domingo, 20 de abril de 2008

Equilibrio emocional


Por Carlos Sánchez
Ordenar la vida. Prever los años sucesivos. Acatar las reglas del juego. Intentar el equilibrio. Soportar la zancadilla. Tolerar la patada en el vientre. El rasguño en el alma. La violencia discreta. El puño en el riñón. La rabia en el hígado.
Correr tras los objetivos mientras una luz desciende del escenario. Hacer como que nadie sabe nadie supo.
Las imágenes fluyen a través de las oraciones de esa dama puesta en la esfera que es la vida, el mundo. El ritmo de la violencia tiene el sonido en las plantas de los pies, en los dedos, en la fortaleza del músculo que reprime la corriente del río que es la niña, adolescente, joven, madre, hija.
Me conmueve el instante. Si la obra va más allá o permanece ahí, agradecer a los bailarines, coreógrafos, organizadores, es inevitable, por ese momento de regresarnos la cuenta pendiente en estos y todos los días por nuestro ejercicio represor contra el género femenino.
Impresa la inteligencia en ese guión. El ritmo en las oraciones nos lleva de facto a lo que hemos sido, lo que somos, lo que deseamos ser. Y un golpe otra vez a la risa para que callemos la alegría, la intención de estar y permanecer.
Si no lo hubiera visto, escuchado, palpado, diría que nada es cierto, que son sólo los medios de comunicación quienes se mofan del dolor ajeno. Si me lo hubieran contado les diría que mienten, que la sociedad aun tiene conciencia, que no puede ser que las risas se manifiesten ante una situación de tormento del prójimo.
Lo he visto, escuchado, palpado. He sentido en el vientre como agresión la reacción escandalosa de esas risas interpretando de acto lúdico la represión ante el proyecto de vida de la mujer puesta en el escenario.
Inevitable el viaje al origen. A esa ocasión cuando Yelenia, niña de cinco años en ese tiempo, intentó abrazar a su padre para darle un beso, y encontró la respuesta en la violencia de Marcos ayudante de albañil y promotor de las reglas del desamor.
Un estira y afloja en el traspatio de la casa del vecino, el instante del puño del padrastro contra la hijastra desobediente, la hermana presa de sus cabellos en las manos del hermano mayor: las horas de pisar las calles se acabaron, porque eres mujer y el hogar espera como prisión.
Están los ojos, mis sentidos todos, en esa esfera donde se balancea el intento de seguir viviendo, la resistencia, el deseo de ver volar el pelo con el viento de la ciudad en las caricias.
Sigue la función, cierto, empero permanezco sobre la esfera, ahora siendo un niño con el pantalón rasgado, la abdicación inversa, de la mujer hacia el hombre, de ya no más te quiero mucho poquito nada. Porque nada queda de esa infancia que no sea el recuerdo de las manos idas sobre las mejillas, del abrazo inexistente, del poder de las palabras como desprecio.
Podría decir, intentar, hacer un esfuerzo por objetivar la poesía en esas varas de color rosa cayendo con parsimonia y ritmo natural ante la risa forzada del bailarín oferta de persona triunfadora.
Que más da si los cuerpos acatan las notas de la música y la coordinación exacta nos confirma el nivel de la ejecución. Estoy encarcelado en esos tres protagonistas que iniciaron el espectáculo. No hay poder para la mente indagando las escenas sucesivas de Scrabble. Permanezco en el llanto de la niña, adolescente, mujer, madre, hija. Cada impacto, cada intento por derribarla sacude mi instinto. Tengo ganas de correr, hacia el escenario, hacia la calle, hacia donde la oscuridad me recuerde los dolores de la infancia.
Es una manía perseguir el recuerdo. Es una adicción saber que en la infancia se fundó la soledad. Es una maravilla implacable saber que siguen existiendo quienes pueden reír, carcajearse, del dolor ajeno.
Escribo ahora, sobre esa esfera como metáfora del mundo, la escena me rige los segundos del corazón, de la vida. No caeré, porque soy una persona estable. Y en equilibrio emocional.

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