miércoles, 3 de junio de 2009

constru-huir


En la buhardilla cabe su vida. No necesita más que las aspas del abanico. Un mingitorio para la urgencia en madrugada.
Encima de un taller levantaron cuatro paredes y un par de ventanas. El polvo se instala en el poniente y el sol cubre de naranja una región del cielo. Soledad es ahora un apellido. Comer tomates entre colillas de cigarros, botellas vacías, un ruido de violín en el fondo llena los ladrillos, el piso, el techo, el alma. La radio sintoniza “Tiempo de jazz”.
Dicen que fue su primo quien le heredó la habitación cerca de las nubes. Y un librero con polilla ordena los ejemplares que se deshojan a diario. Un termo para el calor del vientre. Las llaves del aire como única propiedad en sus ojos.
Recuerda a veces, con la vista en el techo, mientras los dedos se manchan de nicotina, los días de construir esculturas de metal reciclado. Iba en un triciclo por las calles de los barrios, levantaba las andaderas viejas, máquinas de cocer, cuchillos oxidados. En la ciudad se volcaron sus construcciones que soldaba con autógena, oxígeno y acetileno. Juntaba las piezas con alambre fundido. Levantaban la vista los espectadores en esas figuras que nunca apuntaban hacia el cielo.
Un genio en el maneral. La mezcla exacta entre los químicos para derretir el hierro. “La soldadura eléctrica sólo es para soldar puertas”, decía al sentirse hostigado del reclamo de su jefe en el taller. Por qué desperdicias el material haciendo cuadros de fierros viejos, le decía el mandamás.
“Desde niño le vino eso”, contó alguna vez su primo, cuando unos periodistas buscaban al autor de las esculturas, el que con el terror en la mirada huyó de reflectores, saltando pronto la cerca que daba detrás del taller y hacia el cerro.
“Su papá que era mi tío, era como él, bueno para reparar los carros, con delicadeza, le gustaba la perfección. Al primo jamás se le dio el oficio, desde niño juntaba las chatarras, hacía de los guardafangos y cofres unos dinosaurios muy curiosos”.
La nota imprimió las declaraciones en los diarios. En la pantalla y bocinas de las radios también la información, las esculturas.
Desde ese día le vino el pudor, el miedo creciendo. Se sabía libre y constructor de la magia por necesidad infantil. Nunca supo de clases en aulas, siempre urdiendo las letras y canciones en las revistas que su padre le llevaba al mismo taller donde vivían, trabajaban, existían.
Pasado el tiempo y la misma rutina. Los golpes de cincel para construir las formas, atmósferas.
Los gritos briagos del padre, las caricias sumisas de la madre desaparecieron pronto. El primo le adoptó y entró en su idioma. Sin voz, sin oídos. El alimento como tesoro desde sus manos. Y un colchón en el cuarto de arriba. Donde permanece aún. Con la rutina, conformidad de la mirada más allá, lejos ante la ausencia del sonido de palabras. Porque no le merecieron necesidad las conversaciones, las preguntas, las respuestas.
Solo en su mente como en sus piezas de metal, se dibuja siempre una figura fálica. Sus ojos se vuelven burbujas para trepar el cielo.

1 comentario:

jose fá dijo...

muy atinado el título, Carlos

Son tus dolorosos personajes, tan cercanos

es la creación, el afán, la obsesión de la vida, de la muerte, manifestándose...

Y un abrazo, Golondrina