miércoles, 9 de julio de 2008

abril

carlos sánchez

Debajo del puente dibujo tu nombre. Tengo una lata de espray anaranjado, el mejor de todos los colores. Debajo de los converse negros que pintaste con tinta negra, de cordones blancos, escribo las sílabas de tu apellido.
Mientras yo hundía mi boca en la bolsa naranja inhalando el solvente para sentir los calambres en el cuerpo, el letargo en mi respiración, tú trazabas la suela, la estrella como etiqueta, la punta de los alambres simulando una calle del barrio en la que las travesuras nos hacían tomar por asalto los cables de electricidad y tirarlos para insertarlos ahí: un homenaje a los tenis que ya se rendían de tanto andar. Eran una gasta, el vestigio de nuestros pasos.
En una alucinación el espray en tu mano inició el trazo. Llegábamos esa tarde de recorrer los cruceros del bulevar, de levantar monedas entre los conductores, de ofrecer tu baile al ritmo de mis palmas golpeando un par de congas. Tu falda se alzaba con el ritmo de esa coreografía urbana, entre el ruido de motores, el aire golpeaba las miradas que agrandaban sus párpados, para verte mejor.
Te serví el menú que compramos en la refaccionara, por apertura la oferta era al dos por uno. Elegimos el color naranja y el negro. El primero porque te hacía volar de alegría, la felicidad chillante dentro de una bolsa pintándote la risa en el sube y baja de las caricias. Inhalar. El segundo como sinónimo de oscuridad del alma, para no perder el origen de nuestras vidas, el color negro de la historia cruenta.
En las estructuras que sostienen el concreto, el asfalto, nos trepamos para sentir la vibración, el ruido de los carros circulando encima de nuestras cabezas. Ahí surgió la idea del reto, la inquietud por pintar en la parte más alta del puente el homenaje a los pasos por la ciudad, el trazo de los converse negros con cordones blancos.
Yo seguía en mi ritual, en la respiración latiendo dentro de la bolsa naranja, en tus manos el espray fue un revolver disparando la imaginación, el recuerdo de los cables de esas calles del barrio, la travesura adolescente: tenis perfectos con cordones atados a los alambres de luz que inventabas en las paredes del puente, con tus pies entrelazados a la estructura metálica para no resbalar; corrías la tinta con aire y era un verte volar entre las nubes del cielo, las que se apuntaban en mi memoria, dentro del viaje, con ese boleto de color chillante.
Nunca tuvimos un techo, y ese puente era nuestro. Nos gustaba inventarnos nuestra casa, lo era, vaciar la cubeta de agua en nuestros cuerpos, ampliar los cartones como cama y apagar la luz cerrando los ojos. Roncabas con tu cabeza en mi brazo, despertabas con un vacío reseco en tu garganta, con el mismo zumbido de mi cerebro rasgando la ansiedad en el tuyo.
Era la necesidad de otra dosis la que nos impulsaba a ponernos los converse, mojar la cara y existir dentro del tráfico. Otra vez el talón, las miradas en tu piel. Nunca dudamos sobre la prioridad entre comida o latas de pintura. Éramos pasos mecanizados hacia la ferretería, la refaccionaria. A veces también había latas de frijoles, panes fríos, del día anterior, chiles en raja, cocacola caliente. Comer para tener fuerzas de respirar otra vez en las bolsas llenas de tinta, moverlas exactas entorno a nuestros rostros, la fiesta perfecta, la impostergable de todos los días.
Hubo ocasiones de verte desnuda, con las piernas abiertas, la boca seca, tenías encima mi cuerpo a veces, las manos de otros también, eran esas la garantía de otras monedas, de más horas sin el zumbido de resaca que no taladraba el cerebro.
Te gustaba reír al recordar la panza enorme del tipo jadeando encima de ti, concluir que gracias a la necesidad de otros por un cuerpo, nos devolvía la alegría de las latas en nuestras manos, de recuperar el placer de inhalar, y del tuyo, el más intenso: la construcción en líneas de esas imágenes citadinas, de alambres y postes, de converses negros y cordones blancos.
Había también instantes de calor en tu frente, de dolor en tus piernas, de lágrimas por el recuerdo. Hablabas dormida, espantabas fantasmas acechándote, contabas en fragmentos la infancia acelerada, la negación de las muñecas, la banalidad de las otras niñas entretenidas brincando las rayas dibujadas en la tierra.
Vieron tus ojos más de la cuenta, la normalidad aprendida entre los gritos de los grandes que te rodeaban, los que se apersonaron para rasgarte el vestido, con la anuencia de los que te guiaban.
Aprendiste a dibujar en los albergues, cuando los cómics eran tu refugio, cuando la saliva humedecía el grafito que deslizabas por el concreto del piso donde te encerraban de protección.
Veo ahora la pintura formando el recuerdo de los pasos, la que salió desde tus manos, de tu imaginación. La toco línea por línea, con mis dedos, para sentir el temblor de tu pulso. Inhalar es retenerte, saberte viva, contarte historias de madrugadas con policías tirándome a macanazos, encima de las calles, dentro de la comandancia: vivencias que te llenaban de risa.
Escribo dos nombres y un apellido, para refrendar el abandono. Letras que rubrican la autoría de tu paso por el placer del solvente, por la alegría de dibujar. Es mi venganza de tu ausencia, firmar con tu nombre el cuadro que nunca fue graffiti, porque no te gustaba esa palabra, porque lo tuyo, decías, era mucho menos que eso. Yo sólo rayo para ser feliz, comentabas.
Dibujo tu nombre al pie del converse negro, para inmortalizarte, para decirle a la vida que tu existencia no se reduce a una nota en la sección policiaca de un periódico amarillo.

3 comentarios:

Lupita Navarro dijo...

eso! y un abrazo

P dijo...

Sonrisa blanca con olor :D

Miriam García Aguirre dijo...

hola carlos,
se siente frio leer este texto. mucho frio.
mira, si puedes entra a este blog,
el proyecto de las morras. creo que puede interesarte.

http://elproyectodelasmorras.blogspot.com

saludos,
miriam