martes, 30 de junio de 2009

así

tengo una catarina en medio del corazón

martes, 9 de junio de 2009

mensaje

una cuadra arriba o dos por la huitzilopoztli me senté bajo un árbol

miércoles, 3 de junio de 2009

constru-huir


En la buhardilla cabe su vida. No necesita más que las aspas del abanico. Un mingitorio para la urgencia en madrugada.
Encima de un taller levantaron cuatro paredes y un par de ventanas. El polvo se instala en el poniente y el sol cubre de naranja una región del cielo. Soledad es ahora un apellido. Comer tomates entre colillas de cigarros, botellas vacías, un ruido de violín en el fondo llena los ladrillos, el piso, el techo, el alma. La radio sintoniza “Tiempo de jazz”.
Dicen que fue su primo quien le heredó la habitación cerca de las nubes. Y un librero con polilla ordena los ejemplares que se deshojan a diario. Un termo para el calor del vientre. Las llaves del aire como única propiedad en sus ojos.
Recuerda a veces, con la vista en el techo, mientras los dedos se manchan de nicotina, los días de construir esculturas de metal reciclado. Iba en un triciclo por las calles de los barrios, levantaba las andaderas viejas, máquinas de cocer, cuchillos oxidados. En la ciudad se volcaron sus construcciones que soldaba con autógena, oxígeno y acetileno. Juntaba las piezas con alambre fundido. Levantaban la vista los espectadores en esas figuras que nunca apuntaban hacia el cielo.
Un genio en el maneral. La mezcla exacta entre los químicos para derretir el hierro. “La soldadura eléctrica sólo es para soldar puertas”, decía al sentirse hostigado del reclamo de su jefe en el taller. Por qué desperdicias el material haciendo cuadros de fierros viejos, le decía el mandamás.
“Desde niño le vino eso”, contó alguna vez su primo, cuando unos periodistas buscaban al autor de las esculturas, el que con el terror en la mirada huyó de reflectores, saltando pronto la cerca que daba detrás del taller y hacia el cerro.
“Su papá que era mi tío, era como él, bueno para reparar los carros, con delicadeza, le gustaba la perfección. Al primo jamás se le dio el oficio, desde niño juntaba las chatarras, hacía de los guardafangos y cofres unos dinosaurios muy curiosos”.
La nota imprimió las declaraciones en los diarios. En la pantalla y bocinas de las radios también la información, las esculturas.
Desde ese día le vino el pudor, el miedo creciendo. Se sabía libre y constructor de la magia por necesidad infantil. Nunca supo de clases en aulas, siempre urdiendo las letras y canciones en las revistas que su padre le llevaba al mismo taller donde vivían, trabajaban, existían.
Pasado el tiempo y la misma rutina. Los golpes de cincel para construir las formas, atmósferas.
Los gritos briagos del padre, las caricias sumisas de la madre desaparecieron pronto. El primo le adoptó y entró en su idioma. Sin voz, sin oídos. El alimento como tesoro desde sus manos. Y un colchón en el cuarto de arriba. Donde permanece aún. Con la rutina, conformidad de la mirada más allá, lejos ante la ausencia del sonido de palabras. Porque no le merecieron necesidad las conversaciones, las preguntas, las respuestas.
Solo en su mente como en sus piezas de metal, se dibuja siempre una figura fálica. Sus ojos se vuelven burbujas para trepar el cielo.

