domingo, 8 de julio de 2007

Infarto masivo / carlos sánchez

En la gorra azul un perro impreso cuida las gafas negras. Debajo de la visera los ojos empañados tiene luz intermitente. La barba cana sugerida es vestigio de esos años de cuando Ramón Gradillas trabajaba en los barcos camaroneros.
Es de Caborca, Sonora, tierra de poetas, pero su cuerpo lo ha llevado a Magdalena de Kino, tierra de mártires, donde quizá dentro de algunos años la muerte se apersone en su humanidad, vía un infarto masivo.
Sus manos, dos muñones que con habilidad se extienden para hilvanar versos, motivan la esperanza de que algún día su nombre firme la portada de un libro.
Le gusta la poesía. Vender mazapanes y chicles en la plaza le da los dineros para llenar de saldo su celular. Le gusta cortejar las nubes, el mar, la mujer tan presente en lo que escribir ya es un padecimiento. Porque sin saldo en su teléfono imposible sería escuchar la voz de su hija.
Apenas ayer lo vi trepado en su silla de ruedas por los pasillos del asilo, en efusivo abrazo con sus visitas, esas personas que le llevaron como vida un leño para avivar el fogón de sus sesenta almanaques.
Le contó su amiga Claudia, que un señor de la capital iría a charlar con él, que última hora y se pondrían de acuerdo para que la publicación de un libro se cuajara.
Apenas ayer entraba a la vida esta con la que ahora escribo, apenas ayer y ya sé que será para siempre.
Ramón tiene la inocencia construida en su vagancia, en ese tiempo de trampear en el tren carguero y escudriñar la república entera, desde Tijuana hasta Yucatán, volándole la greña jovial, entonando un son entre sus dedos, sus labios, de la verde limón, de la olor a zorrillo.
Cuenta de lo que ahora importa: escribir para decir por dónde es más fácil la vida, escribir para ellos los jóvenes. Eso dice.
En ese apenas ayer duele la imposibilidad de retratar todo en un texto, duele tanto como la derrota de la anciana que con sus manos cubría la cara porque no había cómo detener la cabeza. Era su cuerpo el perder ante la vida como un nocaut infausto que le llegó quién sabe qué día, quién sabe a qué hora y quién sabe por qué seguir con ese corazón latiéndole.
En ese entorno el tic tac en el pecho es una traición a la dignidad. ¿Por qué no se apaga la vida si vivir es nada más necesitar la muerte?
Ramón enciende su sonrisa cotidianamente, y se pierde entre las calles hacia abajo para llegar a la plaza, allí en derredor de esa capilla a la que diario llegan fieles a concentrar sus fuerzas para mover el plástico en un hábito que da vida a un santo famoso y aclamado.
Bendito lugar para Ramón, porque de ahí sale para los cigarros, para los chuchulucos, para el saldo del celular, que tal vez sea lo que menos importa, porque allí, en ese concreto que sirve de plaza, sale también para la ilusión de seguir siendo.
¿Soy poeta?, preguntó Ramón dejando escapar al niño tan presente en sus palabras, su discurso. Todos contestamos que sí. Porque realmente lo es, porque no sólo de versos existen los poetas, porque una imagen de resistencia sobre las calles es también una metáfora, la sutileza sugerida de la vida en movimiento.
Nada es tan poético como la inocencia y la necesidad de seguir viviendo, nada puede ser más poesía que el esfuerzo por esa fe en la ironía y el humor que Ramón posee.
Ya antes había confesado ser de la tierra de Abigael Bohórquez, el porta mayor de Sonora, y secundó una de sus frases, esa que por accidente escuchó en un programa de radio, donde el vate Bohórquez declaró que para escribir no hay edad.
Para Ramón la concepción de Abigael, es un remo en el mar crecido que significa escribir. Una herramienta para quitar el freno de la indecisión. Por eso ahora escribe, escribe, escribe. Y declama sus textos de memoria, de corrido, y sus ojo se encienden al hacerlo.
En Magdalena algunos lo conocen y reconocen su valentía de escribir. En Magdalena nos encontramos apenas ayer, y hoy sé que será para siempre.
No de barbas su nombre insiste en mi memoria, no de casualidad en esa huída del dolor del asilo, cuando hube ya trepado el camión, el celular timbró y contesté sólo para escucharle a Ramón decir: No te olvides de mí.
Hicimos un compromiso que es un pacto. De ahora en adelante estaré visitándolo, él escribirá la vida y yo entraré en ella. Porque me interesa esa historia de la Totoaba inmensa que un día pescó, sin red, sin cuerda y sin anzuelo.
Ramón en ese registro de su memoria, tendrá motivos para vivir, escribir, soñando que un día (es) será poeta. ¿Alguien pasará por Magdalena? Rayte.

