lunes, 1 de junio de 2009

Más que un sorbo: el Yépiz


este es el yépiz en celebración de la vida

Carlos Sánchez

Le decían el Yépiz. José María Juvera es su nombre. Lo evoco y tarareo en el subconsciente una canción de Silvio Rodríguez, cuya letra narra el andar de un hombre siempre cuesta arriba. Y lo seguían los niños todos, sucios y locos, a celebrar la vida. Mientras él contenía en su mano el dinero de la tristeza, con el cual habría de mercar cerveza. Y caramelos para nosotros.
Apenas ayer lo miré con su discurso intenso, señalando la estulticia de los que nada saben del dolor impreso en el interior del pecho. Porque muchos le decían que el medicamento era un pretexto.
En la cocina de una casa como oficina, lo miré con sus ojos en las burbujas del agua, esperando el hervor para el café. Me dijo de corrido el nombre de cada una de sus pastillas, me mostró el documento firmado por un especialista y señaló con precisión el nombre técnico de la enfermedad. “Porque me pongo muy ansioso, y apenas la cerveza me calma un poco”. Luego el café en las tazas, para los camaradas, no para su garganta. Repartía con felicidad, con el objetivo claro de servir.
Incontrolable la ansiedad: levantaba las hojas de los árboles, barría la banqueta, iba a la tienda con velocidad permanente, hablaba con respeto, miraba a los ojos. Tenía dignidad.
El martes por la mañana (¿o el lunes por la noche?) dejó de respirar. Acostado en su cama individual, con el abanico espantando los fantasmas de los nervios encendidos. Lo fue a ver su más que camarada, y carnal, el Juan Pedro Robles. Le tocó el rostro porque el amor exige la revisión del cuerpo al que se aprecia.
Quiso entonces el Juan saber el argumento de la muerte. El médico diagnosticó deceso por infarto. Encima de su sábana el Yépiz lleno de paz abandonó los días para siempre. Juan Pedro supo entonces que tuvo su camarada muerte de poeta: Infarto masivo y sin agonía.
En la funeraria se dibuja la dignidad de su paso por la vida. Los amigos y familiares firmes: El Lalo, el Feo. Y desde su pensamiento allá tras las rejas, el carnalito menor: el Pío, presente desde la nostalgia y extrañarlo.
La alegría como paradoja por una muerte feliz. Porque no obstante que el Yépiz se dejó a la suerte de muchas noches de tráfico embriagado, no fue un puñal el que lo sorprendió por ahí.
Linda manera esta de irse. Encender el abanico y después apagar los sentidos. Como si la gratitud significara echarse a dormir y sonreír a la vida la oportunidad de ver el sol, conocer el alcohol, las mujeres, las plantas, los niños. El aire.
Cuenta su carnal el Juan Pedro, como un juglar naturalito, las habilidades del Yépiz. Y las anécdotas se vuelven un tributo para el amigo. Narra con el pecho inflamado de emoción las virtudes de su compita: los días de noviar en la universidad, la facilidad para el ligue, la simpatía para con los morritos de su barrio, la alegría de vivir con un trago en la panza. “Y en todas las casas de su barrio le invitaban a comer”.
Ahora todos juzgamos a favor. Porque no es de barbas que un camarada se instale en la simpatía. Juzgamos por la risa esa de su discurso para aprehendernos: “Verás que jodido ando, ¿no traes nada?” Y la complicidad presta para abrazarlo de afecto.
Anoche en el umbral de la funeraria estuve (estuvimos) felices de ver la capacidad de amar en esa solidaridad de Juan pedro. Sus camaradas, también conocidos del Yépiz, asistimos para decir presente ante un cuerpo inerme con rostro apacible. Porque la muerte nos reúne sin requisito, porque en ese instante es necesaria la presencia como colectivo para decir en silencio la palabra amistad.
Anoche supimos de ese Yépiz al que desconocimos. Cuán necesaria la palabra, y certera. Contar la vida de un hombre, desde otro hombre, y saber que la virtud se apersona apenas la muerte le ha tocado el corazón.
El Yépiz seguramente en su rictus de paz sabe ahora cuánto se le quiere. Porque la autoridad de su orgullo, ese presidente municipal, anoche llegó para abrazarlo de su presencia. Ese que es más que un funcionario, su camarada. Pues bien, Ernesto hizo una pausa en su agenda. Y se vistió de duelo porque duele.
Alguien cuchicheo por ahí que a Juan Pedro se le ha visto llorar. Y razones tiene de sobra, porque pocos carnales como el Yépiz, quien alguna vez le arropara los pies a su camarada Juan, mientras éste dormía.
Ahora es de día, y dentro de una caja, amanece al fin.

1 comentario:

jose fá dijo...

muy bello el final, amanecer al fin

Te abrazo