lunes, 1 de junio de 2009

Más que un sorbo: el Yépiz


este es el yépiz en celebración de la vida

Carlos Sánchez

Le decían el Yépiz. José María Juvera es su nombre. Lo evoco y tarareo en el subconsciente una canción de Silvio Rodríguez, cuya letra narra el andar de un hombre siempre cuesta arriba. Y lo seguían los niños todos, sucios y locos, a celebrar la vida. Mientras él contenía en su mano el dinero de la tristeza, con el cual habría de mercar cerveza. Y caramelos para nosotros.
Apenas ayer lo miré con su discurso intenso, señalando la estulticia de los que nada saben del dolor impreso en el interior del pecho. Porque muchos le decían que el medicamento era un pretexto.
En la cocina de una casa como oficina, lo miré con sus ojos en las burbujas del agua, esperando el hervor para el café. Me dijo de corrido el nombre de cada una de sus pastillas, me mostró el documento firmado por un especialista y señaló con precisión el nombre técnico de la enfermedad. “Porque me pongo muy ansioso, y apenas la cerveza me calma un poco”. Luego el café en las tazas, para los camaradas, no para su garganta. Repartía con felicidad, con el objetivo claro de servir.
Incontrolable la ansiedad: levantaba las hojas de los árboles, barría la banqueta, iba a la tienda con velocidad permanente, hablaba con respeto, miraba a los ojos. Tenía dignidad.
El martes por la mañana (¿o el lunes por la noche?) dejó de respirar. Acostado en su cama individual, con el abanico espantando los fantasmas de los nervios encendidos. Lo fue a ver su más que camarada, y carnal, el Juan Pedro Robles. Le tocó el rostro porque el amor exige la revisión del cuerpo al que se aprecia.
Quiso entonces el Juan saber el argumento de la muerte. El médico diagnosticó deceso por infarto. Encima de su sábana el Yépiz lleno de paz abandonó los días para siempre. Juan Pedro supo entonces que tuvo su camarada muerte de poeta: Infarto masivo y sin agonía.
En la funeraria se dibuja la dignidad de su paso por la vida. Los amigos y familiares firmes: El Lalo, el Feo. Y desde su pensamiento allá tras las rejas, el carnalito menor: el Pío, presente desde la nostalgia y extrañarlo.
La alegría como paradoja por una muerte feliz. Porque no obstante que el Yépiz se dejó a la suerte de muchas noches de tráfico embriagado, no fue un puñal el que lo sorprendió por ahí.
Linda manera esta de irse. Encender el abanico y después apagar los sentidos. Como si la gratitud significara echarse a dormir y sonreír a la vida la oportunidad de ver el sol, conocer el alcohol, las mujeres, las plantas, los niños. El aire.
Cuenta su carnal el Juan Pedro, como un juglar naturalito, las habilidades del Yépiz. Y las anécdotas se vuelven un tributo para el amigo. Narra con el pecho inflamado de emoción las virtudes de su compita: los días de noviar en la universidad, la facilidad para el ligue, la simpatía para con los morritos de su barrio, la alegría de vivir con un trago en la panza. “Y en todas las casas de su barrio le invitaban a comer”.
Ahora todos juzgamos a favor. Porque no es de barbas que un camarada se instale en la simpatía. Juzgamos por la risa esa de su discurso para aprehendernos: “Verás que jodido ando, ¿no traes nada?” Y la complicidad presta para abrazarlo de afecto.
Anoche en el umbral de la funeraria estuve (estuvimos) felices de ver la capacidad de amar en esa solidaridad de Juan pedro. Sus camaradas, también conocidos del Yépiz, asistimos para decir presente ante un cuerpo inerme con rostro apacible. Porque la muerte nos reúne sin requisito, porque en ese instante es necesaria la presencia como colectivo para decir en silencio la palabra amistad.
Anoche supimos de ese Yépiz al que desconocimos. Cuán necesaria la palabra, y certera. Contar la vida de un hombre, desde otro hombre, y saber que la virtud se apersona apenas la muerte le ha tocado el corazón.
El Yépiz seguramente en su rictus de paz sabe ahora cuánto se le quiere. Porque la autoridad de su orgullo, ese presidente municipal, anoche llegó para abrazarlo de su presencia. Ese que es más que un funcionario, su camarada. Pues bien, Ernesto hizo una pausa en su agenda. Y se vistió de duelo porque duele.
Alguien cuchicheo por ahí que a Juan Pedro se le ha visto llorar. Y razones tiene de sobra, porque pocos carnales como el Yépiz, quien alguna vez le arropara los pies a su camarada Juan, mientras éste dormía.
Ahora es de día, y dentro de una caja, amanece al fin.