viernes, 6 de julio de 2007

Echaré la emoción en una bolsa de hule. En ella cabrán los timbres que te evocan. Puedo, por ejemplo, meter ahí la liga que recogía tu pelo, esa que dejaste olvidada una tarde de viernes cuando llegaste con un pastel de manzana.
Sabían tus ojos a nieve de vainilla, porque el sonido de un carro te asustó y el arrebato te hizo embarrarte la cara. Era de garrafa y la compraste en catedral, que para sorprenderme con ella, que para que refrescara esa puesta de sol, que porque el dulce tal vez podría arrebatarme el ceño fruncido de mi frente.
Siempre has sido huraño, exclamaste mientras quitaba con mis dedos la miel de tus párpados, a prisa, con el temblor en mis manos que tu olor de niña me arrancaba.
Encuentro debajo de este libro, del cual te leí un poema esa tarde, el que también echaré a la bolsa, la nota de remisión de los lentes oscuros, los que trajiste para mí. Para que no te vean los ojos cuando ves a las personas, me dijiste, porque siempre escudriñas los rostros como si desearas saber la historia de la gente, de toda la gente.
Te preocupaba mi manera de observar, porque no todos son pacientes, porque no todos saben lo que imaginas, hacia donde vas con los ojos. Insistías en que persiguiera la prudencia, que no me abalanzara hacia los rostros en la calle.
Los lentes ahora penden de las orejas y la nariz de esa cara de barro, la que construiste con tus manos, en tus clases en la universidad, donde aprendiste a amar la tierra.
A un costado de la cama está tu overol, el delantal y las espátulas. A veces me despierto para enterarme que dormí abrazado a ellos; debe ser que el olor a tierra mojada sigue impreso en el mango de la espátula, y en el overol tu sudor permanece.
En esta bolsa de hule deben caber las cosas que llenan mi cuarto de ti. Las canciones en la calle, el ruido del tren, los pájaros que emigran en estas fechas y se amontonan para desgajar un poco más, jamás sabré cómo apagarlos.
Allí frente a la mesa de luz, donde recorto las palabras para ordenar las ideas, está la escuadra de madera, aquella que rescataste de un bazar porque según tú lo viejo es más estético. No podré deshacerme de ella, mientras no encuentre con qué sustituirla.
Me recuesto con las manos debajo de la nuca, veo el techo y hay un graffiti que dice tu nombre, lo tatuaste con un encendedor, me enseñaste la técnica y parece imborrable la música de las sílabas que te nombran.
¿Recuerdas a Bach? Preguntaste cuando la lluvia entraba en nuestros pies al caminar por la avenida que rodea la universidad. No lo conocía, pero actúe perfecto y te conté una anécdota de un piano con el cual el compositor construyó una de sus canciones. La más famosa.
Que hombre perfecto, concluiste sin decirlo, me lo transmitiste con la mirada. Yo sonreí hacia a mí, sin exaltarme, creyendo en esa historia que improvisé por soberbia, por pudor, por lo que fuera, por la necesidad de hablar mientras nuestras manos chocaban con las gotas de verano y otra vez sin sol.
Me gusta la ceniza del cigarro. Decías que era como comerte el alma de quien lo fumaba. Aprendí a comerla despacio, esperando que creciera en cada bocanada, ponerla en mi lengua, desparramarla en mi boca, llenando las paredes de carne con ese sabor ácido.
Te comías el alma de quien te guiñara el corazón con la mirada. Cada tarde venías a contarme lo de la noche anterior, el pitar de los carros en los cruceros al verte pasar los conductores con su libido. Había también las historias mañaneras, la del carnicero en el mercado, dando gramos de más, complacido por tu blusa escotada.
Bailar. Cerrar los ojos para evocarte bailando está prohibido. Lacera ver tu pelo cayendo en tu espalda, tu cintura una avalancha que exige un marcapasos, una bomba para seguir con presión en las venas.
En esta bolsa van cayendo los objetos. Es pequeña pero suficiente. No son grandes como sí lo es la necesidad de aventarlos por ahí.
Me enseñaste una vez el valor de darse no por placer, tal vez por complacer a quien lo necesita. Dijiste que el cuerpo es sólo cuerpo, y que a veces un instrumento para que otros se sientan vivos.
Aquel vino sigue blanco, a pesar de los dos veranos dentro de la caja de madera. Lo trajiste un medio día, venías de recorrer la isla, dijiste. Te tumbaste los huaraches de vaqueta, un sombrero de palma cayó sobre la mesa de luz y sin más circo levantaste tu falda. Hacía calor y mostrabas las cicatrices de las aguasmalas. Te picaron cuando te quedaste dormida en la playa de Varadero. Amaneciste desnuda en una cama de una casa desconocida. Con la misma agua de mar te curaron. Era la abuela del cubano que durante el día anterior y parte de la tarde noche, te rodeaba la cintura con sus labios. Platicas que nadie ha tenido tanto calor en su lengua como él. Aquí en el cuadro de enfrente está tu foto e incrustado en el marco unos rizos de pelo negro, que juras son eróticos, que de tan sólo verlos encienden tu garganta y los dedos de tus manos se acalambran.
En esta bolsa de hule caben esos objetos que te pertenecen o me pertenecen. Cabe el ruido del botón del overol golpeando la espátula, el olor hecho un arcoiris. Cabe la inevitable necesidad de arrancarte de mí. Caben los ojos oscuros aplastados en esos lentes. Cabe todo, excepto la gana loca de saberme muerto en tu memoria. Y es un cuchillo que se embarra en mi recuerdo los días constantes.