Carlos Sánchez
La ciudad. Hermosillo. Constantes jornadas de pájaros alegres. De árboles que se resisten a claudicar. Ahora son las plagas quienes los derrumban. No obstante cada día vienen más, se alzan más, con su nobleza para acompañarnos durante las caminatas sobre la acera de la colonia, alrededor del parque, adentro de la sauceda, en el centro ecológico, en la milla de la universidad.
La ciudad es esto. Un trajín cotidiano, el grito en la parada, el camión que pasa de largo, los olores de colegiales, el esfuerzo de la doña, el compromiso del albañil.
La ciudad somos todos y la hacemos cada uno. Por las mañanas en el mercado municipal, por las tardes en la plaza y para ver los pichones, darle de nuestras manos el mendrugo, compartirles lo que apañamos desde un vendedor ambulante.
Sentimos en el pecho el resonar de campanas, porque venimos a misa o porque simplemente pasábamos por aquí. Aprovechamos la oportunidad y ya un elote cocido para el antojo, una nieve de garrafa y jugar a la infancia, embarrados los labios con el color de la pitahaya, con el sabor de la vainilla.
Jugamos con los ojos ante el niño trepado en su patineta, nos deslizamos sobre la duela en esa bicicleta de la adolescente, nos encaprichamos también por la permanencia en la plaza, para que no nos arrebate el tiempo nuestra identidad, de dónde venimos, y crecimos. No queremos, no podemos irnos, porque aquí está, simplemente, lo que somos.
Estamos aquí porque pertenecemos a la ciudad, y celebramos desde cualquier trinchera el último jonrón con caja llena, en la última entrada, de los naranjeros de Hermosillo. El perfecto jadtdog, de madrugada, en la plaza Emiliana de Zulbeldía.
Somos la crónica en la bolsa del pantalón de un niño, de allí extraemos la alegría, y metemos los ojos para encontrar el recuerdo, nos topamos entonces con un trompo, dos canicas, una cuerda, la envoltura del dulce que comimos sin darnos cuenta porque nos tocaba el turno en el juego del ahogado y disparar con el calichón para ver cómo se desparramaban las canicas.
Nos llamamos ciudad, calor, extremo, frío, rabia, impulso, nobleza. Aquí donde habita la carne asada y contradiciendo a un intelectual arrogante somos también la cultura constante.
Enfrente del ayuntamiento, allá, la plaza Alonso Vidal, vestigio, presencia, de la poesía, el periodismo cultural, el conocimiento. ¿Quién dice que Hermosillo adolece la falta de educación? ¿Quién señala que el arte, nos fue negado?
Tenemos el teatro, las demasiadas voces, la música, la pintura, las letras, la danza contemporánea que habla por nosotros, por Sonora, ante el mundo entero.
Tenemos la exquisita textura de un grafitti que también es arte, tenemos en ese graffiti la existencia de un adolescente que quiere, que es, que dice presente en la vida desde una lata de espray.
Todos esto somos, y también la inquebrantable, la inevitable presencia del barrio, mi barrio, el Jito, el Tiroblanco, las Pilas, la Matanza, la Hacienda de la flor. Allí a donde vuelvo siempre y donde encuentro a los que tienen la humildad rabiosa. A quienes les exige la derrota mirarse los pies, la tierra, el escupitajo violento de la arrogancia de los importantes. Los importantes, muchos importantes para vestirse de corbata y mirar de soslayo porque mirar de frente les está imposibilitado.
Pero mejor decir lo de ellos, los del barrio que también son ciudad, y bajan del cerro donde es su casa. De esos quienes llevan dentro la desesperación por el trago que apague el dolor del instante.
A ellos los he vuelto a encontrar. Y si ayer el Simón, aquél carnal de cincuentaitantos años que lavaba carros en la calle Morelia, apareció flotando, muerto de agua en la presa, porque unos policías lo levantaron de la calle, le dieron rayte a fuerzas, y sólo para adelantarle el final, ahora el Siete, el Eloy, el Changai, arrastran sus cuerpos hacia el mismo destino. Porque el cuerpo es lo único que les pertenece. Quedarán por ahí en uno de esos callejones que son las arterias del barrio, tal vez sintiendo la misma sed con la que nacieron.
Ahora los he visto, y el Changai me advirtió que le advirtieron que a la próxima le amputan los brazos, porque se le ocurrió inyectarse con una jeringa que se encontró tirada, y las venas se le hincharon, no precisamente de amor, como escribiera Jaime Sabines en su poema los amorosos.
Hablo de estos, los que tienen el pelo opaco, los ojos tibios, la tela añeja untada en sus cuerpos. Saben la historia de los niños que fuimos, de la tragedia de nuestros padres muertos. Son sus contemporáneos, tal vez con un poco más ( o menos) de suerte, porque ellos siguen viviendo, sintiendo, necesidad de abrir los ojos para encontrar otra vez el ardor en la garganta que solo les apaga el sorbo de alcohol.
Ellos también somos nosotros, y formamos parte de las letras para decir el nombre HERMOSILLO. Y ellos también corrieron por esta plaza, la Zaragoza, y algún día treparon a este quiosco, y miraron de frente a los palacios, donde sin saber por qué o para qué alguien les dijo que existe el gobierno.
Ahora somos tiempo y memoria, la historia dicha por los cronistas, los que escriben. Y desde el barrio también un escritor para construir con letras cómo fueron aquellos años, porque el barrio, Las Pilas, parió un buen día a Fernando Galaz, y sus manos para antecedernos en la recreación de acontecimientos.
El barrio, digo, el barrio ombligo del mundo como bien señalara el también cronista Manuel Blanco, en su columna el Farolito semanal.
Salud por los que estamos, los que se han ido y abrieron camino. Brindar por la oportunidad esta de mirarnos a los ojos para reconocernos, saber que somos todos y pertenecemos a esta ciudad. Hermosillo. Hermoso.
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