martes, 26 de mayo de 2009

Armario



Lamer antes de encender. La lengua resbala. Cierro la luz de mis ojos. Son dunas en mi lengua. El sabor de su piel.
Me gusta el olor de este closet herencia de mi abuelo. Lo hizo con madera de pino que alguna vez trajo de madrugada, cuando los vigilantes de la fábrica centraban su atención en las mujeres que se apeaban del tren.
Afuera la vida desfila en los pasos de mis padres, mis hermanos. Adentro y entre ganchos, bolsas, cajas y trajes que nunca más tendrán un cuerpo, los minutos me acarician de intimidad. Lamer el cigarro es tocar las puertas del placer.
Me gusta forjarlo con parsimonia, ir oliendo la hierba mientras mis dedos deshacen las colas verde limón. Postergar la elaboración es postergar también el inicio del gozo.
Una cantante blanca con voz de negra emerge desde la bocina de esta radio de bulbos. La radio era también de mi abuelo, muchas noches le acompañó en sus jornadas de velador en la antigua estación del ferrocarril.
Allí empezó la historia de mi gusto por el humo de la hierba. En su bastón el abuelo guardaba un tubo metálico, adentro los cigarrillos que antes de salir a su trabajo forjaba con tranquilidad, siempre explicándome la magia en el cerebro, en los sentidos: “El remedio de todos los males”, decía apretando la voz para no desperdiciar el humo.
Caminábamos hacia la estación con la radio encendida. En la maleta de piel había tacos de chorizo y en un termo el café para sortear la noche. Mi abuelo tendía un catre y mientras me trepaba al sueño, él narraba historias de héroes y leñadores. Era la magia verlo actuar las emociones, los diálogos, el peligro y la felicidad de sus hazañas.
Hubo una vez que de un furgón del ferrocarril salieron cuatro salvadoreños, en sus bocas se dibujaba la desesperación por un trago de agua. Mi abuelo tomó su cantimplora y sin preguntar se la dio al más viejo de ellos. Una manera divertida tenían en su acento. Los ojos de todos bailaban entre la luz de la lámpara del andén del ferrocarril. Los tacos puestos sobre una tarima, ni a mitigar el hambre alcanzaron. Los salvadoreños dieron santo y seña de su travesía, del arrebato que sufrieron en una ciudad del norte de Sinaloa. Nos tumbaron los culichis, con unas navajas bien filosas apuntándonos en el pecho. Y nos quitaron hasta los periódicos con los que nos tapábamos.
Recuerdo ahora ese tiempo y me pregunto por qué no lloraban mientras le contaban la historia al abuelo.
Qué ocurrente y cuánta razón tenía, a falta de comida que alcanzara, encendió uno de sus cigarros, y lo fue pasando a cada uno de los salvadoreños. Pude ver sus rostros llenos de risa, de optimismo, escuchar planes de vidas felices, construidas obviamente, en el gabacho.
La marihuana cura todo, repetía el abuelo mientras ya el tren y los salvadoreños encima de un furgón, avanzaban hacia el norte.
Lamer el papel es ver la lengua del abuelo en esas noches. Él dentro del cuarto donde un día el bastón quedó en un rincón. Porque la vida no es cierto que sea para siempre.
Ver la llama es acercarme al preámbulo, saber que en un instante ya los sentidos se agudizarán. Me llena de vida la soledad. Cómo decirlo, cómo contárselo al querido diario. Nunca he podido explicar la tristeza que me heredó también la ausencia del abuelo.
Sólo con este trance del humo, que también me heredó feliz, es posible acercarme de nuevo a su cuerpo, al olor de sus camisas de franela, su aliento lleno de tabaco, de café, del aire de madrugada penetrando en sus ojos.
Lamer otra vez. Y que el ruido de los pasos no pare, que al fin de cuentas me acostumbré al zumbido de la necedad. Por qué mis padres, mis hermanos, se empeñan en subir el volumen del televisor, por qué les duele tanto el canto de la cantante blanca con voz de negra. Y por qué los discos se me pierden de las manos en el menor descuido.
Hace un par de noches que la camisa de franela banca que dejó el abuelo, levanta sus mangas y me invita a bailar. Ocurre siempre antes de dormir, cuando ya los párpados se me llenan de hormigas acariciándome.
Debe ser porque su saco gris es el coordinado inseparable de la camisa, y porque desde que empezó el invierno duermo con él sobre mi cuerpo.
Ahora con esas prendas es más fácil regresar a ese tiempo en que las manos del abuelo me apretaban contra su pecho, allí, en ese cuarto en solitario, donde una de las hazañas favoritas del abuelo, era la actuación de su conquista de la hermana de su esposa, la tía Marla. Yo era ella, él era él. Caminábamos por el llano antes de entrar al cuarto nupcial. Me llenaba de rosas y en silencio ilustraba con su cuerpo sobre el mío. Qué aventura.

1 comentario:

Pina dijo...

eso

"la vida no es cierto que sea para siempre"

abrazos, brother