas elaborando la frase ¡podrías volver? A huevo que el interior se hace trisas. Los kilómetros un impedimento, los dineros, otro, las ganas de verme de nuevo en sus ojos un taladro abriendo el pecho otra vez.
Recuerdo ahora que en mi sandez les convoqué también a que escribieran un momento feliz de sus vidas. Una de ellas, contundente, me confesaba que nada podía escribir, su razón, implacable: “no tengo ningún momento feliz en mi vida”. Otra, que pudo salvarme de las gotas de llanto, me contó con lápiz que ella recuerda con felicidad a su madre mientras le preparaba el lonche para llevarla al quinder.
Pude entonces volver a los días de mis camaradas, de mis tías, de mis primas, doliéndome siempre, algunas en prisión, otras en las calles como prostíbulo y el foco encendiendo el humo para su interior. Pude también, cierto es, tener la certeza del significado de la palabra resistencia.
Las he visto formar una fila después de otorgarme un par de horas de su tiempo, hálito de sobre vivencia que me otorga algunas horas de oxígeno. Sé ahora que todo lo tienen en la historia, y en ellas hay puesta la fe del sí se hace. Me lo dijeron al preguntarme si la cocaína ya no me seduce el deseo. La respuesta fue que sí, todos los días. Supieron ante la confesión, que sí se hace, aunque el deseo se apersone cotidiano.
He querido regresar a la frontera, y leer de primera mano la información sobre los decapitados. He querido volver a esa ciudad de cerros y panorámicas entrañables. Siento la urgencia, pues, del retorno, porque sé que las pupilas abiertas me esperas, esas pupilas que son la metáfora perfecta de un corazón capaz de albergarme para siempre. Volver. (Carlos Sánchez)

martes, 2 de diciembre de 2008

como sabina canto mis soledades porque me sobran. y viajo en un sueño de tufesa y me extravío en guaymas. no hace mucho tiempo me volví a sentir niño perdido bajo la negra noche.