domingo, 13 de abril de 2008

El grito es azul

Y ahora que la máquina suena de nuevo, a manera de recorrer con la memoria esos días, va esta crñonica de la entraña

por Carlos Sánchez
Suenan las trompetas. Mis oídos se cimbran. Entré hace un par de minutos al estadio Azul y como Andrés Calamaro, ese cantautor argentino, me quedé duro que es sinónimo de sorprendido.
Él se sonrojó, ante el monstruo del estadio Azteca, cuando era niño. Yo ahora soy un grito de chilango. Y celebro el pase, la triangulación, el túnel, la gambeta, el ingenioso desplante del Chelito que recibe con el pecho y ante la salida del guardameta del Atlante, Federico Vilar, bombea el balón. Lo veo correr y con mi imaginación lo abrazo, lo detengo, le jaló las greñas, le doy un manazo, le pico el culo y hasta lo beso. ¡Cabrón, qué mal aliento tienen los futbolistas!
Antes de mis nalgas en el concreto, allá afuera, en la fila de taquilla, escuché el grito de gol. Ahora me informan que fue el Chelito quien perforó las redes. Ese fue el primero, el que viví y donde lo felicité fue el segundo, en tiempo de compensación, en el 92 para ser preciso y para validar la investidura de héroe que César el Chelito Delgado merece.
Para que no me lo cuenten he venido a verlo. Recorrer la mirada sobre el pasto, las gradas, la gente; prestar los oídos al sonido del estadio, la porra, la mentada de madre, el brinco fanático.
Observar en vivo tiene su ventaja, porque los jugadores en su celebración estrujen la cerca delante de todos, pero ante la anotación la prerrogativa de repetición no existe.
Por eso retener la vista sobre el pasto es inminente, si no, a lamentarte por la jugada que se te resbaló ante la concentración de los ojos sobre esa blusa escotada de la porrista.
Una bolsa de duros, quince pesos, una cocacola, quince pesos, una cheve, veinticinco pesos, mirar la multitud enardecida que le mienta la madre al portero Vilar por el disparo que doblegó al conejo Pérez, no tienen precio.
Tampoco tiene precio acariciar con la mirada la sonrisa total en el rostro del señor regordete y de melena que celebra su frase ante el tránsito del aficionado calvo: “pinche pelón, chinga tu madre, porque todos los pelones son rateros”. Celebra él porque nadie lo secunda, y ante el silencio explica: “a poco no es cierto, todos los pelones son ladrones, ahí está López Portillo, Echeverría, Salinas de Gortari”. Después la rabia porque el balón disparado por Richard Núñez se estrella en el larguero.
No falta el descontón al “pseudos aficionado” que burló la cerca y a los granaderos, que se instaló en la cancha y paró el juego sólo para estrechar la mano con su ídolo, el Chelito Delgado. Y caer de costalazo y sacarlo como saco de papas. Y una bulla enorme contra la autoridad, una más contra el marcador inmóvil; y la raza agradece el atrevimiento del “pseudos aficionado”: un plus en la crónica del partido.
Corre la fritanga, es un río culinario y la bebida incesante. Una cheve, una pizza, los duros, las tortas de longaniza, con el movimiento de mandíbula, la tripa llena, la bilis que se desparrama es más leve, enciende menos.
Es el segundo tiempo y ya la afición silba por la apatía del juego, el Cruz Azul se ha cansado de estrellar en las esquinas, de fallar, de ponerle balones a Richard Núñez y que éste los desaproveche.
El desfile hacia la salida es anticipado. “Esto ya valió madre, pinchis putos, ni en su estadio la hacen, eso sí, muy bonitos que salen en las fotos de los periódicos todos los días”. El regordete de melena tiene la rabia en el cuerpo, en la mente. Qué ganas de mentarle la madre, sólo para saber qué se siente recorrer el concreto de las gradas con la cabeza sin control. Mejor será no experimentar.
Busco desesperado la última esquina de polvo guarecida en la bolsa diminuta de mi pantalón, cavilo de impaciencia, si tan solo pusiera una línea de cocaína en la nariz de Salvador Carmona, tal vez la exactitud del trazo llegaría.
No mames, lo acabo de pensar y sucede el milagro: Chava Carmona toma un balón rebotado por el extremo derecho, mete un zapatazo hasta el corazón del área rival, el Chelito controla de pecho, ve al arquero y bombea, el balón deja de moverse cuando toca la red.
Los del desfile anticipado hacia el exterior, sufren por su impaciencia, a mi costado vive el asiento reservado para el regordete de melena que ya me levanta como muñeco, y en mi cara escupe su celebración: “gooool mi pinche barbarito del norte, gol cabrón”. Después mis nalgas regresan al concreto.
La raza abandona el estadio, los jugadores ya no están, las luces son un corazón en infarto. Estoy solo, ni regresar a la sorpresa de la primera vez en el estadio azul, me anima.
En el tránsito hacia la estación del microbús confirmo una vez más que todos tenemos un bipolar en el vientre. Y siento su presencia. No es nostalgia, más bien un volver constante, inevitable, al niño de ayer.
El instante de besar al Chelito me arranca una sonrisa hacia adentro. Camino otra vez.

1 comentario:

Esa dijo...

Escribirías un párrafo para un foto-ensayo que hice en clase?
Un saludo.