lunes, 7 de enero de 2008

palomitas

por Carlos Sánchez

Consumir palomitas me desborda el placer. Sentir cómo juega la textura del maíz reventado en mi lengua, el paladar, es volver a esos días en los que me sumergía por horas en el baño. Ponía mi cuerpo en la regadera y el agua emboscaba mi pecho y mis piernas. Un hormigueo recorría los músculos, luego un letargo se entrelazaba de la voz temblorosa que emergía del estómago.
Siguen siendo mis ojos dos platos blancos con huevos fritos en medio. Se agrandan cada que el ruido del maíz cruje entre mis dientes. No es porque el recorrido de mi mano sea perfecto sobre mi piel mientras la película avanza, ni porque el maullido de mis gatos acompañé el chasquear del prepucio humedecido.
Siento el placer en la garganta que es una compuerta sosteniendo el sabor salado de las palomitas masticadas.
Viene como una manía mi devoción por el maíz desde que descubrí al tío abuelo jugando con un ponteduro acaramelado sobre la espalda de mi abuela. Lo desparramaba sobre ella para después levantarlo con sus labios flácidos. Pronto lo hice como él, sobre aquellas fotos de revistas de mujeres elegantes.
He crecido pero sigo siendo niño saltando a la adolescencia. Me detengo siempre en esa edad con disparos de sorpresas impactándose en la memoria.
Me gusta estar allá, en el recuerdo, recreando, inventando las escenas de la patria sobre la portada de los libros de texto descubriéndome excitado una y otra vez.
Cierto que hay brumas en los días de verme las manos jugando con mi cuerpo, cierto que la culpa me persigue porque no debía arrancar las hojas del catecismo, por la imposibilidad de memorizar los mandamientos, cierto que la vela que me compraron para la primera comunión tuvo mejor utilidad al verla entrando en la boca de la muñeca de mi hermana. Se la tragaba toda.
Veo, al encender el televisor y cuando programo cualesquier película, la película de mi vida. Mis ojos estáticos son la revolución de imágenes en la memoria. Veo, mientras mis dientes crujen en el maíz, la cara roja de mi tío abuelo ciego rozando con su bastón las piernas de mi abuela por debajo de su falda.
Tenían alcohol de caña siempre, servían en tazas de barro un poco de aguardiente y café para teñir la culpa y sufrir menos el pecado. A poco rato de estar bebiendo, los miraba siendo uno solo trepados en la tarima, debajo de la enramada de atrás de la casa.
Sentía en mi respiración un miedo de emoción. Era dolor verme en sus ojos blancos como la leche, ofensivos como el calor de sus manos.
Era mi tío abuelo el pretexto siempre para meterme debajo de la mesa, detrás de la cortina, adentro del ropero. Era su voz lenta una amenaza para mis nervios. Tenía la magia cruel de asustarme siempre con el ruido de sus pasos.
He crecido en el cuerpo, según me informan mis ojos viendo las dimensiones de mis brazos. He levantado la vista sólo para dejarla en la televisión mientras como palomitas. Es la pantalla mi escapatoria, por ahí se va la vida que regresa siempre. Apenas se abre el telón de la película y ya estoy de nuevo consumiendo fiel la nostalgia de los días de alcohol y café. Porque los veía fantasear, encontrar lo que nunca tuvieron, porque les inventaron como a mí su castillo de pureza. Con sus límites altos, con la mutilación de sus posibilidades físicas.
Hace unos días dicen que vino mi madre a verme, y según sé me dio un beso en la mejilla. Me reclamó, cuentan, mi ensimismamiento. El control del televisor en mis manos le encabrona. Que si por qué no soy un hombre normal, se pregunta, me pregunta.
Los reclamos de ella son los mismos de siempre: por qué no salir a la calle, por qué no conversar con la gente que camina por la banqueta.
Yo apenas si hablo con los actores de las películas, porque en ellos encuentro la comprensión sin condiciones. Y si me ven tocándome sólo sonríen; a veces me dicen cómo hacerlo mejor.
El único poder que ejerzo en estos veintitrés años de mi vida, es el del control sobre la tele, y una que otra vez, la posibilidad de encender la radio, pero muy a veces, porque no siempre se está de humor, porque no siempre dice cosas que me gustan.
Veo a mi alrededor y sé que en este cuarto tengo lo suficiente para vivir. A un lado de la cama está la mesa que me trajo un día la abuela de un burdel donde ella trabajaba. Encima está la estufa de petróleo, y la olla de peltre donde cocino las palomitas.
Gozo de consumir la sal bañando el maíz. A veces con mantequilla. Pero no puedo dejar de sufrir la culpa cada vez que toco el cielo al sentir mis manos acariciando mi garganta, mientras engullo con violencia deliciosa otro bocado con sal.

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