viernes, 6 de julio de 2007

Echaré la emoción en una bolsa de hule. En ella cabrán los timbres que te evocan. Puedo, por ejemplo, meter ahí la liga que recogía tu pelo, esa que dejaste olvidada una tarde de viernes cuando llegaste con un pastel de manzana.
Sabían tus ojos a nieve de vainilla, porque el sonido de un carro te asustó y el arrebato te hizo embarrarte la cara. Era de garrafa y la compraste en catedral, que para sorprenderme con ella, que para que refrescara esa puesta de sol, que porque el dulce tal vez podría arrebatarme el ceño fruncido de mi frente.
Siempre has sido huraño, exclamaste mientras quitaba con mis dedos la miel de tus párpados, a prisa, con el temblor en mis manos que tu olor de niña me arrancaba.
Encuentro debajo de este libro, del cual te leí un poema esa tarde, el que también echaré a la bolsa, la nota de remisión de los lentes oscuros, los que trajiste para mí. Para que no te vean los ojos cuando ves a las personas, me dijiste, porque siempre escudriñas los rostros como si desearas saber la historia de la gente, de toda la gente.
Te preocupaba mi manera de observar, porque no todos son pacientes, porque no todos saben lo que imaginas, hacia donde vas con los ojos. Insistías en que persiguiera la prudencia, que no me abalanzara hacia los rostros en la calle.
Los lentes ahora penden de las orejas y la nariz de esa cara de barro, la que construiste con tus manos, en tus clases en la universidad, donde aprendiste a amar la tierra.
A un costado de la cama está tu overol, el delantal y las espátulas. A veces me despierto para enterarme que dormí abrazado a ellos; debe ser que el olor a tierra mojada sigue impreso en el mango de la espátula, y en el overol tu sudor permanece.
En esta bolsa de hule deben caber las cosas que llenan mi cuarto de ti. Las canciones en la calle, el ruido del tren, los pájaros que emigran en estas fechas y se amontonan para desgajar un poco más, jamás sabré cómo apagarlos.
Allí frente a la mesa de luz, donde recorto las palabras para ordenar las ideas, está la escuadra de madera, aquella que rescataste de un bazar porque según tú lo viejo es más estético. No podré deshacerme de ella, mientras no encuentre con qué sustituirla.
Me recuesto con las manos debajo de la nuca, veo el techo y hay un graffiti que dice tu nombre, lo tatuaste con un encendedor, me enseñaste la técnica y parece imborrable la música de las sílabas que te nombran.
¿Recuerdas a Bach? Preguntaste cuando la lluvia entraba en nuestros pies al caminar por la avenida que rodea la universidad. No lo conocía, pero actúe perfecto y te conté una anécdota de un piano con el cual el compositor construyó una de sus canciones. La más famosa.
Que hombre perfecto, concluiste sin decirlo, me lo transmitiste con la mirada. Yo sonreí hacia a mí, sin exaltarme, creyendo en esa historia que improvisé por soberbia, por pudor, por lo que fuera, por la necesidad de hablar mientras nuestras manos chocaban con las gotas de verano y otra vez sin sol.
Me gusta la ceniza del cigarro. Decías que era como comerte el alma de quien lo fumaba. Aprendí a comerla despacio, esperando que creciera en cada bocanada, ponerla en mi lengua, desparramarla en mi boca, llenando las paredes de carne con ese sabor ácido.
Te comías el alma de quien te guiñara el corazón con la mirada. Cada tarde venías a contarme lo de la noche anterior, el pitar de los carros en los cruceros al verte pasar los conductores con su libido. Había también las historias mañaneras, la del carnicero en el mercado, dando gramos de más, complacido por tu blusa escotada.
Bailar. Cerrar los ojos para evocarte bailando está prohibido. Lacera ver tu pelo cayendo en tu espalda, tu cintura una avalancha que exige un marcapasos, una bomba para seguir con presión en las venas.
En esta bolsa van cayendo los objetos. Es pequeña pero suficiente. No son grandes como sí lo es la necesidad de aventarlos por ahí.
Me enseñaste una vez el valor de darse no por placer, tal vez por complacer a quien lo necesita. Dijiste que el cuerpo es sólo cuerpo, y que a veces un instrumento para que otros se sientan vivos.
Aquel vino sigue blanco, a pesar de los dos veranos dentro de la caja de madera. Lo trajiste un medio día, venías de recorrer la isla, dijiste. Te tumbaste los huaraches de vaqueta, un sombrero de palma cayó sobre la mesa de luz y sin más circo levantaste tu falda. Hacía calor y mostrabas las cicatrices de las aguasmalas. Te picaron cuando te quedaste dormida en la playa de Varadero. Amaneciste desnuda en una cama de una casa desconocida. Con la misma agua de mar te curaron. Era la abuela del cubano que durante el día anterior y parte de la tarde noche, te rodeaba la cintura con sus labios. Platicas que nadie ha tenido tanto calor en su lengua como él. Aquí en el cuadro de enfrente está tu foto e incrustado en el marco unos rizos de pelo negro, que juras son eróticos, que de tan sólo verlos encienden tu garganta y los dedos de tus manos se acalambran.
En esta bolsa de hule caben esos objetos que te pertenecen o me pertenecen. Cabe el ruido del botón del overol golpeando la espátula, el olor hecho un arcoiris. Cabe la inevitable necesidad de arrancarte de mí. Caben los ojos oscuros aplastados en esos lentes. Cabe todo, excepto la gana loca de saberme muerto en tu memoria. Y es un cuchillo que se embarra en mi recuerdo los días constantes.

1 comentario:

Miriam García Aguirre dijo...

Te deje un comentario ayer. Parece que no se guardo. Escribi un cuentito a partir de tu texto. Esta en mi blog, se llama El piromaniaco. Gracias por las letras.

Saludos muchos desde Tijuana.