por Carlos Sánchez
Eran ríos de sangre. Lo vieron sus ojos de joven. Eran los cuerpos reventados destilando el líquido que corría por las aceras, por el pavimento. Daban vuelta en la avenida, otras tantas calles arriba, los cuerpos encimados en los cuerpos, estaban.
Eran jóvenes que necesitaban ser escuchados, eran la pasión defensa a ultranza de sus ideas.
Los vio con sus ojos que ahora rebasan los cincuenta años resistiendo el recuerdo. Dice ella que se llama Julieta Cárdenas, que hay una laguna en su mente, de ese tiempo, porque en la laguna de sangre se le perdió el control de su cuerpo, y la memoria se extravió también.
Ahora vive en el norte que es Sonora, lejos de su tierra, pero un estupor le hace presa cada vez que se acerca ese mes en el cual la luna es tan grande como la crueldad de ese día.
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En La plaza, la prosa es ilimitada en calidad y dolor. Luis Spota aguzado periodista narrador, cuenta esos días de sometimiento. Página 45:
--Batallón Olimpia.
Empezaron a gritar en coro, para hacerse oír en lo más nutrido del tiroteo:
--Batallón Olimpia, no disparen.
La sangre germinaba arrebatadora de sus vasos con la misma furia que fue encendida apenas un segundo antes de encontrar por dónde irse; sangre negra tendiendo a guinda, de las venas; sangre roja, rojo sangre, de las arterias; y era tanta la prisa de la sangre por lavar con sangre esa deuda de sangre, que de solo mirarla correr se le bajaba a uno la sangre de los talones, se le hacía a uno mala sangre, se le pudría, se le freía, daban ganas de gritar que la sangre llegaría al río, al río de sangre, no de excrementos, en la venganza que toda sangridad pedía.
Con el guante o pañuelo blanco en la mano izquierda pasaban continuamente, arrastrándose sobre los codos; no tenían al parecer manera de comunicarse con la tropa que abajo disparaba contra todo.
A nosotros / sólo nos extrañaba que tardaran / tanto en asesinarnos/
--¿Quién? ¿quién ordenó esto?
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Luego vinieron otros hijos que cayeron también. Los hijos mutilados por las piedras, por el silencio, por la oscuridad del recuerdo en que ahora los ven sus madres.
Es una de ellas doña Consuelo Murillo, la maestra del barrio, la que nos dio clases a los de las Pilas, la Matanza, la Hacienda de la Flor, el Cerro de la campana, la colonia San Juan.
Se retuerce aún en el dolor por los hijos idos, los mismo que le fueron arrebatados por la misma intolerancia. Suena su voz cansada, sus ojos en otoño, suenan como un río a punto de secarse, porque la alegría la opacó la angustia desde ese día que los del gobierno le decomisaron la sonrisa de sus hijos.
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Ahora una canción se ha puesto de moda, y levantamos la cerveza mientras movemos nuestros cuerpos con alegría, festejando el ritmo y no la letra, ni el contenido. Rubén Blades quiso hablarnos del dolor; se nos fue el avión de la reflexión y trepados ahora en la embriaguez de felicidad coreamos todos “adónde van los desaparecidos” en la voz por demás insulsa de Maná. Porque somos revolucionarios en los billares, con el polvo entrando por la nariz. Somos disidentes de lo establecido, disidentes incluso de la conciencia. Destapamos otra cerveza, echamos otras monedas a la rocola. Es nuestra la revolución. ¡Que muera el maldito gobierno! Antes una línea más, un Marlboro blanco, el taco para encontrar la bola ocho. Los pies en el concreto, la moneda en el bolsillo, el reloj checador regocijado de nuestra puntualidad.
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Página 251, La plaza de Spota; fragmento:
...nos quedamos así, sentados a esperar, y a la diez de la noche volvieron los tiros sin que se supiera muy bien desde dónde tiraban... Las mujeres se aterrorizaron y empezaron a llamar a gritos, a pedir que les abrieran la puerta para poder refugiarse en su interior:
--Ábranos.
--Nosotros también somos mexicanos.
La puerta no se abrió jamás.
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