lunes, 30 de junio de 2008

En la memoria papel

Carlos Sánchez

Te chupabas el dedo. La dentadura torció su vereda en las encías. Dicen los que te vieron crecer que jugabas con tierra, inventando dragones y escaleras, tesoros en las zanjas, machincuepas en las lomas.
Le huías a la opulencia. La imaginación te bastaba para inventar el mundo predilecto. Te ven ahora, según me cuentan, por las calles, con la libertad de unos tirantes ajustados a tu espalda, por el pecho, con los jeans flojos, los zapatos bajos, la camisa de hombre sin fajar, la despreocupación por la estética.
Te gusta coleccionar imágenes urbanas, conversar con los hombres que llenan la ciudad, en esa velocidad de sus pasos guareciéndose de la vida. Me lo han dicho.
¿Nunca te has preguntado por qué la mirada de niña se queda en tu rostro para siempre? Si lo hicieras tal vez no habría respuesta. Además la conservas sin reparar en ello.
Hace unos meses visitaste el Café del Cerro, donde atiendo por las tardes la mesa dieciséis. Te observé, después de mucho tiempo de no saberte. No tuve, otra vez, la fuerza del atrevimiento para abordarte. Venías con el mismo pelo sobre los hombros, el rosario de bolitas rojas y una cruz negra. No hay manera de errar tu nombre, la mirada y la postura de tu cuerpo te describen aún a distancia.
Había reflectores, cámaras, preguntas sobre tu presencia en el país, tus proyectos, el trabajo a estrenar el próximo fin de semana. Te aplaudieron tanto. Los miré marcharse después fanáticos de tus palabras. Me quedé con atmósfera de tu presencia.
Tengo de esa tarde la servilleta con la que limpiabas tus manos, tus labios, la guardo en el buró contiguo a mi cama, la beso antes de dormir, y al despertar.
Recordé esas horas de verte cerca, y los días sucesivos, momentos que tenía en la memoria, de los cuales ni yo sabía de ellos. Fui con el pensamiento a esa escuela para damas donde mi abuela hacía el aseo y yo le acompañaba porque no tenía con quien dejarme por las mañanas.
Era escuela para niñas en ciernes de servicio a la iglesia, de mujeres con vocación para adorar a dios. Tenías un overol a cuadros, el mismo pelo, los mismos rizos. Te encontré en el pasillo hacia la capilla, yo con la cubeta amarilla y en ella el trapeador, tú con la cuerda rosa para jugar a los brincos y una bolsa de frituras ensuciando tu ropa.
No debiste compartir tu día conmigo, estuve en el lugar equivocado, no debí meter mis manos en la bolsa de tus frituras y acompañarte hacia la capilla. La monja te regañó por atreverte a tomarme del cabello, por acercar tu rostro al mío para enseñarme a rezar frente a un cristo de madera. Eso argumentaste cuando tus padres acudieron en tu defensa ante el director del colegio, eso dijiste mientras yo sólo asentía con la cabeza, sin poder pronunciar una palabra.
La otra historia, la del trapeador en la cabeza de la monja que te agredió por decir que yo no era de tu clase, que no debías comunicarte conmigo y mucho menos encerrarte en el baño de la capilla con mi compañía, la que nunca le dijimos a nadie, esa historia la encuentro ahora que me despierta la memoria. Es gozar de tu carácter, el talante para decir no. Yo siempre he sido un sometido.
Te veías en ese momento con la mirada de un perro rabioso, con la fuerza de un árbol inmenso, tenías la necesidad de callar las ofensas de esa dama dedicada a dictar órdenes y trazar caminos para formar gente de bien.
Me asustó el escupitajo que disparaste sobre su rostro, el sollozo incesante de la monja que rezaba mientras tú arremetías con palabras en contra de ella. La venciste.
Desde ese día te expulsaron del colegio, mi abuela no regresó más a su trabajo. Desde ese día vivo indagando tu paradero, desde ese instante supe que alguien podía defender mi nombre.
Tengo en una hoja de cuaderno una historieta que inventaste esa mañana. El personaje se llama como yo, la niña que juega en el columpio tiene trenzas y firma un juramento de siempre querer a su héroe que no es otro más que el que empuja con sus manos el columpio para que ella roce con su rostro y su pelo el aire del parque. Y soy yo. En los recuadros de la historia dibujada con tinta negra, está tu nombre, tu dirección, el número de teléfono al que nunca me atreví a marcar. Y todos los días deseo vencer el miedo de mi índice para poder tocar las teclas y construir la posibilidad de respuesta: tu voz.
De niña te gustaba pasar las tardes debajo del eucalipto, en el corral de tu casa, conversar con las cachoras, llenar de migajas el área donde las palomas solían bajar para refrescarse con el agua que regaba las plantas.
Me han dicho que tuviste un par de hijos, que aunque nunca creíste en el matrimonio, te decidiste a no pasar la vida sola, escuchar las voces que emergieron desde tu vientre, de acariciar el aprendizaje de dos varones que ahora te llenan la vida.
Te he visto esa tarde en el café y descubro los mismos ojos llenos de infancia. El color de tu piel es la reiteración de tus días caminando bajo el sol.
Esta noche observó desde mi ventana hacia la calle, no dejo de nombrarte, en el deseo la fantasía de encontrarte por la ciudad es una constante en mi ansiedad. Estoy lleno de ti. A veces es inevitable observarte en los otros rostros, creer que eres tú y tristemente saber que no al acercarme a los cuerpos en los que te invento.
Enciendo la memoria. Te toco y me salva el olor de la servilleta con tu sudor, con la textura de tu piel, enciendo la radio para complacerte de la Hora del jazz. Juego a tenerte. No me queda más remedio que servir dos copas de vino tinto, o si prefieres saldremos a caminar.
Despertaremos juntos y tendrás café a la cama. Te cuidaré recíproco, por esos días de infancia donde la violencia de tus palabras defendió mi nombre. Llegas otra vez en esta servilleta que froto contra mi cuerpo.

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