viernes, 9 de marzo de 2012

Abigael Bohórquez: poeta consecuente



Carlos Sánchez
Oh poeta de poderosa y macha poesía, Abigael Bohórquez, poeta de todas latitudes, así definió Efraín Huerta, el cocodrilo, al escritor sonorense, quizá el más trascendental de todos los tiempos en la historia de la literatura regional, y nacional.
Abigael Bohórquez, poeta consecuente, vivió asumiendo una actitud vital ante su oficio. Constantemente marginado de la nómina institucional, el vate apostó lo que tuvo desde su talento, a la creación de su obra dramática y poética, ésta última traducida en fechas reciente al idioma francés e inglés, y se gesta también la traducción a la lengua portuguesa.
Abigael nació el 12 de marzo de 1937, por lo tanto este lunes próximo cumpliría la edad de 75 años. No obstante falleció de un infarto masivo, como mueren los poetas, en el mes de noviembre de 1995, a la edad de 58 años.
Actualmente su poesía circula, viaja a diferentes países, en un recuento de poemas publicado por Mantis Editores, el cual lleva por título Poesía en prenda. Este ejemplar se presentó en la edición próxima pasada de la Feria Internacional de Libro.
Si el poeta muere, la poesía tal vez permanezca para siempre, en este caso Abigael permanece.
Aquí un poema, quizá el más conocido por los lectores:

Llanto por la Muerte de un Perro

Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”

Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.
(Fe de bautismo, 1960).